El concepto de Estado y el engañabobos de la soberanía
Hay múltiples definiciones de Estado, tantas como politólogos que hayan abordado el concepto; ello se debe a que se trata de una construcción histórica que, además, presenta en cada época bastante variabilidad geográfica. En todo caso, sí cabe convenir en algunas notas comunes de lo que podemos entender como un Estado. La primera y más obvia es que tiene unas referencias demográficas y territoriales; hay ciertamente una población humana que se adscribe al Estado y hay también un territorio que es el del Estado. Ahora bien, el Estado no es la comunidad de personas ni tampoco el territorio; ambos, población y ámbito geográfico se configuran (o no) en un Estado, son condiciones del Estado, pero no son el Estado. El Estado –permítaseme recurrir a la terminología marxista, tan denostada en la actualidad– es una superestructura que tiene que ver con la organización de una comunidad humana en términos, sobre todo, de Poder. Aunque quizá resulte hoy algo limitada, creo que sigue suficientemente válida la famosa definición de Max Weber: "el Estado es aquella forma de asociación humana que, dentro de un determinado territorio, reclama para sí el monopolio de la violencia legítima". Los Estados pues son entidades que se dotan –con éxito– de capacidad coercitiva, tanto interna como externa. La primera la ejercen sobre las personas y el territorio que son sus referencias reales, y lo hacen organizando diversos aspectos de la vida colectiva (con grado variable de intensidad); surgen así las llamadas instituciones del Estado, desde las Leyes comunes hasta las fuerzas coercitivas. La segunda la manifiestan relacionándose –pacífica o violentamente– con los otros Estados.
La anterior aproximación definitoria permite entender que el Estado, en sentido amplio y en muy diversas formas, existe desde la remota antigüedad histórica (Charles Tilly, por ejemplo, lo ilustra con la Mesopotamia de Hammurabi, quien hace 3.800 años, mediante la conquista, impuso a los habitantes de un territorio suficientemente amplio unas leyes comunes). Lo cual no significa que desde hace tanto la población humana haya estado siempre dividida en Estados pero sí es verdad que éstos han sido las organizaciones mayores y más poderosas del mundo desde el Neolítico, hasta llegar a la Edad Contemporánea en la que la primacía de la división en Estados es casi absoluta. Ahora bien, si miramos hacia atrás, por ejemplo a la Edad Moderna europea, no es tan fácil individualizar los Estados que conformaban el continente. ¿Era España un Estado en el siglo XVI o lo eran los distintos reinos que ocupaban la península? ¿No cabría incluso pensar que el reino de Aragón estaba formado por unos cuantos "estados" (más fácil es admitir el carácter unitario en términos estatales del de Castilla)? Y es que las instituciones que dan contenido real al concepto de Estado no todas han estado siempre referidas a los mismos ámbitos demográficos y territoriales. No obstante, a muy grandes rasgos, la historia de Europa durante la Edad Moderna puede simplificarse como el proceso, bajo las monarquías absolutas, de consolidación de los Estados como las entidades concentradoras del Poder. Naturalmente que este proceso no es de igual intensidad ni con igual éxito en todo el continente (las excepciones más notables son las fragmentadas Alemania e Italia que han de esperar hasta muy avanzado el XIX para constituirse en Estados fuertes y "unitarios"), pero me vale como esquema nemotécnico.
Hay que distinguir entre las causas reales en la conformación histórica de los Estados y las reflexiones de los pensadores sobre éstos, las más de las veces para legitimar a posteriori su existencia. Si –como parecen coincidir casi todos los politólogos– el Estado es una organización humana que tiene que ver con el Poder, no es difícil intuir –como efectivamente se comprueba en la Historia– que el éxito de los Estados se debe en lo fundamental a que resultaron las soluciones más eficaces para resolver las necesidades de acumulación de poder de los poderosos (que justamente, llegaron a ser poderosos gracias a su éxito en la consolidación del Estado). La hoy tan traída soberanía es un concepto "inventado" justamente para legitimar el proceso de construcción y prevalencia del Estado en sus ansias concentradoras del Poder. La soberanía es la supuesta cualidad de un sujeto de la que emana la capacidad de ejercer el Poder. Pero, claro ésta, la tal soberanía no existe en la realidad, es un mero concepto abstracto. Porque –como dice un amigo mío– el Poder se ejerce porque se puede y, por tanto, tiene Poder quien puede, al margen de que sea o no sujeto de alguna supuesta soberanía. No obstante, para que el Poder pueda ejercerse con suficiente permanencia en el tiempo es necesario que se institucionalice, lo que equivale a que el conjunto de personas que quedan sometidas a dicho Poder lo reconozcan (de grado o a la fuerza). Pero, a su vez, para que ese reconocimiento se afiance es necesario (al menos, muy conveniente) que se legitime y aquí entran los sesudos pensadores y el invento de la soberanía, especialmente activos a partir del Renacimiento, cuando los monarcas europeos empiezan a requerirlos para armar ideológicamente las justificaciones de sus nacientes Estados.
Así, por traer a colación los primeros teóricos "modernos" del Estado (se suele citar el primero a Maquiavelo pero para mí mucho más estructuradas e influyentes fueron las elucubraciones de la Escuela de Salamanca, con Francisco de Vitoria a la cabeza), en el siglo XVI se argumenta que el Estado –entonces se le llama la república– nace de la necesidad de defender y conservar la sociedad humana, para cuya finalidad dispone del Poder. La soberanía es por tanto un derecho natural –cuyo origen está obviamente en Dios– que reside en el Estado, el cual se concibe con personalidad propia y autónoma, independiente de los miembros que conforman esa organización social (son recurrentes a este respecto las metáforas al cuerpo humano, tan caras a los pensadores medievales). El ejercicio del Poder, justificado en función del bien público, se encomienda a las instituciones del Estado y en última instancia al Príncipe, en el que a la postre reside toda la autoridad (siempre que sea legítimo, condición que dará origen a interesantes debates de consecuencias prácticas muy relevantes). Las reflexiones continuarán con el francés Jean Bodin, el jesuita Francisco Suárez, los profesores alemanes insertos en el complejo entramado político del mosaico centroeuropeo y cuya línea de pensamiento culminará en Kant, los ingleses Hobbes y Locke, y los franceses Montesquieu y Rosseau, ya en la antesala del alumbramiento revolucionario del nuevo concepto de la soberanía popular. La historia del pensamiento político es, sin duda, sumamente entretenida, pero no puede estudiarse olvidando su enraizamiento histórico, que es un producto de las formas concretas en que se articulaba el Poder en cada momento. Lo cual no significa en absoluto minimizar la importancia de las ideologías, de esos conceptos inventados como soberanía y otros de su misma naturaleza imaginaria –al contrario–, ya que la potencia de la ideas es fundamental en el devenir de las sociedades humanas, imprescindible para permitir su mantenimiento; consecuentemente, cuando los presupuestos teóricos pierden credibilidad en las sociedades, las formas en que éstas se articulan –y el Estado entre ellas– comienzan a tambalearse hasta derrumbarse (aunque las nuevas que las sustituyen sean con frecuencia cambios lampedusianos).
