lunes, 12 de octubre de 2015

Encuentro casual

El bar de la plaza del pueblo, a lo mejor el único bar del pueblo, un pueblo pequeño de la serranía de Málaga en el mes de febrero. Jaime había salido temprano esa mañana, con tiempo de sobra hasta la reunión vespertina en Antequera; quería conducir sin prisas por carreteras secundarias y le había entrado hambre. La plaza, aporticada en dos de sus lados con una arquería blanca, no valía gran cosa, y menos el edificio del Ayuntamiento, con su desentonada fachada de ladrillo visto. La entrada al bar cubierta con una de esas cortinas de piezas plásticas de colores que Jaime creía que habían desaparecido hacía muchos años. En el umbroso interior, cuatro viejos en atemporal partida de cartas y, al fondo, una mujer de espaldas, desayunando. Se sentó a la barra y le pidió un café con leche y media ración de churros a una muchacha morena de belleza insultante a esas horas. La chica le sonrió y Jaime sintió una descarga eléctrica de deseo. Mientras arrobado la miraba moverse, le asaltaron imágenes imposibles: los dos abrazándose, besándose, desnudándose furiosamente … Ahí estaba ella, con la taza y el plato, y con esa sonrisa que le pedía llévame contigo fuera de este pueblo, no seas idiota Jaime, y balbucear un gracias y esforzarse en reprimir sus desvaríos.

La mujer de la mesa del fondo se acercó hasta la barra. Me cobras, por favor, y mostró una tarjeta de crédito. No aceptamos tarjetas, lo siento, son cinco euros. No llevo efectivo. A Jaime, hasta entonces distraído en sus ensoñaciones, le pareció que algo cambiaba en el aire, de pronto el silencio tenue del bar se densificaba. Las siete personas (también los viejos de las cartas) concentraban sus pensamientos en un problema que requería ser solucionado para que el tiempo siguiera corriendo, y ahora ¿cómo salimos de ésta? La mujer rebuscó en el bolso, no, dijo, no llevo nada, y la preciosidad de detrás de la barra abrió más sus ojos negros abarcando todo el local (también a los viejos de las cartas), ¿y entonces? La pregunta no había llegado a ser dicha pero ahí estaba, como si fuera uno de esos enigmas de las leyendas de cuya respuesta dependía el curso de la historia. Jaime sintió la fatal ligazón que le ataba a esa escena que ya no era la banal coincidencia de unas personas anónimas en un bar de un pueblo perdido sino la recreación del momento culminante de alguna tragedia griega. La chica, la mujer y él (también los viejos de las cartas, el coro), nada ajeno tenía importancia, ni siquiera existía. Le tentaba dejarse arrastrar por el destino, sufrir pasivamente el devenir que había de trastocar la realidad conocida. Sin embargo, cóbramelo a mí, dijo.

El tiempo volvió a su cauce. La mujer lo miró, expresión a medias entre sorprendida y aliviada (¿o decepcionada?), gracias, le dijo sonriente, ahora mismo en un cajero … No hay cajero automático en este pueblo, hosca la chica de la barra. Jaime frunció el ceño, gesto de no tienes que molestarte, y entonces la reconoció: la mujer de un compañero de trabajo, Elisa, no, Isabel. Eres la mujer de Rafael Dávila, ¿verdad? Ella, por un momento, acusó con alarma sus palabras; enseguida relajó sus facciones: sí, ¿nos conocemos? Soy Jaime Silva, trabajo con tu marido, coincidimos hace un par de años en la cena de navidad. La mirada de la mujer se intensificó, como si se disolviera la bruma azulada de sus pupilas, ahora los ojos eran verdes violáceos. Sí, confirmó, Mariela, ya recuerdo, qué casualidad encontrarnos aquí, me llamo Isabel por si no te acuerdas. Al mencionar el nombre de su esposa, pensó Jaime, ella acotaba el campo del juego que se abría; se demoró en contestar para revisarla en detalle mientras le sostenía la mirada. Andaría por los cuarenta y pocos, ropas intencionadamente desaliñadas que escondían las formas de su cuerpo, rostro no especialmente atractivo pero en el que el brillo de los ojos, hasta entonces apagado, revelaba misterios. Estoy de camino a Antequera, una reunión de la empresa, ¿y tú? ¿Qué haces tan lejos y tan sola? Isabel sonreía. La sonrisa se le había ido dibujando muy despacio, creciendo casi imperceptiblemente mientras era repasada. No contestó; en cambio, mientras él ponía sobre la barra un billete de diez euros, se levantó del taburete y caminó hacia la puerta del bar. Jaime sintió que asumían el inicio de ese juego cuyas reglas y objetivo desconocía. Salió detrás de ella a la plaza desierta, anegada en la luz del sol de media mañana.

