La caverna (3)
Mucho le costó a Glaucón convencer a su esposa de que la alegoría que les había narrado Sócrates no era más que eso, una parábola en la que los hechos narrados no tenían importancia en sí mismos sino sólo para deducir de los mismos una enseñanza filosófica, para entender el carácter relativo de la verdad o, si se prefiere, la dificultad del conocimiento. Naturalmente, Hermíone comprendía de sobra el alcance de la figura literaria, aunque sabía que más ventajoso érale fingir una medida torpeza de su raciocinio combinada con dosis de emotividad dolida, a fin de halagar la vanidad de su presuntuoso marido y de añadidura acrecentar su dependencia amorosa. Tampoco era ajeno a los fines del femenino teatro hacer notar a Glaucón (y de paso a su grupo de filósofos aficionados) las connotaciones éticas de tales jueguecitos, pues algo de verdad había en su indignación, no tanto por la suerte de los personajes ficticios (no en vano las aventuras de los dioses helenos, de tan habitual narración, abundaban de crueldades similares cuando no mayores), sino porque no dejaba de resultarle llamativo que las reflexiones masculinas no se enfocaran hacia ese aspecto ni siquiera por un instante. Como fuera, al cabo de un buen rato de manipulación titiritera, la bella dama hizo como que cedía a las razones, aderezadas de tiernas caricias, de su galante compañero y aceptó, no sin graciosos mohines de disgusto resignado, que continuase el relato.
– Entonces, amor mío, estamos de acuerdo ¿no es cierto? en que nuestro imaginario cautivo comprendería que cuando vivía amarrado en la caverna sus ideas sobre la realidad eran falsas. Y en ese punto, déjame que te pregunte qué es lo que crees que haría al pensar en sus desgraciados compañeros que allí siguen prisioneros.
– Pues probablemente le embargaría una ira mucho mayor que la que yo he sentido y correría a liberarlos para, todos juntos, cobrarse terrible venganza sobre las vidas de quienes en tan triste estado los tenían sometidos.
– No me atrevo a negártelo, envidia de Afrodita, pero vayamos más despacio. ¿No coincides conmigo en que antes de nada sentiría lástima de ellos, que se compadecería de que desconocieran la verdad como ahora él puede verla?
– Yo, en su caso, la pena más que por la ignorancia de esos hombres, la padecería por sus crueles sufrimientos físicos. ¿Qué importancia tiene el conocimiento si no es para alegrar la vida? Querría sin duda liberarlos, pero no para que se desengañaran de sus errores, sino para que sus vidas sean más felices.
– Sea, aunque he de insistirte en que esas incomodidades físicas a las que aludes no son más que consecuencias necesarias del cuento e irrelevantes para los fines de la alegoría. Podríamos llamarlos, se me ocurre, daños colaterales, en los que no merece la pena que detengamos nuestra atención o, al menos (no te enfades, mi amor), no todavía.
– ¿Cómo no he de enfadarme? Mas no lo haré y tan sólo te propondré, para que lo medites con tus amigos, que des la vuelta a la parábola, aunque te confieso que en este momento no me viene en mente de qué forma. Imaginad que tus esclavos vivieran libres, como lo hacen los ciudadanos normales, y de tal guisa se hubieran formado una imagen de la realidad que creyeran veraz. Y en ese mundo, tan parecido al nuestro, algunos de ellos descubrieran que, sometiéndose a estados de privación y sufrimiento similares a los de vuestra caverna, eran capaces de ahondar más en el conocimiento de la realidad, de tal modo que comprendieran que lo que hasta entonces creían la verdad no era sino una sombra de ésta.
– Curioso contraejemplo, pero no se me alcanza cómo en una situación tan limitada como la de la caverna de Sócrates podrían profundizar en el conocimiento.
– Ya te he dicho que no se me ocurre ahora cómo, pero no es eso lo que importa, sino la premisa de que para dar un paso más hacia la verdad haya que renunciar a las comodidades de la vida normal y someterse a unos sufrimientos análogos a los que el tirano de tu cuento imponía a sus prisioneros. Si así fuera, y no la tengo por una hipótesis muy descabellada, soy yo ahora la que te pregunto si crees que habría muchos hombres que preferirían el conocimiento a cambio de la felicidad de los sentidos.
– Me temo que serían pocos, amada. Ciertamente la mayoría de nosotros preferiríamos creer como ciertas las verdades que son compatibles con nuestra felicidad corporal.
– También yo pienso así, dulce Glaucón, y por tal motivo creo que no es irrelevante mi anterior objeción. El esclavo liberado se compadecería de los tormentos de sus amigos mucho más y mucho antes que de sus ignorancias. Por tanto, no sería el afán de desengañarlos lo que le llevaría de vuelta hacia ellos, sino el de eximirlos de sus sufrimientos y compartir con él los goces de la vida plena.
– Sin embargo, querida, habrás de admitir que el amor por el conocimiento es también una fuerza de nuestra naturaleza y quizá haya algunos hombres, aunque sean los menos, que lo tengan en más estima que los placeres sensoriales. Supón, aunque te cueste, que nuestro antiguo cautivo fuera uno de ellos y que por tanto, aún sintiendo compasión por los sufrimientos de sus compañeros, mayor fuera ésta por su ignorancia.
– Con no poco escepticismo te lo concederé, marido mío, para que sigas con el cuento.