En todo caso, lo cierto es que los Estados –como realidades políticas concretas– estaban ahí, siempre han estado ahí, al margen de las invenciones ideológicas para explicarlos, justificarlos e incluso desmontarlos. Cuando los revolucionarios franceses proclaman que la soberanía reside en los ciudadanos, éstos son, de hecho, los comprendidos dentro de las fronteras del Estado patrimonial de los Borbones y lo mismo ocurrirá pocos años después en el primer ensayo de constitucionalismo español llevado a cabo en Cádiz. El internacionalismo implícito en todas las filosofías políticas del XIX se muestra impotente frente a las estructuras preexistentes de los Estados heredados (desde las guerras napoleónicas en nombre de la liberación de los ciudadanos hasta el activismo político marxista que acabaría en la triste resignación a los "socialismos nacionales"). En el fondo, tiene poca importancia que durante el convulso ottocento el mapa político europeo (y no digamos ya el de las posesiones extracontinentales de los países europeos, de España sobre todo) sufra tremendos cambios. Ni siquiera que, con todos los altibajos que se quiera, se vaya imponiendo una nueva concepción de la soberanía. Al final, el Poder seguirá residiendo en ese ente con personalidad propia que es el Estado y que ya existía de antes, sólo que ahora se justifica por su origen popular y no divino o regio. Nosotros, el pueblo, nos sentimos muy ufanos al enterarnos de que el Poder real del Estado proviene de algo que es nuestro y le concedemos (obigatoriamente, claro) para que nos proteja, para que organice nuestras vidas de modo que podamos ser felices. Pero, ¿quiénes somos nosotros? Pues somos los mismos que ya éramos cuando la soberanía no radicaba en nosotros, los que estábamos sometidos al Poder del Estado preexistente. Y la naturaleza de ese Estado, ¿ha cambiado en algo ahora que su poder proviene de nosotros? Pues no, sigue siendo la misma (si acaso se vuelve más poderoso, como si la legitimación popular permitiera alcanzar nuevos límites).
Pero, claro, la cuestión tiene su intríngulis con no pocos efectos prácticos. Porque pasar de concebir el Estado –cada Estado preexistente– como una entidad patrimonial de los reyes legitimados por el derecho divino a una organización que se sostiene en la delegación de la soberanía de sus ciudadanos, requería inventarse el engañabobos de que esos ciudadanos concretos (los que lo eran de unos Estados preexistentes o nacidos de unas fronteras políticas preexistentes, en el caso de los que aparecen durante el XIX con el antecedente previo de los USA) tenían una entidad colectiva. Así se inventa –a partir de ideas con larga historia, claro, pero distinto alcance conceptual– la idea de Nación y por eso nuestros actuales estados se llaman Estados-nación. La constitución americana (1787) empieza diciendo que "Nosotros, el pueblo de los Estados Unidos .... nos constituimos en Estado (o en Estados con una unidad federal, que para lo que aquí interesa es indiferente). La Constitución francesa de 1791 señala que "el principio de toda soberanía reside en la Nación". La gaditana de 1812 afirma que "la soberanía reside esencialmente en la Nación" aclarando que la nación española es "la reunión de todos los españoles de ambos hemisferios". ¿Queda claro? No es verdad (entendiendo por verdad la adecuación a la realidad) que la Nación española se constituya en un Estado (con determinados adjetivos y "valores superiores jurídicos"), tal como reza el primer artículo de nuestra vigente Constitución. Es el Estado español –que existía previamente y que ha ido cambiando sus instituciones y, sobre todo, sus justificaciones– el que ha constituido a la nación española –un ente todavía más abstracto– para poder decir que se constituye por decisión soberana de ésta. Uno se entera de que pertenece a la nación española porque es súbdito (o ciudadano, si le suena mejor) de un Estado, de una estructura política que viene existiendo –con todos los cambios que se quiera– desde hace mucho.
Claro que el invento decimonónico de la idea de nación, sumado a la legitimación "democrática" de la existencia del Estado, traería consecuencias. Es lo malo de esa manía que tiene la especie humana de justificarlo todo para sentirnos mínimamente tranquilos. De entrada, los Estados, los que ya existían, se empeñaron en construir ideológicamente esa nación que los legitimaba, esa "comunidad imaginada". El objetivo no era sencillo, desde luego bastante más complicado que adaptar las instituciones previas a la nueva concepción del Estado (al fin y al cabo, aquéllas ya existían y, en general, demostraron ser bastante flexibles para usarse bajo los nuevos presupuestos de la soberanía popular). Para lograrlo, se hubo de construir un discurso nacional que recurrió a múltiples argumentos provenientes de los más diversos ámbitos. Pero, de otra parte, esos mismos argumentos sirvieron para cuestionar el carácter nacional de los Estados preexistentes, legitimando a su vez nuevos Estados. Todo es pues nacionalismo, entendiendo esta ideología como la creencia de que existen grupos humanos (de base territorial) con el carácter de nación y que las naciones (como si tuvieran personalidad, conciencia de sí mismas y capacidad decisoria) pueden (y deben) constituirse en Estados. Tan nacionalista es defender la unidad del Estado español (porque España es una nación) como la constitución de un Estado catalán (porque Cataluña es una nación). Y ojo, no estoy afirmando que no existan desde también hace mucho las ideas de España y Cataluña como naciones, en un sentido amplio que podemos asimilar a cómo se entiende hoy en día el concepto; lo que digo es que nacionalismo es basar en esas ambiguas y difusas entidades históricas la legitimación de los Estados. Pero estamos todavía en esa etapa, aunque ciertamente ya aparecen síntomas que permiten otear cambios. Aunque me temo que ninguno de nosotros los veremos; resulta muy difícil en la práctica encontrar otro concepto que sustituya eficazmente a la nación para legitimar las organizaciones políticas detentadoras del Poder. Todo se andará pero, entre tanto, nos toca asistir a movidas nacionalistas centrífugas, que encuentran su legitimación ideológica en las mismas fuentes en que se basan casi todos los Estados actuales.
Pero, claro, la cuestión tiene su intríngulis con no pocos efectos prácticos. Porque pasar de concebir el Estado –cada Estado preexistente– como una entidad patrimonial de los reyes legitimados por el derecho divino a una organización que se sostiene en la delegación de la soberanía de sus ciudadanos, requería inventarse el engañabobos de que esos ciudadanos concretos (los que lo eran de unos Estados preexistentes o nacidos de unas fronteras políticas preexistentes, en el caso de los que aparecen durante el XIX con el antecedente previo de los USA) tenían una entidad colectiva. Así se inventa –a partir de ideas con larga historia, claro, pero distinto alcance conceptual– la idea de Nación y por eso nuestros actuales estados se llaman Estados-nación. La constitución americana (1787) empieza diciendo que "Nosotros, el pueblo de los Estados Unidos .... nos constituimos en Estado (o en Estados con una unidad federal, que para lo que aquí interesa es indiferente). La Constitución francesa de 1791 señala que "el principio de toda soberanía reside en la Nación". La gaditana de 1812 afirma que "la soberanía reside esencialmente en la Nación" aclarando que la nación española es "la reunión de todos los españoles de ambos hemisferios". ¿Queda claro? No es verdad (entendiendo por verdad la adecuación a la realidad) que la Nación española se constituya en un Estado (con determinados adjetivos y "valores superiores jurídicos"), tal como reza el primer artículo de nuestra vigente Constitución. Es el Estado español –que existía previamente y que ha ido cambiando sus instituciones y, sobre todo, sus justificaciones– el que ha constituido a la nación española –un ente todavía más abstracto– para poder decir que se constituye por decisión soberana de ésta. Uno se entera de que pertenece a la nación española porque es súbdito (o ciudadano, si le suena mejor) de un Estado, de una estructura política que viene existiendo –con todos los cambios que se quiera– desde hace mucho.
