sábado, 14 de agosto de 2010

Día 8: Walhalla, Straubing y abadías benedictinas

Amaneció lloviendo, lo que nos hizo descartar la visita pendiente al palacio de los Thurm und Taxi en el borde sur del centro histórico ratisbonense. Poniendo a mal tiempo buena cara, pensamos que así ganaríamos algo de tiempo sobre el ajustado plan y acabaríamos la jornada más holgadamente (vana idea). Así que arrancamos el coche con la intención de llegar en un santiamén al Walhalla, el templo dórico que mandó construir el ya mentado Luís I, que está apenas a 12 kilómetros de Regensburg por la carretera local que bordea la orilla norte del Danubio. En teoría era muy fácil pero aquí nos ocurrió lo contrario que en Stuttgart, pues si bien habíamos llegado sin ningún problema, para salir empezamos a dar vueltas sin fin, apareciendo por barrios periféricos, encontrando y perdiendo el Danubio y finalmente, contra mi voluntad pero no hubo otra, siendo succionados por la autopista A-3 en dirección este y ya sí salir por Barbing y seguir las señales hasta el aparcamiento en un claro del bosque, justo en el momento en que dejaba de llover.

Del Walhalla poco puedo decir. Está claro que, como ya comenté en el post de ayer, al rey bávaro le entusiasmaba lo heleno y decidió que para glorificar a los grandes hombres de Alemania (que para eso es el monumento) había de replicar el Partenón e imagino (porque no he estado en Grecia) que a mayor escala. Como en el caso de la Befreiungshalle, lo más impresionante es el emplazamiento, en lo alto y sobre el Danubio. Viniendo desde el aparcamiento se llega a través de un sendero pavimentado ascendente que muere ante la fachada posterior. Vas recorriendo el peristilo (ciclópeas columnas acanaladas) hasta ponerte delante de la fachada principal y mirar desde ahí el soberbio paisaje del valle danubiano. No entramos al inmenso y único espacio interior porque costaba tres euros cada uno y lo único que había era efigies de alemanes célebres; además, estaba en obras y se veía bastante desde la entrada (rácanos que somos, qué se le va a hacer). A cambio, nos animamos a bajar la infinita y mastodóntica escalinata construida con la evidente intención de resaltar la majestuosidad del templo de la germanidad. Al llegar abajo empezó a llover de nuevo y milagrosamente apareció ante nosotros, abandonado en un banco de piedra, un paraguas de colores. No había nadie a la vista así que pensamos que se trataba de un regalo del destino y decidimos que nos protegiera en nuestro recorrido hacia el aparcamiento. Pero apenas habíamos dado unos pasos por el sendero que se internaba por los prados cuando vimos a dos señoras alemanas que pese a su edad algo avanzada se desplazaban con bastante celeridad hacia nosotros, a la vez que exhibían extraños aspavientos. Para evitar males mayores, enseguida hice ademán de ofrecerles el paraguas y, en cuanto nos cruzamos, se deshicieron en repetidos dankes y nosotros seguimos caminando bajo la lluvia. Y el paseo resultó bastante más largo de lo previsto porque ese sendero no iba directamente hacia el aparcamiento sino que, tras pasar junto a un rebaño de ovejas, nos dejó al principio de la desviación de la carretera de acceso, desde donde habría como un par de kilómetros hasta el aparcamiento. Los alemanes siempre ponen, junto a una carretera, una senda peatonal (o para bicis) y así ocurría ahí: un sendero de tierra por el cual nos metimos y que subía con bastante más pendiente, tanto que en poco rato habíamos perdido de vista el asfalto y dejamos de estar seguros de que acabaríamos en el parking. Y no acabamos ahí, claro, sino de nuevo en el Walhalla, así que a rehacer el camino de acceso y por fin, bastante mojados (a medias entre la lluvia y el sudor), meternos en el coche y arrancar en dirección a Straubing.

