Bangor Waterfront
Nada más pasar bajo el puente de Union St. se me abre un panorama totalmente distinto. Estoy en la ribera del Penobscot, unos terrenos que –hasta que Bangor perdió su pujanza económica basada en el comercio de la madera– fueron soporte de una frenética actividad: marineros, leñadores, ferroviarios (y también truhanes, pícaros y prostitutas) se movían por un ámbito donde la trama urbana se difuminaba y mezclaba con las vías del ferrocarril, los espacios de servicio a las embarcaciones, los almacenes desordenados … Ahora esta área se denomina el Bangor Waterfront; ya no es el “medio acre del diablo” con tugurios de mala muerte. Waterfront significa frente costero, que remite en principio al mar pero también es aplicable a las riberas de los ríos o lagos; pero en el inglés norteamericano me parece que suele referirse al borde litoral en el que se dispone un muelle, en todo caso, un espacio destinado a usos de interrelación tierra-agua. Este espacio, en especial a partir del cierre del servicio ferroviario a Bangor, sufrió un acelerado proceso de degradación convirtiéndose en terrenos de nadie donde había tanques de combustible, talleres abandonados, naves para carbón, infraestructuras ferroviarias en desuso y algunas edificaciones en las que sobrevivían a duras penas pequeños negocios. En algún momento hacia finales del siglo pasado, la municipalidad de Bangor adquirió casi toda esta área, con la intención de revertir el proceso de degradación. Evidentemente, era un “espacio de oportunidad”, en la jerga de las operaciones urbanísticas impulsadas a partir de los noventa. Cualquier frente litoral, bien tratado y bien situado en relación al centro urbano (como es el caso), se convierte sin duda en un generador de altísimas rentas urbanas, capaz por tanto de atraer las actividades más lucrativos. Muy en la línea estadounidense –no muy diferente de la seguida en Europa en tiempos recientes–, el Ayuntamiento se propuso convertir esta zona en un centro de equipamientos y espacios libres públicos para la población obteniendo financiación del sector privado a cambio de permitir la implantación de negocios particulares (usos terciarios y residenciales, básicamente). Del proyecto me había hablado en Tenerife mi amigo Julio, el que en 2005 vino a participar en el Kenduskeag Canoe Race y conoció a la que hoy es su mujer. Por lo visto, algunos compañeros de Harvard le hablaron de la iniciativa urbanística e incluso llegó a colaborar puntualmente con el equipo profesional que remató el master plan. El caso es que antes de este viaje había curioseado un poco sobre el asunto y me apetecía conocer los resultados sobre el terreno. Año arriba o abajo, el diseño y ejecución de esta operación es más o menos contemporáneo de la de “Madrid-Río” que, a partir del soterramiento de un amplio tramo de la M-30, se planteó recuperar el espacio ribereño e incorporar el Manzanares a su entorno urbano. Pero, aparte de que ambas son operaciones waterfront (fluviales), llaman más la atención las diferencias que las similitudes. No obstante, tengo la referencia en la cabeza, probablemente porque hace poco que paseé por primera vez por el nuevo parque urbano madrileño, desde el Puente de Toledo al Paseo de las Delicias. Para que quienes conozcan la operación madrileña se hagan una idea: la superficie de Madrid-Río ronda las 60 hectáreas, más o menos el doble que la del Bangor Waterfront (son medidas hechas por mí en Google Earth) y, claro, Madrid es una ciudad inmensamente mas grande que Bangor. Por el contrario, el Penobscot es un río bastante más caudaloso y potente que el castizo Manzanares, afluente de un afluente.
Con el Penobscot a la izquierda paso delante de una parcela con varios tanques gigantescos que tienen pinta de instalaciones de depuración (pero no lo tengo nada claro) y enseguida se acaba el parque; sigue un estrecho camino entre árboles pero que ya no forma parte del proyecto del Waterfront, así que decido girar a la derecha e iniciar el regreso. La calle por la que subo se llama Dutton St. y empieza bajo la antigua ferrovía con un aspecto de camino rural. Pero avanzados pocos metros aparece la pared de un edificio inmenso que, casi llegando a la esquina con Main Street, descubro que es el Hollywood Casino Hotel & Raceway Bangor. Por lo visto se trata del primer casino que se autorizó en Maine (sólo hay otro más, en Oxford), pero lo que me llama la atención es que también tiene la consideración de racino, algo de lo que no había oído hablar hasta ahora. Los racinos son una combinación de casinos y pistas para carreras (caballos, principalmente, pero pueden ser de otros tipos). Naturalmente, el común denominador es el juego: el cliente puede pasar el rato en las maquinitas tragaperras (slot machines), en las mesas de juegos (blackjack, poker o ruleta) o bien apostar en la pista de carreras (race track, de ahí el nombre). Este establecimiento forma parte de una cadena de varios casinos y racinos a lo largo del país (operados por la Penn National Gaming) y tiene la particularidad de que la pista de carreras no está en la misma parcela, sino en el cercano Bass Park. Allí, entre mayo y noviembre (en temporada invernal hay carreras de motos de nieve) se celebran competiciones de trote, una modalidad hípica poco habitual en España; en ellas los caballos corren tirando de un pequeño carro de dos ruedas en el que va sentado el jinete. Me vienen ganas de asistir a alguna de esas carreras (nunca he visto ninguna), pero justo entonces, según camino por Main St. hacia la entrada principal del hotel, veo enfrente algo que me deja sin aliento, epatado.
