domingo, 21 de octubre de 2007

El premio

El hombre la miraba con mirada tierna que llegaba despacio, pesada como lo son las que trae el sueño. Llevaban ya un rato sentados en esa terraza su novio y ella; y el hombre, ¿cuándo había llegado?

Mario colgó el teléfono. Otra vez discusión con Tessa, ¿por qué no podrían convivir civilizadamente? La bebita le había pedido el cuaderno de los cuentos. Ahí mismo lo tenía, tapa dura con hojas de cartulina, cada una acuarelada con aventuras de la tortuguita. Pero no podía pasar por la casa de su ex, perdería el avión.

Paola sonreía radiante, sentada entre sus dos madres. El secretario del jurado, un gordo de escandalosos bigotes mexicanos, lee el acta del premio. Ella conoce las palabras porque hace apenas una hora se las han consultado. En un momento habrá de salir a escena.

Quería tomarse un refresco antes de dejar la ciudad donde había nacido su padre. Eligió una terraza de sombrillas anaranjadas a los pies de ese gran cubo oblicuo de vidrio que tanto le habría gustado a Mario. Se sentó a una mesa; enfrente el mar violento y el monte verde a la derecha. Los miró con los ojos cerrados para dejar que se le metieran bien adentro; los miró oyéndolos, oliéndolos, sintiéndolos, mientras cerraba los oídos al parloteo incesante de Raúl. Esa tarde cumplía dieciocho años.

Había sido Tessa la que quiso separarse. Él había aceptado todo lo que ella fue pidiendo: le dejó la casa, la custodia de la niña, no discutió la pensión. No quería que su relación se agriara, deseaba poder seguir viéndola, hablando con ella, compartiendo ideas y experiencias. Pero, sobre todo, Mario ansiaba, necesitaba, poder estar con su hija, ese bichito vivaz que le tenía completamente enamorado.

Cuando el secretario bigotudo nombró el libro premiado, a modo de señal para que comenzasen los aplausos, la pantalla gigante del fondo se inundó con los colores de la que, entre todas las que le había hecho su padre, era la pintura favorita de Paola: la tortuguita suspendida sobre el acantilado, agarrada a lo que apenas era un tierno brote vegetal; el mar rugiendo a sus pies contra afiladas rocas, el monte, alfombrado de un prado de verde, a su espalda.

Raúl quería que se quedase con él en París, que se matriculase en Bellas Artes. La quería a su lado, disponible, mientras él acababa su licenciatura en ingeniería. Y luego volverían a Buenos Aires, ya casi casados, pensaba Paola, preñada quizá. Raúl decía que la amaba y probablemente era cierto. Y sin embargo ¿cómo podía hacerlo si apenas la conocía, si ni siquiera parecía querer conocerla?

Hagamos una cosa, le había dicho Mario; después de dejarme en el aeropuerto, Carla se acerca por el colegio y le entrega a Paola el cuaderno de la tortuguita. Pero Tessa se niega a que “esa mujer” tenga contacto con su hija. Está bien, concede, dile a Paola que me llevo el cuaderno conmigo, que haré algún dibujo nuevo y que, en cuanto regrese, paso por la casa para dárselo. Tres horas después, sobrevolando la cordillera, Mario mira las pinturas y evoca la carita pecosa de su niña.

Paola se levantó, las caricias de sus madres en la espalda, en el brazo. Caminó hacia el estrado, subió despacio los tres o cuatro escalones, se giró frente al público apoyando las manos en el atril, miró hacia el fondo. Iba a hablar: muchas gracias, quería decir, quería que fuese la voz de la tortuguita que ella había sido la que hablase a esas personas, la que les contase los sueños de una niña de siete años acunada por un padre borroso. Iba a hablar cuando sintió la mirada tierna y pesada que llegaba desde el fondo de la sala. Sentado en la última fila, un hombre la miraba.

No me estás escuchando … La queja de Raúl se abrió paso entre sus pensamientos de mar y monte. Perdona, me había abstraído; me emociona saberme aquí, en la ciudad de mi padre. Lo sé, Paola, pero debemos irnos; nos esperan como poco ocho horas de viaje y no querría llegar a París a las tantas. Paola le mira y piensa que no le entiende; mejor, que no se entienden. Raúl se levanta; va al baño y a pagar. Entonces fue cuando notó la mirada, gira la cabeza, ve al hombre, ambos sonríen.

Mario pensó que tenía que haberle dejado el cuaderno a Carla para que se lo hubiese hecho llegar a su hija. Sólo podía pensar en eso, que era importante que Paola guardase sus dibujos, la historia de la tortuguita aventurera. Las sacudidas eran cada vez más fuertes y Mario apretaba el cuaderno contra su pecho. Y entonces, justo antes del final, supo que él mismo tendría ocasión de entregarle el cuaderno.

