jueves, 17 de septiembre de 2015

La gran apuesta (7)

Maddy sentada en una pequeña sala del St. George, Sur de Londres, noche del uno al dos de julio. En ese momento Robert y Karen, los padres de John, no están con ella; llevan ya casi cinco horas de angustiosa espera y han bajado a tomar algo a la cafetería. Maddy tiene los codos apoyados en las rodillas, la espalda encorvada, ambas manos tapándose la cara, el pelo rubio, suelto, cae hacia delante. Su cerebro bulle, los pensamientos se suceden como imágenes de una película que pasa demasiado rápido, escenas de diversas fechas se apelotonan desordenadamente, sin respetar la menor secuencia cronológica. Se siente como una espectadora aturdida, vaciada de toda emoción. Frente al histerismo de Karen, a la exagerada inquietud nerviosa de Robert, en los absurdos, casi irreales, momentos posteriores al desplome de Isner, Madison McKinley se mostró impávida, anormalmente ajena, como si se le hubieran paralizado todas las reacciones psíquicas. Ha sido trasladada por gente hasta ese hospital londinense casi sin enterarse (todos piensan que está en shock) mientras su mente enfocaba hacia dentro. De vez en cuando, durante el largo tiempo que lleva allí, le acomete una desagradable sensación de extrañeza: ¿qué hago aquí? ¿por qué estoy aquí? Son breves momentos de incertidumbre que enseguida dejan paso a la película interminable. Cuando ocurren, a veces, se obliga a responderse a sí misma: soy la novia de John, a John le han disparado, John está al borde de la muerte. Pero eran sólo datos vacíos, no hacían que nada vibrara en su interior.

Ahora está viendo la primera vez que se encontraron. Fue hace ya cinco años, en un acto de recaudación de fondos a favor de la Fundación para la Infancia del ex-tenista Justin Gimelstob, una de las varias causas benéficas apadrinadas por la ATP. Se pregunta por qué fue ella a ese evento, pero no puede acordarse y, al fin y al cabo, tampoco le importa. Se ve a continuación con los niños del tenista judío, abalanzándose los tres sobre ella mientras ríen a carcajadas; mientras rememora la escena siente un intenso odio, quisiera matarlos y salir corriendo, pero entonces aparece un tipo muy alto, cara de crío sonriente, que los alza uno a uno a uno, liberándola. Hola, soy John; Maddy "ve" las palabras y a la vez la boca que se va acercando hasta ocupar toda la pantalla de su mente. No, no, no, no, la negación se le repite en el cerebro, un fuerte impulso de rechazo la embarga. Sin embargo se ve hablando con el chico durante bastante rato, pero no entiende nada de lo que se dicen. Pero le vuelven las mismas impresiones de entonces: qué tío tan raro, tan torpón, tan tonto. Y de nuevo la película la interrumpen las preguntas incómodas: pero, ¿por qué soy la novia de Isner si no me gustó nada, si no era en absoluto mi tipo? La respuesta es inmediata, consiguió mi número de móvil (¿quién se lo daría?) y empezó a mandarme mensajitos, poco a poco se hizo una costumbre, un día nos enrollamos, y él dio por sentado que éramos pareja y yo, ¿yo?, yo también lo di por sentado. Todo tan gradual, tan lento, tan sin darse cuenta. Desde luego, perseverante es, y sí, también gracioso y agradable y generoso y complaciente: buen chico. Buen chico, sí, pero le han disparado. ¡Le han disparado!

Las imágenes del primer encuentro dejan paso a otras mucho más recientes, de hace pocos días. La cita en aquel gimnasio del West End con el contacto de las apuestas, un tipo con un acento extraño, no era británico, desde luego. La charla fue breve pero amigable, se dio cuenta enseguida de que le había gustado y, para qué negarlo, el hombre tenía su atractivo, su morbo. Cuerpo musculado que exhibía a través de la ajustada camiseta de asillas, el dragón tatuado que serpenteaba por el brazo hasta el hombro donde mordía la boca dentada, la barba de tres días, el pelo muy negro casi rapado, los ojos verdes brillantes, peligrosos. Peligroso, sí, no sólo los ojos sino el simple fantasear con deseos prohibidos. Pero el hombre no insinuó nada con sus palabras –lo que decía la mirada era otro asunto– y se limitó a apuntar la cantidad, las cincuenta mil libras que apostaba a favor de John. Por supuesto, no hacía falta poner el dinero, el crédito de sus valedores de Nueva York era suficiente. Con esta puja saldaría las deudas e incluso algo sobraría. Isner, claro, no sabe nada de su ludopatía (la palabra le golpea brutalmente, como si brillara fluorescente en una cartelera de Broadway; no, se dice, ella no es ludópata, le gusta jugar, nada más). Pero de pronto ve la cara engañosamente amistosa del joyero y vuelve a escuchar sus susurros de advertencia: ya has acumulado demasiado crédito, Maddy, quizá debas recurrir a tu novio para reducirlo. Al final lo convenció para esta nueva puja de Wimbledon: será sin riesgo, joyero (nunca ha sabido su verdadero nombre). Se despidieron con un abrazo, te tengo mucho cariño, Maddy, me preocupa que te pueda pasar algo.