Claro que el invento decimonónico de la idea de nación, sumado a la legitimación "democrática" de la existencia del Estado, traería consecuencias. Es lo malo de esa manía que tiene la especie humana de justificarlo todo para sentirnos mínimamente tranquilos. De entrada, los Estados, los que ya existían, se empeñaron en construir ideológicamente esa nación que los legitimaba, esa "comunidad imaginada". El objetivo no era sencillo, desde luego bastante más complicado que adaptar las instituciones previas a la nueva concepción del Estado (al fin y al cabo, aquéllas ya existían y, en general, demostraron ser bastante flexibles para usarse bajo los nuevos presupuestos de la soberanía popular). Para lograrlo, se hubo de construir un discurso nacional que recurrió a múltiples argumentos provenientes de los más diversos ámbitos. Pero, de otra parte, esos mismos argumentos sirvieron para cuestionar el carácter nacional de los Estados preexistentes, legitimando a su vez nuevos Estados. Todo es pues nacionalismo, entendiendo esta ideología como la creencia de que existen grupos humanos (de base territorial) con el carácter de nación y que las naciones (como si tuvieran personalidad, conciencia de sí mismas y capacidad decisoria) pueden (y deben) constituirse en Estados. Tan nacionalista es defender la unidad del Estado español (porque España es una nación) como la constitución de un Estado catalán (porque Cataluña es una nación). Y ojo, no estoy afirmando que no existan desde también hace mucho las ideas de España y Cataluña como naciones, en un sentido amplio que podemos asimilar a cómo se entiende hoy en día el concepto; lo que digo es que nacionalismo es basar en esas ambiguas y difusas entidades históricas la legitimación de los Estados. Pero estamos todavía en esa etapa, aunque ciertamente ya aparecen síntomas que permiten otear cambios. Aunque me temo que ninguno de nosotros los veremos; resulta muy difícil en la práctica encontrar otro concepto que sustituya eficazmente a la nación para legitimar las organizaciones políticas detentadoras del Poder. Todo se andará pero, entre tanto, nos toca asistir a movidas nacionalistas centrífugas, que encuentran su legitimación ideológica en las mismas fuentes en que se basan casi todos los Estados actuales.
Frontera - Jorge Drexler (Frontera, 1999)
Precisamente estoy leyendo Las aventuras del buen soldado Švejk, sátira bastante despiadada contra el Imperio austrohúngaro, concretamente contra su ejército. Hay un momento en que aparece un teniente checo cuya descripción copio a continuación:
ResponderEliminar"El teniente Lukaš era un ejemplo típico del oficial activo de la corrupta monarquía austríaca. La academia militar logró hacer de él una especie de anfibio. En sociedad hablaba el alemán, escribía en alemán; en cambio, prefería leer libros en checo, y en la época en que enseñaba en la escuela de voluntarios de un año, todos checos, decía confidencialmente:
-Podemos ser checos si queréis, pero no hace falta que nadie sepa nada. Yo también soy checo.
Para él, ser checo era como una especie de organización secreta de la que es mejor mantenerse al margen."
El libro insiste aún más con otros ejemplos de checos que luchaban por parecer más austríacos que los propios austríacos, hablando siempre en alemán y poniendo como ejemplos a militares autríacos. Es un fascinante retrato de la identidad cultural.
Me resulta un poco excesiva la palabra "engañabobos" para caracterizar la soberanía. No tengo interés especial en defender este concepto, pero me chocan, más que nada, los motivos por los que lo llamas así. Da la impresión de que lo llamas "engañabobos" por ser un concepto "imaginario", "abstracto"e "inventado", y que con estos adjetivos lo contrapones a lo que es sólida y realmente existente. Pero lo cierto es que una gran parte de las cosas sólida y realmente existentes son no menos imaginarias, abstractas e inventadas que este concepto de soberanía. Como tú mismo señalas, las cosas inventadas, abstractas e imaginarias, detrás de las cuales no hay hechos materiales: las ideologías, por ejemplo, o el mismo Derecho, juegan en la vida humana un papel fundamental, y muchas de ellas para bien. Se me hace un poco cuesta arriba, por ejemplo, considerar un "engañabobos" al Derecho. Pero la verdad es que el Derecho nos lo hemos inventado nosotros, y nos lo hemos inventado, además, basándolo en ninguna otra cosa, en último término, que en esa soberanía que es la que legitima al Estado para dictarlo.
ResponderEliminarEl criterio para llamar "engañabobos" a alguna, que no a todas, de nuestras muchas e importantes invenciones "imaginarias" tendría que ser, entonces, no el de ser inventadas, sino el de no ser correctamente inventadas, el de no integrarse de modo coherente, útil y no dañino en el "sistema" general de abstracciones humanas. El de sus fines y el de su consistencia, en suma. Este de soberanía a mí no me parece especialmente incoherente, ni inútil ni dañino. De hecho, algún nombre y alguna definición tendremos que darle al hecho solidísimo de que todos hemos abdicado gran parte de nuestra capacidad de violencia y coacción en la colectividad. Que históricamente no siempre hayamos pagado impuestos, renunciado a la venganza privada y cooperado en fines comunes con nuestros vecinos con base en este concepto no significa que este concepto no sea una buena forma para describir, explicar y legitimar el que actualmente sigamos haciendo estas cosas. No sé si me explico.
(Como puedes comprender, tras toda esta aparente defensa del concepto de soberanía, que en realidad me toca los pies, lo que hay es un claro interés por reservar el adjetivo "engañabobos" a otras invenciones abstractas, inventadas e imaginarias que me parecen merecerlo más, precisamente porque me parecen mal dibujadas, incoherentes con el resto de invenciones útiles y, por ello, superfluas o dañinas.
No se me ocurre ahora ningún ejemplo de estas otras que te digo. A ver... ¡Ah, sí! La nación, sin ir más lejos...)
Vanbrugh: No tengo ningún reparo en admitir que calificar la soberanía de engañabobos es excesivo. Para ser más preciso, diría que es "provocador" y de que violente mi mesurado estilo argumentativo bastante de culpa te corresponde (también –para qué negarlo– algo había de intención de provocarte). Dicho lo cual, con las correcciones y matices que paso a explicar, sigo sosteniendo la pertinencia del calificativo.
ResponderEliminarLa soberanía –como digo en el post–es la capacidad de un Estado (de una república, en la terminología renacentista que es una pena que haya perdido este significado más genérico) de ejercer de forma autónoma el Poder. Es una facultad, una potencia, una aptitud; de la misma naturaleza, por ejemplo, que las viejas potencias del alma que estudiamos de niños los que no pasamos por la EGB. El Estado, desde luego, es real: puede constatarse su existencia y las instituciones que lo constituyen. El Poder que ejerce el Estado también es real (terriblemente real en ocasiones). Naturalmente, si hay un sujeto que ejerce el Poder, ese sujeto tiene la capacidad de ejercer ese Poder y no tengo ningún inconveniente en que le pongamos un nombre a esa capacidad (venga, llamémosle soberanía). Se trata meramente de una convención lingüística, sin que se refiera a nada real, como tampoco la voluntad es nada real, sino una manera de llamar a la constatación evidente de que un ser humano tiene capacidad de querer. Lo cual no quiere decir que el concepto inventado se inútil o incoherente en el "sistema general de abstracciones humanas". Por ejemplo, la soberanía viene bien para entenderla como una magnitud y, consecuentemente, "medir" cuan soberano es cada Estado, qué cantidad de soberanía dispone realmente. Cuestión que no es irrelevante en el mundo actual de "soberanías compartidas".