La niña de siete años, de pronto, reconoció a ese hombre del fondo de la sala que se levantaba y salía al pasillo y caminaba despacio hacia el estrado. Paola no podía hablar, sólo mirar silenciosa, consciente de que sus ojos se anegaban de lágrimas dulces. La niña de siete años brincaba ilusionada mientras Paola asociaba esa figura algo encorvada al hombre que cinco años antes le había entregado el cuaderno en una terraza frente al Cantábrico.

Sonriendo el hombre se ha levantado y ha llegado junto a su mesa. Toma, le dice, y deposita junto a ella un bulto envuelto en papel de regalo. Paola calla y le mira; quiere preguntarle quién es pero, al mismo tiempo, siente que debe saberlo, que lo sabe aunque no recuerde donde ha escondido ese conocimiento. Te has convertido en una mujer preciosa, dice el hombre y una suave caricia, casi un aleteo, le eriza la cabeza. Paola cierra los ojos y busca por dentro. Cuando los abre, sólo Raúl está a su lado.

Tessa y Carla se conocieron al día siguiente. A partir de ahí, las mil gestiones dolorosas que llenaron esos días frenéticos las fueron acercando. Pareció como si la presencia de Mario hubiese impedido lo que su ausencia propiciaba. Tessa y Carla lloraron abrazadas y en el amor de ambas albergaron a Paola.

El público, emocionado con la emoción de Paola, aplaude. El hombre está subiendo al estrado y la voz del secretario bigotudo anuncia que el presidente de la Fundación, don Mario Panciutti, hará entrega del premio. El hombre se acerca a ella y Paola le abraza, se aprieta a su cuerpo dejando que la niña de siete años vuelva a sentirse acunada. El hombre, don Mario Panciutti (¿qué es ese Panciutti?), susurra palabras ininteligibles a su oreja. Te quiero, le dice ella.

Raúl partió a París sin ella, enfadado y confuso. Paola pasó aun tres días más en esa ciudad lluviosa, dejándose mojar por las olas de un mar que le hablaba aunque ella no entendiese el mensaje. Raúl no había visto a ningún hombre en la terraza; tampoco, cuando abrió los ojos, había ningún paquete sobre la mesa. Sin embargo, una semana después, al deshacer la maleta en su casa bonaerense, entre camisetas y pantalones apareció el cuaderno de Mario, los cuentos ilustrados de la tortuguita aventurera.

El accidente fue un golpe terrible en todo el país. No hubo supervivientes; doscientos cuarenta muertos. Apenas pudieron recuperarse partes de cadáveres, dispersos en la selva salvaje que cubre las faldas de la cordillera. En el mausoleo que la familia de Tessa posee en La Recoleta se grabó el nombre de Mario, pero allí no reposan sus restos. Paola, desde sus siete años, imaginaba que ese brote al que se agarraba la tortuguita se había roto y entonces Mario o la tortuguita o ella misma habían caído hacia las rocas del mar. Pero era una caída mágica, como la eterna levitación de una hoja que nunca llegaba al suelo.

Más tarde, en el cóctel bullicioso, Paola y sus dos madres pudieron hablar con don Mario Panciutti, un señor de origen italiano, tan agradable y tan en nada parecido al otro Mario. Pero Paola sabía que su padre la había abrazado y que años antes, en la ciudad de la que había salido de niño, le había devuelto su cuaderno. Mientras reía feliz y notaba como poco a poco se iba achispando, comprendía que podría vivir y seguir cayendo eternamente hacia un mar embravecido.

CATEGORÍA: Ficciones

7 comentarios:

  1. Sin palabras me he quedado. Como comentario es pobre pero... es que me quedé sin palabras.

    Besos

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  2. ¿Tienes idea de la cantidad de tiempo que me ha llevado hilar la historia?

    ¿Y sabes lo frustrante que es acabar de entenderla y tener un ciento de dudas?

    Entre ellas... ¿era realmente el padre? ¿es pariente tuyo? ¿de qué era el premio? ¿por qué se lo daba su "padre"?

    En fin... que espero una explicación que acalle mis dudas.

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  3. Qué magnífica forma de superponer los distintos momentos en el tiempo y jugar con los acontecimientos y las emociones. No soy la única que has tenido en vilo durante la lectura... Hay reminiscencias de tu propio pasado en este relato?
    Precioso. Me ha encantado leerlo.

    Hoy sin bromas. Besos

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  4. Siempre que nos traes estos relatos me creo que hablas de ti, que dejas un trozo de tu corazón aquí escrito.

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  5. Inevitable preguntarse si no serás pariente o si le has prestado el apellido al relato. En cualquier caso, me ha gustado mucho la historia. Me apunto a la petición de aclaración final, que también me he quedao con la cabeza como una interrogación :D

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  6. Nada de aclaraciones. El relato es precioso tal como es, y forma parte de su encanto ese desconcierto (como debe ser en un blog con este título) que se va organizando y desorganizando en el lector, a medida que va comprendiendo quién es quién y lo que está pasando.
    No resto ni un àpice a mis alabanzas del primer comentario que puse en este blog. Formidable.

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