Jaime sacó la cajetilla y le ofreció un cigarro. Isabel dudó un instante, llevo tres años y medio sin fumar pero quizá hoy, contigo … Caminaron fumando por las empinadas calles empedradas, los pulmones acusando el esfuerzo. La conversación se iba construyendo con frases de tanteo y silencios, rumbo sinuoso como el del camino. Cuando alcanzaron lo alto, una plazuela mirador desde donde se divisaba el horizonte marino, se sentían a gusto juntos. Ella empezó un relato confuso, interrumpiéndolo constantemente, salpicándolo de preguntas que no venían a cuento, casi impertinentes. Mencionó un cáncer de mama –por suerte, detectado a tiempo–, añoranzas de la adolescencia, motivaciones que se van olvidando, la progresiva opacidad de lo cotidiano. ¿Rafa no te ha contado nada de lo mío, de lo nuestro? No, contestó Jaime, de todos modos, tampoco es que seamos amigos. Isabel le dijo que lo quería, así, de pronto; pero no sé, añadió, creo que necesito más tiempo. ¿Qué buscas? No dijo nada, lo miró con una expresión extraña, demasiado llena de significados (él creyó detectar ansiedad, súplica, temor, desprecio, rabia) y empezó a llorar en silencio. Jaime la abrazó; ahí, en ese pueblo perdido, sentado en un murete de piedra, el cuerpo de ella, una mujer casi desconocida, apretándose contra el suyo, y una mezcla de ternura y deseo. Le acarició la espalda con la punta de los dedos, muy suavemente.

De nuevo se sintió absorbido por una atmósfera mitológica, abandonado a la fuerza irrevocable del destino. Ahogada desde su pecho le llegó la voz de Isabel, como si siguiera un guión obligado: tu reunión de Antequera, no puedes faltar, supongo. No respondió, de pronto tenía frío, un frío que se le filtraba en forma de afiladas y diminutas agujas con sabor a miedo; la apretó más, a ver si así se disolvía el nudo del estómago. Fueron segundos muy largos, puede que más de un minuto; luego ambos fueron aflojándose lentamente hasta quedar separados, uno frente al otro. Ahora se está reconstituyendo el mundo, pensó Jaime mientras se miraban, todavía alargando el silencio para que culminase el plazo necesario. Lo rompió ella: bueno, será mejor que bajemos hacia nuestros coches; perdóname, te debo haber parecido una tonta pero es que en estos días ni siquiera yo me reconozco. Él le cogió la cara con las dos manos, la miró unos instantes y le dio un beso en la mejilla. Vámonos, le dijo. Se prohibió pensar en lo que ella pensaría, se prohibió hasta pensar sus propios pensamientos. Luego se despidieron en la plaza; Jaime arrancó el coche, escapaba.

