jueves, 21 de octubre de 2021

Dos párrafos de Jorge Volpi

De la segunda de las cuatro consideraciones intempestivas que conforman el ensayo “El insomnio de Bolívar”(2009) de Jorge Volpi, extraigo los siguientes dos párrafos: 
 
Paradoja latinoamericana: de un lado, la hipócrita veneración de las leyes escritas y, del otro, el burdo desprecio hacia su práctica. Nuestra apabullante obsesión legislativa ha generado así una infinita maraña de ordenamientos que se superponen y no pocas veces se contradicen, como si fuésemos incapaces de diferenciar democracia de burocracia. Mientras la constitución estadounidense de 1787 ha sido reformada sólo un puñado de ocasiones, los latinoamericanos hemos ensayado cientos de cartas magnas, constituciones y leyes primordiales, y el recuento de las enmiendas y modificaciones creadas para extenderlas o acotarlas posee una vastedad enciclopédica. En su espléndido Republicanos. Cuando dejamos de ser realistas (2008), Fernando Iwasaki ha dejado constancia de la avalancha de normas que han procurado regular todos los aspectos de nuestro comportamiento social y político desde principios del siglo XIX: la mayoría de ellas jamás se han cumplido, o se han cumplido sólo parcialmente, sea porque nuestros gobernantes carecen de controles y frenos, sea porque la corrupción ha penetrado en los sectores responsables de su interpretación y vigilancia. 
 
Nuestro Tocqueville certificaría que en América Latina la ley no es, pues, una guía de conducta o un referente obligado, sino una barrera que puede saltarse o esquivarse si se cuenta con el suficiente poder (el reino de la influencia, del conecte y del enchufe), o el suficiente dinero (el reino del soborno, la coima y la mordida). Nuestros órdenes jurídicos resultan tan abstrusos, y nuestros sistemas de justicia tan imprevisibles y remotos, que tanto los gobernantes como los ciudadanos de a pie prefieren desentenderse de ellos para dejarse guiar por la arbitrariedad y el imperio del más fuerte. No se trata tanto de una anarquía como de la superposición de dos mundos que apenas se traslapan: la justicia ideal y la justicia cotidiana. Sólo que en esta última los derechos humanos y las garantías políticas no existen, o se reservan sólo para unos cuantos. Nadie confía en las instituciones porque, al desenvolverse en el terreno de lo real, permanecen sometidas a las presiones políticas, sólo se ponen en marcha mediante triquiñuelas extralegales o, en casos extremos, se hallan infiltradas por los mismos criminales que deberían combatir. Si a ello se agregan las rocambolescas pirámides burocráticas que entorpecen todos los procedimientos administrativos, nuestro escenario civil se torna catastrófico. Perdido su contacto con los hechos, la ley escrita se convierte en un simulacro y, poco a poco, en una caricatura vana e irritante: “Si nadie más la respeta, ¿por qué habría de respetarla yo?” Como consecuencia, la voluntad de no ser sancionado, de no ser descubierto, de no ser atrapado ni juzgado se transforma en aspiración colectiva y la impunidad se entroniza como parámetro del éxito social. 
 
Y tras leerlos me pregunto por qué nos creemos más avanzados que los sudacas cuando estos textos también son nuestro retrato. Mucho proclamarnos demócratas y muy poco creer de verdad (interiorizar) las bases profundas de lo que eso significa.

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