Móviles
En 1994 tuve mi primer teléfono móvil. En ese año se alcanzaron en España los 400.000 abonados, apenas el 0,76% de los casi 51 millones de líneas móviles que se registraban en nuestro país en julio de este año. En sólo veinte años (en diecisiete en realidad, porque en 2011 se llegó al máximo y desde entonces ha bajado muy ligeramente) el número se ha multiplicado por 130. ¡Un crecimiento acojonante! Para que se hagan una idea, si suponemos que responde a los modelos de crecimiento exponencial, la tasa anual en estas dos décadas ha sido del 27%, mientras que la población mundial, que también crece como loca, lo ha hecho al 1,2%. Es decir, si los habitantes que había en este pequeño planeta en 1994 (5.661 millones) se hubieran multiplicado al ritmo de los móviles en España, ahora seríamos 735.000 millones de almas, en vez de los 7.200 millones actuales (que ya está bien). Dudo que haya otro bien de consumo que haya experimentado una proliferación tan brutal, no sólo en estos últimos veinte años sino seguramente en ningún periodo de la historia.
Naturalmente, a diferencia de la población humana, el crecimiento de estos artefactos no podrá ser exponencial, pues aunque se mantenga indefinidamente, lo hará a tasas decrecientes hacia una asíntota (al menos teórica). Desde luego, como ya han demostrado los datos, el límite máximo no es el número total de habitantes, ya que esta cifra se superó en marzo de 2006: en España hay más líneas de móvil que habitantes. Por supuesto, no todos los españoles tienen móvil (algún lector asiduo de este blog se mantiene incólume a la epidemia). Según datos del Observatorio Nacional de Telecomunicaciones "sólo" el 53,7% de los españoles mayores de 15 años tenía móvil en 2013, lo que nos da que son unos veintiún millones y medio de españoles los que cuentan con él y –¡asómbrense!– cada uno de ellos tiene, por término medio, 2,37 aparatitos. Como obviamente esto no es así, hemos de concluir que –si las cifras no mienten– hay un porcentaje importante de españoles que tiene tres, cuatro, cinco y qué sé yo cuántas líneas de móvil contratadas. La buena noticia para las compañías operadoras es que el mercado todavía puede ampliarse: quedan casi veinte millones de españoles sin terminal (imagino que los de mayor edad) y, además, habrán de proponerse conseguir que todos paguemos más de una línea. Vamos, que a lo mejor se están planteando llegar para el final de esta década a los cien millones de móviles, aunque la evolución reciente parece estabilizada en los últimos años.
Desde luego, entre las personas que conforman lo que podría llamarse mi entorno vital, ésas con las que me relaciono o puedo relacionarme, el porcentaje de quienes tienen móvil es muchísimo más alto que la media española, yo diría que roza el 100%. Conozco además a muchísimos que cuentan con más de una línea e incluso a alguno que otro que llega a distribuir sus contactos por esas líneas, clasificándolos en función del tipo de relación que mantiene con cada uno (comportamiento que se me antoja revelador de una estructura mental casi rayana en la patología, pero carezco de criterio al respecto). Esta universalización del móvil ha hecho que seamos accesibles permanentemente; cualquiera que desee decirme algo no tiene más que marcar mi número, dando por supuesto que llevo el aparatito conmigo, como si de una tercera oreja se tratase, pero de alcance auditivo ilimitado. Hasta la generalización del móvil esto, obviamente, no ocurría: para hablar con alguien tenías que tenerlo al alcance de la vista y del oído, y estos dos sentidos –además de otras consideraciones– te daban información previa sobre la conveniencia de hacerlo. También, claro, podías llamar por teléfono (fijo) pero, si no se ponía al aparato, habías de aceptar la posibilidad de que no estuviese. Ya no, que alguien no conteste un móvil no es como antaño un interrogante, sino que te está transmitiendo un mensaje preciso: ahora no quiero hablar contigo. Mensaje al que puede dársele un margen de provisionalidad, pero sólo por un cierto tiempo, debido a que la tecnología te garantiza que a tu interlocutor le consta que le has llamado; por eso, si no te devuelve la llamada, el significado queda definitivamente confirmado.
