Una cita accidentada
En un blog que he leído recientemente preguntaban por la peor cita que se hubiera vivido. Me puse a recordar algunos de esos “primeros encuentros” que mantuve pasados unos meses de mi separación y me di cuenta de que, vistos con la distancia del tiempo, me tocaron unas cuentas situaciones que como poco cabe calificar de esperpénticas. No obstante, salvo en uno o dos casos, me lo pasé bien, fueron casi todas personas interesantes (incluyendo sus “rarezas”, pero quién no) que contribuyeron, cada una en su estilo, a que me fuera recuperando de mis heridas y aprendiendo a reconvertirlas en estímulos para cambiar muchas cosas de mí mismo que necesitaban ser cambiadas.
Una de esas citas especialmente “movidas” fue con una mujer llamada Elena, una profesora de primaria en un colegio del sur de la Isla. Nos conocimos a través de Internet, y tras unos cuantos correos y muy poco chateo (se me da fatal), acordamos tomarnos un aperitivo en la terraza de la plaza de El Médano. Llegué yo antes y me senté de modo que quedara bien visible el naranja chillón de mi camiseta, mientras me mantenía atento a ver si aparecía una morena de 1,65 con un bolso de playa muy grande y a rayas de todos los colores. No tardó demasiado, nos dimos los besos protocolarios y ambos pedimos cervezas. La conversación desde el principio fluyó con mucha naturalidad. Elena era parlanchina y de discurso ameno, pero también dejaba tiempos al interlocutor; además, tenía humor e ingenio y resultaba fácil sentirse relajado y a gusto con ella. Por eso, cuando llevábamos ya como una horita de agradable charla, le propuse que fuéramos a almorzar a un restaurante de unos amigos, a unos kilómetros de allí.
El Médano es un pueblo costero tremendamente ventoso. Cuando estábamos a punto de levantarnos, una ráfaga huracanada golpeó la enorme sombrilla que protegía nuestra mesa y la abatió. Tuve justo el tiempo (y los reflejos) de dar un tirón al brazo de Elena y atraerla hacia mí, un instante antes de que la barra de hierro cayera sobre la mesa, la volcara e hiciera añicos una de las copas, regando al aire multitud de cristalitos. Pasado el susto y la escandalera, a ambos nos vino la risa tonta, la que libera los nervios tras un momento de tensión. Por poco, le digo, y va ella y me contesta: sí, no sabes cuantas de éstas me ocurren; mis amigos dicen que soy un imán para las catástrofes. Bromeé para quitarle importancia (ya será menos) y nos fuimos a mi coche. Cinco minutos después, ya en la carretera de salida del pueblo, tuve que dar un frenazo para evitar que se me empotrara un salvaje que salió a toda velocidad de una calle lateral, haciendo caso omiso del stop. Ves, me dijo, tienes que tener cuidado conmigo, soy gafe.
Sin otros contratiempos llegamos al restaurante. Nos dan mesa, pedimos la comida y enseguida nos traen el vino y algo de picar. Elena habla alegremente, se la nota contenta, ambos nos reímos frecuentemente. De pronto, abre la boca y los ojos con expresión de angustia: se ha atragantado con una aceituna. Intenta desesperadamente tomar aire a la vez que empieza a dar golpes con las manos a la mesa y a hacer unos movimientos extraños, casi convulsiones. Me asusto y me levanto para ayudarla, pero no sé cómo; hago ademán de darle golpes en la espalda y ella me hace gestos negativos con la cabeza, mientras emite unos inquietantes ruidos guturales y su cara se va poniendo violácea. En ese momento, un señor que estaba sentado a la mesa vecina se levanta como un rayo, le pasa ambos brazos por detrás y le oprime violentamente la boca del estómago. Inmediatamente, con una especie de tos, Elena escupe la aceituna al plato y enseguida empieza a recuperar el color. El hombre nos explica que ante un atragantamiento hay que actuar rápido porque, si no, la persona se asfixia y puede morir o sufrir daños cerebrales irreparables. Es enfermero, nos dice, y lo que ha hecho se llama maniobra de Heimlich. Pues menos mal que estaba ahí; le agradecemos de corazón su ayuda y, acabado el espectáculo, el restaurante recupera la normalidad.