O sea, que no tengo nada que objetar al concepto inventado de la soberanía y, como tal concepto, no es un engañabobos. Lo que sí es un engañabobos es la ficción de que la soberanía reside en los ciudadanos o proviene de Dios (si queremos seguir a los tratadistas del Renacimiento y no digamos ya a los medievales). De hecho, el concepto análogo a soberanía referido a los individuos en vez de a los Estados vendría a ser justamente la ya mencionada voluntad (facultad de decidir y ordenar la propia conducta, según el DRAE). En la tesis políticamente correcta, la soberanía (la facultad del Estado) resulta de la delegación (o abdicación, como dices tú) de parte de las voluntades individuales de sus ciudadanos. Mentira cochina. La capacidad del Estado de ejercer el Poder radica en esa misma capacidad (en que de hecho puede hacerlo), que ha ido logrando por una serie de avatares históricos que nada tienen (o mínimamente) que ver con la concesión a aquél de parte de las capacidades individuales de sus súbditos/ciudadanos. Y la prueba es que el Estado es previo a la concepción de éste que triunfa tras la Revolución francesa. Y en nada contradice esto el que hoy en día los ciudadanos decidieran de buen grado abdicar de "gran parte de nuestra capacidad de violencia y coacción en la colectividad. Más bien, dejaría de ser un engañabobos si me dijeras que cabe mermar la soberanía del estado si los ciudadanos deciden no abdicar sus capacidades.
Cuestión distinta en la que te doy la razón es que el concepto de soberanía sea una buena forma para legitimar el Estado (desde luego, para eso se inventó); no así, en cambio, para describirlo y explicarlo. Por último, te hago notar que el concepto de nación obedece a la misma motivación "engañabobos" que el de la soberanía residente en los ciudadanos y tiene, por tanto, la misma utilidad: la de justificar la existencia del Estado. Porque, claro está, esa concesión de soberanía (en la ficción engañabobos que sostengo) va al Estado desde un grupo concreto de ciudadanos del que se predica una realidad colectiva preexistente, la nacional. Cuando nuestra Constitución afirma que la soberanía reside en la Nación, que es la Nación (España) la que se constituye en Estado, asume la existencia previa de ese otro engañabobos llamado nación, insertándose en la línea justificativa del Estado moderno (que con toda justicia, aunque lo deploremos, se llama estado-nación). El nacionalismo, querido Vanbrugh, lo inventaron los Estados (en concreto los individuos "urdidores" de Estados) para aparentar que cambiaban las cosas para que éstas pudieran seguir igual (en lo fundamental). Y sigue funcionando (no sólo en Cataluña).
ResponderEliminarOzanu: Leí hace muchos años ya el libro de Hasek que citas y me queda el recuerdo general pero no, desde luego, de episodios concretos como el del teniente checo). Me acuerdo de que me gustó y se me hizo simpático el bueno de Schwejk, así como la motivación satírica del autor contra la guerra. Desde luego, el imperio austrohúngaro, sobre todo en su etapa final, fue un laboratorio explosivo de "problemas nacionales" en el marco de un Estado a su vez de naturaleza doble.
ResponderEliminarMe sigue chocando algo tu descripción del fenómeno. Esta frase, por ejemplo: "Se trata meramente de una convención lingüística, sin que se refiera a nada real, como tampoco la voluntad es nada real, sino una manera de llamar a la constatación evidente de que un ser humano tiene capacidad de querer."
ResponderEliminarTodo el idioma es una convención lingüística, en primer lugar. Cada palabra existente es una convención lingüística, también "mesa" o "piedrolo" lo son.
Y en cuanto a "real", encuentro que manejas este adjetivo con excesiva soltura, como si estuviera perfectamente claro y definido qué cosas son reales y cuáles no. Dada la "constatación evidente de que un ser humano tiene capacidad de querer" ¿qué le falta de "real" a la voluntad, si es el nombre que le damos -como le damos nombre a los piedrolos y a las mesas- a esa evidente y constatada capacidad humana de querer? ¿Y qué le falta de real a la soberanía, si es el nombre que le damos al hecho constatado y evidente de que cuando sorprendemos a un ladrón en casa llamamos a la Policía en vez de estrangularle in situ, y de que todos los meses consentimos mansamente que nuestro patrono nos descuente un crecido tanto por ciento de nuestro salario para sufragar... en fin, vamos a dejar de lado , de momento, para sufragar qué, pero, en cualquier caso para fines supuestamente colectivos?
Es engañabobos, me explicas, en la medida en que a) es una explicación a posteriori de un fenómeno, el Estado, anterior a ella. Y b) no se da el supuesto, necesario según tú, de que la soberanía del Estado mermara si los ciudadanos decidieran no abdicar en él las capacidades.
Pero a) que un fenómeno ocurra antes de que expliquemos por qué ocurre no le quita ninguna validez a la explicación. Que los Estados se formaran mucho antes de que tuviéramos la capacidad de describir el mecanismo por el que lo hicieron no invalida a este mecanismo. Sigue siendo cierto que la autoridad del primer jefe de aldea paleolítica que asumió la tarea de castigar a un ladrón, o de capitanear el ataque contra la aldea vecina, se basó en la renuncia de la víctima del robo a ser él quien se vengara, y en la de los guerreros de la aldea a decidir cada uno por su cuenta cuándo y cómo atacar. Que estas renuncias fueran más o menos voluntarias, o más o menos forzadas por el hecho de que el jefe era más bruto y tenía más amigos, no cambia el hecho fundamental de que hubo una renuncia de cada miembro del grupo de parte de sus capacidades en favor del grupo. Y a eso es a lo que ahora, tropecientos siglos después, hemos llamado soberanía. Pero, como los piedrolos y las mesas, existía antes de que lo llamáramos así.
Y b) claro que merma la soberanía del estado cuando los ciudadanos deciden no abdicar sus capacidades. Es una decisión difícil y que no se toma sin problemas, pero se puede tomar, y ha sucedido innumerables veces en la historia, con distintos resultados. Desde un motín hasta una revolución, pasando por una convocatoria ilegal de pseudoreferendum, todas ellas son muestras bastante claras, a mi juicio, de cómo merma la soberanía del Estado cuando los ciudadanos deciden retirar parcial o totalmente la delegación de sus propias capacidades que tenían hecha en él.
En cuanto a la nación, yo la llamo engañabobos, como ya expliqué, por ser inútil, no por ser inventada. Como me basta la abdicación de capacidades que cada ciudadano hace directamente en el Estado para explicar a este, me sobra la etapa intermedia "nacional", según la cual hay capacidades de los individuos que no les corresponden en tanto que tales sino en tanto que miembros de una nación, y es esta, la nación, la que se constituye en Estado esgrimiendo estas capacidades de la nación, y no de cada uno de sus miembros. Digamos que mientras que la asunción por el Estado de las capacidades de los individuos necesarias para su vida en común me parece útil y tiene la contrapartida de los servicios que el Estado presta a los ciudadanos, la atribución a la nación de derechos y facultades de los individuos me parece una usurpación ilegítima por inútil y carente de otras contrapartidas que las emocionales.
ResponderEliminarVanbrugh: No, no está "perfectamente claro y definido qué cosas son reales y cuáles no". Trataré de explicar a qué me refiero cuando califico algo de real, así como qué quiero decir cuando digo convención lingüística (ciertamente, el significado de cualquier palabra es una convención lingüística).
