¿Que no se pueda repetir en el cargo?
Uno de los asuntos recurrentes del debate político en América es el de los límites a los cargos públicos, la discusión sobre cuántas veces puede presentarse una misma persona a las elecciones, algo que parece no generar apenas interés entre nosotros. En realidad, la discusión se centra en el cargo de presidente de la república (o jefe de gobierno en el caso de las monarquías) o al menos no la he visto generalizada a cualquier cargo público. Así, Estados Unidos (ya saben: el modelo democrático por excelencia) aprobó en 1922 su vigésimo segunda enmienda constitucional que prohíbe que una persona sea elegida dos veces como presidente. En todos los países americanos (con la reciente excepción de Venezuela) existen límites a la reelección presidencial: desde los que la prohíben absolutamente (México, por ejemplo), los que la permiten pero no sucesiva (Perú, entre ellos) y los que la limitan normalmente a dos periodos (la mayoría). En Europa, en cambio, la mayoría de los países no imponen límites a la repetición en el más alto cargo y los que lo hacen (Austria, Bulgaria, Hungría, Irlanda, Lituania, Polonia, R. Checa y alguno más) permiten una reelección. Así, en los tiempos recientes, hemos conocido personajes que han permanecido largos periodos como jefes de gobierno democráticos: Helmut Kohl (16 años), Felipe González (14 años), Jacques Chirac (12 años) ...
Por supuesto, cualquier regulación sobre límites a la permanencia en cargos públicos influye significativamente sobre las características de lo que, desde Mosca, se ha dado en llamar la clase política. A estas alturas, no creo que haya ninguna duda sobre que la política se ha convertido en un oficio y, por tanto, quienes lo ejercen son profesionales de ella. Ejercer de político consiste básicamente en tomar decisiones (o, al menos, ser la cara visible de quien toma las decisiones). Por lo visto, dado el apego que le tienen casi todos los que conozco (que son muchos), esta profesión engancha, casi diría que produce una alta adicción. Tanta que no creo que sea exagerado afirmar que la principal –por no decir casi única– motivación de un político sea alcanzar un cargo público y, cuando ya lo ha logrado, mantenerse en él o cambiarlo por otro más relumbrante. Claro que, para posibilitar tan naturales anhelos profesionales, conviene que no haya límites a la ocupación de cargos o, de haberlos, no sean demasiado restrictivos, de modo que siempre haya suficientes opciones (léase cargos públicos) para seguir en la profesión. El resultado, claro está, es la creación de una elite más o menos cerrada y controlada por los mecanismos internos de los partidos políticos (no muy democráticos, dicho sea de paso) que imponen sus propias reglas a los profesionales para seguir ejerciendo el oficio, e incluso para incorporarse, como cualquier otro joven que inicia su vida laboral.
¿Sería bueno prohibir la excesiva permanencia en política? Yo tiendo a opinar que sí. Aún consciente de que la cuestión no es sencilla, creo que la profesionalización de la política presenta, comparando ventajas e inconvenientes, un saldo global negativo. Pero si se entiende que merece la pena mantener este oficio, por lo menos debería prohibirse la repetición en el cargo, lo que probablemente redundaría en un mejor ejercicio de éste. Pensemos, por ejemplo, en el ámbito local, que es seguramente el que mejor conozco. La continuidad en el puesto de un alcalde, sobre todo en municipios no demasiado grandes, depende mucho de si agrada o no a concretos intereses. Por ello, las decisiones que van constituyendo el ejercicio del gobierno durante cuatro años están en muy alta medida motivadas por esos intereses particulares y condicionadas fuertemente por el corto plazo. Es el conocido fenómeno del clientelismo. Muy distintas serían probablemente las decisiones del alcalde (o del concejal de urbanismo, por arrimar el ascua a mi sardina) si supiera que, acabado su mandato, no iba a seguir. A lo mejor entonces mostraban algo más de rigor en sus comportamientos, desarrollaban una visión más a lago plazo y procuraban que lo que primara fuera el interés general.