Superado el trance, Elena recupera el buen humor como si nada, e incluso se dedica a hacer bromas con lo que hubiera podido pasar. A ver qué hacías, me dice, si la hubiera palmado; te habría tocado localizar a mis padres (que vivían en Asturias), menudo papelón. A mí, la verdad, me había bajado el ánimo y no me hacían demasiada gracia esos chistes. Pese a mis burlas previas sobre sus cualidades cenizas, ya no las tenía todas conmigo; a ver si es verdad que hay personas que atraen los malos farios, pensaba. Así que, pese a su buen humor, el almuerzo no siguió tan bien como prometía, y eso que la comida fue excelente. Hacia las cinco de la tarde la llevé de vuelta al Médano, nos despedimos y regresé hacia mi casa. Mantuvimos todavía el contacto durante unos meses, tanto telefónicamente como a través de correo electrónico, pero no volví a quedar con ella. Era una mujer muy agradable pero, quita, por aquellos tiempos lo que yo menos necesitaba eran emociones fuertes.
Una de esas citas especialmente “movidas” fue con una mujer llamada Elena, una profesora de primaria en un colegio del sur de la Isla. Nos conocimos a través de Internet, y tras unos cuantos correos y muy poco chateo (se me da fatal), acordamos tomarnos un aperitivo en la terraza de la plaza de El Médano. Llegué yo antes y me senté de modo que quedara bien visible el naranja chillón de mi camiseta, mientras me mantenía atento a ver si aparecía una morena de 1,65 con un bolso de playa muy grande y a rayas de todos los colores. No tardó demasiado, nos dimos los besos protocolarios y ambos pedimos cervezas. La conversación desde el principio fluyó con mucha naturalidad. Elena era parlanchina y de discurso ameno, pero también dejaba tiempos al interlocutor; además, tenía humor e ingenio y resultaba fácil sentirse relajado y a gusto con ella. Por eso, cuando llevábamos ya como una horita de agradable charla, le propuse que fuéramos a almorzar a un restaurante de unos amigos, a unos kilómetros de allí.
El Médano es un pueblo costero tremendamente ventoso. Cuando estábamos a punto de levantarnos, una ráfaga huracanada golpeó la enorme sombrilla que protegía nuestra mesa y la abatió. Tuve justo el tiempo (y los reflejos) de dar un tirón al brazo de Elena y atraerla hacia mí, un instante antes de que la barra de hierro cayera sobre la mesa, la volcara e hiciera añicos una de las copas, regando al aire multitud de cristalitos. Pasado el susto y la escandalera, a ambos nos vino la risa tonta, la que libera los nervios tras un momento de tensión. Por poco, le digo, y va ella y me contesta: sí, no sabes cuantas de éstas me ocurren; mis amigos dicen que soy un imán para las catástrofes. Bromeé para quitarle importancia (ya será menos) y nos fuimos a mi coche. Cinco minutos después, ya en la carretera de salida del pueblo, tuve que dar un frenazo para evitar que se me empotrara un salvaje que salió a toda velocidad de una calle lateral, haciendo caso omiso del stop. Ves, me dijo, tienes que tener cuidado conmigo, soy gafe.
Sin otros contratiempos llegamos al restaurante. Nos dan mesa, pedimos la comida y enseguida nos traen el vino y algo de picar. Elena habla alegremente, se la nota contenta, ambos nos reímos frecuentemente. De pronto, abre la boca y los ojos con expresión de angustia: se ha atragantado con una aceituna. Intenta desesperadamente tomar aire a la vez que empieza a dar golpes con las manos a la mesa y a hacer unos movimientos extraños, casi convulsiones. Me asusto y me levanto para ayudarla, pero no sé cómo; hago ademán de darle golpes en la espalda y ella me hace gestos negativos con la cabeza, mientras emite unos inquietantes ruidos guturales y su cara se va poniendo violácea. En ese momento, un señor que estaba sentado a la mesa vecina se levanta como un rayo, le pasa ambos brazos por detrás y le oprime violentamente la boca del estómago. Inmediatamente, con una especie de tos, Elena escupe la aceituna al plato y enseguida empieza a recuperar el color. El hombre nos explica que ante un atragantamiento hay que actuar rápido porque, si no, la persona se asfixia y puede morir o sufrir daños cerebrales irreparables. Es enfermero, nos dice, y lo que ha hecho se llama maniobra de Heimlich. Pues menos mal que estaba ahí; le agradecemos de corazón su ayuda y, acabado el espectáculo, el restaurante recupera la normalidad.