ResponderEliminarLas palabras como soberanía o voluntad designan facultades, capacidades, aptitudes ... llámalo como quieras. Cuando –quizá demasiado alegremente– digo que las potencias no son reales, quiero decir que no son algo que tenga existencia tangible, que esté en la realidad material. Se trata de una abstracción que hacemos los humanos, un concepto para caracterizar unas acciones concretas que apreciamos en el mundo real. Los animales se mueven (hecho verificable), luego tienen movilidad. Pues vale, me parece muy útil, entre otras cosas porque nos permite hablar de la movilidad, estudiarla en sus componentes generales (comunes), medirla, etc. Pero no hay nada real a lo que llamar movilidad. Y, desde luego, no es algo que tienen los animales y causa que se muevan.
Sostener lo contrario, nos lleva a las posiciones idealistas del viejo Platón que, en el fondo, subyacían en los tratadistas renacentistas del Estado. Hay algo real llamado soberanía que explica porqué los Estados pueden ejercer el Poder (porque la tienen). Para mí no. Llamamos soberanía a esa capacidad de los Estados de ejercer el Poder, inventamos una palabra para designar el hecho evidente (real) de que los Estados actúan coercitivamente (acciones concretas). Nada que objetar: como constatamos que los Estados ejercen el poder es que tienen capacidad de hacerlo y a esa capacidad la llamamos soberanía. Pero no caigamos en pensar que es esa soberanía la que permite a los Estados ejercer el Poder, la causa de sus acciones. Estudiemos por qué un Estado ejerce el Poder: los medios de qué dispone, las resistencias que encuentra, los avatares históricos que le han llevado a obtener esa capacidad. Sería un estudio de la soberanía de ese Estado, una categoría abstracta con fines analíticos (e ideológicos) no algo real en el sentido que doy a esta palabra (el que yo le doy, tan sólo estoy aclarándotelo).
Básicamente, Vanbrugh y Miroslav discuten sobre si podemos llamar soberanía al proceso de delegación del uso de la violencia al estado, si este no fue voluntario, porque ambos están de acuerdos en que el estado y la renuncia existen.
ResponderEliminarEn efecto, todas las peleas de Internet se reducen al vocabulario.
Bien, entendido el muy particular sentido que le das al adjetivo real, te diré que me parece en primer lugar equívoco -porque "real" es un adjetivo muy común, que se entiende casi inmediatamente con muy otro significado- y en segundo lugar inútil, porque caracteriza -equívocamente, insisto- un aspecto de las cosas que no me parece sustancial. De tus explicaciones entiendo que utilizas "real" como antónimo de "abstracto". Desde luego la movilidad es un concepto abstracto, -y la bondad, y la honradez, y la crueldad y cualquier otra cualidad en que pienses, y la enorme mayoría de los conceptos relevantes en la vida humana- pero decir que "no hay nada real a lo que llamar movilidad" para referirse a esa característica de ser abstracto es forzar el significado de la palabra "real" muy fuera de sus límites e, insisto, sin ninguna utilidad. Naturalmente que hay algo, muy concreto además, a lo que llamar movilidad (y ten por seguro que, si no lo hubiera, no se habría inventado la palabra): la capacidad de moverse que, efectiva y realmente, tienen los animales. ¿Desde qué punto de vista es útil o ilustrativo inventarse un significado de la palabra "real" según el cual no sea real esta capacidad, o no lo sean la "honradez" o la "crueldad"? Sinceramente, se me escapa todo tu planteamiento.
ResponderEliminarTambién tu concepto de "causa" me parece, permíteme que te lo diga, bastante rudimentario. Si, como admites, llamamos soberanía a la capacidad de ejercer el poder que tiene el Estado, claro está que al hacerlo estamos proclamando la soberanía como causa de ese poder. Negar que ambas fórmulas sean equivalentes es, en mi opinión, entender la palabra "causa" de un modo incorrectamente -y, una vez más, inútilmente- restrictivo.
Cualquiera que ejerza el poder lo hace -causa inmediata- porque tiene la fuerza. Pero si seguimos investigandop en la cadena de causas -por qué tiene la fuerza- llegamos, inevitablemente, a la causa última: quien tiene la capacidad de ejercer la fuerza sobre otros la tiene porque esos otros le permiten hacerlo. Le des las vueltas que le des. Si llamas a ese "permiso" soberanía, en el caso del Estado, naturalmente que estás diciendo que la soberanía es la causa de que el Estado ejerza el poder. Como cuando llamas "movilidad" a la capacidad animal de moverse, estás diciendo que la "movilidad" es la causa de que los animales se muevan. No hay ningún idealismo platónico en esto que digo, hay mera coherencia lógica y lingüística, sin la que el idioma sería perfectamente inútil.
Me temo que, según tu modo de razonar, como la causa de que un coche ande es que su piloto pisa el acelerador, decir que anda a causa de la naturaleza expansiva de los gases de la combustión es un planteamiento platónico e idealista... Y que la cualidad de los gases de ser expansivos, abstracta como todas lo son, no es por tanto "real" en tu particular sentido.
Me parece el tuyo un modo francamente dificultoso de describir el mundo, francamente.
A ti te parece, Vanbrugh, que mi modo de razonar es dificultoso, vale. Simplemente te estaba explicando el sentido que le doy a la palabra real, refiriéndolo –a partir de su etimología– a las cosas que existen en el mundo material o físico.
ResponderEliminarLas causas también son reales en esta acepción restrictiva mía. En efecto, un coche anda porque el piloto pisa el acelerador, éste abre el flujo de gasolina, se produce una combustión, etc ... Todos estos son hechos reales, sin perjuicio de que a varios de ellos los denominemos con un término abstracto.
En todo caso, esta especto de la discusión no me parecería muy relevante si no fuera porque al considerar la existencia real de esos conceptos abstractos se cae en el error (a mi modo de ver, claro) de considerarlos como causas efectivas de algo, cuando sólo son simplemente la forma en que llamamos a la constatación de una capacidad de obrar. Y ese error es el que, llevado del empeño en sostener que la soberanía es la causa del Poder de los Estados, entiendo que cometes.
Dices que la causa última del ejercicio de fuerza de un Estado sobre otros es que esos otros le permiten hacerlo. Llamas a ese permiso soberanía y, por tanto, la soberanía es la causa de que el Estado ejerza el Poder.
ResponderEliminarPrimero: la soberanía no es el permiso que le dan los ciudadanos al Estado para que ejerza el Poder. La soberanía es la capacidad de ejercer el Poder que tiene el Estado, no los ciudadanos. Ya lo he explicado en el post. Decir pues que la causa de que el Estado ejerza el Poder es que tiene capacidad de ejercer el Poder es una redundancia que –insisto– sólo adquiere algún sentido en el plano idealista, cuando se considera que esa capacidad (soberanía) es algo material capaz de producir fenómenos materiales. En todo caso, equivale a decir –como ya dije en el post– que el Estado ejerce el Poder porque puede (y los animales se mueven porque tienen movilidad).