El Proyecto ha tardado bastante tiempo en ejecutarse y aún no está del todo acabado. Por ejemplo, la primera cuadra tras pasar el puente de Union St no puede decirse que esté muy fashion. Una calzada de asfalto avejentado, un área de aparcamiento en batería y, a ambos lados, edificios que llevan ahí bastantes años. El de la izquierda parece una antigua nave reformada para convertirla en un pub cervecero y local de banquetes y conferencias, Sea Dog se llama. Superado ese local se llega al cruce con May St. y la calle a partir de aquí deja de ser Broad para pasar a llamarse Front y enseguida se nota una mejora en su aspecto: un pavimento de mejor calidad, aceras bien tratadas, cuidados elementos de mobiliario (farolas, bancos, papeleras), la vía del tren integrada sobre un lecho de piedrecitas y, sobre todo, abundantes praderas y árboles. Por lo visto, el acondicionamiento de Front Street y la creación del gran parque que hay un poco más adelante, fueron las dos primeras actuaciones que se ejecutaron, allá por 2003. Inmediatamente después –hacia 2005– se llevó a cabo la limpieza de la plataforma que se abre al Penobscot y en la que había naves y depósitos obsoletos. Giro a la izquierda por la primera entrada (un área de aparcamiento entre árboles) para llegar hasta la orilla del Penobscot y caminar junto a ella. Llego a un pantalán de madera conectado al camino ribereño de gravilla por una liviana pasarela. No hay ningún barco pero sí un letrero que anuncia cruceros por el Penobscot. Al poco de construirse estos sencillos muelles, el propietario de una compañía de cruceros de excursión con base en Bar Harbor (localidad de veraneo en la isla de Mt. Desert, junto a la costa de Maine, a unos 75 kilómetros de Bangor) se animó a llegar hasta aquí ofreciendo recorridos por el río hasta Belfast y regreso. El barco era una réplica de un ferry a vapor del XIX, el Patience, la excursión costaba en torno a los 30 dólares por adulto y ofrecía música en vivo en los atardeceres de viernes y sábados; además, creo que te contaban algunas historias sobre el Penobscot de antaño. Pero el negocio no debió ir bien porque parece que ya no hay ningún servicio. Una pena, estas aguas que acogieron tantísimos barcos en otra época están ahora casi vacías. En todo caso, la municipalidad cuenta con una autoridad portuaria y unas ordenanzas que regulan detalladamente el uso de los muelles y de la navegación por el Penobscot. En fin, la verdad es que el coqueto y pequeño puerto no ha quedado mal, pero no han conseguido darle actividad marinera suficiente. Fijándome en el master plan compruebo que esta plataforma asomada al río hay reservadas parcelas edificables probablemente para usos recreativos privados. Pero, pese a la docena de años pasados desde que se urbanizó, siguen vacantes; supongo que no han encontrado a nadie con ganas de poner un negocio (y eso que parece un sitio fantástico para un restaurante, por ejemplo).
