Los adolescentes adolecen
Adolescente deriva del verbo latino adolescere, crecer. El adolescens, participio activo, era el que crece, mientras que el adultus, participio pasivo, era el que ya había crecido. Adolecer, en cambio, proviene de dolere y, de hecho, su acepción original en romance se refería a los males físicos que "causaban dolor", aunque en la actualidad se emplea muy preferentemente en el sentido de padecer algún defecto (adolecía de falta de recursos, adolece de una vanidad superlativa).
Hago las dos precisiones anteriores porque el parecido entre ambas palabras lleva con frecuencia a vincularlas erróneamente, en un ejercicio de lo que se conoce como etimología popular. Hace unos días, por ejemplo, caí por motivos que no vienen el caso en una reunión con tres mujeres y la conversación derivó hacia los quebraderos de cabeza que les provocan sus hijos adolescentes. Una de ellas, a la que ya le había detectado marcada inclinación hacia las "máximas universales" (esas frases que se presentan como explicación aparentemente profunda de algo y que, vistas un poco de cerca, suelen ser tópicos inflados de vacío), nos hizo ver que el insufrible comportamiento de los adolescentes surge de sus propios sufrimientos a causa de las carencias que justamente definen esa edad, se llaman adolescentes por eso, porque adolecen, porque les falta lo que han de conseguir en el proceso de hacerse adulto, de madurar.
Aparte del error etimológico, más disculpable, mi amiga incurrió en el extendido vicio, frecuente sobre todo entre los periodistas, de emplear el verbo adolecer como sinónimo de carecer, que lleva a construir frases cuyo significado es precisamente el contrario del que pretende el hablante. Decir que los adolescentes adolecen de madurez, por ejemplo, significa que tienen madurez, aunque ésta les cause sufrimientos. En todo caso, si aceptamos la primacía del hablar popular sobre los purismos etimológicos, habrá que dar por buena la frase de esta amiga mía y reconocer que, en efecto, los adolescentes son los que adolecen ya que, por descontado, adolecer es tener falta de algo. Todo se andará, que gran parte del camino ya está recorrido.
Pero a lo que voy, que no es embarcarme en nuevas navegaciones lingüísticas. La cosa es que yo, tan culto, noté inmediatamente el doble error de mi amiga y a punto estuve de señalárselo. Si no lo hice fue porque, por mucho que uno se esfuerce en decirlo del modo más suave posible, las probabilidades de crear una situación si no violenta sí desagradable son muy cercanas a la certeza, máxime cuando hay más personas en la conversación (las otras dos mujeres, por cierto, asintieron asombradas al descubrimiento que les brindaba la otra). Aunque he de confesar que en tales ocasiones lo paso verdaderamente mal, son breves instantes en que tengo que ejercer mi máxima capacidad de autocontrol para que no se me dispare la lengua y chafe a quien se ha quedado tan a gusto tras la exhibición de su errónea sapiencia.
Supongo que ese impulso mío, tan intenso a veces, es debido a la vanidad, en mi opinión uno de los más deleznables vicios morales (porque ni siquiera tiene el empaque que reviste a la soberbia). Si así es, hago bien, me digo, en esforzarme en refrenarlo y confío en que mis empeños conduzcan poco a poco a debilitarlo; o sea, que cada vez me den menos ganas de corregir las burradas que pueda escuchar en cualquier conversación. Claro que a veces también pienso, quizá para justificarme cuando sucumbo a la tentación, que flaco favor hago a estas personas callando ya que conscientemente les estoy dejando en un error del que me sería muy sencillo sacarles. Pero no me engaño, este argumento no es más que una excusa pues en el fondo sé que poco o nada habría contribuido a la felicidad de mi amiga que le explicara la etimología y significado de adolecer; más bien los efectos habrían sido los contrarios.
No obstante, todo es cuestión de grados. Que estas tres mujeres estén convencidas de que adolescente y adolecer comparten etimología y semántica es algo bastante inocuo. Non è vero, ma è ben trovato, y ese trovato sirve para propiciar un buen rato sin graves consecuencias. Hay en cambio otras barrabasadas lingüísticas que, por la apabullante frecuencia con que se perpetran, disparan casi automáticamente mi acción correctora. Estoy dispuesto a admitir que también en estos casos debo esforzarme en dominar el vicio, pero concédaseme que me concentre primero en las de menor cuantía antes de afrontar estos mucho mayores retos. Citaré solo dos ejemplos que me enconan especialmente. El primero es la manía de cambiar prever por preveer (contaminación de proveer), que hace pocos días, en una reunión con unos propietarios de suelo, provocó que se me escapara entre dientes (pero suficientemente audible) "con una sola e". El segundo es el empleo de las formas plurales del verbo haber cuando se usa como impersonal y que, al menos en Canarias, es casi la norma. La semana pasada, en una reunión de trabajo en la que una compañera nos contaba el proceso seguido en un plan de mejora de un núcleo turístico del sur de la isla, refiriéndose en varias ocasiones a los numerosos problemas que hubieron, no pude reprimirme y, en cuanto acabó su perorata le pedí que no se ofendiera pero que debía decir hubo problemas. Creo que no quedé demasiado mal, pero seguro que esa chica (con quien además voy a tener que trabajar durante los próximos seis meses) no me quiere más a partir de entonces.
