Diagnóstico
El tumor de Luisa fue diagnosticado a consecuencia de unos persistentes y fortísimos dolores de cabeza, que arrastraba desde mucho tiempo atrás. Dana, que prestaba más atención que yo a la salud de su madre, fecha el inicio a finales de 2016, poco después de un corte de pelo bastante radical que Luisa se hizo a mediados de noviembre. Encuentro en su ordenador unos cuantos selfies de ese día tomados en nuestra casa de Tacoronte. En casi todas las fotos sonríe a la cámara pero en una (la que he puesto al final en el montaje adjunto) tiene una expresión de profunda tristeza. Llevo un rato mirándolas e intentando recordar cuál era su estado de ánimo por entonces. En ese periodo no pasábamos por ninguno de nuestros frecuentes enfados, Dana estaba en Tenerife y pasaba bastante tiempo con ella y, sobre todo, justo por esos días se resolvió su baja laboral permanente, por la que llevaba peleando casi dos años, lo que le trajo una alegría enorme. Entonces, ¿por qué se cortó su preciosa melena? Seguro que me lo anunciaría pero sin darme ninguna razón, diciéndome que le apetecía un cambio de look o algo por el estilo. Pero ahora, rememorando a toro pasado, empiezo a sentir que ese corte de pelo marca el comienzo de su enfermedad, no solo simbólicamente. A partir de esa fecha las fotos van mostrando la evolución de un deterioro físico. No es, por supuesto, una línea continua en descenso; hay repuntes, momentos en la que vuelve a resplandecer su belleza. Pero, la tendencia se ve; mejor dicho, la veo ahora, porque mientras vivía junto a ella no me percate más que superficialmente. Y no puedo menos de preguntarme si la mirada de la última foto revela alguna premonición fúnebre.
Esas navidades de 2016 Luisa y Dana fueron a Gran Canaria donde se juntó casi toda la familia, incluyendo las hermanas que viven fuera de España. Dana me cuenta que Luisa estaba feliz, plena de vitalidad: cantaba, bailaba, no paraba de moverse y hacer cosas. Además sonreía constantemente y a cada rato estallaba en carcajadas. Justamente fue en una de esas explosiones de risa cuando sintió el primer ataque de dolor de cabeza (al menos el primero del que hayamos sido testigos). Dana me cuenta que la paralizó, dejando de reír inmediatamente. Esos dolores habían aparecido para quedarse y vinieron atormentándola a partir de ahí durante tres largos años (2017, 2018 y 2019). Al principio, las acometidas se espaciaban pero según pasaban los meses fueron aumentando su frecuencia e intensidad dolorosa. En pocos meses Luisa se convenció de que tenía algo y empezó a pedir, siempre a través del Servicio Canario de Salud, citas con médicos. Pero ninguna de las consultas ni pruebas aportaba un diagnóstico y lo único que le ofrecían eran calmantes cada vez menos eficaces. He de confesar –y al hacerlo siento el aguijón de la culpa– que yo estaba convencido de que no tenía nada o, al menos, nada grave. Pensaba que su bajo estado de forma, en el que englobaba los dolores de cabeza, se debía a un desánimo depresivo, a la falta de ilusiones pese a que se suponía que había conseguido la vida que más anhelaba. Le decía que lo que necesitaba era obligarse a ser más activa, no quedarse en la cama hasta muy avanzada la mañana y permanecer colgada de Telecinco hasta las tantas de la noche, no abandonar las tareas que ella misma había elegido y con las que disfrutaba (la acogida temporal de perros, la restauración de muebles, la huerta y los frutales, etc). Qué imbécil fui y, sobre todo, que poca atención le dediqué y, seguramente, cuanto daño hube de hacerle en más de una ocasión. La pobre ya estaba enferma y no fui capaz de darme cuenta.
No se piense que desde esas navidades de 2016 Luisa fue desgraciada a causa de sus dolores; no, para nada. El empeoramiento fue gradual y, si bien poco a poco fue mermándole fuerzas y ánimos, no pudo con ella ni le impidió disfrutar de esa opción de vida que tanto había anhelado y por fin conseguido. Aunque también es verdad que no la disfrutó con la intensidad que habría podido y, sobre todo, pudo hacerlo por poco tiempo, demasiado poco tiempo. En esto radica uno de los ingredientes más densos de mi tristeza: que la puñetera enfermedad y la muerte le hayan impedido vivir más y más tiempo la felicidad que se merecía, justo cuando habría podido. Pero, claro, durante todo ese periodo y hasta la fatídica fecha del diagnóstico, no imaginábamos que algo así pudiera ocurrir. Yo, que siempre he sido tan aprensivo con mi propia muerte –Luisa me regañaba por ello–, jamás concebí que pudiera tocarle a ella y muchísimo menos tan prematuramente.