11 comentarios:

  1. Está muy bien. No sé si tienes previsto que esto continúe o no, aunque para lo que quiero decir ahora da un poco igual. Creo que hay dos tipos básicos de cuentos o de relatos breves, aunque a veces se dan raros híbridos magníficos, los que son fragmentos de vidas, necesariamente inacabados y por eso mismo tan verosímiles y vívidos, y los que son piezas cerradas y pulidas, perfectas en sí mismas, esféricas. Los primeros, como los cuentos de las mil y una noche te incitan a decir: “¿y qué pasa luego? Los segundos te sugieren un “¡vaya!” Los primeros comparten el mismo rasgo esencial de las novelas, surgen como el comienzo de una prolongada exploración, pero se quedan en esbozo, boceto. El otro tipo de cuentos llega en cambio completo, súbito, totalmente formado, a mí me parecen, como los poemas, más difíciles de lograr.

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    1. La clasificación que apuntas (a la que alguna vez ya nos hemos referido, en este blog o en el tuyo) me parece pertinente, en efecto. A mí me atraen más los de tu segunda categoría, esos que llamo redondos, que cierran el círculo (uno de los maestros sería, por ejemplo, Cortázar). Este relato, sin embargo, habría que adscribirlo a tu primera clase, aunque he intentado darle un remate, si no definitivo, sí suficiente. O, al menos eso me parecía, peor veo que no del todo, ya que tú y Ozanu os preguntáis si tengo previsto continuarlo. La respuesta es no.

      Por cierto, hoy me he topado con una frase jocosa: la diferencia entre uno que se entretiene con la literatura y un novelista es que el segundo acaba las novelas. Definitivamente –como bien sabe Vanbrugh– yo soy uno que se entretiene con la literatura.

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    2. sí, me parece claramente de la primera clase

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  2. Pero lo importante es si en el pueblo hay WiFi. ¡No puedo con al intriga!

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    1. ¿Wi-fi? Me has pillado en fuera de juego. Y, como ya le he dicho a Lansky, no hay intriga que desvelar: el relato acaba así. Jaime se fue a seguir con su vida, igual que Isabel. Un lo que pudo ser y no fue.

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  3. Me quedo intrigado. ¿Qué hace Isabel a esas horas en ese pueblo? ¿Ha llegado un poco al azar, como Jaime, y solo la casualidad ha hecho que coincidan? ¿O está allí para encontrarse con Jaime? Lo primero parece improbable, excesivamente arbitrario. Y si es lo segundo, es extraño que no insista más, que le deje irse. Aunque quizás el abrazo le ha revelado el miedo de Jaime, también ella ha notado las agujas de hielo, y ha comprendido que le ha fallado ese último intento desesperado. No es que te presione para que lo sigas ni lo acabes, ya me he resignado a que juegues con la literatura -y con nosotros-, pero me faltan datos...

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    1. Sí, "ha llegado un poco al azar", o un mucho, porque Jaime, al menos, tenía un destino y paró en ese pueblo de paso porque le dio hambre. Ella en cambio estaba allí porque andaba dando vueltas sin rumbo, en una etapa vital de desconcierto, buscando sin saber qué. Algo de eso insinúo en el texto, pero es que tampoco se trata de dar un explicación racional ni es un problema al que le "falten datos".

      Sencillamente, es el relato de un encuentro casual, de dos personas que, fuera de sus entornos habituales y en particulares coyunturas emocionales, se sienten momentáneamete atraidas y, sin embargo, no se atreven a pasar de ahí. Un gatillazo emocional, vamos.

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    2. De acuerdo, no se trata de un problema, y mi afirmación de que me faltan datos es una deformación de matemático aficionado (demasiadas horas de "estudio" con un hijo adolescente...) Pero me resisto a aceptar que Isabel esté allí por casualidad. Las conductas humanas siempre tienen explicación, sea o no "racional"; y todo lo que sucede -y no sucede- después del encuentro me hace pensar que no es el azar lo que ha llevado a Isabel al mismo pueblo perdido en que por azar se detiene Jaime, ni es por azar por lo que se ve sin efectivo y tiene que montar la dramática escena en el bar, llamando así su atención. Creo que va buscándole, en absoluto "sin rumbo", que provoca el encuentro y que solo tras el revelador abrazo se resigna a aceptar que búsqueda y encuentro han sido inútiles. Y creo que Jaime lo sabe, por eso escapa y por eso se prohibe pensar.

