El cáncer que nos devora
Lo realmente grave de la situación española no es el paro, tampoco la corrupción o el fraude fiscal, ni el desmantelamiento del estado del bienestar, ni la extensión de la pobreza en el marco de una escandalosa desigualdad social, ni el muy preocupante debilitamiento de la independencia de las instituciones democráticas, ni –desde luego– la amenaza nacionalista a la unidad de España ... Todos estos problemas son gravísimos, dramáticos varios de ellos pues los viven en sus carnes personas reales, suficientes casi cualesquiera de ellos para diagnosticar que el estado del paciente –sea éste la sociedad española o el Estado– es crítico, con altísimo riesgo de palmar a corto plazo. Sin embargo, ninguno de ellos es el problema principal, originario, sino consecuencias de éste. Siguiendo con la metáfora sanitaria, es como si España tuviera sida, y cada uno de los problemas que he relacionado una de las muchísimas enfermedades que se manifiestan debido al deterioro del sistema inmune.
Vivimos en un sistema capitalista, así se llama el marco socioeconómico en el cual se desarrollan nuestras vidas. Los dos componentes básicos e indisolubles del sistema –la propiedad privada de los medios de producción y la búsqueda del máximo beneficio– existen casi desde siempre (yo diría que desde antes del nacimiento del capitalismo como sistema prevalente) y han demostrado tener una fortaleza indiscutible, tanta que hay quienes opinan que derivan de la propia naturaleza humana. Lo cierto en cualquier caso es que hace mucho que ni siquiera se cuestionan (de forma definitiva tras el colapso de los regímenes del socialismo real de la Europa del Este), no sólo en términos prácticos sino tampoco teóricos. En tal sentido, es relevante el éxito ideológico que supone haber logrado vincular en una aparente unidad indisoluble valores éticos indiscutibles con los componentes del capitalismo, lo que otorga una especie de legitimidad moral a éstos (por ejemplo, hace unos días escuchaba a un conferenciante exponer que los tres derechos primigenios de todo ser humano eran a la vida, la libertad y ... ¡la propiedad privada!).
En Estados Unidos y en Europa occidental, desde el segundo tercio del pasado siglo, se llegó a un doble convencimiento: la aceptación (con distinto grado de entusiasmo) de que la economía debía desenvolverse en el marco del capitalismo y, en segundo lugar, que debían ponerse unas reglas y límites a los mecanismos capitalistas para evitar que éste impidiera el bienestar colectivo. Las acciones de gobierno guiadas por este planteamiento correspondieron mayoritariamente a los que se dieron en llamar partidos socialdemócratas, principales responsables de la consolidación en nuestro entorno de los estados del bienestar, gracias –no lo olvidemos– a unos desequilibrios globales profundamente injustos y a olvidar en las ecuaciones muchos factores (por ejemplo, los llamados costes ambientales). Pero, en todo caso, lo cierto es que esta especie de pacto entre el capital y el conjunto de la población funcionó razonablemente bien (sobre todo si lo miramos desde la actual situación), lo que, de rebote, permitió que el Estado, que nominalmente es el representante de la ciudadanía, obtuviera un alto grado de legitimidad social.
Ese pacto se basaba (y se basa) en reprimir las tendencias naturales intrínsecas al capitalismo. La lógica de éste es muy similar, por volver a las metáforas médicas, a la de un cáncer: crecer exponencialmente matando en el proceso a otras células. La apuesta socialdemócrata equivaldría, pues, a permitir esos crecimientos para aprovechar sus efectos beneficiosos pero evitando que aparecieran los malignos. Difícil y arriesgada tarea, sin duda, porque en la naturaleza de las células cancerosas no existe ningún mecanismo discriminador, lo único que se plantean es crecer cómo y dónde puedan, sin que el proceso venga condicionado por la valoración de sus efectos. Por tanto, que el modelo funcionara dependía casi exclusivamente de la firmeza de esos "médicos" socialdemócratas que habían de estar en constante atención a la evolución del cáncer para en cada momento ir adoptando las medidas necesarias para reconducirla. Ciertamente, podría haberse decidido cortar por lo sano, acabar con el cáncer. Sin embargo, los ejemplos que se conocían de tal alternativa –los vecinos países del socialismo real– parecían soluciones peores a mantener esta arriesgada coexistencia entre capitalismo y progreso social.
