Pubertad (2)
Bachillerato superior, palabras mayores. Ese año, quinto, era distinto; habían pasado a adquirir otro rango, una consideración especial, la de casi adultos. Como los de sexto, ya no estaban obligados a vestir el odiado uniforme e iban a clase con pantalones largos, casi siempre feos y de tergal, es cierto, aunque todos suspiraran –él también– por los vaqueros Lois, tan mal vistos en el colegio. Hubo de elegir entre ciencias y letras (ciencias, claro) aunque se propuso estudiar latín y griego y examinarse por libre, uno de sus primeros propósitos abandonados. Se suponía que en esos dos últimos años lo de estudiar iba más en serio y, en efecto, las matemáticas, física y química ya no eran tan sencillas como antes; hasta él, con sus excelentes notas, tuvo dificultades para dominar los logaritmos y muchas más con la química orgánica (cuarenta años después se arrepiente de no haber estado suficientemente atento en esa asignatura). El colegio alardeaba de nivel académico, de ser semillero de los mejores profesionales, destinados a ocupar puestos directivos en la sociedad, incluyendo cargos políticos en aquella España del franquismo agonizante. En el horizonte, aunque a los catorce dos años parecieran muy largos, la repetida amenaza del examen de Reválida, la prueba que les daría el pase individual y colectivo a la formación universitaria, la entrada a un mundo abierto (aunque hoy el grado de apertura nos parezca ridículo) y, por tanto, peligroso. De ahí la importancia de intensificar la formación curricular de los chicos y, sobre todo, la moral.
Cree recordar que fue en ese curso cuando el bueno de don Primitivo traspasó su dirección espiritual a don Javier. Sí, cada alumno tenía asignado un director espiritual, un cura, claro, del cuerpo docente compuesto muy mayoritariamente por laicos pero todos pertenecientes a la institución. Una vez a la semana había de pasar un rato en el despacho del director espiritual, se supone que bajo secreto de confesión aunque no se seguía el ritual tradicional del sacramento ("Ave María Purísima, etc") pero la despedida se remataba con el Ego te absolvo y encomienda de duras penitencias, no sólo rezos de padrenuestros, salves y avemarías, sino también meditaciones sobre temas específicos que debería exponer el siguiente viernes. Don Javier establecía el asunto a reflexionar desde su personal diagnóstico sobre el estado anímico del chico, sermoneándole unos minutos con perturbadoras y eficaces palabras. Al menos así lo recuerda él, quizá no todos sus condiscípulos salieran de esos encuentros con el ánimo alterado, con las angustias existenciales reavivadas. Hacía bien su oficio aquel cura, si tal "bondad" se mide por el grado de intensidad de sus efectos. Recuerda un discurso sobre el tiempo, el regalo más grande de Dios, que don Javier comparaba con una copa que llenábamos con nuestros actos, buenos y malos. Y con esa copa nos presentaríamos el día del Juicio, una copa que estaría entonces limpia o sucia, sucia por los pecados con los que la ensuciábamos; y engolaba la voz en las repetidas dicciones de sucio y suciedad mirando fijamente al chaval, que aguantaba el tipo lo mejor que podía (y nunca ha sido muy bueno en tales menesteres).
Ciertamente, él no dudaba de que era con sus actos impuros como pertinazmente ensuciaba su frágil y valiosa copa. Qué otros pecados consistentes podría cometer un muchacho de catorce años. Pajas en cambio todos los días y más de una, una actividad compulsiva, irreprimible, exigida con mínimas treguas por un cuerpo cambiante y vigoroso, insaciable. Y desde luego era un pecado mortal, de los que si no habías lavado mediante la confesión te enviaban directamente al infierno e incluso confesados no te libraban de larguísimos tormentos en el purgatorio. Porque desde luego, a él lo que le dominaba no era tanto la contrición como la atrición, esa distinción cristiana tan sutil que tenía muy clara. Y además estaba lo del propósito de enmienda, que sí, que él se proponía no volver a pajearse, pero cómo iba a creerse su propósito cuando la experiencias no cesaba de demostrarle que inevitablemente sucumbía. O sea, que ni siquiera la confesión semanal le despejaba del todo las angustias, los miedos que muchas noches le asaltaban, sobre todo durante la primera mitad de ese curso. Porque, echando la vista atrás, recuerda que con la primavera empezaron a mitigarse. Sería, piensa ahora, porque se resignaría a la derrota inevitable y puestos a convivir con ella mejor no mortificarse continuamente. También influirían otras circunstancias, entre ellas las menores no fueron las escapadas del colegio y los primeros escarceos –tan inocentes como emocionantes– con las "chicas malas" del muy cercano colegio de Las Carmelitas, que con mucho más descaro que ellos también se escabullían para esconderse en el recoveco del túnel y fumarse (¡fumar!) unos cigarritos compartidos.
