miércoles, 18 de noviembre de 2015

Vargas (4)

¿Cuándo llegó Max T. Vargas con sus dos hijos a París? ¿Y cuánto tiempo permaneció en la capital francesa el primogénito? No sé más que el año de arribo –1911– y el de partida –1916–, desde París también, pero después de haber vivido en Ginebra y Londres. Si recordamos que la excusa del viaje del célebre fotógrafo peruano era una exposición de su obra (y, de paso, recibir un premio), por más que lo que de verdad le debía importar era encaminar la formación profesional de sus dos hijos, hay que pensar que esa primera estancia parisina no debió ser muy larga: lo suficiente para dejarlos "colocados" y poderse volver a Arequipa a seguir con sus obligaciones laborales; digamos pues, a título de mera hipótesis, que como mucho Alberto y su hermano pasarían un máximo de tres meses disfrutando, bajo la vigilancia de Max, del esplendor del París de 1911.


En 1911, Paris, la comuna (municipio), tenía la misma extensión y división administrativa que en la actualidad: 105,4 km2 troceados en 20 arrondissements. Su población entonces era de unos 2,9 millones de personas, casi la máxima de su historia y del orden de un 30% más de la que cuenta en la actualidad. La diferencia, naturalmente, estriba en que hace poco más de un siglo la capital francesa no contaba aún con un entorno metropolitano de las actuales dimensiones, que se extiende por muchos municipios del entorno y cuya población se estima entre los 13 y los 16 millones. Pero, al margen de cifras y dimensiones, lo cierto es que en esos años previos a la Gran Guerra, París era la capital cultural del mundo en unos tiempos excepcionalmente esplendorosos, la llamada Belle Époque. Seguramente, para esas fechas, los más avisados ya se barruntarían que los buenos tiempos pronto iban a acabar.

¿Hacemos un repaso de quienes residían en París limitándonos al ámbito de la pintura? Pues de entrada Picasso, que justo ese año (en el Salón de Otoño) "inventó" el cubismo. También Matisse, claro, que coincidía con el malagueño los sábados por la tarde en la casa de la Stein. Ese mismo año se había instalado en la ciudad Giorgio de Chirico, de lleno en su "periodo metafísico". Pero además Robert Delaunay, vinculado al bávaro Der Blaue Reiter y ensayando la evolución hacia la abstracción. Y acabo –para no aburrir– citando a Marc Chagall, el judío bielorruso que absorbía todas las vanguardias. Ese bullicio de grandes creadores se manifestaba en numerosas galerías de arte, exposiciones  y, por supuesto, los museos, el Louvre sobre todos ellos a cuyas salas acudió no pocas veces el joven y embelesado Alberto. Por cierto, es bastante probable que nuestro protagonista estuviera en la ciudad cuando se robó la Mona Lisa (21 de agosto de 1911) y viviera, con el resto de los parisinos, la tristeza y estupor consiguientes. Seguramente, antes de partir en 1916 para Nueva York se acercaría de nuevo al Louvre a volver a contemplar el retrato de Leonardo, devuelto dos años antes por los italianos (a quien le interese esta rocambolesca historia puede leer los tres posts que escribí hace ya más de siete años).

Ya conté que Max T. Vargas era un apasionado de la belleza femenina y que su vástago había de heredar ese rasgo. Con la efervescencia hormonal de la adolescencia, y más viniendo de la pudibunda Arequipa, el universo femenino de París, repleto de hermosas mujeres, tuvo que ser otro motivo de deslumbramiento para el chaval. No es aventurado suponer que el modelo estético de Alberto se fijara durante esa estancia europea, a partir de los patrones vigentes en la moda parisina, máxima referencia de la época. Mujeres estilizadas de cintura estrecha con elegantes vestidos y los más variados pero sempiternos sombreros. Las calles y los eventos sociales de la capital, la convertían en el escaparate de la elegancia, que luego se reflejaban en las muchas revistas de moda (material, por cierto, al que ya debía estar acostumbrado el chico desde el estudio de su padre). Pero, junto a las féminas que se presentaban comme il faut, París ofrecía, a través del arte, otras imágenes más transgresoras que, sin duda, atrajeron la mirada del joven sudamericano. Intuyo que enseguida se le irían los ojos y las preferencias hacia las obras de ilustradores, en los que predominaba el dibujo sobre la pintura. Me pregunto si, aunque muerto ya hacía diez años y aún no demasiado reconocido, Alberto descubriría en esos días la obra de Tolouse-Lautrec. Puede que no, ni que tampoco se adentrara en Pigalle (muy niño todavía y con el padre encima), pero había de pasar cinco años en Europa.

