sábado, 20 de marzo de 2021

Glioblastoma multiforme de grado IV

Si alguna vez había oído ese palabro, que lo dudo, nunca llegó a anidar en mi memoria. Blastoma no está en el diccionario de la RAE; es un neologismo médico acuñado en 1890 por Ottone Barbacci, un anatomopatólogo italiano, para designar los tumores de células precursoras (células intermedias entre las células madre y las células diferenciadas). El término se formó uniendo el término griego blastos (βλαστός) –que significa germen y que en medicina se refería a células inmaduras– con el sufijo oma, que denota el resultado de un proceso y en medicina equivale a tumor (glaucoma, tracoma y más). La etimología pues viene a definir con bastante exactitud la palabra blastoma: un tipo de cáncer causado por neoplasias en las células precursoras. Glio, de otra parte, proviene del griego bizantino glía (γλία) que significaba liga, unión, pegamento. Se trata también de un neologismo médico de finales del XIX para denominar a las células del tejido nervioso que cumplen funciones auxiliares de las neuronas (su descubridor, el patólogo alemán Rudolf Virchow, las consideraba un simple pegamento del sistema nervioso, de ahí el nombre). Así que el glioblastoma es un tumor cerebral de las células poco diferenciadas que conforman la glía.
 
Como es obvio, este baladí curioseo etimológico (apenas un rato de páginas de la wiki y otras) no me dice nada. Podría añadir que la lectura de estos textos de fría asepsia tiene algo de ejercicio masoquista, como si me estuviera pinchando agujas de acupuntura para verificar el grado de sensibilidad de mi piel. Pero la piel sigue insensible, no nota los pinchazos, como si fuera una barrera mineral que impide que nada pase adentro, que ninguna sensación exterior pueda perturbar el sordo dolor que llevo en las tripas. Algo más efecto –pero solo un levísimo amago de reacción– me hace leer que el grado IV (clasificación de la OMS) es el más maligno de los glioblastomas, de rápido crecimiento y mortal casi de necesidad (son muy raros los casos de supervivencia prolongada); la esperanza de vida es de apenas 14 meses. Oficialmente, la enfermedad de Luisa empezó el domingo 10 de mayo de 2020, cuando la ingresamos en Urgencias; el diagnóstico a través de resonancia se nos comunicó el viernes 15 de mayo y su confirmación mediante biopsia el sábado 23 (en cuyo informe aparece por primera vez escrito el maldito nombre de glioblastoma multiforme de grado IV). Murió el 17 de febrero de 2021, 270 días después de la confirmación del diagnóstico, nueve meses. 
 
El tumor, según nos dijeron, no era demasiado grande pero sí la inflamación que generaba en torno suyo y que era la causante de los terribles dolores de cabeza. Ahora bien, si los dolores de cabeza se debían a la inflamación y ésta al tumor, tenía que estar ahí desde hacía mucho tiempo, desde las navidades de 2016 al menos. Sin embargo, los médicos nos aseguran que eso es imposible, que un glioblastoma de grado IV es enormemente agresivo y, si lo hubiera tenido entonces, Luisa habría muerto hace bastante tiempo. Pero entonces, ¿a qué se han debido esos dolores? ¿Acaso hemos de pensar que fueron producidos por algún otro factor y éste –o los propios dolores– se convirtió en el causante del tumor? ¿Cabe suponer que si en 2017, por ejemplo, le hubieran detectado lo que le producía los dolores de cabeza y se lo hubieran curado, no habría llegado a desarrollar luego el tumor cerebral? Para sumar más misterios (o coincidencias mosqueantes, en este caso), resulta que el glioblastoma le apareció en la misma zona en que fue operada en 1991 de una malformación arterio-venosa que asombró a los médicos porque era un milagro que estuviera viva. Salió de esa intervención con un agujero en el cerebro y graves secuelas que fue superando con un esfuerzo y voluntad admirables (recomiendo que se lean los tres posts que escribió sobre su afasia: 1, 2 y 3). Pues bien, ahí mismo aparece el tumor pero, de nuevo según los médicos, no guarda ninguna relación una cosa con otra. Se hace difícil de creer, ¿verdad? 
 
Una de las ideas recurrentes que me asalta desde que falleció es que a Luisa le concedieron una prórroga en 1991, que lo que venía en el despiadado libro del destino era morir en esa fecha pero su maravillosa sonrisa enamoró a algún dios que le regaló –nos regaló, en realidad– treinta años más. Gracias a ese tiempo añadido he podido conocerla y disfrutar de su amor (y darle el mío que ha sido lo mejor que he hecho en mi vida); gracias a ese tiempo añadido, sobre todo, pudo criar y ver crecer a su hija y Dana ha podido tener la mejor de las madres (y el mejor de los padres) y convertirse en una buena persona. Viéndolo así, siento un enorme agradecimiento a la vida o a ese dios compasivo y, al sentirlo, noto que me embargo de amor. Claro que –todo hay que decirlo– tan bellas emociones no me reducen ni un ápice el dolor de su ausencia. Ya puestos, me digo, la prórroga podía haber sido de cincuenta años. 
 
Otra idea que también me viene con frecuencia es que fue el diagnóstico el que disparó su proceso de muerte. No puedo evitar fantasear con que si no la hubieran intervenido para hacer la biopsia, si no hubieran mencionado el fatídico nombre del glioblastoma, si se hubieran limitado a tratar los dolores de cabeza … ella seguiría con nosotros. Sé que es una estupidez, como el niño que se tapa los ojos de modo que lo que no ve ya no existe. Pero es sabido desde siempre que dar nombre a las cosas es crearlas. Y, en el caso de Luisa, me digo que llevaba varios años enferma pero que fue al ponerla en esa especie de cadena de montaje que es el protocolo oncológico cuando el cáncer se disparó. Repito: sé que es una idea idiota, no se me tenga en cuenta. Pero quería ponerla aquí por escrito.
 
Al fin y al cabo, esos pensamientos –y muchos otros del más diverso cariz– no son sino productos de un cerebro que, de momento, está absolutamente trastornado, que funciona de forma muy distinta a como lo hizo en otros tiempos. Pareciera que ahora mi mente solo sabe añorarla y enviar a todas las células del cuerpo impulsos dolorosos. Maldito glioblastoma: entre dos y tres casos cada cien mil personas y tuvo que tocarnos.

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