Segundo: La causa de una acción (una que es ejercicio del Poder del Estado, en este caso) es lo que la produce. Tu presunto permiso de los ciudadanos opera, a mi juicio, de modo parecido a las fuerzas de rozamiento en dinámica. Si el Estado quiere ejercer el Poder (porque tiene los medios necesarios para poder hacerlo) tiene que vencer la eventual resistencia de los que son objeto de su acción. Si éstos le dan "permiso" necesitará menos fuerza y si no se lo dan a lo mejor no puede (en cuyo caso no tendrá soberanía ya que no tiene la capacidad de ejercer el Poder). Estoy dispuesto a admitir que tu presunto permiso ciudadano es una causa "negativa" (que explica el porqué una acción no se produce o se produce con determinada intensidad), pero no una causa "motivadora" de la acción. Que una mujer me "dé permiso" para besarla no es en absoluto la causa última de que la bese, sino las ganas que tengo yo de besarla; ciertamente, el que no me lo dé sí puede ser la causa de que no consiga besarla.
Tercero: No obstante, aunque las causas de la soberanía de un Estado hay que buscarlas en los medios de que dispone, sí puede admitirse en principio (a modo de hipótesis) que el permiso de los ciudadanos ha influido en la conformación de esos medios y, por lo tanto, tiene un cierto valor causal, aunque en absoluta pueda admitir que sea la causa última. Ahora bien, basta estudiar la historia de la construcción de los Estados y de sus medios para ejercer el Poder para comprobar que la importancia de ese consenso social es mínima como causa explicativa de por qué se han ido produciendo esos procesos. Rarísimas veces éstos se deben a actos que "residan" en el cuerpo social.
Cuarto: Para mí, por tanto, el permiso de los ciudadanos no es –o lo es en mínima proporción– la causa de la soberanía, la causa de que los Estados existan y tengan la capacidad de ejercer el Poder. Sin embargo, que los ciudadanos "den" ese permiso (o cuando menos no se rebelen contra el ejercicio del Poder por el Estado) sí es una condición para que esa soberanía se mantenga (y con ella el propio Estado). Sostener que el Estado obtiene la soberanía de los ciudadanos es una manera justamente de conseguir que éstos den ese permiso, pero ni mucho menos la causa real de que los Estados tengan la capacidad de ejercer el Poder.
Como bien señala Ozanu que suele suceder (en Internet y en todas partes)esta discusión se refiere más que a otra cosa a la terminología. (Lo cual no reduce su importancia en absoluto, dicho sea de paso, porque las palabras no se limitan a contener los significados, sino que los modelan y los orientan, les dan forma e intención. En último término no solo gran parte de las discusiones importantes son sobre vocabulario, sino que la mayor parte de las dicusiones sobre vocabulario son muy importantes). Pero lo que sí es cierto es que terminológica o no, me parece haber entrado en vía muerta.
ResponderEliminarPara sacarla de la cual te pregunto. ¿Cuál es entonces, según tú, la causa de que los estados existan y ostenten el poder? No me respondas "Que pueden hacerlo" porque me obligarás a repreguntarte por qué pueden hacerlo. Es decir, a volverte a preguntar con otras palabras lo mismo: cuál es la causa de que...
(Te adelanto, por si te sirve de algo, que, lejos de convencerme, tu comentario me ha ratificado en mi opinión de que cualquiera que tenga poder sobre otro lo tiene, como causa fundamental y última, porque ese otro se lo ha dado).
En cualquier caso, releyendo este párrafo tuyo: "...sólo adquiere algún sentido en el plano idealista, cuando se considera que esa capacidad (soberanía) es algo material capaz de producir fenómenos materiales.", no puedo evitar una contestación casi automática: la soberanía del Estado, es decir, según tu definición (que comparto), la capacidad de ejercer el poder que tiene el Estado es, evidentemente, muy capaz de producir efectos materiales, y los produce en abundancia. Mis impuestos, la sanidad, el sistema educativo, la red de carreteras, el ejército, las comisiones de Bárcenas y Pujol y el garrote vil son solo unos pocos de los innumerables efectos materiales que la soberanía es capaz de producir. En cuanto que sea "material" ella misma, sigo encontrando que tu afán de no ser platónico ni idealista te lleva a dar una importancia desproporcionada e inútil a que las cosas sean o no "materiales", y a identificar ser "material" con ser "real" de un modo que me resulta bastante incomprensible.
ResponderEliminarMe preguntas que cuál es, en mi opinión, la causa de que los estados existan y ostenten el poder. No te preocupes que no te responderé que porque pueden hacerlo. Lo que pasa es que para hacerlo necesito más espacio que el de un comentario (y también algo de tiempo). Espero que te valga mi promesa de que lo haré (ya sé que te cabrean mucho mis promesas).
ResponderEliminarQue mi comentario anterior no haya servido para convencerte sino para reforzarte en tu opinión previa y de la cual disiento, no me sorprende demasiado ¿cuándo he logrado, pobre de mí, convencerte de algo? En todo caso, me esforcé en detallar ordenadamente argumentos en contra de tu afirmación de que "la causa fundamental y última de que alguien tenga poder sobre otro es que éste se lo ha dado"; tales argumentos no los rebates, quizá porque consideres que están atorados en una "vía muerta".
Conste, en todo caso, que para concluir que un hecho no es la causa de otro, no hace falta descubrir cuál es la causa, basta probar que el hecho presuntamente causal no causa el otro (o no es un factor suficiente para explicar el otro). Dicho lo cual, me sorprende que de verdad te creas que si alguien tiene poder sobre otro es porque el segundo se lo concede. No me asombraría tanto si hubieras escrito que si alguien ejerce con éxito el poder sobre otro es porque el otro tiene menos poder para oponerse al del primero. Y vuelvo a mi ejemplo del intento de besar a una mujer o, para ser políticamente incorrecto, cabría lógicamente derivar de tu afirmación que la causa fundamental y última de que los hombres (algunos hombres) tengan el poder de violar a una mujer es que ésta se lo da.
La causa del poder (individual o colectiva) –vuelvo a repetir– radica en el sujeto que ejerce el poder. Las distintas actitudes de los que son objeto de ese poder (acatamiento, consentimiento, resistencia, etc) influyen ciertamente en cómo se ejerce ese poder e incluso pueden llegar a impedir que se ejerza, pero no pueden ser las causas de que exista.
Ahora bien, mientras hace un rato me daba un paseo al cercano Mercadona a comprar café (podría explicarte todas las causas que motivaron que estuviera caminando bajo un sol matador), me puse a pensar que, hasta cierto grado, el consentimiento colectivo de los ciudadanos sí puede ser una de las causas originarias del Poder; no la única y, además, de importancia decreciente a lo largo del proceso de institucionalización y reforzamiento del Poder (de hecho, diría que apenas relevante cuando se puede hablar de Estado). Pero ya desarrollaré estos matices (en mi afán no tanto de convencerte, sino de dejarme convencer por ti) cuando te responda a tu pregunta.
En cuanto a tu último comentario, Vanbrugh, tan sólo dos precisiones porque estoy de acuerdo en que, en efecto, el ejercicio de la soberanía del Estado produce efectos muy materiales.
ResponderEliminarQue yo distinga entre conceptos materiales y no materiales no significa que le dé una importancia desproporcionada e inútil a tal distinción. Eso es un juicio de valor tuyo no precisamente halagador. Simplemente hacía esa distinción para poderte explicar el sentido que le daba al adjetivo real.
Supongo que cuando dices que a ti te es incomprensible que yo identifique material con real, lo que quieres decir es que no comprendes por qué uso el término real con ese sentido (porque ya me dijiste antes que entendías el sentido que le daba a real). Ya te lo he explicado: simplemente porque creo (sostengo) que los hechos materiales ocurren por causas materiales. Por eso, el ejercicio del Poder de un Estado (que son acciones materiales) es causa de efectos "materiales", como lo que citas, pero no la abstracta capacidad de ejercer el Poder. Es la vieja discusión entre potencia y acto.
