jueves, 6 de septiembre de 2007

Ludovico en el burdel

Tendría dieciséis años, diecisiete a lo sumo; lo que es seguro es que aun estaba en el instituto. Ludovico era todavía virgen. Había salido con algunas chicas, claro, e incluso había culminado diversas fases de esa “guerra de posiciones” librada a través de sucesivas batallas en espacios angostos y con tiempos escasos. Los objetivos eran siempre los mismos, aunque cambiara la geografía de los cuerpos; pero lo que variaba era el paisaje indiferente a los ojos de un adolescente ajeno a los detalles. Así, en esos meses de agitaciones bélicas, habían sido sometidos labios y lenguas, lóbulos y cuellos. Pese a esporádicas resistencias, se habían conquistado los feraces territorios de los pechos, que tanto tiempo de exploración pedían. Pero no se habían derribado todavía las trincheras de los cuarteles centrales; las audaces incursiones más allá de la cintura se topaban con rechazos contundentes. Así que, esa noche iniciática, Ludovico desconocía casi todo de la vagina.

La idea fue de Clodoveo, el mayor de los cuatro amigos que esa noche de viernes despotricaban solidariamente contra el portero de discoteca que les había negado el acceso. Clodoveo repetía curso y ejercía sobre sus condiscípulos el tentador magnetismo del chico malo que se ha atrevido a desvelar los misterios prohibidos. También había ido ya de putas, harto como estaba (eso decía) de los estériles forcejeos con las crías frígidas del instituto. Conocía un local perfecto para ellos; al final del recorrido del 14, en un polígono industrial de las afueras; vamos pa’llá. Los chavales, cada uno de ellos, dudaron; miles de prevenciones les vinieron a la mente. Pero esas dudas no pueden exteriorizarse; tres voces viriles afirmaron con entusiasmo.

Un viaje en autobús hasta los confines de la ciudad; un trecho a pie por calles mal urbanizadas y peor iluminadas. Caminaban en silencio, agobiados por el silencio mayor de la noche desconocida. Camiones inmensos aparcados junto a naves de siluetas tenebrosas. Al doblar una esquina aparece la luz desvaída de unos tubos de neón mal adosados a la fachada de una edificación baja con puerta de garaje y dos ventanas enrejadas. Ahí es, dice Clodoveo, y sus palabras aplacan ansiedades. Entran a una sala apenumbrada, con sillas y mesas dispersas hacia las paredes, una barra en el otro lado y, en el centro, una tarima sobre la que dos parejas bailan casi inmóviles. Suenan los Bee Gees (Ludovico no lo olvidará nunca), pero es irrelevante.

Una mujer se le acerca. Le alcanza primero el olor fuertemente dulzón de su perfume, siente un tentáculo gaseoso que por la nariz le penetra hasta enroscarse en su cerebro, orpimiéndolo y mareándole. Ludovico se nota ido, atontado, falto de referencias cuando, casi sin aviso, ve frente a sí, muy cerca, labios y ojos de ella junto a los suyos, a esa mujer extraña. Busca a sus amigos, a modo de asidero mental, como si pidiera tiempo muerto; pero no los ve. La mujer hunde en los suyos la mirada oscura de sus ojos negros, grandes y profundos. Maquillaje exagerado que exagera hasta la caricatura cada uno de los rasgos de esa rostro chocante. Labios rojos muy rojos, de lasciva protuberancia, que se entreabren para que asome una lengua que amenaza.

La mujer echa sus brazos al cuello de Ludovico y aprieta su cara contra la del chico. Ludovico nota entonces cómo, desde los labios sobre su mentón, el cuerpo femenino se va progresivamente adhiriendo al suyo, a modo de una cremallera que se cierra. Las tetas, inmensos almohadones esféricos, se desparraman presionando sobre su pecho, la barriga de ella busca aplanarse sobre la suya, las ingles parecen atornillarse, los muslos que se pegan al interior de los suyos ... La mujer es pequeña de estatura pero de formas desmesuradas; entre sus brazos, junto a su cuerpo, siente Ludovico todos y cada uno de los que eran sus objetivos militares expuestos en procaz exuberancia, sin apenas paisaje neutro que los circunde. Las desproporciones anatómicas anulan cualquier discurso que no sea el del sexo; sólo eso, has venido a follar, sin misterios ni preámbulos, sólo eso.

Están balanceándose en la pista de baile. Ludovico no sabe cómo ese ser amorfo del que ahora es parte se ha desplazado hasta la tarima central. Sus manos aprietan las nalgas carnosas de la mujer (me llamo yoli susurra en su oreja; sus palabras le mojan la piel). Yoli le acaricia tenue el dorso del cuello; son como descargas continuadas que bajan por su columna electrizándole para acabar concentradas en la polla. La polla dura, extendida más allá de sus límites normales, a punto de reventar, presionando y presionada por, hacia, desde, contra la vagina ignota. Yoli es carne para follar y, sobre todo, es una vagina que le grita a él, una vagina que le llama.