Superado el trance, Elena recupera el buen humor como si nada, e incluso se dedica a hacer bromas con lo que hubiera podido pasar. A ver qué hacías, me dice, si la hubiera palmado; te habría tocado localizar a mis padres (que vivían en Asturias), menudo papelón. A mí, la verdad, me había bajado el ánimo y no me hacían demasiada gracia esos chistes. Pese a mis burlas previas sobre sus cualidades cenizas, ya no las tenía todas conmigo; a ver si es verdad que hay personas que atraen los malos farios, pensaba. Así que, pese a su buen humor, el almuerzo no siguió tan bien como prometía, y eso que la comida fue excelente. Hacia las cinco de la tarde la llevé de vuelta al Médano, nos despedimos y regresé hacia mi casa. Mantuvimos todavía el contacto durante unos meses, tanto telefónicamente como a través de correo electrónico, pero no volví a quedar con ella. Era una mujer muy agradable pero, quita, por aquellos tiempos lo que yo menos necesitaba eran emociones fuertes.
If it wasn't for bad luck. Ray Charles
Buscaba alguna canción para acompañar este post y encuentro una que hacía bastante que no escuchaba: el viejo Ray quejándose de su mala suerte, algo que no logra entender. Así que la subo y aprovecho para dedicársela a Lansky.
Si, definitivamente, muchas emociones fuertes, seguidas y del tipo nada agradable, más si lo que se busca es tranquilidad, compañía y relax. Espero que aprendieras la maniobra de Heimlich...por si se repite en otras circunstancias.
ResponderEliminarUn beso
Pobrecita la chica quedarse sin una segunda cita, claro que como ya dijo ella siendo gafe era de esperar.
ResponderEliminarTodavía sigo dándole vueltas ¿de verdad que no la volviste a ver? ... cachis.
ResponderEliminarHace un "par" de años (je, je) tomé un curso de primeros auxilios. Se supone que sé hacer lo de la maniobra de Heimlich, pero espero que nunca tenga que demostrarlo ya que una cosa es la teoría (o la práctica con maniquíes) y otra la práctica real... Ahora que lo pienso quizá debería volver a tomar un curso para refrescarme la memoria. :S
ResponderEliminarEn cuanto a la pobre mujer, pobrecilla, pero yo tampoco la habría vuelto a ver.
Un beso
Pues yo si hubiera vuelto a quedar con ella.
ResponderEliminarClaro que a mi me gustan los deportes de riesgo ;-)
Ray siempre es bienvenido y siempre viene "a cuento"; gracias por la dedicatoria, que nunca se sabe (lo de la mala suerte)¡Good Look!
ResponderEliminarMe ha recordado a la película esa de unos adolescentes que se libran de un accidente de avión y a los que "la muerte" luego no deja de perseguir hasta qua acaba con ellos. Debe ser complicado ser Elena las veinticuatro horas del día...
ResponderEliminary de follar, entonces, ni hablamos ¿no?
ResponderEliminarMenos mal que Elena era profesora y no trabajaba en una aseguradora...
ResponderEliminar;)
Besos, Miroslav.
y pensr lo que podria haber pasado... mal comienzo... lop peor es que ella creía que si atraía la mala suerte...y seguramente fuera asi, como si la llamara.
ResponderEliminarsaludos
Tan gafe no debía ser si está al cargo a niños de primaria (aunque, después de este post, algunos padres pueden comenzar a preocuparse...).
ResponderEliminarTu paisano Juan Carlos Fresnadillo trató en "Intacto" el tema de la suerte como una energía que se puede absorver. Allí mostraba que, no solo es una cuestión particular: también depende de la combinación con la de las personas con las que interactúa. ¿qué la harías para que se atragantara? ;)
Teorías aparte, todos tenemos un instinto innato de supervivencia y es de suponer que, si tu intuición te "alejó" de ella, por algo sería. Y te recuerda que aún sigues Aquí.
No soy supersticiosa,pero creo que no hubiera vuelto a salir con ella.O sí, pero con una cinta roja y una rista de ajos :-)
ResponderEliminarUn beso
Pobrecilla, qué triste...
ResponderEliminar¿Sabes lo que hizo mal ella? Decirte desde el principio que era gafe.
ResponderEliminarQué cosas te ocurren, de verdad.