En todo caso, esta última sí que es una discusión bastante terminológica y, aunque comparto la importancia que le das a las mismas, aquí sí creo que estamos en una vía muerta. Además, tampoco me parece muy relevante.
No hay nada que más me moleste que que se me haga un reproche fundado. El tuyo de que no rebato tus argumentos es fundadísimo. He perpetrado, al declarar que la discusión estaba en vía muerta, no rebatir tus argumentos y declarar, sin embargo, que no estaba convencido, una de las maniobras que más me molestan en los demás. Acepto el reproche, pues, como bien merecido, presento mis disculpas y paso a tratar de enmendarme.
ResponderEliminarPrimero: acepto, ya lo he dicho, que la soberanía es propia del estado, y no de los ciudadanos. Aunque piense que el estado la tiene como consecuencia de una cesión de los ciudadanos, admito que eso que le ceden es solo la materia prima, o el fundamento, o el estadio prenatal, de la soberanía, que solo pasa a ser tal -esto es, a poder ser llamada así- después de consumada la cesión, y no antes. Pero esta coincidencia con tu definición de soberanía, y esta aceptación de que solo existe como atributo del estado, y no de los ciudadanos que lo componen, no implica, naturalmente, que renuncie a mi idea de que existe como consecuencia de una cesión. Si cada aldeano le da al jefe de la aldea un tocho de adobe y con ellos construyen entre todos la gran choza comunal es evidente que la choza no existía antes de la entrega de los ladrillos y que por tanto no puede decirse que fuera propiedad de los aldeanos, pero lo es también que la choza existe como consecuencia de las aportaciones de adobes y de trabajo de los ciudadanos.
Segundo: tu ejemplo de las fuerzas de rozamiento ilustra tu idea de cómo funciona la voluntad de los ciudadanos respecto de la soberanía, pero no desmiente en absoluto la mía. Porque la mía se refiere al origen y formación de esa soberanía y la tuya obvia esas cuestiones, y describe la soberanía ya existente y en funcionamiento. Consideras la soberanía como un dato, mientras que yo la considero como un problema. Por eso tampoco me sirve tu ejemplo del beso, en el que el besador y sus ganas de besar son igualmente aceptados como datos y descritos como cosa ya existente en sus relaciones con la besada, mientras que mi teoría se refiere a un estadio anterior a esa situación y por lo que se interesa es, precisamente, por el origen de las ganas de besar. El hecho de que las ganas de besar sean independientes, evidentemente, de la voluntad de la besable no prueba, por tanto, que mi teoría sobre el origen de la soberanía esté equivocada, sino solo que el ejemplo del beso no tiene nada que ver con ella.
Tercero: algo muy similar puede decirse de tu tercer párrafo: una vez más, habla del estado como algo ya existente y de la soberanía como de un atributo suyo que ya funciona. Establecido el estado -llamando así, claro, a cualquier agrupación humana independiente de cualquier otra y con una autoridad reconocida y acatada por sus miembros- y ya en ejercicio de su soberanía, las cosas son como dices. Pero que sean así no prueba en absoluto que el origen de la soberanía no sea el que yo sostengo que es. Por los mismos motivos que el hecho de que un hombre de veinticinco años sea mucho más grande y más fuerte que su madre, y tome sus propias decisiones sin consultarla, y pueda ignorarla, desobedecerla y hasta tiranizarla no prueba que no haya sido gestado, parido y amamantado por ella. Y por los mismos motivos por los que el hecho de que el jefe de la aldea se adueñe de la choza comunal para su uso particular e impida que la use ningún otro aldeano no prueba que la choza no haya sido construida gracias a las aportaciones de todos los aldeanos.
ResponderEliminarCuarto: para mí, por tanto, la cesión que los ciudadanos hacen de su capacidad de decidir en algunos terrenos es, desde luego, la causa última de la soberanía del estado. Que luego los ciudadanos mantengan esa cesión o traten de revocarla; y que, en consecuencia, acaten el poder del estado o se revuelvan contra él, afecta a las condiciones necesarias para que el estado se mantenga o no, es decir, para que ejerza o no su soberanía. Pero sigue sin decirnos nada sobre cuál es el origen, o la causa, o el fundamento, de esa soberanía y, por tanto, tampoco nada de lo que dices en este párrafo afecta a mi teoría sobre esta cuestión.
Estos son, brevemente expuestos, los motivos de que siga pensando que la causa de la soberanía del estado es la cesión que los ciudadanos hacen de parte de sus facultades en favor de él. Cumplido cuyo trámite paso a explicar por qué también pienso que si alguien tiene poder sobre otro es porque el otro se lo da. Lo cual, y creo que aquí está el origen de nuestra discrepancia, no quiere decir que el otro no necesite ser "convencido" para dárselo, ni que se trate de una cesión necesariamente espontánea ni fácil. Digo, estrictamente, que se lo da. Lo cual, creo, es siempre verdad, con independencia de cuáles sean los motivos por los que lo haga. Es muy probable que si el troglodita Uf tiene motivos para saber que su compañero de cueva Pum maneja la quijada de bisonte con mayor fuerza y destreza que él, esto sea un motivo para que se sienta inclinado a aceptar las opiniones de Pum en cuanto a lo que es más conveniente para el bienestar general de la aldea. Incluso aunque tenga alguna sospecha de que Pum tiene cierta tendencia a confundir el bienestar general de la aldea con el suyo propio. El meollo de la cuestión es que, obedezca Uf por lo que obedezca, si Pum manda es porque Uf obedece. Y que si Uf y sus restantes compañeros de aldea decidieran dejar de obedecer a Pum, este quizás podría abrirles el cráneo a todos a golpes de quijada o quizás no, pero lo que desde luego ya no podría hacer es seguir mandando.
Puestos a pedir disculpas, no tengo el menor inconveniente en pedírtelas también por haber hecho un juicio de valor sobre tus opiniones que te resulta poco halagüeño. Hecho lo cual debo hacer constar que no veo ningún motivo por el que mis propias opiniones no puedan contener juicios de valor sobre las de mi interlocutor; y que, cuando discuto, me preocupo mucho más de decir con la mayor exactitud y rigor posibles lo que pienso que de conjeturar si eso que pienso le resultará a mi interlocutor más o menos halagüeño. Sabiendo que puede molestarte, trataré a partir de ahora de controlarlo.
ResponderEliminarNo, Vanbrugh, el origen de nuestra discrepancia (mejor sería decir de nuestras discrepancias relativas a este asunto) no está en que yo entienda que ese presunto "permiso" que tu consideras la causa última del poder que cualquiera ejerce sobre otros haya de ser dado de forma voluntaria. Puedo haberte dado otra impresión, pero no disiento en que el "permiso" lo puede dar el dominado al dominador aún de mal grado. La discrepancia estaría, a mi juicio, en lo que entendemos por causa, algo que he procurado aclarar en mi anterior comentario.
ResponderEliminarMe gustan tus trogloditas y me atendré por tanto al ejemplo. Es una verdad indiscutible que si Pum manda es porque Uf obedece, pero cuidado porque ese "porque" no es causal. Las acciones de poder son relaciones entre dos: el que manda y el que obedece; relaciones de orden. Decir que Pum manda a Uf es exactamente lo mismo que decir que Uf obedece a Pum; del mismo modo que decir que 5 es mayor que 3 es exactamente lo mismo que decir que 3 es menor que 5. Dos hechos que son lo mismo no pueden ser uno causa del otro. ¿Acaso 5 es mayor que 3 porque 3 es menor que 5?