No lo hagamos largo y vayamos directamente al terrible día que inaugura nuestro sufrimiento. El 4 de marzo de 2020 regresé de un viaje corto a Perú; pocos días después empezó el confinamiento y los dos nos encerramos en la finca de Tacoronte. Ya para entonces, los dolores eran bastante frecuentes; de hecho, tenía prevista una resonancia magnética para el 27 de mayo en el Hospital Universitario de Canarias (HUC) y cita con la neuróloga el 12 de junio. Sin embargo, durante abril, los episodios empeoraron mucho, acentuándose el dolor hasta límites casi intolerables en cuanto hacía cualquier movimiento brusco o esfuerzo (por ejemplo, hacer de vientre). Las mañanas las pasaba casi enteras en la cama (le preparaba y llevaba el desayuno), sin fuerzas para levantarse hasta casi el mediodía. Además –y este fue el síntoma que ya me hizo pensar que podía tratarse de algo grave– comenzó a sufrir ciertas pérdidas de facultades mentales: solía olvidarse de varias cosas (por ejemplo, al hacer la lista de la compra), a veces razonaba incoherentemente, empezó a escribir con muy mala letra … Al empezar mayo, los síntomas se agudizaron y también aparecieron las primeras muestras de afasia: no encontraba las palabras o decía otras distintas.
El jueves 7 de mayo, ante la intensidad de los dolores, la ingresamos por Urgencias en el Hospital Universitario de Canarias. Le hicieron algunas pruebas y no le dieron mayor importancia, devolviéndola a casa con paracetamol y nolotil. Los dos días siguientes los dolores fueron pasables, pero el domingo 10 de mayo se repitieron los ataques insoportables y hubimos de volver a Urgencias. Ya entonces, presentaba además síntomas manifiestos de afasia y desconcierto mental. Le hicieron un scanner y no le encontraron nada, pero la doctora, al ver su estado, decidió dejarla ingresada para que fuera revisada por los neurólogos. Pasó esa noche y todo el lunes 11 en Urgencias; el martes 12 la subieron a la planta novena, al servicio de neurología. Hasta el viernes fueron haciéndole pruebas sin encontrar nada. A nosotros no nos daban ninguna información y, para mayor angustia, no dejaban visitas por el maldito covid. Gracias a amigos de Dana pudimos ir teniendo noticias y hacerle llegar el móvil, de modo que pude hablar un par de veces con ella y enviarle y recibir breves mensajes.
Luisa llevaba varios días ingresada y no habíamos recibido aún ninguna llamada del hospital, por más que había movido todos los contactos de que disponía. El jueves 14, un amigo de Dana enfermero en el hospital y que estaba especialmente atento hacia Luisa, la llamó para decirle que iban a cambiarla de habitación, pasándola de neurología a neurocirugía. A primera hora de la tarde, por fin llamó un médico; fue una neuróloga que le dijo a Dana que le habían hecho una resonancia y que lo que habían visto tenía muy mala pinta, que creían que podría ser un tumor. Dana se quedó totalmente impactada y solo acertó a decir que me llamaran a mí. Luego me telefoneó (estaba en la casa de La Laguna y yo en la finca de Tacoronte) para contármelo y preguntarme si avisaba a los hermanos de Luisa. Le dije que esperáramos a que nos confirmaran el diagnóstico porque todavía no se lo habían dicho como seguro. Imagino que en esos momentos me agarraba a cualquier atisbo de esperanza para negarme a admitir que fuera un tumor.
De hecho, el informe de que dispongo de una resonancia magnética, con contraste y secuencias de perfusión cerebral, tiene fecha de 15 de mayo. Supongo que cuando llamaron a Dana tenían una primera imagen pero pidieron otra prueba más precisa para confirmar. En esta se observa “un realce heterogéneo en cara medial del lóbulo temporal izquierdo, periventricular, con dimensiones de 38 x 18 x 15 mm (AP-TV-CC), con extenso edema periférico en la secuencia T2 que se extiende a región capsulotalámica ipsilateral, con desplazamiento derecho de la línea media de 4,5 mm. Hay un marcado aumento del volumen sanguíneo cerebral en la perfusión, todo ello es sugestivo de tumor glial de alto grado”. Ese viernes 15 fui a La Laguna a recoger a Dana y traerla a Tacoronte. Estábamos los dos juntos cuando me llamó la neuróloga para informarme del resultado de la resonancia con palabras más comprensibles que las que he transcrito del informe. Además nos dijo –como ya nos había adelantado el amigo de Dana– que pasaban a Luisa a una habitación de neurocirugía, porque la iban a operar.
De lo que he contado en los dos párrafos anteriores apenas me acuerdo, es como si lo hubiera borrado de la memoria. Quien no lo ha olvidado en absoluto –dice que lo tiene grabado a fuego en la mente– es Dana. Para ella esas dos llamadas de la neuróloga (a ella la primera y a mí la segunda) se funden en lo que considera el segundo peor momento de su vida (el primero, obviamente, ha sido la muerte de su madre). Yo, en cambio, no guardo casi recuerdo. Me queda, eso sí, la vaga sensación de un mazazo, de un aturdimiento que me dificultaba pensar y sentir. Por lo visto, tras colgar, miré a Dana con expresión enajenada y le dije que salía a tirar la basura. Ella me preguntó si podía acompañarme, le dije que sí y fuimos en silencio todo el camino, de ida y vuelta. Luego, ya en casa, volvió a llamar la neuróloga –no recuerdo para qué– y yo le pregunté si la operación implicaba riesgo de muerte. Me dijo que no y sentí una ola cálida y balsámica por dentro. Había entendido que el tumor era operable, que se lo podrían quitar con la cirugía.
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