Naturalmente, hacerle saber al prójimo que no quieres hablar con él es muestra de mala educación, lo cual hace que nos sintamos obligados –unos más que otros– a contestar las llamadas o, si no podemos en ese momento, a devolverlas lo antes posible. No se entiende de igual modo, en cambio, que llamar a cualquiera sea maleducado, aunque haciéndolo pongamos al otro en la tesitura de desvelarnos si quiere o no hablar con nosotros. Claro que, al haberse convertido el móvil en un recurso inmediato y universal, estas convenciones se han atenuado muchísimo, porque si no estaríamos enfadándonos continuamente. De otra parte, como en la comunicación "presencial", también con el uso del móvil nos vamos creando nuestras propias pautas de conducta en cuanto a la accesibilidad a las distintas personas, si bien con "protocolos" bastante más relajados. Así, una primera discriminación en ambos sentidos es la de estar o no en la agenda de contactos del aparatito. Es mucho menos maleducado, casi ni siquiera lo es, no contestar un número que no conocemos. En 1994, cuando el porcentaje de la población con móvil era muy pequeño, que me sonara el móvil se convertía casi un acontecimiento y, desde luego, siempre lo contestaba. De hecho, si me compré uno, fue más para poder llamar yo (mayoritariamente a fijos, claro), en una época en la cual me movía bastante. Era otra situación que, como ya he descrito, cambió a una velocidad asombrosa.
Por cierto, durante los primeros años, llamar al móvil suponía un grado de "atrevimiento" mayor que hacerlo al fijo. Si querías hablar con alguien, le llamabas a su fijo y sólo si era muy importante te sentías autorizado a hacerlo al móvil. Tenía su lógica en el marco de unas convenciones sociales implícitas que prácticamente ya no existen. Llamar se consideraba una intromisión por lo que sólo se justificaba si había una razón suficiente; y primero al fijo, que le daba al receptor la oportunidad de no contestar sin ponerse en evidencia. Piénsese que incluso cuando el teléfono ya se había generalizado en los hogares españoles –pero todavía antes de la aparición del móvil– usarlo requería un motivo relevante y, por supuesto, no "para charlar"; de ahí que rarísima vez se dejara de descolgar cuando sonaba. Por eso, en los tiempos en que empezábamos a acostumbrarnos al móvil, conseguir el número del de cualquiera requería un cierto nivel de confianza, mayor que el necesario para que te dieran el de su casa. Hoy la situación ha virado al extremo opuesto; el número privado es el de nuestro domicilio y el público el del móvil. Bien es verdad que ya casi nadie nos llama al fijo; ¿para qué, si tienen la seguridad de que nos van a contactar en esa prótesis auditiva que permanentemente cargamos? Cuando suena el teléfono de mi casa, salvo esporádicas llamadas publicitarias, al otro lado siempre está K o mi madre.
La telefonía móvil, a diferencia de la antigua, permitió desde casi el inicio enviar al interlocutor breves mensajes escritos, posibilidad que, desde la popularización del whatsapp, se ha convertido en uno de los modos de comunicación más recurridos (aunque la inmensa mayoría de sus contenidos sean absolutamente supérfluos). No es muy usual, sin embargo, que empleemos esta modalidad para reducir las eventuales molestias que podemos causar al interlocutor llamándole por el móvil. Disponiendo de este recurso, si las convenciones fueran otras, lo habitual debería ser, antes de hacer una llamada, enviar un mensajito preguntando al interlocutor si puede hablar en ese momento. Incluso no estaría mal que dispusiéramos en nuestras terminales de mensajitos estándar con tal finalidad; los que hay, curiosamente, son los de "respuesta automática" que le llegan al que ha llamado cuando rechazas la comunicación. Esto quiere decir que se entiende conveniente justificarse por no contestar una llamada pero no pedir permiso para hacerla. Desde luego, la abusiva proliferación de los envíos a través de whatsapp nada debe a que quienes a ello se dedican consideren que así son más corteses con su interlocutor, sino simplemente a motivos económicos y, sobre todo, a que se ha convertido en una modalidad propia de conversación que –para mí, misteriosamente– resulta para muchos más atrayente que la de viva voz. Con lo cual, estos mensajes progresan en la misma lógica de intromisión que ya había recorrido el móvil aunque, ciertamente, con bastante mayor grado de tolerancia implícita si interrumpes el intercambio de mensajes.
