La máquina de escribir
Ya no hay máquinas de escribir. Al menos eso decían hoy en una tertulia de la radio mientras bajaba de la oficina a casa para encerrarme en previsión del temporal que parece que va a arrasarnos (me dicen que hasta El Corte Inglés ha cerrado, así que la cosa debe ir en serio). El locutor incluso daba por sentado que sus oyentes más jóvenes ni siquiera sabrían qué son (o eran) las máquinas de escribir. Un poco exagerado me parece, pero quizá sea verdad (habré de preguntárselo a mis sobrinas) dado que desde la popularización de los teclados informáticos y programas de tratamiento de texto la demanda ha caído vertiginosamente. Encuentro en un periódico en inglés la noticia de que la última fábrica de máquinas de escribir del mundo (en la India) cerró en 2011. ¿Significa que en la actualidad uno no se puede comprar una máquina de escribir? No es que lo tuviera en mente pero de pronto se me antoja una pérdida grave. O sea que ya solo podemos escribir a mano si queremos hacerlo directamente sobre el papel o bien depender de ordenador, disco duro e impresora.
Me entra la vena sentimental y me acuerdo de las distintas máquinas de escribir que hubo en casa y de mi padre, por las tardes, sentado a su mesa de trabajo tecleando furiosamente con dos dedos (también yo así lo hago) sus infinitas cartas y artículos. Hacia finales de los setenta se compró una eléctrica (una IBM) pero hasta entonces había usado dos o tres manuales sucesivas. Cuando adquiría una nueva, a partir de mis trece años, me pasaba la anterior con la que escribía mis trabajos de los últimos años del bachillerato y universidad. Hasta yo mismo me conseguí una portátil Olivetti, encastrada en un maletín verdoso, que vino conmigo cuando me marché de casa. En archivadores viejos guardo todavía papeles amarillentos escritos a máquina de escribir, desde cuentos adolescentes a la normativa urbanística de uno de los primeros planes generales en que participé (allá por el año 81). No tengo ni idea de qué habrá sido de esas máquinas; la mía no sé cuándo ni dónde la abandoné y en cuanto a las de mi padre, ya muerto, no las veo por ningún lado en la casa de mi madre.
Pienso en tantos escritores que mecanografiaron textos maravillosos en sus máquinas de escribir. En una ocasión leí (y confirmo ahora) que hasta Nietszche la usó. Cuando el filósofo se estaba quedando ciego se puso en contacto con el inventor de unos de los primeros modelos –Malling-Hansen, de Copenhague– para encargarle una "bola de escribir" que, a diferencia del modelo 2 de la Remington que también conocía, era portátil. No parece, sin embargo, que la usara mucho, aunque también hay quien sostiene que la máquina influyó en el estilo de su prosa, haciéndola más concisa, casi telegráfica, de modo que los aforismos desplazaron a los argumentos. Encuentro una referencia a una carta de Nietszche en la que, contestando a un amigo que había notado el cambio de su estilo, aseguraba que, en efecto, "los medios con los que escribimos condicionan cómo se forman nuestros pensamientos". Algo exagerado, probablemente, aunque supongo que dependerá de cada uno. La cita me trae a la memoria una conversación a principios de los ochenta con un tipo pedante hasta el vómito (no digo su nombre porque es conocido) que me aseguraba que con los ordenadores no podría nunca escribirse nada decente y como prueba irrefutable se erigía él mismo en referencia pues necesitaba sentir el rasgueo sobre el papel de la puma estilográfica. Pero, sin necesidad de llegar a ridículos como ése, sí es verdad que algunas escrituras se asocian inmediatamente al traqueteo de las viejas máquinas de escribir (pienso ahora, por ejemplo, en el estilo de James Ellroy).