Straubing es una ciudad pequeña también muy agradable, en el mismo estilo de tantas otras que ya llevábamos vistas. Tiene una inmensa plaza central que más que plaza es una calle principal muy ancha, con fuentes monumentales conmemorativas algo horterillas, y muchas terrazas y comercios. En una de esas terrazas, una camarera ataviada con traje típico local (cuyo escote era de lo más sugerente) nos explicó en un inteligible italiano (su marido lo era) los ingredientes de los platos recomendados de la cocina bávara: estaban muy buenos, aunque me costaría ahora describirlos y muchísimo más acertar con sus impronunciables nombres. Para bajar la comida el obligado paseo por la ciudad, que K aprovechó para comprarse un vestido. Y poco más: de vuelta hacia el coche (que estaba aparcado en zona azul, esta vez sí con el correspondiente boletito) y ponernos en marcha hacia las abadías benedictinas que hay en ese tramo del Danubio.

La primera estaba en un pueblito muy cercano, Bogen, pero, como nos está ocurriendo ya con demasiada frecuencia, no dimos con la carreterita correcta y acabamos de nuevo en la autopista para escapar por la primera salida que ya estaba más lejos y retroceder, esta vez sí, por la orilla izquierda del Danubio. El exterior no es nada del otro mundo pero el interior es sencillamente impactante: el barroco en toda su exuberancia. Esta primera iglesia sólo tenía accesible una parte, desde la que, no obstante, se podía ver la totalidad de la nave y el altar: un retablo dorado y colmado de figuras, techos pintados en toda su extensión, multitud de óleos colgados en los muros laterales, púlpito de madera tallada hasta el delirio … La locura del exceso, el horror vacui. Muy parecido, quizá todavía más, sería la siguiente iglesia, situada en Metten, muy cerca de Deggendorf. Ésta no tenía rejas que impedían el acceso y pudimos recorrer sus naves mientras oíamos el ensayo del organista, y eso siempre da ambiente. La última que teníamos apuntada, la de Niederalteich, estaba cerrada, pero a esas alturas ya teníamos bastante de barroco. Pero no, porque al día siguiente entraríamos en Austria y ahí (aquí) sí que íbamos a empacharnos de barroco. Las dos abadías del Danubio bávaro han sido pues el prólogo de la desenfrenada exhibición barroca que vendría a continuación. Lo que está claro es que hasta que no se ven las iglesias austriacas (y esas bávaras ya demasiado cercanas) no se sabe de verdad lo que es el verdadero barroco: muy pobres resultan en comparación los ejemplos españoles.

Después de la última abadía la tarde empezaba a caer y debíamos apurarnos para no llegar demasiado tarde al hotel de Passau. Una breve paradita en Vilshofen, donde empezamos ya a notar que la arquitectura viraba del estilo bávaro hacia el austriaco, y directamente hacia la ciudad de los tres ríos, en la que el Danubio recibe las aguas del Ilz, desde el norte, y del Inn, desde el sur (y aquí vuelve a abrirse la discusión sobre cuál es el río principal y cuál el afluente, pues en su confluencia el Inn parece llevar bastante más agua). La idea era dejar las maletas en el hotel y salir, todavía con luz, a visitar la ciudad, pero la combinación del ligero retraso con el que llegábamos y el hecho de estar ya bastante al este con el consiguiente adelanto de los atardeceres, hacían poco verosímiles nuestros planes. Y además -¡otra vez!- no encontrábamos el hotel: vueltas y más vueltas hasta que conseguimos aparcar y preguntar en otro hotel la dirección del nuestro. Armados del salvador planito logramos por fin llegar y hasta pudimos meter el coche en un garaje de lo más moderno, con un sistema mecánico que permite poner un coche encima de otro.

Pese al cansancio había que salir a cenar y acabamos en un restaurante italiano, hablando en su lengua con los cocineros calabreses. Luego, al regresar al hotel, nos cogió un chaparrón, que va siendo ya normal que los días sean espléndidos y por las noches descargue agua. Pero la habitación era estupenda y dormiríamos de maravilla.

CATEGORÍA: Irrelevantes peripecias cotidianas

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