Creo que este muchachito necesita que la Yoli se ocupe de él. Y el ser amorfo de cuatro piernas se desplaza bamboleante hacia una puerta al fondo de la sala. Un hueco discreto que se abre a la oscuridad de un patio trasero y allí otras puertas, cinco o séis, cada una de un color vivo. Llegan hasta la puerta amarilla y entonces Yoli se separa, se desprende del cuerpo de Ludovico como si abriera la misma cremallera que antes cerró. Abre la puerta y hace pasar al chico a la vez que le dice: son quinientas, déjalas sobre la mesita. Ludovico tarda un momento en reaccionar; claro, la pasta. Le parece caro, pero no sabe qué va a hacer; saca el billete, lo deja, se queda quieto mirando en derredor, reconociendo el cuartucho. Paredes empapeladas, un par de cuadros con motivos tópicos, un bidé, un lavabo y un espejo en una equina, una cama que ocupa casi toda la superficie de la habitación. Desde la colcha floreada, la Yoli sonríe al muchacho con expresión divertida. ¿A qué esperas? ¿Te desnudas o no? ¿Quieres lavarte antes?

Ludovico la observa: formas exageradas expuestas, toda ella es lascivia que provoca avaricia de lujuria que es casi gula. El chaval se acerca hacia la cama mientras se afloja los botones de la camisa; se la quita antes de llegar junto a la mujer. Yoli se endereza; déjame a mí; el cinturón se afloja, el tejano resbala hasta las rodillas; la verga tumefacta es liberada del slip. Yoli la sostiene con ambas manos, la acaricia con suaves roces de las yemas de los dedos, la sopesa pensativa, con la constante sonrisa divertida. Ludovico mira desde arriba; la vista es un sueño acolchado en el que se van amoldando sus sensaciones. Ve las tetas inmensas que quieren salirse del top ceñido y escaso; ve la boca entreabierta de abultados labios rojos que se acerca a su polla y la engulle; ve los cabellos largos que ocultan sus genitales. Y todo lo que ve enmarca y se confunde con lo que siente, con el placer convulso y debilitante que le invade, que le conquista célula a célula, rendición total de su cuerpo.

Entonces la Yoli se endereza, cesa la succión apenas iniciada. Échate en la cama y espera, ahora vengo. Ludovico termina de desnudarse y se extiende boca arriba, los brazos ligeramente abiertos, los ojos cerrados. Su cuerpo, a la vez relajado y expectante, anticipando las descargas de placer que han de convulsionarlo, que han de enseñarle las reglas que intuye pero aun no conoce. Oye el rumor apagado del agua del bidé, oye los zapatos de tacón infinito que caen al suelo, oye el rasgueante deslizar del vestido, oye el crujir carrasposo del somier cuando se sube Yoli. Oye todo eso y siente calor y nervios, pero no ve; mantiene cerrados los ojos, concentrado en tantas sensaciones intensas que quiere digerir, atesorar. Y nota entonces que la mujer se agacha junto a su cara, cada rodilla hincada junto a cada oreja del chico; nota un perfume acre e intenso que le repele y le atrae a la vez. En ese momento, la voz de Yoli, autoritaria: Chupa.

Ludovico abre los ojos y ve ante él, pegada a su cara, una inmensa vagina abierta. Sabe que es una vagina y, no obstante, lo que ve es un monstruo amenazante, pliegues carnosos que aletean frente a sus ojos, desvelando una llaga sonrosada y de negritud profunda; Ludovico querría lamer, pero siente asco, un asco tremendo ante lo que se le antoja una ventosa agresiva que le succionará la lengua, que se la arrancará de cuajo y con ella arrastrará sus vísceras, engulléndolas hasta el interior de ese ser diabólico que habita entre las piernas de esta mujer. Ya ha olvidado ese cuerpo de carnes tentadoras; ahora sólo puede sentir terror y asco, ansiedad por librarse, por escapar de ahí. Yoli, ajena a esas angustias, le toma la cabeza con ambas manos, para acercársela a la vulva. En ese instante, una tremenda arcada golpea al chaval; el vómito explota sin aviso, salpicando todo. La mujer grita y se aparta, Ludovico grita y se aparta, la puerta se abre y más gritos ...

Poco rato después Ludovico está en la calle, esperando el autobús. No verá a sus amigos hasta el día siguiente, cuando se contarán sus respectivas aventuras, sus viriles y exitosos bautizos coitales. También Ludovico narrará su experiencia, mintiendo como los otros y evitando, eso sí, los detalles más gráficos. Tiene miedo de evocar la imagen de ese monstruo castrador recién descubierto. A partir de ahora, habrá de aprender a dominar su fobia; en ese camino rozará el virtuosismo.

PS
: De más está decir (espero) que no comparto las fobias de Ludovico; no todos los relatos han de ser autobiográficos. Para compensar, y porque viene a propósito, recomiendo un paseillo por la web de una mujer enamorada de la belleza de las vaginas, el motivo principal de su expersión artística. Tiene, ciertamente, cosas bonitas, como la última imagen con que he ilustrado este post.

CATEGORÍA: Personas y personajes

4 comentarios:

  1. Hay fobias para todos los gustos, eso está claro.

    Pero yo no sé si sentir más lástima por Ludovico o por sus futiras conquistas.

    Espero que con los años haya podido resolver el problemilla.

    Un beso.

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  2. Uysss la historia de Ludivico, es curioso que su fobia empezara precisamente con el sexo oral, cuando si no recuerdo mal luego su fobia es contra el coito y como dices llega a ser un amante excepcional para las mujeres. Cachis.

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  3. Huys, pobre Ludovico... así empiezan a explicarse muchas cosas. Ahora me pregunto por qué la señora de la web tiene tal obsesión por el objeto de horror de Ludovico :D

    Besos

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  4. Ey, ¿hay más historias de Ludovico?

    Pobrecito, de todas formas.

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