Por supuesto, la mayoría de los escritores del siglo XX produjeron sus obras tecleando en viejas máquinas de escribir y no son pocos los que la han considerado una compañera imprescindible de su actividad creativa. En julio de 1982 (supongo que ignorante de la que estaba a punto de caer) García Márquez publicó en El País un artículo acerca justamente de la relación de los escritores con sus máquinas de escribir (El amargo encanto de la máquina de escribir), que conviene leer ahora, pasados más de treinta años. Imagino además que unos cuantos seguirán haciéndolo, contra viento y marea y sorteando no pocos inconvenientes prácticos. En 2002, Paul Auster escribió su sugerente Historia de mi máquina de escribir, donde nos habla de su Olympia portátil comprada a un amigo en 1974 (quien la tenía desde 1962) con la que escribe todo lo que escribe desde entonces, si bien consciente (en ese momento) de que se acercaba el final. Por eso, dos o tres años antes de ese texto, encargó a su papelería de Brooklyn cincuenta cintas que usa con la mayor prudencia porque no tiene muchas esperanzas de que pueda conseguir más cuando se le acabe la remesa. ¿Se le habrán acabado ya, una década después? ¿Seguirá escribiendo a máquina o habrá aceptado el ordenador que tanto le repelía?
simple hecho de tener los años que tengo, las ha usado durante su adolescencia y juventud, sino que entronca con raíces familiares. Resulta que mi abuelo materno, cuando se independizó del negocio de su padrastro, una librería en Bilbao, empezó a ganarse la vida como técnico de máquinas de escribir. Durante los últimos veinte y los primeros treinta, mientras en el país agonizaba el reinado de Alfonso XIII y nacía la 2ª República, él, un veinteañero, recorría la cornisa cantábrica desde Guipúzcoa a Asturias ofreciéndose para arreglar máquinas de escribir allá donde la hubiera. Me lo imagino: un joven robusto y más bien bajo, probablemente con un chaleco, corbata gris y sombrero, llevando una pequeña maleta gastada con algunas mudas y un maletín con sus herramientas, grasas y recambios, subiéndose a trenes de vía estrecha y, desde luego, caminando muchos kilómetros (siempre fue un gran andarín). Sería en uno de esos viajes que llegó a Oviedo y conoció a la que sería mi abuela en una verbena; tanto debió gustarle que hasta la sacó a bailar, él que lo odiaba y lo hacía pésimamente (de hecho, me contó que la pisó más de una vez, así que mucho debería gustarle a ella porque el noviazgo progresó). Mi abuelo, en todo caso, murió en el 78 así que no tuvo ocasión de asistir a la extinción de esos artefactos a cuyo cuidado dedicó la primera parte de su vida laboral. Es más, estoy convencido de que ni se le pasaría por la cabeza que habrían de desaparecer, como tantas otras cosas cotidianas en su día han caído en el olvido.
Quizá la máquina de escribir perviva como instrumento de las orquestas para interpretar esta pieza compuesta por Leroy Anderson para le película de Jerry Lewis Who's minding the store? (1963)
Y pensar que de pequeño me pedí una a los Reyes Magos y me la trajeron... (tal cual como la de la primera foto).
ResponderEliminarRarito que es uno.
Saludos.
Yo tuve una portátil Olivetti verde idéntica a la de tu segunda foto, con la que me tecleé todos mis trabajos de 5º y 6º de Bachillerato y COU. (Qué antiguo soy). Para cosas más personales siempre preferí la pluma. Y en mis primeros años de trabajo todo se hacía a máquina, poniendo una o hasta dos hojas de papel carbón para las copias. Se apuraban inverosimilmente estas hojas, y las cintas de máquina, hasta que lo escrito salía casi ilegible y no había más remedio que cambiarlas por una nueva. A principios de los ochenta todavía quedaba gente como tu abuelo, que recorría los pueblecillos engrasando y poniendo a punto las másquinas de escribir, y se ganaba así la vida. Y los comerciales te ofrecían, como el colmo de lo moderno, las recién inventadas máquinas eléctricas. Nunca piqué, se veía ya el PC en el horizonte (entonces no se llamaba así, el PC era el Partido...). Habría sido una mala inversión. Fueron, las máquinas eléctricas, una de esas tecnologías que nacen ya obsoletas.
