Dolor
Siento tanto dolor, me duele tantísimo la pérdida de Luisa … Más dolor del que nunca he sufrido; y más, mucho más dolor del que, en los días de la inocente ignorancia, podría haber imaginado que iba a sentir. Cuenta Julian Barnes que, cuando murió su mujer, una amiga viuda le escribió: “duele exactamente como el valor de la pérdida”. Entonces, si eso es cierto, mi pérdida ha sido muy grande. He perdido a Luisa y sí, por supuesto, Luisa valía muchísimo. Siempre, desde que la conocí, lo supe. Pero solo ahora, cuando la he perdido, ese conocimiento se hace tan intenso que me desgarra por dentro.
Es, además, un dolor nuevo, un visitante extraño que se ha instalado en casa sin que sepas cuánto se va a quedar y al que no sabes cómo tratar. Un visitante absorbente al extremo, que te exige que sólo a él le prestes atención, que se aparece sin avisar cuando estás ocupado en otros quehaceres porque la vida sigue, se supone. En realidad, no es que aparezca porque nunca deja de estar, pero es verdad que hay ratos en que atenúa su intensidad, la bola de ansiedad disminuye la presión sobre el diafragma y casi me siento calmado. Y de pronto vuelve a recuperar su protagonismo exclusivo, sea de forma gradual o de golpe, disparado por cualquier suceso nimio; ayer, por ejemplo, en una serie que estoy viendo, una señora en un hospital me provoca un ataque de llanto y me instala en la mente el recuerdo de los dos últimos días de Luisa (ahora mismo igual, mientras escribo).
Sé, por supuesto, que me toca vivir este duelo. Duelo y amor (o felicidad) son la cara y cruz de una misma moneda, aunque casi nunca pensamos, cuando estamos del lado de la cara, que ahí mismo, a un simple volteo del destino (me viene a la cabeza la preciosa canción de Dylan: a simple twist of fate), está la cruz. Y como cara y cruz son gemelas, esta imagen de la moneda viene a confirmar la cita de Barnes: cuanto más amor (más felicidad) había, más dolor ha de haber luego. Se me ocurre que este dolor es el precio aplazado que he de pagar por el amor que sentimos. Cuando lo tenemos somos tan idiotas que nos creemos que es gratis (también es verdad que sería difícil disfrutar de la felicidad si pensáramos en su contrapartida).
Intuyo que esta vinculación entre el amor y el duelo la tenemos asumida, aunque no nos la explicitemos conscientemente. Lo digo porque no quiero dejar de sentir este dolor y este falso masoquismo (porque no lo es) creo que obedece a que necesito mantener dentro de mí el amor de y a Luisa, y ahora ese amor solo puede ser dolor. Dice Alba Payàs, psicoterapeuta de duelo, que suele preguntar a las personas a las que acompaña si, en el caso de que existiera, tomarían una pastilla que eliminase todo el sufrimiento que sienten tras la pérdida. Por lo visto, casi todos sus pacientes contestan que no, que no la tomarían. Yo tampoco, desde luego.
Pues resulta –ya lo intuía pero ahora lo leo en el libro de Payàs y siempre está bien que te lo digan voces autorizadas– que no solo no deseo evitar el dolor sino que hacerlo sería malo. El dolor, dice Payàs, te orienta en el proceso del duelo, te guía en lo que debes hacer. Si lo anestesias, la herida emocional seguirá supurando, y el dolor podría hacerse crónico. Me repito pues que el dolor que siento no es sino el mismo amor (dolorosamente transformado) que siento por Luisa; también que este dolor me va a acompañar durante un largo periodo y que va a ser mi principal consejero y motor en la tarea de reinventarme una nueva vida (una vida sin Luisa). Decirme estas y otras cosas algo me ayuda, sobre todo a mantener el equilibrio mental (al fin y al cabo, siempre me he preciado de ser racional). Aunque no mitiga en nada el dolor.
También me ha ayudado leer durante estas cinco semanas en torno a una decena de libros que cuentan experiencias personales de duelos. Mal de muchos, consuelo de tontos, según se dice, así que va a ser que algo tonto soy (ya lo sospechaba) porque lo cierto es que me conforta identificarme con quienes han vivido lo que estoy viviendo. También necesito hablar, de ella y de lo que siento. Como paso mucho tiempo solo, hablo con ella, mirando sus fotos, sintiéndola junto a mí en la cama, en el sofá de al lado, como cuando veíamos la tele, mirándola de reojo cuando conduzco por si me crítica que suelte el volante o vaya muy rápido. Por eso escribo, para traerla aquí, sujetarla junto a mí.
Es difícil hablar de ella o de lo que siento con amigos. Barnes, Savater, C.C. Lewis dejan constancia de que el dolor del deudo molesta a los demás. Savater afirma que “el más notable descubrimiento que he hecho a costa de mi desdicha es la intransigencia general que rodea al doliente”. De momento, no he sufrido excesivas presiones con tópicos bienintencionados para que “me ponga en marcha” porque “la vida sigue”, aunque alguno ha habido. En todo caso, no quiero ese tipo de ánimos (siento que me hacen daño). Tampoco quiero que los amigos me “entiendan”, porque creo que no pueden y no les culpo en absoluto. Me basta con que estén y hasta con que me soporten. Y, aunque estoy muy desganado, que me acompañen en las actividades que poco a poco he de ir haciendo.
La única persona que puede entender lo que siento (al menos, así lo creo) es Dana. Dana quería mucho a su madre y por supuesto Luisa la amaba inmensamente. Además, tenían una relación estrechísima de confianza y mutua dependencia (en un documental reciente sobre Carmen Martín Gaite, Amancio Prada decía que nunca había conocido una relación tan intensa y hermosa como la de la escritora salmantina con su hija Marta; yo pensé: porque no conoció a Luisa y Dana). Por eso siento que la necesito, y no solo porque podamos compartir nuestros recuerdos de Luisa, sino especialmente porque en Dana percibo la presencia de Luisa. De algún modo, mi amor hacia Luisa, ahora que se ha ido, envuelve a Dana, como si fuera a buscar en ella a su madre. Siento que nuestros respectivos dolores, seguramente distintos en sus naturalezas pero no tanto en sus intensidades, aunque hayan de recorrer sus propios caminos, pueden y deben acompañarse.
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