martes, 31 de agosto de 2010

La caída de John Stone

Me vinieron a la cabeza mis viejos pensamientos sobre la interpretación del devenir histórico (véase el post anterior) mientras buscaba información sobre Basil Zaharoff, porque este personaje es un buen contraejemplo de la teoría marxista; es decir, es una excelente muestra de cuánto pueden llegar a pesar los actos individuales en el curso de los acontecimientos. ¿Y por qué estoy con Zaharoff? Simplemente porque el jueves, fisgoneando libros en la tienda de Barajas mientras esperábamos el avión a Tenerife, me llamó la atención la última novela del británico Iain Pears, del cual había leído hace unos años La Cuarta Verdad, y me animé a comprarla para el viaje. Pears, para quien no lo conozca, es un historiador del arte que, tras años trabajando como periodista, se puso a escribir novelas históricas de intriga. Pero eso fue a partir del año 2000, porque su inicio literario, según descubro ahora, fue durante los noventa que los dedicó a escribir una serie de siete historias cortas ambientadas en nuestros días protagonizadas por Jonathan Argyll, un historiador del arte inglés (¿trasunto del autor?), y dos miembros de un equipo policial italiano especialista en obras de arte. Los títulos (El asunto Rafael, El Comité Tiziano, El busto de Bernini, El juicio final, La mano de Giotto, Muerte y Restauración y La inmaculada decepción) así como las tramas (crímenes varios relacionados con el mundo del arte, en especial italiano) me los hacen apetecibles; suenan a esos libritos que te despachas agradablemente en un rato y te dejan con una sensación reconfortante al acabarlos (como, por ejemplo, los del policía siciliano Salvio Montalbano). Se publicaron a lo largo de todos los noventa prácticamente al ritmo de uno al año (salvo el último, del 2000, que salió cuatro años después del sexto ya que en esos años Pears estaba dedicado a escribir su primera novela "seria", la que ya he citado) y con bastante éxito de ventas sobre todo en los países anglosajones. Me extrañaba por tanto que hasta hace un rato no tuviera ninguna noticia de su existencia, lo que me llevó a suponer que no se habían publicado en español. No es así, pues consultada la base del ISBN compruebo que, salvo el último, Plaza Janés los editó en su momento. Sin embargo, ninguna de las cuatro librerías virtuales a las que suelo recurrir disponen de cualquiera de estos libros; para mayor misterio, el buscador de la página de Random House Mondadori (la multinacional dueña de Plaza Janés) me da 0 resultados cuando pregunto por Pears. En fin, seguiré insistiendo porque ya me ha picado el gusanillo por leer esas novelas y confío que no tenga que ser en inglés.

Pero me he desviado del hilo de lo que quería contar y era que lo que leí en la contraportada del libraco de Pears me resultó sugerente: "John Stone fue un poderoso banquero y traficante de armas, un hombre inmensamente rico que en los años anteriores a la Primera Guerra Mundial manipuló mercados, países enteros e incluso continentes, controlando los destinos de los hombres y mujeres de su tiempo. La caída de John Stone relata la intriga por descubrir cómo y por qué murió Stone en el convulso Londres de 1909. Desde la Venecia del siglo XIX hasta la City londinense de principios del XX y el París de la Belle Époque, estas páginas nos sumergen en las maquinaciones de los altos círculos financieros y nos descubren la infame crisis económico que provocó el pánico en 1890. Iain Pears, maestro de la novela histórica de intriga, traducido a más de veinte lenguas, firma aquí una de sus mejores obras, que es a la vez un drama financiero, una bella historia de amor y un misterio policiaco". De acuerdo a estas loas, el libro tenía todos los ingredientes del best seller; enseguida me vino a la mente Una Fortuna Peligrosa, de Ken Follet, pero también recordé que el estilo de Pears era bastante más pulido que el del galés y también que sus argumentos bastante más sólidos en erudición y complejidad (aunque sólo conocía uno, pero cumplía de sobra lo dicho). Además, no voy a negar que tanto el tema (el mundo financiero) como los tiempos y lugares (tres ciudades más que tentadoras en las sugerentes décadas del anterior cambio de siglo) se me hacían muy atractivos. O sea que lo compré.