En fin, perseveraré en morderme la lengua.
Teenage wasteland - Pete Townshend (The Genuine Scoop, 1980)
En una reunión de trabajo, una vez, cuando yo trabajaba, un jefecete soltó "críptico" por tríptico. La primera vez me calle; la segunda me mordí los labios; pero cuando lo dijo por tercera vez no pude contenerme y lo corregí, con toda la suavidad del mundo, por supuesto. Pero el tipo me tuvo enfilado más de dos años.
ResponderEliminarTotalmente de acuerdo. Yo era así, hasta que descubrí que la gente es feliz siendo inculta y me aplique la máxima de: "consejo no pedido, consejo mal recibido".
ResponderEliminarMuchas veces veces pienso que el que dijo "corregir al que yerra" no sabía muy bien de que estaba hablando.
Qué me vas a contar. Yo llevo unos cuarenta y tantos años en el difícil aprendizaje de no corregir este género de cosas. En el trato directo y oral lo he conseguido casi por completo, y ya me abstengo con toda normalidad de decir ni mu con prácticamente cualquiera de quien no esté seguro de que va a aceptar bien la corrección. En el trato internético y escrito, como bien sabes, no me esfuerzo tanto, aunque he depurado mis criterios: solo corrijo los errores que detecto en gente que me merece la pena.
ResponderEliminarPero tengo que decir que, personalmente, agradezco sinceramente que se me corrijan los errores que cometo, no me molesta ni un poquito, todo lo contrario. Lo que significa que cuando me abstengo de corregir los errores de algún prójimo, esta abstención lleva implícito un juicio mío desfavorable sobre ese prójimo: no le corrijo porque no le creo capaz de acoger 'bien' la corrección.
He comprobado que hay gente para la que una corrección de este género, incluso sin testigos, es un insulto que tardan mucho en perdonar, si es que llegan a hacerlo. Con esos disfruto viéndoles decir barbaridades y revolcarse en ellas.
Ah, y discrepo de tí en cuanto a lo que dices de la vanidad. Mi impulso corrector, al menos, no tiene nada que ver con ella, sino con una enfermiza necesidad de lograr algo así como el equilibrio universal. Siento la necesidad compulsiva de compensar con su correspondiente refutación cualquier error que advierta, del mismo modo que siento la necesidad compulsiva de enderezar los cuadros torcidos o de retirar los pelos pegados a las solapas de los abrigos. Es algo, creo, de origen puramente físico y nervioso.
ResponderEliminarTe comprendo muy biem, Miros.
ResponderEliminarYo creo que al que yerra no se le debe corregir con tanta contundencia que le dejas sin el menor resquicio de escape y le hundes en la miseria. Es decir, corregirle de a poquitos y, si hay posibilidad, en dsitintos momentos.
Es algo como jugar apostando a cualquier juego con uno que no sabe y desplumarlo por completo de una tacada. Ese te detestará. Déjale ganar algunas manitas para que continúe y no se levante desplumado y te acuchille una noche por la espalda; cosa que ocurre en las cárceles.
Muy distinto es en el terreno laboral, profesional. Ahí no debe perdonarse un error craso - ni minúsculo. Y si el compañero, jefe o alumno se cabrea, que le den mucho.
Vamb tiene razón. Hay errores que se deben corregir por el propio bien del lenguaje y del avance social. Él lo hace aquí muy a menudo. Se le agradece de veras y admite que a él tampoco le molesta ser corregido cuando procede. Vanbrugh lleva dentro un alma docente, (y decente.)
[No sabes qué ¿alegría? me da cuando veo que alguien, como tú ayer, me comenta en el blog a unas horas de la noche en las que ya las personas 'normales'están sobando. Yo, insomne desde muchacho, sigo y sigo leyendo y escribiendo hasta las 2, las 3... y las 4. Hasta que me meto dos pastillazos prescritos que tirarían por los suelos al que solo les diera un lametón. Lo que me permito solo ahora que estoy libre de responsabilidades.]
Molón Suave y Números: Ya veo que ambos son partidarios de morderse la lengua.
ResponderEliminarVanbrugh: Te corregiré cuando proceda y, desde luego, date por autorizado y animado a hacerlo cuando veas que yerro.
Supongo que esa "enfermiza necesidad de reequilibrar el universo" es una manera también de llamar a lo que me impulsa a corregir. Sin embargo, no estaría tan seguro, en mi caso, de que no tenga nada que ver con la vanidad.
Grillo: Totalmente de acuerdo con tu consejo de "corregir de a poquitos". Lo malo es que su aplicación practica es complicada y, cuando menos, requiere mucha habilidad.
Por cierto, duermo muy bien. En cuanto me acuesto me duermo, casi sin tiempo de leer un ratito. Eso sí, llevo una temporada larga durmiendo muy poco, una media de cinco horas. Y claro, a medio días, después del almuerzo, estoy que me caigo; luego se me pasa el sueño y hasta la una.