Educado para matar
La mayoría eran niños de la calle, aunque también podían aparecer muchachos de familia normal. Pero todos, desde luego, eran psicópatas; cómo, si no. Los captaban entre los catorce y los dieciséis, raras veces un poco más jóvenes o mayores. Había unos cuantos especialistas, no más de diez, oficiales enmedallados, expertos en descubrir almas de asesino en los caracteres infantiles. Estos eran quienes daban el visto bueno, el permiso de acceso a la academia. Pero la búsqueda de los futuros sicarios era tarea de todos los integrantes del ejército; en todos los cuarteles, bien distribuidos por el país, cada uno de los soldados sabía que parte de su deber era observar a esa población que merodeaba, de la que formó parte, pero ya no, ahora entre ellos estaba el enemigo, ellos eran el enemigo, seres de otra especie. En la paranoia de la guerra interna como forma de vida había que observar a los campesinos para detectar los actos del enemigo, a ser posible antes de que los hiciera; pero también a chicos que podían servir. Se fijaban y los señalaban, la cadena de mando funcionaba, no tardaba en aparecer por ese rincón de la selva o por ese valle perdido en la montaña uno de aquellos oficiales y entonces, si era que sí, el chaval dejaba esa aldea, para siempre.
El curso duraba seis meses. Medio año encerrados en unos bunkers subterráneos de los que casi no salían nunca. Ahí también había dependencias de la contrainsurgencia, las salas de tortura, inevitables en esa guerra, el enemigo no son personas, no entiende otro lenguaje. Los muchachos veían y oían, también olían; el hedor -heces, vómito, carne quemada- nunca cesaba. Pero era como música de fondo, se imponía por su propio peso, algo incuestionable; eso es lo que hay, estamos en guerra y tú estás de este lado, porque, si no, pasarías a estar de ese otro, serías de los que mueren entre aullidos. Pero no hacía falta hablarlo, no formaba parte -digámoslo así- del programa académico. O sí, porque quizá lo más característico de ese curso era lo que no se se incluía en las asignaturas pero las impregnaba todas; el ambiente del bunker, la música de fondo.
Tampoco es que hubiera establecido un programa de asignaturas, ni horarios o calendarios. Cada remesa de críos aprendía según los instructores que les tocaban. Claro que, mejor o peor, con más o menos lagunas, siempre estaban las materias básicas, en la teoría y en la práctica. Lecciones de anatomía para saber manipular los flujos que son la vida, y para saber sobre todo detenerlos con eficacia. Manualidades, hacer la soga de los dos nudos, por ejemplo, con la que en un momento se quiebra la tráquea, el hilo de pescar amarrado a un palo para el estrangulamiento instantáneo y silencioso; y más, tantos más. Armas, blancas y de fuego, cuánto les atraen a los chavales, qué rápido aprenden a montar y desmontar una ametralladora rusa, un fúsil semiautomático. Si hasta geografía e historia aprendían, hay que conocer la patria a la que van a servir, la que los necesita y les reclama sus sacrificios, convirtiéndolos en héroes, aunque hay que serlo en silencio, sin alardear, ya llegará nuestro día.
A los pocos días de la llegada cada chico recibía un perrito de uno o dos meses. Habían de cuidarlo, educarlo, lo que se hace con una mascota. Hacia la mitad del curso les pedían que trajeran los perros al aula, un salón grande de piso y muros de hormigón desnudo. Entonces el instructor, con voz calma pero inflexible, les ordenaba que cada uno degollase a su cachorro, que sacasen el machete y les rebanaran el pescuezo, sin dudar, de golpe. No todos obedecían, claro, pero sí la mayoría. El instructor se acercaba a los que se habían quedado congelados, incapaces de matar al animalito —algunos lo apretaban contra sus pechos, lloraban— y de un sopapo los aventaba al suelo a la vez que les arrebataba el perro. Sujetadle, decía, y ante los ojos del chiquillo reventaba la cabeza del animal contra el muro, y luego ordenaba a los compañeros que le dieran una tunda de golpes. Esos, los pusilánimes, eran expulsados; mientras siguieran vivos nunca hablarían de la academia.
El del perro podía considerarse el examen de medio curso, el de graduación era un asesinato. Lo cometían ya fuera del bunker, en el plazo de los tres primeros meses. Tenía que ser un crimen sin motivos, la víctima seleccionada al azar, que su muerte no diera demasiado que hablar y menos todavía que levantara sospechas sobre relaciones con el ejército. La mayoría de los muertos eran indigentes urbanos que a nadie importaban o vagabundos de los remotos confines rurales. Quien me contó esta historia, sin embargo, había preferido una pareja de enamorados que se besaban ajenos a todo en un parque. Le fue muy fácil, me dijo, acercarse por la espalda y rajar la yugular del tipo sin que se diera cuenta de nada. Le gustó que la sangre saltara hacia la chica, ver sus ojos desorbitarse, abrir la boca para el aullido del terror absoluto que el brutal puñetazo abortó. Le excitó su bautizo y no pudo resistirse a violarla, aun estando inconsciente. Empezó a despertar y le abrí las tripas mientras me venía, me dijo, para revolcarme también en su sangre. Allí dejé los cuerpos, todo duró muy poco.