Y lo empecé a leer en el mismo aeropuerto, y seguí en el avión, y luego por la noche ya en casa, y a ratos sueltos durante el viernes (que lo pasé en un lujurioso dolce far niente) y el sábado y el domingo; y el lunes empecé a trabajar (aunque todavía al ralentí) pero saqué tiempo para seguir leyendo y lo mismo hoy, de modo que ya voy por la mitad de la tercera y última parte de la novela y confieso que la estoy leyendo con gusto, atrapado por la trama e intrigado por las referencias históricas (que me llevan a cada rato a buscar confirmaciones o extender lo que son sólo breves alusiones). En suma, que es recomendable, tanto para entretenimiento como incentivo a la curiosidad por esa época bisagra de los dos últimos siglos. Aunque no la he acabado, intuyo ya que no será capaz de redondear perfectamente la trama y dejará, si no cabos sueltos, si aspectos o personajes que habrían merecido mejores pinceladas. Ahora bien, no pretendo hacer ninguna crítica literaria (sin duda no pasará esta novela a ningún cuadro de honor de la literatura inglesa, pero sí tiene más calidad que los bests-sellers al uso) pues lo único que me motiva este post fue la relación del libro con Zaharoff. Cuando compré el libro y tras las primera horas de lectura aérea sospechaba que el protagonista, el John Stone del título, era un personaje real. Una rápida consulta en internet me hizo ver que no era así pero, según había escrito el propio Pears en El País "... existió la figura mefistofélica de Basil Zaharoff, un personaje real en el que, junto con retales de algunos otros de la época, se basa John Stone, el protagonista de mi novela".

Pues no mucho, la verdad. Por lo que he estado leyendo sobre Zaharoff en estos últimos días, su vida daba para una novela mucho más densa y compleja que la que ha escrito Pears. Un personaje realmente misterioso, de los que hacen historia pero se escaquean de quedar ellos mismos atrapados por la historia. Poco se sabe de él (abundan las conjeturas) pero con lo que se sabe daría para hacer una espectacular novela de intriga que cubriera toda Europa desde finales del XIX hasta los años treinta. E incluso con una historia de amor española, aunque la protagonista me parezca, a priori, bastante menos interesante que el personaje femenino de la novela (justo lo contrario que en el caso Stone-Zaharoff). Ya contaré alguna historieta sobre Zaharoff y sus andanzas hispanas en otro momento.

CATEGORÍA: Literaturas

domingo, 29 de agosto de 2010

El sentido de la historia

En mis primeros años de universidad, como correspondía a la época y más en un país sudamericano bajo una dictadura militar sui generis, asumí con entusiasmo el marxismo. Naturalmente, a mis diecisiete años, lo que aprendí de marxismo no pasaba de unos pocos postulados básicos que funcionaban como mantras y que valían para explicar cualquier aspecto de la realidad. Era (y sigo siendo) bastante ignorante, pero lo peor es que entonces no lo sabía (ya sí). Tras leer el famosísimo "Los conceptos elementales del materialismo histórico" de la chilena Harnecker me consideraba con suficiente base teórica para juzgar acertadamente la complejidad de la realidad política y social. He de decir que, además del panfleto del Manifiesto Comunista, empecé a leer El Capital, pero no aguanté demasiadas páginas. En todo caso, debí pensar, lo importante es la acción, no perder el tiempo enfrascado en lecturas.