Tampoco se puede asegurar que fuera en esas semanas en Francia cuando se topara con la obra de Raphael Kirchner, un austriaco muy influido por el Art Nouveau que, instalado en París desde 1900, era uno de los principales ilustradores de La Vie Parisienne, semanario de gran popularidad en las primeras décadas del pasado siglo. El propio Alberto reconocería que los dibujos de Kirchner serían su más temprana influencia, los que le encauzarían hacia su inconfundible estilo. Imagino que también, al ver la popularidad de las ilustraciones de moda, la abundancia de cartelería gráfica, comenzara a afianzarse en él la convicción de que sus habilidades como dibujante podrían permitirle ganarse la vida. No creo, no obstante, que contradijera frontalmente los planes que sobre su futuro había forjado Max; no al menos en esos días de 1911 en que estaban juntos los tres. En todo caso, tampoco un muchacho a esa edad tiene opciones. Así que Alberto, con mayor o menor buen grado, se plegó a los deseos de su padre y pasó los siguientes cinco años estudiando fotografía en Suiza. Casi nada he logrado encontrar sobre su vida durante ese tiempo, tan trascendental en la formación de cualquiera. Aprendió francés y alemán, y me lo imagino como un chico cumplidor de sus deberes de estudiante y aprendiz del oficio pero, al mismo tiempo, devorando material gráfico y embebiéndose del espíritu artístico de esos años finales de la Belle Époque, desarrollando autodidacta su verdadera vocación. El estallido de la Gran Guerra habría de quebrar esa etapa de formación. Su padre, preocupado por la situación de sus dos hijos, les ordenó que viajaran de París a Nueva York (allí habían de juntarse los hermanos) para desde la Gran Manzana regresar al Perú. Estamos en Octubre de 1916; Alberto tiene veinte años.

7 comentarios:

  1. Buen ejemplo de cuando se cruzan el talento y el medio adecuado: florece la persona.

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    1. Sin duda. Si Vargas se hubiera quedado en su Arequipa natal probablemente no habría sido quien llegó a ser. Aunque la vida es azar: vete tú a saber qué habría sido.

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  2. Así que de Kirchner le venía la influencia para esas chicas 'sicalípticas' que luego pintaría Vargas... pues su sucesor no es un ilustrador, sino un dibujante de cómic: Milo Manara.

    Eres un portento documentándote, insisto.

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    1. Sí, el estilo enlaza claramente con el de Kirchner pero, al fin y al cabo, el de éste deriva de los grandes del art nouveau (piensa en Klimt, por ejemplo). Y luego se empapará de los dibujantes norteamericanos de principios de siglo. Es complejo trazar una línea clara de influencias.

      Manara, sin duda, se inscribe en todo caso en esa tradición. El italiano ha llegado a ser, probablemente, el que ha llevado al máximo el dibujo erótico. Vargas, por supuesto, no fue tan lejos. Era otra época.

      Y ya me gustaría ser un portento. La verdad es que hay poca información biográfica de Vargas: he de imaginar demasiado para llenar huecos. Relacionarlo con Kirchner, en todo caso, carece de mérito: lo señala hasta la wiki.

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  3. Y también narrandolo luego, que no debe de ser facil.

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  4. París en plena efervescencia debió de ser muy seductora e inspiradora.

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