Tenía diecisiete años y fue el alumno más aprovechado de su promoción. Con tan buenas notas, enseguida pasó a los comandos de élite, los vengadores de la sombra los llamaban. Era un secreto a voces que sus operaciones se vinculaban a la inteligencia militar, que el ejército estaba involucrado, pero nada se podía probar. La mayoría de los crímenes ocurrían en aldeas perdidas, sospechosas de amparar a los guerrilleros terroristas. Las cosas cambiaron hacia los últimos años de la guerra, cuando los remilgados izquierdosos de los derechos humanos se dedicaron a incordiar más de lo debido. También éstos empezaron a caer en emboscadas de mortales resultados, y no eran muertes cómodas, al fin y al cabo tenían que servir de advertencia, tenían que agravar el miedo para que esos comemierda no perdieran el respeto, no se salieran del tiesto.
En esos últimos años matamos a muchos que no debían haberse tocado, creo que los jefes se equivocaron, me dijo, se pasaron de la raya, ya ni siquiera los gringos podían hacer la vista gorda. El inhumano crimen de la cooperante danesa, la chica que trabajaba con las comunidades del interior, también fue obra suya. Se pensaban que tenía información de las actividades de la contrainsurgencia y que estaba en contacto con los de Amnesty; tenía que morir, eso no se discutía, pero los jefes querían que hablara antes, que contara todo lo que sabía. Fuimos tres, me dijo; interceptamos su camioneta en una trocha de la selva, en un momento matamos a los dos indios que la acompañaban, ella iba con su niño, un crío de dos años, lo improvisé sobre la marcha, qué mejor que torturar al hijo para que la madre hablase, total, también tenía que morir. Habló, sí, pero tampoco dijo demasiado, seguramente tampoco sabía casi nada, seguramente tampoco era tan peligrosa como los jefes pensaban. Al final, hizo más daño muerta que el que hubiera podido hacer viva.
Quien todo esto me contaba era un joven que no llegaría a los veinticinco. Estábamos en el confesionario de mi iglesia, en un suburbio de Los Ángeles. Me gustaría estar arrepentido, pero no lo estoy, me dijo. Sé que Dios no me puede perdonar, como tampoco me pueden perdonar quienes ya han decidido mi muerte. Es más que seguro que ya han llegado a esta ciudad, son de los míos, mis iguales. Me encontrarán y me matarán, pero no me harán sufrir, ese es el pacto, así era desde el principio. No creo que pase de esta semana que esté en el infierno. Se levantó y se fue, en silencio, como había llegado. Me quedé solo, rezando.
El curso duraba seis meses. Medio año encerrados en unos bunkers subterráneos de los que casi no salían nunca. Ahí también había dependencias de la contrainsurgencia, las salas de tortura, inevitables en esa guerra, el enemigo no son personas, no entiende otro lenguaje. Los muchachos veían y oían, también olían; el hedor -heces, vómito, carne quemada- nunca cesaba. Pero era como música de fondo, se imponía por su propio peso, algo incuestionable; eso es lo que hay, estamos en guerra y tú estás de este lado, porque, si no, pasarías a estar de ese otro, serías de los que mueren entre aullidos. Pero no hacía falta hablarlo, no formaba parte -digámoslo así- del programa académico. O sí, porque quizá lo más característico de ese curso era lo que no se se incluía en las asignaturas pero las impregnaba todas; el ambiente del bunker, la música de fondo.
Tampoco es que hubiera establecido un programa de asignaturas, ni horarios o calendarios. Cada remesa de críos aprendía según los instructores que les tocaban. Claro que, mejor o peor, con más o menos lagunas, siempre estaban las materias básicas, en la teoría y en la práctica. Lecciones de anatomía para saber manipular los flujos que son la vida, y para saber sobre todo detenerlos con eficacia. Manualidades, hacer la soga de los dos nudos, por ejemplo, con la que en un momento se quiebra la tráquea, el hilo de pescar amarrado a un palo para el estrangulamiento instantáneo y silencioso; y más, tantos más. Armas, blancas y de fuego, cuánto les atraen a los chavales, qué rápido aprenden a montar y desmontar una ametralladora rusa, un fúsil semiautomático. Si hasta geografía e historia aprendían, hay que conocer la patria a la que van a servir, la que los necesita y les reclama sus sacrificios, convirtiéndolos en héroes, aunque hay que serlo en silencio, sin alardear, ya llegará nuestro día.