Doy la espalda al río y vuelvo a Front St. a través del sendero que atraviesa entre las dos supuestas parcelas vacías (unas praderas magníficas, lo que me hace pensar que se ha descartado la idea de edificarlas). Estoy en el punto en que la calle Front gira hacia adentro y pasa a llamarse Railroad Street. A mi derecha un complejo mezcla de antiguo y moderno. El edificio original es una mole de ladrillo de cinco plantas, característico de la arquitectura comercial / industrial de Bangor, con ventanas en arco; está ocupado por una consultora empresarial que lo ha ampliado más o menos imitando el estilo original aunque con dudosos resultados. Enfrente y hacia la izquierda se extiende la gran manzana destinada a equipamientos al aire libre de acuerdo al master plan; está vallada y el acceso cerrado sin nadie a la vista. Aquí se dispone el Darling’s Waterfront Pavilion, un anfiteatro al aire libre con capacidad para 16.000 personas que se inauguró en 2010. En él se celebran los conciertos más multitudinarios de la ciudad (nótese que cabe la mitad del censo municipal) pero sobre todo tiene fama por acoger el American Folk Festival, cuatro días de música hacia finales de agosto. En Estados Unidos, desde 1934, se celebra el National Folk Festival, que va cambiando de localidad después de estar uno o algunos años en un lugar. Lo organiza el National Council for the Traditional Arts, una institución sin ánimo de lucro, que promueve todos tipo de manifestaciones artísticas tradicionales. The National (como es conocido el festival itinerante) es de hecho el más antiguo en su género y el que, por su marcado carácter multicultural, más ha contribuido a abrir al público americano a muchos tipos de música. Durante este largo periodo que cubre nueve décadas, el Festival se ha celebrado en veintiséis localidades; la primera fue St. Louis, Missouri, y la última en Greensboro, Carolina del Norte. Pero tres años seguidos –2002, 2003 y 2004– tuvo lugar en Bangor, también en el Waterfront, aunque todavía no estaba casi acondicionado ni mucho menos construido el actual recinto. El caso es que, como ya había ocurrido en otras ciudades por las que pasó el festival, los bangorianos quedaron entusiasmados con la experiencia y decidieron crear uno propio que empezó en 2005 y desde 2010 se celebra en el auditorio abierto al que hoy no puedo acceder. Lástima que no estemos en la última semana de agosto y poder asistir a alguno de los muchos conciertos que aquí se celebran (con entrada gratuita). Reviso el programa de 2016 y la variedad musical es sorprendente: celta, fados portugueses, salsa, góspel a cappella, big-bands, blues de Chicago, cajun, bluegrass, bailes y canciones etíopes y de Sri-Lanka, jazz & swing y muchos más estilos. Pero en fin, como no es agosto ni parece que pueda entrar al recinto, sigo caminando río abajo, por el último tramo de parque, entre la ribera y la curva de la vía férrea. Como se ve en el masterplan, en la parte alta de esta zona, con frente a Main Street, se reservan parcelas edificables, pero de momento están libres e integradas en la pradera arbolada del parque público. Va a resultar que los munícipes de Bangor son malos gestores inmobiliarios, pues no logran colocar a inversores privadores los solares previstos con tal fin.
Doy la espalda al río y vuelvo a Front St. a través del sendero que atraviesa entre las dos supuestas parcelas vacías (unas praderas magníficas, lo que me hace pensar que se ha descartado la idea de edificarlas). Estoy en el punto en que la calle Front gira hacia adentro y pasa a llamarse Railroad Street. A mi derecha un complejo mezcla de antiguo y moderno. El edificio original es una mole de ladrillo de cinco plantas, característico de la arquitectura comercial / industrial de Bangor, con ventanas en arco; está ocupado por una consultora empresarial que lo ha ampliado más o menos imitando el estilo original aunque con dudosos resultados. Enfrente y hacia la izquierda se extiende la gran manzana destinada a equipamientos al aire libre de acuerdo al master plan; está vallada y el acceso cerrado sin nadie a la vista. Aquí se dispone el Darling’s Waterfront Pavilion, un anfiteatro al aire libre con capacidad para 16.000 personas que se inauguró en 2010. En él se celebran los conciertos más multitudinarios de la ciudad (nótese que cabe la mitad del censo municipal) pero sobre todo tiene fama por acoger el American Folk Festival, cuatro días de música hacia finales de agosto. En Estados Unidos, desde 1934, se celebra el National Folk Festival, que va cambiando de localidad después de estar uno o algunos años en un lugar. Lo organiza el National Council for the Traditional Arts, una institución sin ánimo de lucro, que promueve todos tipo de manifestaciones artísticas tradicionales. The National (como es conocido el festival itinerante) es de hecho el más antiguo en su género y el que, por su marcado carácter multicultural, más ha contribuido a abrir al público americano a muchos tipos de música. Durante este largo periodo que cubre nueve décadas, el Festival se ha celebrado en veintiséis localidades; la primera fue St. Louis, Missouri, y la última en Greensboro, Carolina del Norte. Pero tres años seguidos –2002, 2003 y 2004– tuvo lugar en Bangor, también en el Waterfront, aunque todavía no estaba casi acondicionado ni mucho menos construido el actual recinto. El caso es que, como ya había ocurrido en otras ciudades por las que pasó el festival, los bangorianos quedaron entusiasmados con la experiencia y decidieron crear uno propio que empezó en 2005 y desde 2010 se celebra en el auditorio abierto al que hoy no puedo acceder. Lástima que no estemos en la última semana de agosto y poder asistir a alguno de los muchos conciertos que aquí se celebran (con entrada gratuita). Reviso el programa de 2016 y la variedad musical es sorprendente: celta, fados portugueses, salsa, góspel a cappella, big-bands, blues de Chicago, cajun, bluegrass, bailes y canciones etíopes y de Sri-Lanka, jazz & swing y muchos más estilos. Pero en fin, como no es agosto ni parece que pueda entrar al recinto, sigo caminando río abajo, por el último tramo de parque, entre la ribera y la curva de la vía férrea. Como se ve en el masterplan, en la parte alta de esta zona, con frente a Main Street, se reservan parcelas edificables, pero de momento están libres e integradas en la pradera arbolada del parque público. Va a resultar que los munícipes de Bangor son malos gestores inmobiliarios, pues no logran colocar a inversores privadores los solares previstos con tal fin.