Ahora bien, hacia principios de los ochenta algunos gobernantes muy poderosos empezaron a pensar que se había exagerado el riesgo de los efectos malignos del capitalismo y que, consiguientemente, tampoco hacía falta mantener los corsés públicos tan ajustados. Ese cambio ideológico pudo ser bienintencionado o interesado; es decir, propiciado por aquéllos que están al servicio de las propias células cancerosas. El hecho es que desde la época de Thatcher y Reagan se empezaron a adoptar medidas concretas que removían varios de esos límites puestos por la socialdemocracia, con el resultado –no inmediato pero sí inexorable– de que poco a poco se iban disolviendo cosas que ingenuamente dábamos por realidades asentadas e inamovibles. El crecimiento canceroso se disparató expandiéndose a costa de casi todo, incluso sobre aquellos ámbitos más "sagrados". Y –lo que es muy importante– sus efectos durante la primera etapa en la que se iban desmontando las viejas barreras parecieron beneficiosos al conjunto de la ciudadanía. Esto posibilitó –junto con la muerte del paciente al que años antes se le había decidido extirpar el cáncer– la exaltación ideológica, casi hasta el extremo de erigirse en pensamiento único, de la bondad del capitalismo sin límites. Así se llegó a dos planteamientos que, sumados, alcanzaban una aceptación casi absoluta. El primero, que lo mejor para la ciudadanía es dejar al capitalismo que funcione con sus propios mecanismos sin interferir desde el Estado (desde la regulación pública); éste, en España, es el del PP. El segundo, cuyo más significativo representante ha sido en nuestro país el PSOE, sería el de la resignación; entienden que algunos abusos (bastante mayores de los que sus antecesores habrían admitido) deberían limitarse pero, como las cosas con como son, esos límites deben adoptarse con el permiso de los capitalistas, no vayan estos señores a enfadarse y empeorarnos la situación. En resumen, toda la clase política –con muy honrosas excepciones– había aceptado –a gusto o no tanto– como inevitable el modo en que funcionaba el sistema capitalista y, gracias a los mecanismos mediáticos del Poder, había convencido a la gran mayoría de la ciudadanía de que así tenían que ser las cosas.
En este marco nos cae la crisis, que no es otra cosa que la consecuencia absolutamente lógica e inevitable del funcionamiento canceroso del sistema. No es una crisis de la economía productiva, sino de la financiera, de algo que los mortales comunes no podemos entender por la sencilla razón de que es una soberana mentira, un monumental montaje ficticio organizado simplemente para la acumulación desaforada del capital. Dicho sea de paso, esa dificultad de entender la economía financiera es otro factor nada desdeñable del triunfo ideológico del sistema, con el suicida enaltecimiento a la categoría de sumos sacerdotes de perfectos ignorantes –muy bien pagados, eso sí– que con sus títulos de economistas, se dedican a pontificar sobre mecanismos del mercado (que demuestran, dados sus errores proféticos, no dominar) como si se tratara de leyes físicas. La crisis es –hay que decirlo con absoluta claridad– resultado de la voracidad sin límites del capitalismo. Sin duda sería acertado calificar a los capitalistas de idiotas, por no darse cuenta de que –como el cáncer– destruyendo el resto de células del cuerpo social se están condenando a sí mismos. Pero no es que no se den cuenta (al menos bastantes de ellos) sino, simplemente, que como el escorpión que le pidió a la rana que le ayudara a cruzar el río, no pueden hacer otra cosa: está en su naturaleza. Por eso es absolutamente lógico que, como todavía quedan células que se resistían a la destrucción generando una momentánea detención del proceso canceroso, los servidores del capitalismo –es decir, los gobernantes– adopten las medidas que han adoptado para salir de la crisis. Que, en efecto, son buenas medidas para salir de la crisis, de la crisis del capitalismo, para lograr que –por alguna temporadita más– el cáncer vuelva a gozar de buena salud. ¿Qué medidas? Pues, en síntesis, todas aquellas que faciliten que el capitalismo siga creciendo, siga devorando las células que todavía eran inmunes a la invasión.