Cuarenta años después intenta recuperar la angustia de aquel chaval que fue él, pero nada queda, acaso una sombra inaprensible y escurridiza. Sabe no obstante que esos "tormentos del alma" existieron y mucho hubieron de condicionar la historia personal que le tocó escribir. Eran años en blanco y negro, la explosión de los colores no la viviría hasta dos años después y a casi diez mil kilómetros de distancia. Masturbarse, acto inevitable de la pubertad, cotidiano y vulgar, se magnifica en su recuerdo hasta la categoría de símbolo, roca de Sísifo. Y no es que en el colegio se les insistiera en el nefando pecado, de hecho no recuerda mención expresa al mismo. Sí a la castidad, en genérico, y a la repugnancia que Dios sentía por los actos impuros (sobre todo porque a la Virgen, su santísima madre, le dolían hondamente). La castidad, o mejor la Santa Pureza como gustaban llamarla en el colegio, era un pilar fundamental para una vida cristiana, el más importante que había que inculcar a los chavales de esas edades. Todos podemos ser castos, viviendo vigilantes, frecuentando los Sacramentos y apagando los primeros chispazos de la pasión sin dejar que tome cuerpo la hoguera; entre los castos se cuentan los hombres más íntegros, por todos los aspectos, y entre los lujuriosos dominan los tímidos, egoístas, falsarios y crueles, que son características de poca virilidad. Así predicaba don Javier, citando el libro oficial tantas veces glosado. Él pensaba que de fácil nada, que se le antojaba imposible y, por tanto, condenado a ser una persona miserable en esta vida y carne de hoguera en la siguiente. No era desde luego para estar orgulloso, así que a la angustia sumaría la vergüenza.
La vergüenza hacía que aquel chico no se atreviera a confesar sus manualidades al director espiritual. Las tardes de los jueves, de regreso del colegio, se detenía en la iglesia del barrio y contabilizaba ante el anciano y benevolente párroco, tras la celosía, las pajas de la semana y era adecuadamente absuelto. Luego se trataba de aguantar esa noche a toda costa a fin de presentarse al examen del día siguiente libre de pecados, de esos pecados, y así no tener que declarárselos a don Javier, por más que éste le tirara de la lengua con sus alusiones a la obsesiva castidad. Pero él no entraba al trapo, o como máxima concesión admitía que a veces le turbaban pensamientos impuros e incluso una vez le reconoció haber leído cuentos del Decamerón (pero no el provecho que había obtenido de las historietas florentinas de Boccaccio). No se le ocultaba que ese cumplimiento de la letra no dejaba de ser un fraude al espíritu del sacramento, pero era a lo más que se sentía capaz, lo que da una idea del agarrotamiento moral que sufría. Cómo no se decidiría, piensa ahora, a rechazar la dirección espiritual del colegio que al menos en teoría no era obligatoria; pero eso era entonces algo inimaginable, ni siquiera podría habérsele ocurrido. En todo caso, el fingimiento acabó una de las últimas semanas del curso. Una tarde de jueves, en la habitual confesión en la parroquia, después de recitar la letanía habitual, no respondió la voz del cura viejo sino la de don Javier, llamándole por su nombre (que no le quedara duda de que lo había reconocido). La verdad es que no le endilgó ningún sermón recriminatorio ni le impuso ninguna penitencia desaforada; quizá fuera por estar en terreno ajeno, lo que pareció insinuar con un "ya hablaremos mañana más despacio". Pero él, al escuchar la voz de su director espiritual, creyó que se moría de vergüenza, se sintió paralizado, incapaz de responder otra cosa que monosílabos balbuceantes. No se acuerda de qué ocurrió en la sesión del día siguiente; sospecha que simplemente no fue. Por suerte, el curso acabó enseguida y el verano se ocupó de barrer muchas cosas.
Il ragazzo - Francesco De Gregori (Alice non lo sa, 1973)
Muy oportuna la diferencia entre atrición y la contrición. Miedo, que no dolor, creo yo que era lo que experimentábamos la mayoría de los chavales de la época. Miedo al castigo eterno, al fuego para toda la eternidad, que a mí, a nosotros, nos lo describían con toda clase de detalles, con experimentos como el intentar soportar el calor de una cerilla que el cura encendía y nos la acercaba a un dedo, comprobando que no soportábamos ni una décima de segundo. "Pues imaginad, imaginad lo que será no la llama de una cerilla aplicada a un dedo, sino un fuego devorador que envolverá todo vuestro cuerpo y por toda la eternidad."
ResponderEliminarPor otra parte, en mi colegio de gratuitos, los curas no eran tan finos. Lo que nos decían era que no hiciéramos "marranerías", que no creas que no costaba relacionar tal palabreja con la masturbación.
Los mismos temores, las mismas angustias y las mismas vergüenzas que tú experimentaba yo una década antes. Sólo descansé cuando ya con diecisiete años bien cumplidos mandé a hacer gárgaras todo aquellos, desde luego después de una lucha bastante brava conmigo mismo y con los sentimientos aprendidos.
