domingo, 27 de septiembre de 2015

Agassi


Un niño de siete años a un lado de una pista de tenis de cemento en el jardín trasero de una casa en el desierto de Nevada, a las afueras de Las Vegas. Frente a él, una inmensa máquina lanzapelotas –el dragón– las dispara incisamente a 180 kilómetros por hora, para que el chaval las devuelva, antes de que boten, sin un segundo de respiro, al otro lado de la red. El padre del crío, un armenio iraní que emigró a los Estados Unidos en los cincuenta, ex-boxeador, le grita incansable, agresivamente: ¡más fuerte, dale más fuerte! El piso pronto está cubierto de cientos de pelotas amarillas, el niño está agotado, le duelen los hombros, piensa que no puede seguir, pero sigue. Y así día tras día, dos mil quinientas pelotas cada tarde después del colegio, casi un millón al año, esa es la vida que le impone su padre porque André, el menor de sus cuatro hijos, ha de ganar Wimbledon, será el número uno del mundo. André, claro, odia el tenis con todas sus fuerzas, no quiere ser tenista. Pero a ese deporte dedicará su vida durante treinta años y sí, será número uno y ganará los cuatro torneos del Grand Slam.

A lo largo de 470 páginas Agassi cuenta su vida en el libro Open. Con el apoyo de J.R. Moehringer, trabajó en estas memorias varios meses poco después de su retirada en el abierto de Estados Unidos de 2006, con treinta y seis años y un cuerpo destrozado (la espalda especialmente). Se trata de un libro que tiene que leer quien guste del tenis, quien disfrute de un deporte que ofrece como pocos destellos de magia y no cesa de asombrar ante los titánicos esfuerzos y las prodigiosas habilidades de sus practicantes superdotados. A los aficionados –yo lo soy– les interesará conocer las interioridades del circuito contadas en primera persona por uno de sus más relevantes protagonistas durante veinte años (desde 1986). Verán a Jimmy Connors, a John McEnroe, a Ivan Lendl, a Henri Leconte, a Matts Wilander a Boris Becker (mayores que él); a Michael Chang, a Jim Courier, a Stefan Edberg, a Goran Ivanisevic, a Sergi Bruguera, a Carlos Moyá y, por supuesto, a Pete Sampras (los de su generación); y, entre los de la siguiente, a Kafelnikov, a Guillermo Coria, a Ferrero, a un joven Roger Federer que lo elimina en cuartos del Open USA de 2004 y a quien Agassi califica como “el jugador más regio al que he visto jugar en mi vida”, “el Everest de la siguiente generación”, y a un todavía más joven Rafa Nadal, “una bestia, un fenómeno, una fuerza de la naturaleza, el jugador más fuerte y a la vez más grácil que he visto en mi vida” (lo elimina en la tercera ronda del Wimbledon de 2006).

Pero, si bien es la biografía de un tenista profesional de altísima calidad, es sobre todo el proceso vital de una ser humano a quien privaron desde muy niño de las opciones que tenemos normalmente todos (en el primer mundo, claro), a quien le programaron un único cometido vital, negándole toda posibilidad alternativa, condicionándole férreamente su personalidad. Así, su intenso odio al tenis no es más que el reflejo del odio a sí mismo, su desconcierto e inseguridad de no saber lo que es. Su prolongada y a menudo errática carrera profesional va pareja a su propia búsqueda interior. A medida que se va leyendo el relato cronológico de sus aventuras tenísticas y “adyacentes” (porque su vida personal nos parece sólo una colección de episodios que van colgando de cada uno de los sucesivos torneos), se despierta una creciente simpatía hacia ese “pobre niño rico”, condimentada con no pocos momentos de emotiva compasión –y no se piense que recurre al sentimentalismo, el estilo es directo, a veces brutalmente honesto y siempre carente de cualquier atisbo de autocomplacencia–. Agassi se retrata como un hombre muy necesitado –casi hasta la dependencia– del amor de otros; sólo a través de sus amigos (mantenidos muy cerca durante larguísimo tiempo) se siente capaz de seguir adelante, casi de sobrevivir. La historia tiene final feliz: pocos años antes de su retirada se empareja con Steffi Graf (de la que estaba enamorado desde muchos años antes) y tiene dos hijos; además, monta una fundación benéfica para niños maltratados y abandonados que ha construido un centro escolar en Las Vegas, la André Agassi College Preparatory Accademy.

En la contraportada de la edición española (Duomo) aparecen los típicos elogios de nombres célebres para animar las ventas del libro. Alessandro Baricco lo califica como “el mejor libro que he leído en la última década”; Rosa Montero asegura que “este libro es peligrosamente hipnotizante”; Juan José Millás dice que “te sobrecoge y te transporta a un mundo muy diferente al del tenis”, que le ha apasionado y trastornado a la vez. Yo, la verdad, sería algo más moderado pero, aunque bajando un poco el listón, sí comparto esas opiniones. Se lee con facilidad, mantiene el interés, te emociona en muchos pasajes y, sobre todo, te genera varias reflexiones. Es una vida singular que dudo que alguien eligiera con pleno conocimiento de causa (y asusta pensar que haya padres que la impongan con tanta determinación). Y esas condiciones extremas pasan una factura especial en el desarrollo psicológico de quien la vive. Resulta interesante, desde las nuestras “tan normales”, asomarse a ella.

