La caverna (2)
– Saciados nuestros cuerpos, sigue, amado mío, si no te incomoda, narrándome tu parábola, alegoría o relato, pues me prometiste que había de continuar.
– Lo haré encantado, que ahora menos que nunca puedo negarte un capricho. Descrita ya la triste situación de los cautivos te ruego que imagines que a uno de ellos el amo lo libera de sus ataduras y al levantarse y girar el cuello mirara de súbito en su derredor.
– Ay, el tirano filósofo que quiere infligir a ese desgraciado nuevos tormentos ...
– Todo por el bien del conocimiento, preciosa mía. Aunque bien dices porque no serían gratas sus primeras sensaciones y la confusión se adueñaría de su pobre mente. Piensa que la luz que entrara por la boca de la caverna dañaría sus ojos habituados a la sempiterna penumbra y es probable que, durante un buen rato, en ellos sólo hubiera molestas chiribitas, mientras su dueño lo arrastrara hacia afuera tirando de una correa.
– Pero, querido, poco a poco irían sus ojos acostumbrándose a la distinta luminosidad y descubriendo nuevas visiones que antes no habría ni concebido.
– En efecto así sería. Pero, ¿acaso no piensas que las imágenes que descubriera habrían de desconcertarle en sumo grado? Vería por fin a esos hombres que tú has llamado mineros, desfilando por la pasarela que cruza la cueva y, si alcanzara a asociarlos con las sombras conocidas, percatándose de la equivalencia de las formas y sucesión de sus movimientos, creería que son éstos, los hombres reales, las verdaderas sombras.
– No estoy tan segura, que la imagen de los mineros reales, con tanta más consistencia, me parece a mí que le llevaría a comprender que las que hasta entonces había visto eran las verdaderas sombras.
– Yerras de nuevo, Hermione, que esa consistencia de la visión a la que aludes existe para tus ojos, ejercitados desde niña en distinguir las cualidades de los cuerpos, pero nuestro infeliz prisionero no acertaría a apreciarlas. La confusión le embargaría y de ella nacería el temor. No te quepa duda, y ninguno de nosotros se lo negó a Sócrates, que se sentiría víctima de algún engaño e intentaría volver a las certezas su anterior postura.
– No terminas de convencerme, Glaucón, pero te lo admitiré provisoriamente para ver cómo sigue el cuento.
– Pues sigue con más e ininterrumpidos sufrimientos, porque el cautivo es sacado al aire libre, y la luz del sol le ciega y ahora no podrás negarme que nada sería capaz de ver y habría de apretar con fuerza los párpados, mientras el terror le invade.
– Esto sí lo admito como cierto, que me recuerda a los juegos infantiles con mis hermanos y primos, cuando a uno, vendados los ojos, le daban vueltas durante tiempo largo y cuando al cabo era destapado nada veía durante los primeros instantes.
– Pertinente es tu ejemplo, sin duda, pero se queda corto, pues la capacidad de los ojos de nuestro recluso para adaptarse a la potencia lumínica del sol sería muchísimo menor que la vuestra, que ya la conocíais de antes y, por añadidura, muy inferior era la duración de vuestras cegueras al tiempo en que aquél estuvo en penumbra. Sin embargo, por más que fuera muy lentamente y salvo que los rayos de Helios no lo cegaran para siempre, hemos de suponer que el esclavo, comenzaría a vislumbrar formas y colores. Y dime, ¿cuáles piensas que distinguiría antes?
– Yo diría que las menos brillantes, aquellas cuya visión menos dañara a sus débiles ojos.
– Eso nos dijo el maestro. Primero serían las sombras, viejas conocidas y a las que creería de nuevo reales. Pensaría, he aquí nuevos objetos, distintos de los que he visto hasta ahora pero hechos de la misma sustancia. Pero, pasado no sabría decirte cuanto tiempo, cuando sus ojos fueran fortaleciéndose y empezara a erguir el cuello, quizá viera los reflejos de los árboles en las aguas de un lago. Y de nuevo le asaltaría la duda: ¿estas formas vibrantes, tan parecidas a las que hace un momento veía sobre el suelo, son falsos espejismos de la realidad?
– Ambas, sombras y reflejos, son imágenes incompletas del árbol real ...
– Claro, nosotros lo sabemos, pero ¿y él? Además, tierna ovejita, nuestro hombre aún no ha visto el árbol. Mas ya se gira y levanta la vista, ya es capaz de distinguir, borrosamente primero más nítida después, la imagen del propio árbol, un centenario laurel de Apolo, por ejemplo.
– Y entonces comprende.
– No, mi amor, en los primeros instantes y no sé por cuanto tiempo, su mente se sumiría en la más angustiosa de las confusiones. Pero ahorrémonos imaginar esos sufrimientos y acordemos que, más tarde o más pronto, al igual que sus pupilas, la luz de la verdad va llenando su cerebro. Así, por fin, lograría distinguir los objetos reales de sus engañosas formas reflejas.
– Déjame que te interrumpa, marido, y aclárame dónde está mientras tanto el cruel filósofo que experimenta con esta inocente criatura. Porque ya me barrunto que ha dejado solo al desgraciado y lo observa oculto desde lejos, con seguridad acompañado de sus amigotes, todos regocijándose en los sufrires y desconciertos de su víctima.
– Te lo concedo, bien mío, mas carece de importancia para los fines de la analogía. No olvides que no se trata de discutir sobre la licitud ética del experimento, sino avanzar gracias al mismo en el camino hacia la verdad.