Los resultados de estas políticas están a la vista. Tan a la vista que muchísima gente se siente indignada por la ineficacia de las medidas adoptadas para mejorar su situación y, lo que es más importante, por las tremendas injusticias que suponen. Una indignación generalizada que no es, desde luego, la primera vez que se produce pero ahora, como consecuencia en primer lugar de la torpe avaricia del capital, se articula constructivamente. Y así, después de tantos años, los dogmas (falsos) de la ideología neoliberal se ponen en cuestión, empiezan a tener audiencia y credibilidad voces que, con argumentos razonables, sostienen que no es necesariamente inevitable asumir la lógica voraz del cáncer financiero, que hay que ponerle determinados límites al capitalismo. Las propuestas que se hacen (a las que me gustaría referirme en otro momento) no son en absoluto comunistas, no pretenden extirpar el cáncer (prohibir el afán de lucro o la propiedad privada de los medios de producción). No, simplemente recuperar algunos de los presupuestos asumidos por la socialdemocracia desde los cincuenta, volver a establecer esos límites en los que encauzar (y a los que supeditar) la actividad económica privada. Pero desde su arrogante posición triunfante los capitalistas no están dispuestos a admitir a estas alturas lo que permitía hace unas décadas aunque lo cierto es que la fuerza del rechazo social y las posibilidades reales de que sus contramedidas puedan ponerse en práctica los han atemorizado. Por eso han movilizado sus múltiples instrumentos mediáticos y políticos a fin de ensuciar y desprestigiar a quienes convierten la indignación social en alternativas de actuación, y lo hacen sin rehuir los medios más ruines, abusando hasta el vómito de la demagogia y del populismo, recurriendo siempre a argumentos de autoridad (que cada vez valen menos ante el resquebrajamiento de los dogmas que creían tener tan sólidamente asentados) y evitando la discusión ordenada y racional sobre la viabilidad de las propuestas concretas. Esta estrategia, en mi opinión, es insostenible; no creo que ya puedan volver a convencernos de que la única forma en que la economía puede funcionar sea la del capitalismo desregulado. Por tanto, a los dueños del Poder (o sea, a los capitalistas y sus servidores) se les abren dos opciones: o admiten que deben someterse a ciertos límites (recuperar los viejos presupuestos de la socialdemocracia) o imponen a la fuerza sus condiciones (fascismo encubierto bajo una democracia cada vez más alejada de la soberanía ciudadana). De más está decir que –incluso para ellos– la alternativa más inteligente sería la primera. Sin embargo, por lo que se ve de momento, pareciera que nuestros estúpidos y suicidamente ambiciosos ostentadores del Poder están optando por la segunda.
Los resultados de estas políticas están a la vista. Tan a la vista que muchísima gente se siente indignada por la ineficacia de las medidas adoptadas para mejorar su situación y, lo que es más importante, por las tremendas injusticias que suponen. Una indignación generalizada que no es, desde luego, la primera vez que se produce pero ahora, como consecuencia en primer lugar de la torpe avaricia del capital, se articula constructivamente. Y así, después de tantos años, los dogmas (falsos) de la ideología neoliberal se ponen en cuestión, empiezan a tener audiencia y credibilidad voces que, con argumentos razonables, sostienen que no es necesariamente inevitable asumir la lógica voraz del cáncer financiero, que hay que ponerle determinados límites al capitalismo. Las propuestas que se hacen (a las que me gustaría referirme en otro momento) no son en absoluto comunistas, no pretenden extirpar el cáncer (prohibir el afán de lucro o la propiedad privada de los medios de producción). No, simplemente recuperar algunos de los presupuestos asumidos por la socialdemocracia desde los cincuenta, volver a establecer esos límites en los que encauzar (y a los que supeditar) la actividad económica privada. Pero desde su arrogante posición triunfante los capitalistas no están dispuestos a admitir a estas alturas lo que permitía hace unas décadas aunque lo cierto es que la fuerza del rechazo social y las posibilidades reales de que sus contramedidas puedan ponerse en práctica los han atemorizado. Por eso han movilizado sus múltiples instrumentos mediáticos y políticos a fin de ensuciar y desprestigiar a quienes convierten la indignación social en alternativas de actuación, y lo hacen sin rehuir los medios más ruines, abusando hasta el vómito de la demagogia y del populismo, recurriendo siempre a argumentos de autoridad (que cada vez valen menos ante el resquebrajamiento de los dogmas que creían tener tan sólidamente asentados) y evitando la discusión ordenada y racional sobre la viabilidad de las propuestas concretas. Esta estrategia, en mi opinión, es insostenible; no creo que ya puedan volver a convencernos de que la única forma en que la economía puede funcionar sea la del capitalismo desregulado. Por tanto, a los dueños del Poder (o sea, a los capitalistas y sus servidores) se les abren dos opciones: o admiten que deben someterse a ciertos límites (recuperar los viejos presupuestos de la socialdemocracia) o imponen a la fuerza sus condiciones (fascismo encubierto bajo una democracia cada vez más alejada de la soberanía ciudadana). De más está decir que –incluso para ellos– la alternativa más inteligente sería la primera. Sin embargo, por lo que se ve de momento, pareciera que nuestros estúpidos y suicidamente ambiciosos ostentadores del Poder están optando por la segunda.