Uno de los dogmas que hice míos fue la concepción marxista de la historia. Es sabido que Marx, claramente influido por Hegel, reconocía una inteligibilidad en el devenir de los acontecimientos humanos. Hay una lógica en el curso de los hechos y se encuentra en las relaciones de producción; en contra del idealismo de Hegel (y no digamos de las explicaciones religiosas sobre el sentido de la vida terrenal), aparece el materialismo histórico. De alguna manera, de ahí viene una concepción determinista; concluiríamos que el sentido general (haciendo omisión de las desviaciones puntuales que no corrigen la tendencia) de la marcha de la historia viene marcado por la necesidad. En ese marco, las acciones de los hombres como individuos vendrían a ser, pensaba yo, la materialización ejecutiva de las fuerzas sociales, de las famosas relaciones de producción. Los hombres éramos los protagonistas de la historia en la medida de que éramos nosotros quienes la hacíamos realidad, quienes con nuestros actos hacíamos existir los "acontecimientos históricos". Pero era, en cierto modo, el protagonismo de un actor condicionado por el guión que en cada momento establecía el estado de las fuerzas sociales; un actor que sólo hacía lo que podía hacer, si bien tenía un relativamente amplio margen de improvisación. Los "grandes hombres", esos cuyos nombres van quedando registrados en los libros de historia, surgen como consecuencia del estado de las relaciones de producción en cada momento histórico y ponen sus notables cualidades individuales al servicio de la acción que les corresponde según su papel en ese proceso materialista o, lo que es lo mismo, según su pertenencia a una u otra clase social.

Treinta y cinco años después no creo que la explicación sea tan sencilla. De hecho, no estoy nada seguro de que la historia, el devenir de los acontecimientos que va viviendo nuestra especie, sea siquiera inteligible. Lo cual no impide reconocer que es verdad que hay un sistema socioeconómico que marca una fortísima inercia al curso de los hechos y, por tanto, condiciona mucho el marco de lo que puede ocurrir. Pero dudo que se pueda hablar de determinismo o de necesidad, todo lo más de tendencias. La verdad es que, las explicaciones de las actuaciones humanas individuales con las sencillas recetas marxistas, a medida que iba haciéndome mayor, cada vez me satisfacían menos. Cierto es, por ejemplo, que nuestra guerra civil fue la expresión de un conflicto entre dos modelos productivos (y de sociedad), pero no menos que igual que ocurrió podría no haber ocurrido y que en las motivaciones de los actos individuales que condujeron a ella no basta con argumentos clasistas, ya que muchas son las eternas malditas pasiones del ser humano. Cuanto más conozco biografías concretas, más me convenzo de que el azar (o mejor, el caos, en cuanto las acciones resultantes obedecen las más de las veces a tantos y tan distintas causas que juzgo estéril intentar sistematizarlas) juega un papel clave en la conformación de la historia. Y, en ese sentido, incluyo las acciones de los hombres concretos bajo el término azar.

sábado, 28 de agosto de 2010

Día 21: Munich y a preparar el equipaje

Miércoles 25: el último día de vacaciones foráneas, porque el jueves lo pasaríamos, en gran parte, volando de regreso. Y sólo disponíamos de medio día, porque después de almorzar había que ir al hotel final, pegado al aeropuerto, y una vez dejadas allí las maletas, a devolver el coche de alquiler. Tampoco es que nos agobiara la falta de tiempo porque ya estábamos bastante cansados de patear ciudades; de otra parte, es mi tercera visita a Munich, y en las dos anteriores he estado bastante tiempo, por lo que no siento demasiadas ganas de darme la paliza.

Así que salimos a pasear por el centro sin rumbo preciso. La primera parada en la Karlplatz, para fisgonear en una tienda de maletas que estaba en rebajas; seleccionamos una bolsa negra con ruedas cuya compra postergamos hasta nuestra vuelta. Luego pasamos de nuevo por la Marienplatz y coincidimos con el show del carrillón y figuritas móviles de la torre del Rathaus. De ahí K entró en una tienda de recuerdos, empeñada en comprarse alguna postal bonita de Munich y un imán de la ciudad, para su colección de la nevera y el microondas. Encontró dos postales y un imán de su gusto al exorbitado precio de 12 euros; indignado por el abuso decidí que no pagaría más de la mitad por las tres cosas.