 
Walk of life - Dire Straits (Money for Nothing, 1988)

7 comentarios:

  1. Pues sí que los hay, especialmente porque el deporte tiene prestigio. Es un caso de fanatismo "bien considerado", aunque algunas voces empiezan a criticarlo duramente.

    Resulta interesante, desde las nuestras “tan normales”, asomarse a ella.
    Las comillas están muy bien, porque tu situación puede distar mucho de lo que se ve en otros lugares del mundo. Muchos de los que te leemos tuvimos padres preocupados por nuestra educación y que tuviéramos carrera, sin llegar a estos extremos. En Asia y entre las clases altas de Estados Unidos, hay cierto equivalente al de estos padres obsesos por el deporte en el mundo académico, donde la meta es entrar en alguna universidad de renombre.

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    1. Una cosa son padres preocupados por que su hijo tenga un buen futuro (siempre desde sus valores, pero eso es inevitable) y otra que le lleguen a secuestrar su vida.

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  2. Estas cosas, las que el padre de Agassi le hizo a Agassi, las que tantos padres hacen a sus hijos, tantos entrenadores a sus entrenados y tantos deportistas a sí mismos, me parecen siempre mal, claro. Pero, pereciéndome horribles, puedo entenderlas, como tantas otras cosas, cuando se hacen por dinero. Sufre unos cuantos años, que luego te forras. O haz sufrir a estas pobres chicas, que tu República Popular conseguirá copar el medallero. Entiendo que haya a quien le merece la pena, o crea en algún momento que se la merecerá, aunque no sea mi caso.

    Cuando además de parecerme horribles no las entiendo en absoluto es cuando se hacen por cosas a las que se llama "espíritu de superación", "deportividad" o entelequias similares. El tipo que no desea tanto los millones que le acarreará como batir records, superarse a sí mismo, ser el mejor... y estropea su vida, deforma su cuerpo y se convierte en un monstruo amputado y unidireccional convencido de que todo eso es estupendo y admirable.

    Y aún entiendo menos que semejante barbarie no se quede en unos cuantos casos aislados de aberraciones personales, sino que sea un ideal colectivo aplaudido y alabado, y que los deportistas de élite, que lo son gracias a haber renunciado a ser seres humanos cabales y felices, se propongan como ejemplos a seguir y muestras de un logro humano deseable y admirable.

    Citius, altius, fortius, siempre e indefinidamente más deprisa, más arriba y con más fuerza. Semejante propuesta imposible y alienante, contraria a la naturaleza humana y enemiga de cualquier desarrollo deseable y, como ahora se dice, "sostenible", es, sin embargo, un lema honorable, que exhibimos y proclamamos como algo noble y digno de presidir nuestras actividades. Así nos va.

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    1. De acuerdo contigo, Vanbrugh. Aún así, algunos de los muchos partidos de tenis que he visto me dejan admirado, impresionado, además de hacerme pasar ratos muy entretenidos.

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  3. Mi compañera decía que estaba buenísimo el susodicho Agassi, así que a mí me cae fatal y no pienso leerlo, y a saber si el "negro" que se las ha escrito escribe regularmente bien.

    De acuerdo con Vanbrugh, y al hilo de eso, no es infrecuente que vea a papás berreando y puteando a sus retoños para que perfeccionen su toque de balón, anticipándose a la posibilidad de vivir del talento del nene. Maltratadores y encima no son ellos los que sudan. Un caso típico es el del papi de las Williams, ¡qué mulas, qué buenorras están, y que miedo dan!

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    1. El negro que se las ha escrito escribe bastante bien, sí; de hecho, ganó el Pulitzer. Pese a tus prejuicios, el libro es interesante.

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    2. Tengo la teoría de que toda autobiografía miente, mienten las memorias y, si me apuras hasta los diarios. No por eso dejo de leerlas, porque a ellas si son buena literatura, se puede aplicar mejor incluso que a la ficción explícita de las novelas, lo de la verdad de las mentiras: la verosimilitud; el problema es que yo las veo siempre bastante inverosímiles a ratos. Por otra parte, los deportistas quizás por centrarse en la acción pura más que en la reflexión, me resulten aburridos en sus vidas. Prefiero las de poetas y literatos (Alberti, Neruda o mis favoritas, las memorias de Jünger) igual de mentirosas o más, o las de directores de cine (Buñuel, Huston) o artistas plásticos (Antonio Saura, Pollock, Ramón Gaya)…

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