A los pocos días de la llegada cada chico recibía un perrito de uno o dos meses. Habían de cuidarlo, educarlo, lo que se hace con una mascota. Hacia la mitad del curso les pedían que trajeran los perros al aula, un salón grande de piso y muros de hormigón desnudo. Entonces el instructor, con voz calma pero inflexible, les ordenaba que cada uno degollase a su cachorro, que sacasen el machete y les rebanaran el pescuezo, sin dudar, de golpe. No todos obedecían, claro, pero sí la mayoría. El instructor se acercaba a los que se habían quedado congelados, incapaces de matar al animalito —algunos lo apretaban contra sus pechos, lloraban— y de un sopapo los aventaba al suelo a la vez que les arrebataba el perro. Sujetadle, decía, y ante los ojos del chiquillo reventaba la cabeza del animal contra el muro, y luego ordenaba a los compañeros que le dieran una tunda de golpes. Esos, los pusilánimes, eran expulsados; mientras siguieran vivos nunca hablarían de la academia.
El del perro podía considerarse el examen de medio curso, el de graduación era un asesinato. Lo cometían ya fuera del bunker, en el plazo de los tres primeros meses. Tenía que ser un crimen sin motivos, la víctima seleccionada al azar, que su muerte no diera demasiado que hablar y menos todavía que levantara sospechas sobre relaciones con el ejército. La mayoría de los muertos eran indigentes urbanos que a nadie importaban o vagabundos de los remotos confines rurales. Quien me contó esta historia, sin embargo, había preferido una pareja de enamorados que se besaban ajenos a todo en un parque. Le fue muy fácil, me dijo, acercarse por la espalda y rajar la yugular del tipo sin que se diera cuenta de nada. Le gustó que la sangre saltara hacia la chica, ver sus ojos desorbitarse, abrir la boca para el aullido del terror absoluto que el brutal puñetazo abortó. Le excitó su bautizo y no pudo resistirse a violarla, aun estando inconsciente. Empezó a despertar y le abrí las tripas mientras me venía, me dijo, para revolcarme también en su sangre. Allí dejé los cuerpos, todo duró muy poco.
Tenía diecisiete años y fue el alumno más aprovechado de su promoción. Con tan buenas notas, enseguida pasó a los comandos de élite, los vengadores de la sombra los llamaban. Era un secreto a voces que sus operaciones se vinculaban a la inteligencia militar, que el ejército estaba involucrado, pero nada se podía probar. La mayoría de los crímenes ocurrían en aldeas perdidas, sospechosas de amparar a los guerrilleros terroristas. Las cosas cambiaron hacia los últimos años de la guerra, cuando los remilgados izquierdosos de los derechos humanos se dedicaron a incordiar más de lo debido. También éstos empezaron a caer en emboscadas de mortales resultados, y no eran muertes cómodas, al fin y al cabo tenían que servir de advertencia, tenían que agravar el miedo para que esos comemierda no perdieran el respeto, no se salieran del tiesto.
En esos últimos años matamos a muchos que no debían haberse tocado, creo que los jefes se equivocaron, me dijo, se pasaron de la raya, ya ni siquiera los gringos podían hacer la vista gorda. El inhumano crimen de la cooperante danesa, la chica que trabajaba con las comunidades del interior, también fue obra suya. Se pensaban que tenía información de las actividades de la contrainsurgencia y que estaba en contacto con los de Amnesty; tenía que morir, eso no se discutía, pero los jefes querían que hablara antes, que contara todo lo que sabía. Fuimos tres, me dijo; interceptamos su camioneta en una trocha de la selva, en un momento matamos a los dos indios que la acompañaban, ella iba con su niño, un crío de dos años, lo improvisé sobre la marcha, qué mejor que torturar al hijo para que la madre hablase, total, también tenía que morir. Habló, sí, pero tampoco dijo demasiado, seguramente tampoco sabía casi nada, seguramente tampoco era tan peligrosa como los jefes pensaban. Al final, hizo más daño muerta que el que hubiera podido hacer viva.
Quien todo esto me contaba era un joven que no llegaría a los veinticinco. Estábamos en el confesionario de mi iglesia, en un suburbio de Los Ángeles. Me gustaría estar arrepentido, pero no lo estoy, me dijo. Sé que Dios no me puede perdonar, como tampoco me pueden perdonar quienes ya han decidido mi muerte. Es más que seguro que ya han llegado a esta ciudad, son de los míos, mis iguales. Me encontrarán y me matarán, pero no me harán sufrir, ese es el pacto, así era desde el principio. No creo que pase de esta semana que esté en el infierno. Se levantó y se fue, en silencio, como había llegado. Me quedé solo, rezando.
License to Kill. Maria Muldaur (Yes, We Can, 2008)
CATEGORÍA: Ficciones
demasiado crudo para mí en esta noche de vísperas tal vez aciagas.
ResponderEliminarUn abrazo.
Lo peor de esta ficción es que, quizás, no sea tan ficción como desearíamos.
ResponderEliminarBesos
Glubs y reglubs
ResponderEliminarNo sé si arrepentirme de haber recalado aquí (no me entra el café de media mañana por tu culpa)... o declararme asombrada y seguirte de ahora en adelante.
ResponderEliminarCreo que haré lo segundo.
Un saludo. Uf.
Muy bueno, Miros, ¡Dale duro!
ResponderEliminarUn pincel puede ser más espeluznante que un escalpelo.
ResponderEliminarUn saludo