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    3. Los relatos sólo en una pequeña parte son del autor, así que mal puedo contradecir tu interpretación. En todo caso, tu afirmación de que "las conductas humanas siempre tienen explicación", entendiendo la existencia de explicación (racional o no) como la negación del azar, se me antoja cuando menos aventurada. Al escribir el cuento, concebí que Isabel y Jaime se encontraron en ese pueblo remoto de forma absolutamente casual y, desde luego, ni se me ocurrió considerar la hipótesis de que ella lo anduviera buscando (o siguiendo). De hecho, si nos atenemos a mis escasos "datos", apenas se habían visto una vez. A diferencia de lo que tú piensas, a mí sí me parece "probable" que dos personas se encuentren al azar contra toda aparente "probabilidad" (porque me ha ocurrido varias veces) y sí creo que el azar juega un papel importantísimo en el curso de nuestras vidas, aunque las más de las veces ni nos percatemos.De otra parte, que una mujer sumida en una cierta "crisis existencial" (como apunto, tras superar un cáncer) decida "perderse" en un viaje solitario y sin rumbo, también me parece congruente con un estado anímico verosímil. Por último, para mí el encuentro y los sentimientos que brotan no son para nada premeditados en ninguno de los dos; pero, al sentirlos, ambos -especialmente Jaime- se asustan.

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    4. Lo que quería decir es que las conductas humanas -al contrario que los movimientos de las partículas en un medio fluido, o de las hojas caidas que arrastra el viento, a los que sí cabe considerar producto del azar- obedecen siempre a decisiones, sean estas conscientes y racionales o no. Por muy sin rumbo que vague Isabel por el mundo, en cada encrucijada decide si tomará esta o aquella carretera, y en cada pueblo si se detendrá o no. Quizás no sepa por qué decide una cosa y no la otra, pero el caso es que decide, o se habría estrellado en el primer kilómetro. A eso me refiero cuando digo que siempre hay una explicación de las conductas humanas, racional o no, y no me parece una afirmación aventurada.

      Aún mediando esas ineludibles decisiones de Isabel, lo que sí se puede atribuir al azar es que Jaime y ella se encuentren en un bar cualquiera de un pueblo cualquiera. Si, al contrario de lo que imagino, ella no andaba buscándolo a él y va, efectivamente, sin rumbo, el encuentro es claramente casual, como dice el título y como, efectivamente, pasa muchas veces en nuestra vida; y todo lo que sigue al encuentro, también. Si a ti te parece más interesante el relato atribuyendo el encuentro a la casualidad, adelante, síguelo por ahí. A mí me seduce más la otra hipótesis pero, de momento, cualquiera de las dos me parece posible. En tu mano está elegir, pero la elección pasa por continuar la historia. Si no lo haces, cada uno puede imaginar lo que más le apetezca, creo yo.

      (También, claro, puedes continuarla sin resolver la ambigüedad, y todo lo que vaya pasando podrá ser achacado a una u otra causa, según preferencias. No parece mala idea).

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    5. Como ya he comentado a Lansky y Ozanu, el relato está acabado, no tengo intención de continuarlo. Y no, como en tantos otros casos que con razón me afeas, porque decida interrumpirlo sino porque considero que, en efecto, está acabado, que acaba así, vamos. Es el relato de un encuentro, de una posibilidad que se abre e inmediatamente se cierra, algo que pudo ser y no fue. Lo que les pasé a continuación a cada uno de los dos protagonistas es irrelevante y, desde luego, no forma parte del asunto del cuento.

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