jueves, 5 de noviembre de 2015

Vargas (1)

En las últimas décadas del XIX la fotografía empezaba a imponerse y los burgueses se animaban a dejarse retratar, en vez de gastar mucho más tiempo y dinero posando para que un pintor les hiciera el típico cuadro. No era lo mismo, claro. Un retrato al óleo, a ser posible por un artista reconocido, concedía mucho mayor prestigio que otro fotográfico; uno era arte y el otro ... no estaba muy claro que era. Hacia finales de siglo y hasta la Primera Guerra Mundial se desarrolla, con el descarado objetivo de dotar al oficio de prestigio artístico, el movimiento que se ha dado en llamar pictorialismo, caracterizado por distorsionar la imagen mediante manipulaciones en las distintas etapas del proceso fotográfico. Ciertamente, si hoy repasamos las obras de ese movimiento es fácil descubrir la influencia de las tendencias que estaban entonces en boga en la pintura (impresionismo, simbolismo, etc); de alguna manera, su voluntad de "hacer arte" llevaba a estos fotógrafos casi a negar lo que, en principio, más caracterizaba a la nueva técnica: la reproducción de la realidad. Los resultados, en todo caso, son muy sugerentes y basta repasar algunas de las muestras de este estilo para encontrar no pocas obras de altísima calidad. En todo caso, si el pictorialismo fue una reacción contra el academicismo que imperaba previamente (de modo análogo a como había ocurrido en la pintura), su decadencia vino acabada la Gran Guerra, en parte debido al agotamiento de la inventiva (o al hartazgo) pero también a causa de que esa reivindicación de la fotografía como arte ya se percibía innecesaria. De hecho, no es casual que a partir de los años veinte se impusiera la corriente del nuevo realismo fotográfico (los típicos movimientos pendulares en las artes).

El pictorialismo, en esas décadas a caballo entre dos siglos, encontró terreno abonado en los estudios fotográficos de la época, el ámbito profesional que permitía sobrevivir a la mayoría de los practicantes del oficio. Se trataba de un trabajo poco agradecido, tal como describió, en 1906, el fotógrafo barcelonés Pablo Audouard: "Mi profesión es sumamente personal y monótona al mismo tiempo. Empieza el día con el retrato de la rubicunda doña Josefa; luego el niño de teta en camisita; la niña de primera comunión; el clásico grupo de familia, el papá, la mamá y los cuatro chiquillos, el más pequeño de dos meses. Luego la pareja de novios, y así sucesivamente transcurre el día, y al siguiente otra tanda de trabajos por el estilo. A todo esto haga usted obras de arte y enseñe pruebas de todos cuantos clichés obtenga. En cambio el amateur elige sus modelos, trabaja cuando se siente artista, hace sus clichés cuando y donde quiere. Enseña sólo los buenos y rompe los malos. Nada, que a mí me gustaría más, mucho más, ser aficionado". En ese contexto, es fácil comprender que muchos de los fotógrafos que vivían de los retratos se vieran tentados a "ennoblecer" sus entregas con manipulaciones "artísticas", con unos medios ciertamente muy pedestres (faltaba un siglo aún para el photoshop). No todos, sin embargo.