En fin, estas consideraciones sobre cómo han cambiado los protocolos de comunicación con los medios digitales –y consiguientemente las convenciones sociales asociadas– me vinieron a la cabeza el otro día cuando me interesó hablar con el alcalde de mi ciudad. Lo conozco desde antes de que ocupara el cargo, cuando trabajé en otra institución bajo su dirección y él, por tanto, me conoce a mí. Intenté primero comunicarme por la vía oficial; esto es, llamando al Ayuntamiento y que me pasaran con alcaldía. Como era de esperar, por más que diera mi nombre y el asunto genérico del que quería hablar, la secretaria cumplió su función de barrera limitándose a tomarme nota y hacerme una promesa poco creíble de que ya se pondrían en contacto conmigo. Como no me valía, pedí a otro político de su partido, con quien tengo confianza, el número de móvil, y me lo facilitó sin ninguna dificultad, lo que refuerza mi impresión ya comentada de que el móvil ha perdido casi todo vestigio de privacidad. Entonces le envié un whatsapp en el que le adelantaba el asunto del que quería hablarle –lo suficiente para picarle la curiosidad– asegurándole que era importante para él que lo conociera a fin de evitar un conflicto innecesario. Al cabo de pocos minutos, me llamó.
Naturalmente, hacerle saber al prójimo que no quieres hablar con él es muestra de mala educación, lo cual hace que nos sintamos obligados –unos más que otros– a contestar las llamadas o, si no podemos en ese momento, a devolverlas lo antes posible. No se entiende de igual modo, en cambio, que llamar a cualquiera sea maleducado, aunque haciéndolo pongamos al otro en la tesitura de desvelarnos si quiere o no hablar con nosotros. Claro que, al haberse convertido el móvil en un recurso inmediato y universal, estas convenciones se han atenuado muchísimo, porque si no estaríamos enfadándonos continuamente. De otra parte, como en la comunicación "presencial", también con el uso del móvil nos vamos creando nuestras propias pautas de conducta en cuanto a la accesibilidad a las distintas personas, si bien con "protocolos" bastante más relajados. Así, una primera discriminación en ambos sentidos es la de estar o no en la agenda de contactos del aparatito. Es mucho menos maleducado, casi ni siquiera lo es, no contestar un número que no conocemos. En 1994, cuando el porcentaje de la población con móvil era muy pequeño, que me sonara el móvil se convertía casi un acontecimiento y, desde luego, siempre lo contestaba. De hecho, si me compré uno, fue más para poder llamar yo (mayoritariamente a fijos, claro), en una época en la cual me movía bastante. Era otra situación que, como ya he descrito, cambió a una velocidad asombrosa.
Por cierto, durante los primeros años, llamar al móvil suponía un grado de "atrevimiento" mayor que hacerlo al fijo. Si querías hablar con alguien, le llamabas a su fijo y sólo si era muy importante te sentías autorizado a hacerlo al móvil. Tenía su lógica en el marco de unas convenciones sociales implícitas que prácticamente ya no existen. Llamar se consideraba una intromisión por lo que sólo se justificaba si había una razón suficiente; y primero al fijo, que le daba al receptor la oportunidad de no contestar sin ponerse en evidencia. Piénsese que incluso cuando el teléfono ya se había generalizado en los hogares españoles –pero todavía antes de la aparición del móvil– usarlo requería un motivo relevante y, por supuesto, no "para charlar"; de ahí que rarísima vez se dejara de descolgar cuando sonaba. Por eso, en los tiempos en que empezábamos a acostumbrarnos al móvil, conseguir el número del de cualquiera requería un cierto nivel de confianza, mayor que el necesario para que te dieran el de su casa. Hoy la situación ha virado al extremo opuesto; el número privado es el de nuestro domicilio y el público el del móvil. Bien es verdad que ya casi nadie nos llama al fijo; ¿para qué, si tienen la seguridad de que nos van a contactar en esa prótesis auditiva que permanentemente cargamos? Cuando suena el teléfono de mi casa, salvo esporádicas llamadas publicitarias, al otro lado siempre está K o mi madre.
La telefonía móvil, a diferencia de la antigua, permitió desde casi el inicio enviar al interlocutor breves mensajes escritos, posibilidad que, desde la popularización del whatsapp, se ha convertido en uno de los modos de comunicación más recurridos (aunque la inmensa mayoría de sus contenidos sean absolutamente supérfluos). No es muy usual, sin embargo, que empleemos esta modalidad para reducir las eventuales molestias que podemos causar al interlocutor llamándole por el móvil. Disponiendo de este recurso, si las convenciones fueran otras, lo habitual debería ser, antes de hacer una llamada, enviar un mensajito preguntando al interlocutor si puede hablar en ese momento. Incluso no estaría mal que dispusiéramos en nuestras terminales de mensajitos estándar con tal finalidad; los que hay, curiosamente, son los de "respuesta automática" que le llegan al que ha llamado cuando rechazas la comunicación. Esto quiere decir que se entiende conveniente justificarse por no contestar una llamada pero no pedir permiso para hacerla. Desde luego, la abusiva proliferación de los envíos a través de whatsapp nada debe a que quienes a ello se dedican consideren que así son más corteses con su interlocutor, sino simplemente a motivos económicos y, sobre todo, a que se ha convertido en una modalidad propia de conversación que –para mí, misteriosamente– resulta para muchos más atrayente que la de viva voz. Con lo cual, estos mensajes progresan en la misma lógica de intromisión que ya había recorrido el móvil aunque, ciertamente, con bastante mayor grado de tolerancia implícita si interrumpes el intercambio de mensajes.