– Siendo así habrás de aceptar que, al recordar las explicaciones que probablemente los más avispados de aquéllos hubiesen dado sobre los comportamientos de las sombras en la pared de la caverna, nuestro hombre no pueda menos de sonreírse ante su antigua ingenuidad. Y desde luego pensaría ahora que aquél al que todos tenían por el más sabio, el que, imaginemos, era capaz de profetizar qué sombra había de seguir a cuál, ése cuya inteligencia tanto admiraba, no era más que un ignorante entre otros. ¿Piensas acaso que lo envidiaría ahora como antes lo hacía, que añoraría esos torpes conocimientos y esas burdas teorías de las sombras?
– Sin duda que no. Mas mal haría vuestro esclavo calificando de ignorante al que antes consideraba sabio, que era capaz de inferir las leyes que regían ese mundo, sin que importe a tales efectos que los objetos que lo poblaban no fueran más que sombras. Pues no descartes que lo que ahora cree, y nosotros con él, que son los objetos reales sean imágenes parciales de la verdad que no alcanzamos a ver y, en consecuencia, sombras también. De ahí que las leyes que vuestro protagonista infirió que regían la naturaleza, tal vez algún día, cuando conozcamos mejor la realidad, pasen a merecerles a nuestros descendientes el mismo crédito que ahora le damos a las de la caverna de las sombras.
– Especulas atrevidamente, Hermíone, y no niego que tus conjeturas suscitan mi interés aunque me temo que rozan el desvarío. Pero aunque algo haya de cierto en ellas, habremos de admitir que la realidad que ahora conoce nuestro esclavo es, si no totalmente verdadera, más que la de las sombras y, por ende, motivos tiene para sentirse feliz de haberse desengañado de sus pasados errores y excusable es, por humano, que se arrogue cierta dosis de superioridad en sabiduría respecto de sus compañeros. Como fuere, pienso que fue acertada la alusión que en este punto hizo Sócrates del divino Homero, aprovechando las palabras de Aquiles a Odiseo cuando éste lo visitó en la morada de Hades.
– Recuérdame ese parlamento del hijo de Tetis, hermoso Glaucón, y aclárame cómo encaja en este cuento.
– Acuérdate de que Ulises, cuando ante él comparece Aquiles, le asegura que no ha de entristecerse de estar muerto puesto que, cuando vivía, todos los argivos lo honraban como a una deidad, y una vez en el Hades, impera sobre los difuntos.
– Sí, lo recuerdo, y también que tales palabras no convencieron al hijo de Peleo.
– Así es, pues le contestó prontamente que no intentara consolarle, que preferiría ser labrador y servir a un hombre indigente que reinar sobre todos los muertos. Pues bien, para Sócrates, ese reino de los muertos es justamente el reino de las sombras, el de la ignorancia en que vivía en la caverna. Y lo que viene a decir es que antes que ser el más esclarecido de tales súbditos, ése a quien anteriormente tanto admiraba nuestro esclavo, preferiría la peor situación de servidumbre.
– Un poco traídas por los pelos las palabras del inmortal ciego, me parece, pero dejémoslo. Y tampoco quiero insistir en mis dudas sobre la prevalencia del amor a la sabiduría sino concederte, no me pidas que de corazón, que es posible que Sócrates y algunos pocos más prefieran ser siervos sabios e indigentes antes que reyes acaudalados pero ignorantes.
– No repararé en tu sonrisa irónica, querida mía y me sostendré en cambio en tu concesión desganada ya que, de este modo, podremos seguir a nuestro héroe de vuelta a la cueva, animado del noble propósito de enseñar la verdad que conoce a sus antiguos compañeros de infortunio.
– Y de paso liberarlos, confío.
– Pues no, obstinada mujer, que ahora he de ser yo el que no ceda. Así que te diré que vuelve a la caverna para ser encadenado otra vez, justo en el mismo cepo en que antes estaba. Y basta ya de remilgos y lloriqueos, que también a mí comienza a hervirme la sangre.
Per amore mio (ultimi giorni di Sancho P.) - Roberto Vecchioni (Per amore mio, 1991)
Glaucon era un calzonazos
ResponderEliminarSe podría decir que todos los seres vivimos en la penumbra como una consecuencia inexorable por el hecho de que “siendo” somos distintos de Dios. Me gusta más la visión de Hermione de considerar que desde un estado paradisíaco también tendría sentido la alegoría del encuentro con una verdad superior. Me gusta más y la creo más verosímil, pues la ignorancia es la felicidad, y solo cuando el hombre se ve acorralado por la evidencia de que una falsa verdad no es sostenible debe desechar su endeble paraíso y comienza su infierno, hasta que se acomoda a los cambios de esa nueva verdad que después de todo solo es un poco más elevada que la anterior.
ResponderEliminarDios santo!, no quiero polémicas con tu fiel corresponsal en tu propia casa, pero leer eso de que la ignorancia es la felicidad...(¿será él tan feliz?)
ResponderEliminarVaya, ya estamos. Sí Lansky, desde mi punto de vista soy tan feliz ignorante como tú un infeliz y desagradable contertulio.
ResponderEliminarSiento que no te pasaras, Miros
ResponderEliminarEl rompecabezas de la eudaimonía. Sobre esa plenitud del ser ¿quedó el diálogo en 'tablas'...?
ResponderEliminarQuizás Sócrates debió admitir el reto de Glaucón y Adimanto, porque al final parece que él mismo no está muy seguro de qué es la justicia, de la que cita las condiciones necesarias para que se dé, pero no las suficientes.
Vino la esposa de Glaucón a decir que esas charlas resultaban ser siempre aporías.
Qué interesante.
No sé dónde carajo me hice con un librito de un par de 'cómicos' americanos: 'Aristóteles y un armadillo van a la capital', donde ponen patas arriba todo el pensamiento presocrático y aprovecahan para vapulear a los políticos contemporáneos. Está en Planeta. 2007