La caverna (y 4)
– No te enojes, Glaucón, señor mío, que dispuesta estoy a acallar mis quejas si así te complace. Sigue pues con el relato, que no protestaré aunque a ese pobre infeliz lo volváis a encadenar en tan lúgubre mazmorra.
– Así ha de ser, mujer testaruda, pues preciso es disponerlo de nuevo en las mismas condiciones que sus compañeros para que alcance eficacia la enseñanza. Y cuando en ese estado se encontrase y tornase a escuchar las reflexiones de aquél que todos tenían por el más sabio de entre ellos, sin duda se desesperaría ante la magnitud de sus errores.
– Más pienso yo que se desesperaría de las apreturas de los grillos y de ... Perdona, esposo, mi vivaz lengua se ha escapado contra mi voluntad.
– También, señora, también; pero habíamos quedado en que tales aspectos no vienen al caso, así que sigo. Le dolería pues a nuestro hombre haber regresado al mundo de las sombras y querría, qué menos, desengañar a sus compañeros. Seguro es que les explicaría que lo que ven son sombras proyectadas por los mineros que a sus espaldas caminan, que lo que creen real no son más que pobres imágenes de aquéllos.
– Hartos esfuerzos le costará persuadirlos, pienso yo.
– Piensas bien, porque sus compañeros, ajenos a otras realidades que las de las sombras, no podrán creerle. Le contestarían, sin duda, que durante la ausencia alguna enfermedad le ha dañado la vista o debilitado el cerebro. Y si persiste en ese empeño no logrará otra cosa que provocarles encono creciente, hasta tal punto que no sería de extrañar que sus antiguos amigos pasaran a odiarlo y, si tienen modo, hasta intentar matarlo.
– Estoy de acuerdo, y creo que a la postre el cuento viene a demostrar lo que ya dije antes, que no es humano querer conocer la verdad si ésta no redunda en mayor felicidad para la vida. Vuestros cautivos, pese a sus sufrimientos, conocen sólo esa vida y a ella están habituados. La verdad que se les muestra, en sus condiciones, no les serviría sino para hacerles insoportable su situación y, por tanto, sus mentes se niegan siquiera a considerarla.
– No te lo discuto y tampoco lo haría Sócrates, creo yo. Así es el vulgo, deseoso de permanecer atado en su mazmorra, encadenado a las falsedades y adverso siempre a quienes tratan de desengañarlos. Pero más nos interesaba el destino del protagonista, que no sería otro que quedar separado de la comunidad, rechazado por sus congéneres o, si así no fuera, alejado de ellos por su propia voluntad, toda vez que es incapaz ya de compartir con ellos una mínima visión de la realidad.
– Siempre podría, digo yo, encontrar un punto de equilibrio un pacto consigo mismo que le permita la relación con sus semejantes.
– No cabe tal en el verdadero filósofo, el amante de la sabiduría, que es a quien representa alegóricamente el cautivo. Su ansia de conocimiento le impediría, salvo a costa de penosísimos esfuerzos, volver a desenvolverse en ese entorno de sombras. De ahí que sea tan habitual que quienes han llegado a desvelar los espejismos de este mundo, cuando se les obliga a descender de nuevo al mismo, a discutir, por ejemplo, asumiendo las premisas falsas con las que se organiza la sociedad, se muestren torpes, como torpe habría de ser el cautivo liberado al regresar a la oscuridad, después de que sus ojos se hubiesen acostumbrado a la luminosa luz solar.
– Barrunto que Sócrates viene a pretender que los filósofos han de gozar de singulares privilegios que les eximan de las miserables tareas mundanas.
– Justo sería, sin duda, pero tal idea deviene impracticable pues, como ya hemos sentado, sólo el que ha visto la luz sabe lo que son las sombras y quienes viven en ellas le considerarán engañado, por lo que carece de todo sentido que le concedieran ningún privilegio. Lo probable es que, al contrario, le obliguen a volver a la caverna y castiguen sus disidencias, forzándole, en el mejor de los casos, al ostracismo.
– Terrible dilema el del filósofo, dilecto amigo.
– Percibo otra vez tu ironía y, sin embargo, no hay ápice de mentira en tu aserto. Porque en modo alguno debe el hombre sabio volver a la caverna o, para ser más precisos, no si tal regreso le obliga a dejar de ver la verdad que ha conocido. Pero, de otra parte, sólo los sabios, quienes han comprendido la falsedad de las sombras, son capaces de desengañar, bien que con arduos trabajos e incluso con el riesgo de sus vidas, al resto de los hombres, de lo que deriva una obligación ética de los filósofos respecto del gobierno de la ciudad.
– Y así cerramos el círculo para llegar a mi tan temido presentimiento de que propugnáis que sean los filósofos quienes gobiernen el estado.
– No andas muy desencaminada, bella Hermíone, y por esos derroteros continuó la conversación con el maestro. Pero las palabras que siguieron hasta bien entrada la noche fueron ya posteriores a la finalización del relato que cumplidamente te he narrado.
– Bien veo, marido y señor mío, que las sesudas discusiones sobre el mejor modo de conducir la república no consideras que sean dignas de mi mujeril entendimiento.
– No es eso, amada, sino que ya estoy cansado y más me holgaría que compartiéramos otros entretenimientos, antes de que llegue la hora en la que mi hermano Platón ha de venir a recogerme, pues he prometido acompañarlo este atardecer al ágora.
– Sea como quieres, Glaucón. Algún día os daréis cuenta, hombres vanidosos, que merecemos la misma consideración que vosotros. Entre tanto, te ruego que me concedas retirarme a la soledad de mi cámara, pues muy dolorosamente han empezado a palpitarme las sienes.
Saggio di danza classica e moderna - Roberto Vecchioni (Blumùn, 1993)
A Glaucón, que rima con otra condición, s ele va la fuerza por la boca
ResponderEliminarLa has tomado con el pobre Glaucón, Lansky. La verdad es que en la República aparece como un poco simplón el chico, y eso que quien nos lo muestra es su hermano. Quizá no fuera muy despierto, pero el muchacho se esforzaba, y además era guapetón y un músico nada malo, así que un buen fichaje para el grupito de los socráticos: le daba glamour sin menoscabar el prestigio del maestro. Hermíone, quien por supuesto es inventada, es más que probable que acabara cansada de él y le pusiera los cuernos mientras asistía a las reunioncillas filosóficas.
ResponderEliminarDice Hermione: "No es humano querer conocer la verdad si esta no redunda en mayor felicidad para la vida". Y Glaucón, haciendo de portavoz de Sócrates, se apresura a darle la razón... aparentemente: "No te lo discuto, y tampoco lo haría Sócrates". Hasta ahí, bien. Lo malo viene inmediatamente: "Así el vulgo, deseoso de permanecer atado en su mazmorra..." Hermione había enunciado la disyuntiva entre conocimiento y felicidad... para optar por la felicidad, naturalmente. Glaucón acepta encantado el distingo, pero para elegir el conocimiento: es solo el vulgo el que prefiere seguir encadenado a las falsedades.
ResponderEliminarSí, creo que Hermione le acabará poniendo los cuernos, y hará muy bien.