Hablábamos ayer de estos asuntos en relación a cómo se elaboran los planes de urbanismo, una de las actividades de gobierno municipal que, en principio, debería ser de las más relevantes (si no la más) dado que se supone que es la expresión de la ordenación física de la ciudad y el territorio circundante, así como de su desarrollo futuro (cuestión distinta, eternamente debatida pero nunca afrontada con seriedad, es si los municipios deberían tener esta competencia). Lo lamentable es que el ansia generalizada de continuar en el sillón anula en la gran mayoría de los munícipes la imprescindible capacidad de tomar decisiones que no sean esencialmente rastreras (es decir, a ras de suelo, carentes de la más mínima visión general y de largo plazo). De este modo, incluso vendiéndose como planes realizados desde la "participación pública", la mayoría de ellos no son más que componendas chapuceras para no molestar los intereses particulares /y la suma de intereses particulares no es igual al interés público) renunciando, gradual pero inexorablemente, a cualquier ordenación de futuro mínimamente congruente y condenando consecuentemente a que los problemas urbanísticos del municipio se agraven. Podría dar innumerables ejemplos, pero no hay aquí espacio para ello ni tampoco es el sitio adecuado.
Habrá quien diga que justamente la mucho más fuerte dependencia de los políticos locales de su electorado, en comparación con la de los diputados nacionales por ejemplo, es algo bueno, un factor que contribuye a fortalecer su legitimidad democrática. No digo que no haya algo de verdad, pero tampoco olvidemos que el populismo demagógico es mucho más frecuente en la esfera local. En todo caso, al final, las decisiones políticas, sean del alcalde de un pueblo o del presidente de la nación, vienen condicionadas por los intereses de quienes verdaderamente mandan. En lo que a mí me atañe, resulta que los intereses locales son enormemente dispersos y cutres. No estoy hablando de promotores de fuerte poder económico que presionan para obtener sus pelotazos urbanísticos (que obviamente haylos), sino de la tenaz resistencia de los pequeños propietarios a mantener su situación, evitando a toda costa que les impongan el cumplimiento de los deberes que les corresponden (lo de la función social de la propiedad) en actuaciones necesarias para resolver problemas urbanísticos. En multitud de casos asombra que nimios intereses privados prevalezcan (e impidan) sobre decisiones de ordenación que a todas luces son necesarias. Y es entonces cuando uno se pregunta si el alcalde no habría optado por hacer lo correcto de saber que, acabado el periodo, no iba a seguir en el cargo.
No me cuadra la fecha de 1922. Roosvelt fue elegido en cuatro veces consecutivas, de manera que esta enmienda tuvo que aprobarse con posterioridad a 1940.
ResponderEliminarMecachis. Por una vez que pongo un comentario largo, me lo borraron.
ResponderEliminarTe decía que otro factor, que influye la politica local,es la repartición geografica de los votos. En los pueblos que se volvieron cuidades por el boom turistico e inmobiliario, los elegidos gastan dinero en infraestructuras y fiestas en los núcleos donde se concentran los residentes, mientras que en otros, con necesidades más urgentes, no se hace nada por no tener votantes, aunque ahí se paga más impuestos.
C.C.
En las listas de candidatos a la alcadería, ocupan los primeros rangos nativos con lazos familiares entre sí. En tales pueblos/ciudades, reina un diletantismo que muchas veces toma formas grotescas, y, para volver a tu tema, la reelección perpetua.
Tienes razón, Números. Fue un lapso debido al ordinal de la enmienda. Se promulgó en 1951. Ya está corregido, gracias.
ResponderEliminarRoosevelt, por cierto, fue el único presidente antes de la enmienda que rompió la "tradición" de George Washington de no reelegirse más de una vez. La enmienda se aprobó cuando Truman, su sucesor, era presidente. Como dato curioso, contando a éste último, ha habido desde entonces 12 presidentes. 6 de ellos ganaron dos elecciones, 5 sólo una y 1 ninguna (Gerald Ford, que accedió a la Casa Blanca tras la dimisión de Nixon y perdió en 1976 frente a Carter).
C.C: Lo que dices refuerza lo que cuento en el post. Si en las urbanizaciones de guiris no hay muchos votantes, las inversiones hay que dirigirlas a otras zonas, claro está. El asunto de los lazos familiares daría para otro post.
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