En fin, estas consideraciones sobre cómo han cambiado los protocolos de comunicación con los medios digitales –y consiguientemente las convenciones sociales asociadas– me vinieron a la cabeza el otro día cuando me interesó hablar con el alcalde de mi ciudad. Lo conozco desde antes de que ocupara el cargo, cuando trabajé en otra institución bajo su dirección y él, por tanto, me conoce a mí. Intenté primero comunicarme por la vía oficial; esto es, llamando al Ayuntamiento y que me pasaran con alcaldía. Como era de esperar, por más que diera mi nombre y el asunto genérico del que quería hablar, la secretaria cumplió su función de barrera limitándose a tomarme nota y hacerme una promesa poco creíble de que ya se pondrían en contacto conmigo. Como no me valía, pedí a otro político de su partido, con quien tengo confianza, el número de móvil, y me lo facilitó sin ninguna dificultad, lo que refuerza mi impresión ya comentada de que el móvil ha perdido casi todo vestigio de privacidad. Entonces le envié un whatsapp en el que le adelantaba el asunto del que quería hablarle –lo suficiente para picarle la curiosidad– asegurándole que era importante para él que lo conociera a fin de evitar un conflicto innecesario. Al cabo de pocos minutos, me llamó.
Interesante reflexión. Sólo añadiré que los servicios de mensajería se han desarrollado, llegando al máximo con el Whatsapp y un WiFi, para establecer barreras a la conversación. A nadie le gusta hablar desde su cuarto de baño, pero escribir es mucho más aceptable.
ResponderEliminarOzanu: No me queda muy claro eso de que el whatsapp se ha desarrollado "para establecer barreras a la conversación". En todo caso, lo de tener el móvil mientras se hacen las necesidades me parece ya todo un síntoma de adicción.
ResponderEliminarAl intercambio mediante la voz, se entiende. Se ve como una incomodidad tener que hablar. Pero sí, no te falta razón.
ResponderEliminarQuizás no se te haya olvidado que en los primeros años los usaban sólo unos pocos privilegiados, hasta el punto de que una juguetería de Sevilla hizo su agosto vendiendo unos de juguete, con timbre, que servían exclusivamente para "fardar" de tener uno. Por otra parte, en esos primeros años, los usaban los contrabandistas gallegos para comunicarse entre barcas y la costa y desembarcar alijos cuando no vigilaba la Guardia Civil; los llamaban "macontros" ("macontro en la punta del Caramiñal y los picoletos han entrado en la rada, venid rápido", etc.)
ResponderEliminarYo los detesto, sobre todo los llamados inteligentes llenos de gadgets, pero reconozco que tienen cierta utilidad, por ejemplo, uso insólito hoy por hoy: para llamar por teléfono. Tengo teléfono fijo en casa, lo tenía en el trabajo, para qué si estoy por ahí quiero que me localicen, bueno, pues ahora te lo piden para todo, en la Seguridad Social, por ejemplo. Un caso de como el órgano crea la función o el invento precede a su necesidad...
Lansky: Las ventas de teléfonos de pega fueron especialmente abundantes en Italia, lo que vendría a apuntar que –si es que existen eso que se llama características nacionales– los italianos son más "vanidosos que los españoles (si estás por Italia, como parece, podrías hacer un muestreo de campo al respecto).
ResponderEliminarYo, como relato en el post, debo contarme entre los primeros cuatrocientos mil españoles que dispuso de uno de "a veras". Aunque reconozco una moderada afición por estar al día tecnológicamente, la razón de mi precocidad –antes de que fuera una necesidad impuesta– obedeció simplemente a que me venía muy bien para el trabajo que hacía entonces.
No los detesto, pero sí me parece que han creado una dependencia excesiva en sus usuarios, ya que tantos parecen incapaces de soltarlo durante más de quince minutos. Yo los encuentro útiles tan sólo para hablar por teléfono, enviar mensajitos cuando quiero dar un recado rápido y también como dispositivo para escuchar música mientras camino. Nada más.