De pronto ya no está abrazando al corredor de apuestas de Manhattan sino a John, y no está en el local de la Leonard Street sino en el court uno del All England Club. Y ve pasar al tenista que va a jugar con su novio, un tipo ya mayor, por lo menos tiene cuarenta, ya sabe que es un desconocido, que ni siquiera está en las listas de la ATP, pero ha llegado hasta la tercera ronda. Sólo han pasado unas horas desde esta escena que ahora la asalta y también se le repite el estremecimiento helado. Le vas a ganar, ¿verdad, cariño? En un santiamén, mi amor, que no quiero cansarle. Maddy se ríe, pero es una risita nerviosa, y se aprieta más a su grandullón, tan bueno, que tanto la protege. El tenista desconocido pasa muy cerca de ellos, con la cabeza gacha, como si quisiera no hacerse notar. En ese momento, Maddy siente miedo, un miedo familiar que no identifica, pero no, ella no conoce de nada a ese hombre y sin embargo ... Luego en ese video mental que no cesa se suceden puntos desordenados del partido. John no lo está apabullando, qué va, el partido es muy igualado y se está alargando mucho. ¿Qué está pasando? John no puede perder, ella no puede perder. Las voces de Robert le llegan en sordina, gritos de ánimo pero también de asombro despechado, ¿cómo ha podido devolver ese servicio? ¿cómo ha podido meter ese resto? Siente que no entiende ese juego, que nunca le ha gustado el tenis, que es una extraña en ese mundo. El desconocido de la pista está ahí para castigarla, piensa, para hundir su vida. Está burlándose de ella, dejándole creer que Isner va a salvarla y arrebatándola la esperanza con raquetazos inauditos.

Entonces la imagen se funde en negro. No ve nada, no oye nada, no siente nada. Transcurre un tiempo infinito o, mejor, el tiempo se ha detenido y sigue detenido hasta que una mano la zarandea. Es Karen, con mirada desencajada, como de loca. Maddy mira alrededor; yace en el suelo, al pie de la silla, ha debido desvanecerse. La pregunta le brota en un grito desgarrado: ¿ha muerto? No, cielo, tranquila, contesta la madre de su novio, todavía está en el quirófano. Entonces Maddy se rompe en sollozos: es tan bueno, es tan bueno, es tan bueno, repite entre hipidos. Sí, cariño, la abraza Karen, a su lado Robert, también agachado. Es tan bueno, tan bueno, tan bueno, sigue Maddy con su salmodia lloriqueante, y lo han matado por mi culpa. No digas tonterías, la amonesta Robert, casi parece enfadado, no va a morir y tú estás muy nerviosa. Aparece como por ensalmo una camilla, el padre de Robert la alza en brazos, la llevan a una habitación y la acuestan en una cama, nota como le pinchan una vía en el brazo izquierdo, siente mucho sueño y, antes de dormirse, ve muy cerca de la suya la cara sonriente y amenazadora del joyero.

 
She don't know - Melody Gardot (Currency of Man, 2015)

6 comentarios:

  1. Buenooo…, y has abierto dos, quizás hasta tres tramas secundarias. Como relato va para largo, creo que lo puedes convertir en una novela breve (la ‘nouvelle’ de los franchutes). Está muy bien.

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  2. Breve o larga, eso no se puede saber. Pero, probablemente, inacabada.

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  3. He dicho puedes, no que lo vayas a hacer. Lo de inacabada lo sabes tú mejor que nadie

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  4. Bien mirado, tiene sentido. ¿Por qué tiene que ser cosa de nuestro apostador? ¡Buen giro!

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