– No tacharía yo de irrelevante la reflexión sobre los límites éticos a la indagación filosófica, pero es posible que no haya llegado aún el tiempo en que sea necesario preocuparnos gravemente por tales cuestiones y, además, el experimento que os propuso Sócrates no pasa de ser un ejercicio mental lo que si, por un lado, aminora la fortaleza de sus resultados, también reduce, por otro, los peligros. Así que disculpa mi digresión y sigue con la historia.
– Pues bien, aunque el antiguo cautivo estuviera en soledad, la libre exposición a tantas nuevas sensaciones haría que no sólo distinguiera lo real de lo ficticio, sino que fuera poco a poco estableciendo relaciones entre los objetos y los hechos e infiriendo las más elementales leyes que gobiernan la naturaleza. De la observación del cielo, por ejemplo, no es desatinado pensar que llegaría a concluir, como así hicieron desde muy antiguo nuestros ancestros, que el movimiento del sol rige la sucesión de los días y de las estaciones o que son las nubes densas y oscuras las que traen la lluvia.
– Ya veo, el experimento consiste en verificar en un sólo individuo las potencias mentales de nuestra especie, en reproducir los mecanismos de pensamiento a través de los cuales el género humano ha ido progresando en el conocimiento de la realidad.
– No diría que tal sea el fin, cachorrita, más bien creo que Sócrates asume, como condición básica de la alegoría, que ese proceso colectivo e histórico al que te refieres, ocurriría también en la mente de un hombre en las circunstancias de nuestro protagonista.
– Entonces, ¿a dónde quería ir a parar?
– A que en algún momento, el antiguo cautivo comprendería que anteriormente, cuando estaba amarrado a las paredes de la caverna, había vivido engañado.
– Ciertamente. Y en ese momento supongo que aparecerían los filósofos sádicos a felicitarle alborozados por haber sido capaz de descubrir la verdad y, de paso, invitarle a unos buenos tragos de vino. Se me ocurre que quizá, sumiéndole en la ebriedad, podrían aportarle añadidos incertidumbres a su percepción de lo que es real. O tal vez le podrían hacer comer (que no me has contado cómo se ha ido alimentando nuestro amigo mientras su mente se abría al conocimiento) el pan de centeno que tan extrañas visiones provoca en Eleusis.
– Ingeniosas ideas alumbras, Hermione, con las que bien podrías componer entretenidas consejas. Pero te ruego que no nos desviemos por tales derroteros, si es que quieres que llegue al final del relato.
– Lo siento, bello Glaucón, pero no he de ocultarte que no logro dominar la indignación que me provoca el comportamiento de tus filósofos. Así que mejor será que suspendamos de momento el cuento hasta que mi espíritu recobre la serenidad de hace un rato. Déjame sola, si no te importa, y ya te llamaré cuando la curiosidad se me imponga de nuevo sobre la ira.
Poesia scritta in un bar- Roberto Vecchioni (Milady, 1989)
En la época de Platón en Grecia las tías no abrían la boca sin permiso del marido, no podían votar ni, en principio, acudir al ágora, al Liceo o la Aacademia. A ver si nos estamos saltando unos 'siglitos' hasta la Hipatia alejandrina y helenística...
ResponderEliminar(no me hagas caso)
No me hagas caso a mí tampoco, pero dudo mucho que el Divino Marqués fuese lo suficientemente popular en el siglo V a.C. como para que las matronas atenienses usaran su nombre para calificar a los filósofos, por cultas que fueran.
ResponderEliminarDisiento de Lansky, en cambio (para variar): aunque fuera de casa pintaran poco es muy probable que dentro de casa fueran tan metomentodo y mandamases como pintas a tu Hermione. Me parece, de hecho, más verosímil que lo contrario. Por algún sitio tenían que dar salidad a sus energías.
Saldría por donde quieras, Vanbrugh, pero la pata quebrada limita mucho los movimientos, lengua incluída.
ResponderEliminar¿ Y Aspasia, la mujer de Pericles ?
ResponderEliminarLansky: Te hago caso, sí, que no puedo reprimirme. Es verdad que las mujeres de la antigua griega, incluyendo el siglo IV en el que transcurre el post, no tenían el derecho de ser ciudadanas y, por tanto, estaban confinadas al hogar. No obstante, eso no implicaba siempre que absolutamente todas las mujeres se abstuvieran de participar en la vida pública helena y/o que no recibieran educación. Ahí tienes el caso de Aspasia, citado por C.C, o, más anterior todavía, el de la célebre Safo.
ResponderEliminarPero, aún admitiendo que, por regla general, "las tías no abrían la boca sin permiso del marido", éso está claro que era así en público pero no tanto en privado. En la esfera doméstica estoy bastante convencido, como Vanbrugh, de que mandaban mucho, y abundantes pistas de ello se encuentran en la literatura griega (me estoy acordando ahora de algunas piezas de Aristófanes, por ejemplo). Y es que, en mi opinión, el ser humano (y humana) no ha cambiado demasiado en lo básico en estos escasos veinticinco siglos.
Vanbrugh: Tienes razón, claro. De hecho, la palabra textual que usó Herminione fue αδίστακτος pero, como estoy traduciendo para lectores del XXI he creído más pertinente introducir el adjetivo que alude al divino marqués. (Tú sí que no me hagas caso).
ResponderEliminarαδίστακτος, claro. De αδίστα, arconte de Samosata, célebre por sus escritos en los que exaltaba el desenfreno sexual y por las depravadas prácticas a que se entregaba con sus esclavos, tras encadenarlos a la pared de una cueva... Ya veo. Qué estupenda traducción la tuya. Qué morro tienes.
ResponderEliminar