Con el Penobscot a la izquierda paso delante de una parcela con varios tanques gigantescos que tienen pinta de instalaciones de depuración (pero no lo tengo nada claro) y enseguida se acaba el parque; sigue un estrecho camino entre árboles pero que ya no forma parte del proyecto del Waterfront, así que decido girar a la derecha e iniciar el regreso. La calle por la que subo se llama Dutton St. y empieza bajo la antigua ferrovía con un aspecto de camino rural. Pero avanzados pocos metros aparece la pared de un edificio inmenso que, casi llegando a la esquina con Main Street, descubro que es el Hollywood Casino Hotel & Raceway Bangor. Por lo visto se trata del primer casino que se autorizó en Maine (sólo hay otro más, en Oxford), pero lo que me llama la atención es que también tiene la consideración de racino, algo de lo que no había oído hablar hasta ahora. Los racinos son una combinación de casinos y pistas para carreras (caballos, principalmente, pero pueden ser de otros tipos). Naturalmente, el común denominador es el juego: el cliente puede pasar el rato en las maquinitas tragaperras (slot machines), en las mesas de juegos (blackjack, poker o ruleta) o bien apostar en la pista de carreras (race track, de ahí el nombre). Este establecimiento forma parte de una cadena de varios casinos y racinos a lo largo del país (operados por la Penn National Gaming) y tiene la particularidad de que la pista de carreras no está en la misma parcela, sino en el cercano Bass Park. Allí, entre mayo y noviembre (en temporada invernal hay carreras de motos de nieve) se celebran competiciones de trote, una modalidad hípica poco habitual en España; en ellas los caballos corren tirando de un pequeño carro de dos ruedas en el que va sentado el jinete. Me vienen ganas de asistir a alguna de esas carreras (nunca he visto ninguna), pero justo entonces, según camino por Main St. hacia la entrada principal del hotel, veo enfrente algo que me deja sin aliento, epatado.
En Madrid-río puede existir la contradicción o un dilema de Gallardín-Gallardón y adlétares después de gastarse un pastón han hecho una cosa bien. Junto al Matadero que culturalmente junto al Bellas Artes se podría decir que es la única escena 'potable' cultural que se sale de otra onda. Y si se planificara bien el Manzanares, lo mismo se podría abrir un nuevo puerto deportivo que diera salida al Atlántico y al Mediterráneo. Jeje. Fdo.: Joaquín.
ResponderEliminar"Madrid Río" lo he conocido hace unos meses y, la verdad, me ha gustado mucho, aunque haya que darle el mérito a Gallardón.Voy con cierta frecuencia a Madrid, pero siempre a ver a la familia. Esa, en cambio, fui en plan turista y lo cierto es que vi muchas cosas que desconocía.
EliminarEs muy buena explicación de las vicisitudes de los planes de renovación urbana. Me alegra ver que en América hay aprecio por los festivales de música y que no es tan cierto ese tópico de la América inculta.
ResponderEliminarEspero la siguiente entrada para ver qué te sorprendió tanto (creo que tengo problemas de conexión).
Más que un plan de renovación urbana (nombre que le cuadra más a las intervenciones destructivas de los sesenta a las que ya me referí), aquí me refiero a un proyecto de recuperación de área degradada. Como verás, Bangor me está sirviendo de ejemplo de prácticas bastante repetidas a lo largo del mundo.
EliminarEn cuanto a los festivales de música, si fueron los yanquis quienes los inventaron !!!
La pregunta me parece irrelevante. Aparte de que no se trata de un concurso, ambas actividades son perfectamente compatibles. Así pues: escuchemos buena música y leamos buena literatura (y lo de "bueno" es opinable, claro).
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