L'estaca - Lluis Llach (Concentric, 1968)
Estoy muy, pero que muy de acuerdo con esta exposición, Miroslav, no me importaría firmarla yo. Sólo te prolongo, si me lo permites, tu metáfora del capitalismo como cáncer. La gente olvida que aunque las células cancerosas crecen sin control y a costa de las células sanas, finalmente, el cáncer también muere, cuando lo hace el paciente, así que desde el punto de vista evolutivo, el cáncer, o el capitalismo sin control, nunca será un avance hacia ningún futuro de ese organismo, de hecho, el cáncer es un desajuste de ese futuro, y el capitalismo descontrolado lo mismo, vía su insostenibilidad física (los límites del crecimiento, no sólo ambientales o ecológicos, sino termodinámicos) y su esencial injusticia social.
ResponderEliminarLansky: También yo estoy de acuerdo con tu "prolongación" de la metáfora del cáncer. De hecho, cuando considero al final del post que la alternativa "más inteligente" sería recuperar el sano pacto socialdemócrata de límites a la voracidad cancerosa, lo hago desde el punto de vista del propio capitalismo, ya que, en efecto, el crecimiento descontrolado lo llevará necesariamente a su muerte, al igual que las células cancerosas mueren cuando han matado a todas las demás. Por eso también califico de comportamiento estúpidamente suicida la insaciable ambición de los capitalistas. Pero, qué quieres, parece que habremos de admitir que, como le dijo el escorpión a la rana, "está en su naturaleza" y no lo pueden evitar, los pobres.
ResponderEliminarMe parece muy acertado. A eso añadiría que, como le decía el otro día a un chaval por Twitter, no sólo son suicidas, sino también ineficaces en cosas como la sanidad. Una sanidad pública tiene mejores posibilidades de responder ante una pandemia porque maneja muchos más datos. Pero esta gente sólo se llena la boca con palabras como "elección". ¿En serio creen que ante problemas graves tenemos "elecciones"? Están ciegos.
ResponderEliminarSi al capitalismo le ponemos límites, entonces hay que llamarlo de otro modo, para que sepamos de lo que estamos hablando. Pero para poner un nombre, hace falta un sistema. "Estado del bienestar" siempre me pareció ingenuamente cruel, teniendo a África al lado.
ResponderEliminarMe encantó el planteamiento. Muy claro y dinámico. También me gustó mucho la entrada anterior "Populismo".
Gracias.
También a mí me ha gustado mucho el post. Me parece un resumen excelente, aunque -mínima objeción- quizás, en tu -nuestra- lógica añoranza del estado de bienestar, no haces suficiente hincapié en que su consolidación fue más un breve y precario espejismo que otra cosa, que el entorno en que tuvo lugar fue el de una muy pequeña minoría de la humanidad, que en su mayor parte jamás ha llegado a conocer tal cosa y, sobre todo, en que con toda probabilidad, no puede ser de otra forma, porque los desequilibrios globales profundamente injustos a los que aludes -dentro de los cuales creo que es donde deben considerarse, entre otros, los costes ambientales- no son tanto un factor más a tener en cuenta en la formación de los estados de bienestar como su premisa básica y su condición ineludible. Es decir, que el relativo bienestar de la minoría a la que pertenecemos no puede mantenerse más que a costa de la creciente miseria de la enorme mayoría.
ResponderEliminarEn otro orden de cosas, el de propiedad -"Toda persona tiene derecho a la propiedad, individual y colectivamente"- es uno de los Derechos Humanos que proclama la Declaración Universal, concretamente en su artículo 17. Tu conferenciante no proclamaba algo tan disparatado o, al menos, no estaba mal acompañado en su proclamación.
La Declaración Universal de los Derechos Humanos es una de los más prodigiosos "Brindis al Sol que conozco
ResponderEliminarOzanu: La ineficacia depende desde que óptica se juzgue. Si de lo que se trata (y es de lo que se trata) es de maximizar el beneficio del capital, no tengas duda de que la sanidad privada es más "eficaz" que la privada, ya que además cuenta con el colchón del Estado para cubrir los costes que disminuirían su rentabilidad (se llaman externalidades o, si lo prefieres, privatizar los beneficios y hacer públicos los costes).