ResponderEliminarYo creo firmemente que el medio con el que se escribe influye en la forma de escribir. (No en vano el estilo se llama, precisamente, estilo). Yo soy mucho más conciso escribiendo a mano. El ordenador facilita mi tendencia natural a la disgresión, las frases subordinadas, los paréntesis y los párrafos innecesarios. Justo lo que yo estaba necesitando. Cuando acabéis hasta el gorro de mí, ya sabéis de quién es la culpa.
A comienzos de los años setenta Félix Rodriguez de la Fuente me contrató (junto a otros cuatro o cinco como Miguelito Delibes, el hijo del gran escritor castellano, también biólogo y posteriormente director de la Estación Biológica de Doñana) para escribir guiones de sus exitosas series televisivas y después de sus fastuosas –para la época- enciclopedias en fascículos. Escribía a mano y mi esposa de entonces las pasaba a máquina en una Olivetti portátil al regresar de sus agotadoras jornadas de oficina; hasta que un día se hartó, se plantó y me dijo que aprendiera yo a escribir directamente a máquina. Con ese plante me hizo un favor, me hizo crecer con una herramienta que potenciaba mi capacidad de escribir (con apenas dos dedos, y así sigo en el ordenata).
ResponderEliminarMuy justo lo que dice Vanbrugh de tecnologías que ya nacen obsoletas aplicado a las máquinas eléctricas (que además eran unos trastos ruidosos y voluminosos), por eso llama la atención que gentes como Javier Marías alardeen de seguir usándolas (y no la máquina corriente o la ‘pluma estilográfica). Y de acuerdo también en que el instrumento modifica la escritura
De nuevo un tema jugoso.
ResponderEliminarEmpezaré diciendo que yo también soy de los que tecleo con dos dedos a pesar de que siempre he andado rodeado de máquinas de escribir.
En casa había una aparatosa Underwood con un carro enorme. No sé qué haría allí, porque mi padre siempre escribía a mano, con pluma estilográfica y un letra cuidadísima.
Durante el tiempo de mili que pasé en el Alto Estado Mayor del Ejército como 'escribiente' de un coronel de aviación, me largaron una Hispano-Olivetti y - ríete Vanbrugh de las copias en papel carbón - me pedía hacer 4... Las dos últimas eran ilegibles, pero se archivaban...
En mi productora había dos IBM, de esas de bola, que era un mareo verlas girar. Un buen día mis colaboradores me regalaron por Navidad una electrónica: un cacharro imposible porque rozabas cualquier tecla y aquello se disparaba de un modo incontrolable con un ruidín histérico que te ponía muy nervioso.
Esa y otras más las tiene mi hijo que, definitivamente, padece el síndrome de Diógenes.
Y en vista de eso le ha largado TODAS la maquinillas de afeitar eléctricas y de pila que he tenido en mi vida; lo menos diez o doce. Y ya le tengo una caja de zapatos con todas mis estilográficas, excepto dos MontBlanc que uso y otra Scheaffer de oro blanco que me regaló una santa ex y se diría que le hicieron el punto a mi medida. Temeroso de que también dejen de existir me he comprado 6 tinteros y todas las cajitas de cargadores que he encontrado en El Corte I.
Qué buena idea, Miros. Está demostrado (y lo corroboramos con los comentarios) que nada mejor que publicar en los blogs las ideas más peregrinas que se nos pasan por la cabeza. El material, el ponencial es ilimitado. ¿Se dice ponencial o me estoy refiriendo a potencial?
¡Qué de recuerdos! Las he usado todas, desde la negra de teclas redondas y cinta violeta de mi abuelo, hasta la IBM con cinta correctora.¿Cuántos miles de cartas y documentos, con sus finas copias (¿cómo se llamaba aquel papel?) en azul, amarillo, rosa, habré mecanografíado a lo largo de mi vida ? Todavía tengo la portatil (con una sola cinta de recambio. ¿ estará seca ?). Le fui fiel hasta el 2008 cuando tuve que admitir que hoy día no tienes más remedio que pasar al ordenador.
ResponderEliminarMiros, como siempre, es un placer leerte. Muchas gracias.
No hay como elegir un objeto obsoleto para que a todos nos entre la nostalgia. Viejetes, que somos unos viejetes.
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