Afortunadamente tuve, aunque no fui a un colegio de curas, la misma suerte del Sr. Vanbrugh. No recuerdo jamás al cura del colegio haciendo el más mínimo comentario al respecto.
ResponderEliminarEn cualquier caso no creo que puedas quejarte. Imagínate por lo que tuvieron que pasar nuestras hermanas.
¡Oopss! Ahora que caigo, ellas nunca tuvieron ese problema, porque las mujeres no se masturban ;-)
Cuando tenía esa edad, la angustia que sentía por estar pecando desapareció al pensar que si existía Dios, sus características principales serían la comprensión y la bondad infinitas, y lo último que se le ocurriría sería condenar a un chaval por machacársela. De ahí a dejar definitivamente de preocuparme por todo lo relacionado con Dios o con la religión hubo un paso, que, paradójicamente, en parte di gracias al descubrimiento de las pajas.
ResponderEliminarEse Dios juzgador e intransigente no iba conmigo, si existía, cosa que siempre dudé por propia salud mental, debería darme Él a mí muchas explicaciones de tanta chapuza injusta en esta vida, y si todo el asunto se demoraba a la otra…francamente, me parecía una engañifa. No sólo me molestaba su existencia, que por suerte veía sumamente improbable, sino que siempre me pareció superflua, poco elegante intelectualmente y al servicio de intereses quizás oscuros pero obvios para someternos a todos. Si Vanbrugh pertenece a la afortunada minoría que no sufrió esas coacciones, yo pertenezco a otra afortunada minoría inmune a ellas.
ResponderEliminarPor cierto, si existe Dios, un Dios personal no desentendido de nuestros destinos como propugnan algunos gnosticismos, seguro que NO se parece en nada al que esos curas utilizaban para acojonarnos. En ese caso, vuestras pajas, queridos hermanos, os serán perdonadas, porque no hay nada que perdonar
Mi historia fue similar a la de Antonio, al menos en el origen. Pronto tuve claro que todo lo que me contaban y yo creía sobre la bondad y la misericordia de Dios era absolutamente incompatible con que fuera a imponerme castigos eternos por hacerme unas cuantas pajas con las que no molestaba a nadie. Tuve, como ya he dicho, la suerte de que todos mis 'mentores' religiosos me afianzaron en esta idea, de manera que mi evolución, al contrario que la suya, fue de interesarme cada vez más por un Dios así, y de mantener y profundizar mi relación con Él.
ResponderEliminarUn cura capaz no solo de acojonar a adolescentes con la idea del fuego eterno, sino de ilustrarla con la cerilla en la yema del dedo, me parece un verdadero y peligroso enfermo mental, dañino para sí mismo y para los demás y a quien cualquier clase de enseñanza, o de labor pastoral, deberían estarle absolutamente prohibidas. Y los ejemplares que retrata Miros en el post me parecen solo ligeramente menos repugnantes y nocivos. Felizmente no he conocido jamás ninguno así, de manera que, igual que a Molón le cuesta creer que mi experiencia sea verdadera, a mí me cuesta creer las historias de aberraciones clericales que me llegan por tantos lados. No es que las ponga en duda, pero, sinceramente, me resultan muy difíciles incluso de imaginar.
Una vez más estoy de acuerdo con Lansky.
ResponderEliminarHace muchos años, cuando ya ni me parecía todavía la cuestión de Dios algo precupante, (como ahora) aún hacía bromas con los amigotes de confianza diciéndoles que me buscaran y se pusieran junto a mi el día del juicio final, porque cuando ese Dios se adelantara a pedirme cuentas le diría: - No, no. Usted se calla. Soy yo quien quiero que me explique delante de esos compañeros qué broma de mal gusto y menos inteligencia es esta de mandarnos a un mundo lleno de trampas, sufrimientos para muchísimos y tentaciones a la vuelta de cada esquina.
Menos mal que contábamos también con el sexo y sus placeres. Usted qué sabe !
Hágase una paja y verá qué bien; verá como lo más seguro es que se deje de paparruchas. Y por cierto, quiero ver aquí a todas mis novias y esposas para ir gozándolas eternamente, una tras otra. Ah, y que venga Jacques Brell para cantarnos mientras tanto su 'Ne me quite pas': Moi je t'offrirai des perles de plue vennus du pais o'u il ne pleut pas. Je creusserai la terre jusq'après ma mort pour couvrir ton corps d'or et de lumière...
Es interesante pasar nuestro tiempo en casa leyendo acerca de comentarios y reflexiones diversas y por eso sino tengo tarea estoy es lo que hago a la tarde en casa. Esta ultima semana tuve que resolver muchos ejercicios de logaritmos y no pude pasar mucho tiempo con las computadoras
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