ResponderEliminarSBP: Sigue siendo capitalismo; de hecho, era así hasta finales de los setenta. Más que cambiarle el nombre (siempre es capitalismo porque responde a unas mismas reglas básicas de funcionamiento), lo que hay que hacer es añadirle al de ahora un adjetivo; "salvaje", por ejemplo.
Gracias por pasar por aquí. Me alegra que te hayan gustado estos dos últimos posts.
Vanbrugh: Tienes razón en que la consolidación del estado del bienes-tar en el marco del capitalismo fue un breve y precario intervalo temporal, pero yo no lo llamaría espejismo. Fue resultado de una serie de factores que, aunque sea algo simplificador, podríamos englobar bajo el denominador común de un consenso social generalizado de que la economía debe estar al servicio de la sociedad, de ese pacto duramente alcanzado entre capitalismo e interés público. Alucinantemente, lo que parecía una línea de "progreso" en el terreno de las ideas ha sido destrozada con absoluta impunidad.
ResponderEliminarDe otra parte, también coincido en que el estado del bienestar afectó a una mínima parte de la humanidad y, en gran medida, basándose en la explotación de los que dejaba fuera. Sin embargo, aunque no niego la enorme importancia de los desequilibrios globales profundamente injustos, no me atrevería a asegurar que son imprescindibles para el capitalismo (sí lo son, ciertamente, para el que ahora nos toca padecer). Pero ahondar en este asunto exige un largo debate.
Por último, nada que objetar a que la Declaración Universal considere la propiedad como un derecho fundamental (yo, que como sabes no creo demasiado en los derechos, no lo consideraría tan tajantemente, creo que debe matizarse mucho). Lo que me llamó la atención de la conferenciante a que me refiero es que lo ponga en el "paquete primero", en la "triada básica": Vida, libertad y propiedad privada. Fíjate que esa triada en la Declaración Universal es vida, libertad y seguridad. Y antes que la propiedad privada, la Declaración cita el reconocimiento a la personalidad jurídica, la igualdad y protección ante la Ley, la presunción de inocencia, la protección de la vida privada, la familia, el domicilio y la correspondencia, la libre circulación y residencia, el asilo, la nacionalidad, al matrimonio ... Puedo pensar, como Lansky, que la Declaración es un prodigioso brindis al sol, pero en lo que coincido es en que el derecho a la propiedad privada no es ni de lejos de los más fundamentales.
Ta agradecería, Miroslav, que me explicaras un poco más qué quieres decir cuando dices que "no crees demasiado en los derechos".
ResponderEliminarNo creo que la declaración Universal establezca ninguna jerarquía entre los derechos que proclama. Pero si lo hace, es asunto suyo. A mí me parecen fundamentales todos los que proclama, y dignos todos ellos de que se luche por establecerlos como efectivos derechos protegidos por la Ley. En ese sentido, la Declaración puede ser un bridis al sol, como lo es cualquier declaración de intenciones, pero se trata de un brindis que personalmente celebro mucho que se haya formulado.
Y las preferencias de cada uno sobre cuáles de ellos sean los más fundamentales me parecen absolutamente respetables.
Pues a mí no, desde luego que no me parecen iguales, o igual de fundamentales, o simplemente fundamentales todos los derechos que proclama la susodicha Declaración Universal. Siempre me llamó la atención que el no matarás fuera relegado atrás, hasta el 5º mandamiento; en cambio, me parece muy lógico que el derecho a la vida sea el primero, etc.
ResponderEliminarEn un orden de cosas más retórico que esencial, ese "Pero si lo hace, es asunto suyo", de Vanbrugh (ver supra) me parece totalmente fuera de lugar, hablando d eun documento como su fuera un señor en el tranvía.
fe de erratas:
ResponderEliminarcomo su fuera
quise escribir, lógicamente:
como sifuera
Para parecerte más dentro de lugar, puedo tratar de encontrar un tranvía, subirme a él y volverlo a decir. Así seré, efectivamente, un señor en un tranvía. Yo no veo la diferencia, pero si a ti te deja más tranquilo...