De otra parte, admitamos provisoriamente que la disposición a la obediencia que tiene Uf hacia Pum (ante el miedo de que éste le abra el cráneo a golpes de quijada) es la causa de que Pum ejerza (con éxito) acciones de mando sobre Uf. ¿Por qué no al revés? Que es el carácter mandón de Pum –avalado con su fuerza y destreza en el manejo de la quijada– la causa de que Uf obedezca a Pum. De hecho, esta segunda hipótesis (que es el ansia de poder avalada con la fuerza causa de la obediencia de los ciudadanos) parece describir mejor lo que ha ocurrido en la historia de nuestra especie.
No tengo inconveniente –ya lo he dicho– en reconocer que para ejercer el Poder es requisito necesario que haya quienes obedezcan, incluso hasta puedo admitirte (para no desviar la discusión de su meollo) llamar a esta obediencia –casi siempre absolutamente forzada– "concesión de permiso". Pero es que un requisito para que algo ocurra no es la causa de que ese algo ocurra. Tu ejemplo de los trogloditas lo ilustra de maravilla. Uf obedece a Pum porque Pum manda (o, al menos manifiesta su voluntad de mandar). Si Pum fuera un bonachón cuyo carácter le hace abominar de ejercer el Poder, por mucha fuerza que tuviera (y consiguientemente, por disponer de la capacidad para ejercer el Poder si quisiera), no mandaría y Uf obviamente no le obedecería. La voluntad de Poder sí es causa del ejercicio del Poder, porque esa voluntad sí produce la acción: mandar.
Explicar la causa de una acción en el sujeto paciente me resulta contrario a la lógica. No entiendo del todo tu argumentación contra mi ejemplo del besador y la besable; me da la impresión de haces florituras dialécticas en alambres muy poco firmes. ¿Cómo que el besador y sus ganas de besar son aceptados como datos y descritos como cosa ya existente en sus relaciones con la besada? ¿Cómo que el ejemplo del beso no tiene nada que ver con el origen del Poder? Que mi enamorado bese a su enamorada equivaldría con perfecta analogía a que Pum mande a Uf. Las ganas de besar son perfectamente asimilables a las ganas de mandar que tiene Pum. Si dices que el que Pum ejerza efectivamente acciones de mando es consecuencia de que Uf está en actitud obediente, con la misma lógica has de decir que el que mi enamorado bese efectivamente a la chica es consecuencia de que la chica está en actitud receptiva al beso. Si, en cambio, admites (muy implícitamente) que el que mi enamorado bese a la chica es causado por sus ganas de besarla, también necesariamente has de concluir que el que Pum dé una orden a Uf es causado por sus ganas de mandar. Tanto la chica como Uf deben "conceder permiso", requisito para que se produzca el acto (de besar o mandar por parte del sujeto agente), pero nunca la causa de ese acto.
ResponderEliminarSi lo que te interesa –como apuntas– es indagar en el origen de las ganas de besar, ahí sí me parece que vas por buen camino para encontrar la causa última (que como sabes, siempre es Dios). Y como bien dices, en esa búsqueda de las causas del acto de besar te apartas completamente de la voluntad de la besable. Me parece exactamente lo mismo que en tu ejemplo de los trogloditas. Pregúntate por qué Pum siente ganas de mandar, admitiendo pues que estas ganas son la primera causa del hecho de que mande. Dudo mucho que, igual que en las ganas de besar, encuentres en las "ganas de mandar" responde a causas que tengan que ver con la disposición del mandado. Todo lo más, esta disposición puede catalizar esas ganas (Señoría, ella fue la culpable, me provocó ...)
En conjunto, Miroslav, corriges muy eficazmente un claro error mío, que me apresuro a reconocer. Dije en uno de estos comentarios que tu concepto de causa era muy rudimentario, o alguna ordinariez semejante. Constato ahora, a la luz de tus argumentos, que el mío lo es mucho más, y que no basta que se pueda decir que "A sucede porque B" para identificar a B como causa de A. Como bien me explicas, bien puede ser que B sea solamente una condición o requisito de A, o que B sea solo otra forma de describir A y sean ambos las dos caras de un único fenómeno. O, añado yo ahora, que B y A sean ambos consecuencias de un tercer -primero entonces, en realidad- fenómeno C que los cause a ambos, o incluso que A y B sean simplemente simultáneos o sucesivos, pero la relación de causalidad entre ellos sea mera apariencia (aquello que denunciaban los latinos como post hoc, ergo propter hoc). De acuerdo. Y, en consecuencia, decir que Pum manda porque Uf obedece es un error lógico por mi parte, que me has rebatido muy brillantemente y que retiro.
ResponderEliminarDicho lo cual, no puedo aceptar tu ejemplo de los números. Que 3 sea menor que 5 es otra forma de llamar al mismo fenómeno de que 5 sea mayor que 3, y no su causa, efectivamente. Pero la relación entre "ser mayor que" y "ser menor que" no es equiparable con la que hay entre mandar y obedecer, ni con la que existe entre besar y ser besado. Porque mientras que 3 y 5 son seres inanimados y desprovistos de voluntad, que no necesitan tomar ninguna decisión ni actuar de ningún modo para ser mayores o menores que otro, sino que la relación ocurre por sí misma, como consecuencia inherente de su propia naturaleza de números, Uf, Pum, el besante y el besado, son seres dotados de voluntad propia, y sus actividades de mandar, besar, obedecer y acceder al beso requieren de decisiones por su parte, que son libres de tomar o no tomar. Puede suceder que Pum mande y que Uf no obedezca, y puede suceder también que Uf busque a quién obedecer y que Pum se abstenga por completo de mandar, y que tú desees besarla sin que ella lo consienta, y que ella desee que la beses mientras tú resuelves sudokus. El beso aceptado y la orden obedecida no son fenómenos simples e inevitables como la relación de mayor o menor entre dos números, porque sus protagonistas, al contrario que los números, tienen la capacidad de elegir entre que el fenómeno se produzca o no se produzca.
Y en el caso de la soberanía nos encontramos con una relación mixta, entre protagonistas de distinta naturaleza. Los ciudadanos sobre los que se ejerce son seres animados y libres, capaces de decidir entre acatarla o no. Pero el sujeto que la ejerce, el estado, es un ser abstracto, inmaterial -si quieres digo que no es real, en el peculiar sentido que tú le das a este adjetivo-. Es un concepto imaginario y mental, exactamente de la misma naturaleza que el 5 y el 3, tan capaz de decidir si desea o no mandar como lo son el 5 y el 3 de decidir si desean o no ser mayores o menores que el 3 o el 5. Y no solo eso, sino que uno de los protagonistas, el estado, ha sido inventado por el otro, los ciudadanos, con el exclusivo propósito de que sea él quien manda y ellos quienes obedezcan. Es decir, la "voluntad" (pongo las comillas porque el estado, ser abstracto e inmaterial, no tiene capacidad de decidir ni, por tanto, voluntad en sentido propio) de mandar del estado no tiene otro origen que la voluntad, esta vez sin comillas, de obedecer de los ciudadanos, que lo crean justo para eso.
De manera que localizar la causa de una acción en el sujeto paciente es contrario a la lógica... o no, según cuál sea el sujeto activo. Si, como en este caso, el sujeto activo ha sido inventado por el sujeto paciente con el fin de que produzca esa acción, a mí no me parece en absoluto contrario a la lógica.