Una de las excepciones fue Max (Maximiliano) T. Vargas, fotógrafo arequipeño. No se sabe mucho de sus orígenes ni antecedentes familiares (se cree que nació en 1874) ni cómo ni de quién aprendió el oficio, pero sí que en 1896 abrió su estudio fotográfico en la ciudad blanca, que es como se conoce a la segunda ciudad del Perú, al Sur del País, y con un casco histórico que es Patrimonio de la Humanidad (sólo he estado una vez allí, hace casi 40 años; no estaría nada mal repetir la visita). Arequipa, durante su historia, había alimentado un orgullo singular, un afán de autonomía, sobre todo frente a Lima (salvando las distancias, algo comparable a Barcelona en el contexto español); su sociedad dirigente era conservadora y profundamente tradicional, prolongando el estilo de vida virreinal hasta bien avanzada la etapa republicana. Sin embargo, en las últimas décadas del siglo XIX la ciudad se convirtió en polo atractor de fuertes inversiones (sobre todo de capital inglés), orientadas hacia las infraestructuras (ferrocarril) y las industrias lanera y minera. La situación geográfica, a modo de rótula de conexión entre la Sierra y la Costa, la convirtió en un potente centro comercial a escala sudamericana y ello trajo consigo el enriquecimiento de muchos de sus pobladores (los de siempre y recién llegados). La consolidación de esta nueva burguesía generó, como uno de sus muchos efectos, la demanda de retratos fotográficos y, consiguientemente, la aparición de estudios profesionales. De hecho, es llamativo que, pese al mucho mayor peso demográfico (y, por ende, también económico) de la capital, Arequipa compitiera sin complejos con Lima por la prevalencia en el campo de la fotografía peruana durante esas décadas de cambio secular. Puede ser una mera coincidencia que en esta ciudad andina aparecieran nombres que han pasado a ser los grandes y primeros maestros de la fotografía de ese país –como, junto a Max T. Vargas, el precursor Carlos Heldt, el competidor Emilio Díaz, o sus alumnos los Hermanos Vargas (que no eran familiares) y el grandísimo Martín Chambi, puneño de origen pero que estuvo en sus inicios diez año en Arequipa–. Pero también es posible que la maravillosa luz de la Ciudad Blanca, desde luego inexistente en la casi permanentemente encapotada Lima, tuviera mucha culpa.

Volvamos a nuestro protagonista, cuyo autorretrato adjunto en el párrafo anterior. Tuvo que ser un joven activo y de fuertes inquietudes artísticas, porque antes de cumplir los veinte años participaba con gran protagonismo en las sesiones del Centro Artístico de Artequipa (fundado en 1980), que era una de las instituciones más vanguardistas del Perú, muy atenta a las tendencias que se desarrollaban en Europa (y, especialmente, en Francia). En 1896, con veintidós añitos, abre su estudio fotográfico, el mismo año que también lo hace el que habría de ser su gran rival en el mercado del retrato arequipeño, Emilio Díaz. Antes del fin del siglo, viaja con frecuencia a La Paz (se supone que mantuvo también estudio en la capital boliviana) y de esa época data una colección de tarjetones postales en los que se registraban paisajes y personas de la capital boliviana y del Titicaca (once de las cuales pueden verse aquí). Mientras tanto, su negocio arequipeño florecía y para la primera década del XX era ya el más afamado de la ciudad. Señalan los que han escrito sobre él (Andrés Garay y Jorge Villacorte, autores del libro "Max T. Vargas y Emilio Díaz (1896-1926): Dos figuras fundacionales de la Fotografía del Sur Andino", 2007) las principales claves del éxito artístico y comercial de nuestro hombre. En primer lugar, su magnífico dominio de luces y sombras, que integraba con maestría en las composición, resaltando al retratado. A ello unía un singular sentido escenográfico, incorporando, como telón de fondo, distintos elementos ornamentales o de mobiliario con los que lograba crear una nueva realidad. Finalmente, es de resaltar su habilidad en lograr la máxima fotogenia o, dicho palabras más llanas, conseguir que sus modelos salieran muy guapos en las fotos. Naturalmente, esta habilidad era especialmente valorada por los clientes, pero en el caso de Vargas parece que no obedecía solo a un mero cálculo empresarial sino a verdadera pasión por la belleza, por la femenina en particular. De hecho, algunos de sus retratos de arequipeñas de la época son muestras ejemplares no sólo de calidad fotográfica sino de esta sobresaliente capacidad de resaltar la belleza de la mujer. Esta cualidad sería hereditaria.

4 comentarios:

  1. Sin contradecir el hecho de ese ‘pictorialismo’ datable en una época concreta e imitador de la respetabilidad y los logros de la pintura, creo que siempre ha habido y que sigue habiendo un pictorialismo, aunque no se le llame ya así, en la fotografía actual, o por mejor decir, una ‘corriente’ esteticista opuesta y distinta a la fotorrealista que representan los fotorreporteros. Esa corriente se puede detectar en las fotos de Vogue, frente a la hoy mayoritaria de las fotos de prensa o en su día de la revista Life; los Capa, los Walker Evans o los Cartier Bresson, frente a los Izima Kaoru, los Richard Avedon, los Man Ray

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    1. Tienes razón. La diferencia es que ya la fotografía se ha emancipado, no necesita buscar sus referentes estilísticos en las corrientes pictóricas como en aquella época.

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  2. Buena introducción, espero más. Veamos qué más cuentas en la siguiente entrega...

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