ResponderEliminarNo, Vanbrugh, eres un amigo, no una pastilla de valium, así que ya me tranquilizo yo solito. Y si no ves la diferencia es tu problema (o no), a mí me la suda. Cuando tengas ganas de debatir para llegar a conclusiones y no de desahogarte con tus comentarios, y no hablo de los ultimísimos tuyos , sino desde hace ya un tiempito, lo celebraré de verás, como si hubieras vuelto d eun extraño exilio mental y emocional
ResponderEliminarVanbrugh: Con lo de que no "creo demasiado" en los derechos, quiero decir que no creo que éstos sean algo inherentes al ser humano, sino simplemente una convención derivada del avance en nuestra ética; convención, dicho sea de paso, que como tú también yo celebro. Ahora bien, el insistir tanto en los derechos y además ampliarlos hasta algunos que son cuando menos discutibles, me parece que contribuye más bien poco a que sean realidad y, de otra parte, tiende a hacer olvidar que estamos muy lejos de disfrutarlos y que, en la mayoría de los casos, "hay que ganárselos". Lo que me recuerda una de las frases más repetidas en mi educación infantil: para tener derechos hay que cumplir con los deberes; frase que hoy parece olvidada, quizá porque ya tenemos los derechos por el simple hecho de existir.
ResponderEliminarPor mi parte, yo sí creo que la Declaración Universal sí establece jararquías –o mejor dicho, orden de prelación– en los derechos que proclama; en toda norma o documento de esta naturaleza el orden no es aleatorio sino que revela una intención de graduar sucesivamente la importancia. Pero como supongo que no nos pondremos de acuerdo, paso de la Declaración y te manifiesto que en mi opinión (y me da que en la de casi cualquiera), hay muchos derechos más fundamentales que la propiedad privada. Sin ir más lejos, el derecho a la seguridad que cita en la triada primera la Declaración me lo parece mucho más. Cada uno, por supuesto, puede opinar lo que quiera y le respetaré, pero no necesariamente he de respetar su preferencia.
Te decía en mi último comentario que opino que el derecho a la propiedad privada debe ser matizado. Es decir, creo que si se declara como derecho fundamental debe acotarse a la posesión y disfrute de los bienes suficientes para una vida digna. No considero que se deba elevar a un derecho absoluto que prevalezca sobre otros. Cuando se defiende de este modo, tiendo a sospechar que los derechos nacen no de la dignidad del ser humano, sino de los intereses de las clases dominantes en un sistema socioeconómico concreto.
Me ha encantado la metáfora,muy original y didáctica.
ResponderEliminarAbrazos, :)
Hola, Lansky. Me parece advertir en tu tono un cierto cabreo que no entiendo, pero en fin, debe de ser una interferencia de comunicación, del mismo género que las que te hacen a ti pensar que yo esté en alguna clase de exilio. No advierto en mis comentarios de este último tiempito nada distinto de los de otros tiempitos, y siempre los hago para lo mismo: para debatir llegando a conclusiones y, naturalmente, también para eso que llamas "desahogarme", o sea, para pasarlo bien, porque no me siento en absoluto ahogado. La verdad, espero que se te vaya pasando tanto al menos como por lo visto esperas tú que yo vuelva de no sé dónde.
ResponderEliminarAclarado, Miroslav. Estamos de acuerdo. Los derechos son convenciones, que tenemos en la medida en que nos las inventamos y tomamos las medidas para hacerlos efectivos. Tampoco yo creo en nada a lo que pueda llamarse Derecho Natural. No hay más Derecho que el positivo, y por eso precisamente es tan importante ocuparse de él, porque los derechos que no sepamos establecer y salvaguardar como efectivos derechos positivos nadie nos los va a reconocer ni a respetar como "inherentes" a nada.
ResponderEliminarMi expresión, que tanto sobresalta a Lansky por ser, al parecer, propia de un señor en un tranvía (??), de que la jerarquía que entre derechos establezca la Declaración Universal es asunto suyo solo quiere decir que me reservo, a mí y a cada uno, el derecho de mantener mi propio criterio sobre cuáles sean los más importantes. Tampoco yo creo, como tú, que el de propiedad esté entre los tres más importantes, pero la opinión de ese conferenciante de que sea así me parece tan respetable como la tuya y mía de que no.
Mis disculpas si he sido brusco, Vanbrugh; es bien cierto que a veces, no a menudo, me exasperas, pero una de las frases de falsa sabiduría más tontas que lógicamente no subscribo es esa de ‘amor es no (tener que) decir nunca lo siento’. O sea, lo siento.
ResponderEliminarNo pasa nada, Lansky, todos nos exasperamos de vez en cuando. Y las interferencias internéticas nos juegan malas pasadas a todos.
ResponderEliminar