Más callejeo hasta que aparecemos en el Viktualienmarkt, el famoso mercado, donde gastamos un buen rato viendo las típicas cosillas artesanales. Resulta que a la hija de K, de pequeña, le pusieron como mote el de ardilla y K andaba buscando un peluche de este animal para llevárselo. En uno de los puestos una chica vendía un montón de animalitos hechos con corcho y pinocha, bastante curiosos, la verdad. Entre ellos, por fin, había ardillas y K, tan contenta, compró una pequeñita. Esa noche, sin embargo, cuando terminábamos de hacer el equipaje (incluyendo la nueva bolsa negra que adquirimos de regreso en la tienda inicial), la ardillita no estaba. Ya habíamos devuelto el coche, pero ahí estoy casi seguro de que no se quedó pues lo comprobamos bien. La única explicación es que se nos cayera en el parking del hotel muniqués. En todo caso, tengo la intuición de que la ardilla esa le tiene miedo a los aviones y, oliéndose que le esperaban dos seguidos, ella misma decidió escaquearse. Pero también creo que tiene intención de venirse a vivir con la hija de K y probablemente ahora debe estar atravesando los bosques europeos en dirección este; calculo que antes de navidades la tendremos por aquí.

Y poco más. Almorzamos en una terraza en el Hofgarten, caminamos luego hacia la Konigsplatz para volver a comprobar la obsesión de los monarcas bávaros con la arquitectura griega, y ya dimos la vuelta para comprar la maleta y tomarnos los últimos cafés en Munich. Después enfilar con el coche hacia el aeropuerto (nada más que un error en la salida de la ciudad) y atravesarlo para llegar al hotel que había reservado en sus proximidades. Descargar las maletas, vaciar bien el coche y llevarlo hasta el autorental return, que está organizado con mucha eficiencia. Ya que estábamos ahí, aprovechamos para conseguir las tarjetas de embarque y comprarnos unas galletas y unas papas fritas, mientras esperábamos el autocar de nuestro nuevo hotel. Para acabar el día, cenamos sendas pizzas (de las congeladas) en el bar de ese hotel, y a la habitación a acostarse lo antes posible (no fue tan pronto como habríamos debido) que al día siguiente teníamos que estar en pie a las cinco y media.

El día siguiente, este jueves pasado, podría contarse como el 22º pero, más que vacacional, fue una jornada de mero desplazamiento aéreo con espera intermedia en Barajas. Así que, con este post, doy por concluida esta serie a modo de diario de viaje. En este fin de semana hemos de ordenar las fotos y aprovecharé para ilustrar los posts ya escritos. Se acabaron las vacaciones.

CATEGORÍA: Irrelevantes peripecias cotidianas

viernes, 27 de agosto de 2010

Día 20: De Salzburgo a Munich

Se acaba ya el viaje (en realidad, desde ayer tarde estoy en Tenerife). Por la mañana, antes de salir del hotel, reservamos otro en Munich para esa misma noche. Luego a caminar por Linzergasse y descubrir unas tiendas preciosas (aunque el presupuesto ya está casi agotado), girar a la derecha hacia el Mirabell (el "discreto" schloss y sus jardines) y, por fin, cruzar de nuevo el Salzach, pero esta vez por la pasarela peatonal. Ya en el casco viejo, volvimos prácticamente a repetir el paseo de la víspera a paso más relajado y con una parada para que K disfrutara de la última porción de tarta sacher del viaje. Pasamos por la casa natal de Mozart y pasamos de entrar, siguiendo en dirección sureste. De nuevo atravesamos la plaza del Dom (mucho menos interesante que la iglesia de los franciscanos) y, poco antes de llegar al edificio del funicular, nos encontramos con el delicioso cementerio de San Pedro, uno de los más bonitos que pueden verse por el mundo. Después, a hacer la cola para pagar la pasta que cuesta subir en funicular hasta la fortaleza (festung) Hohensalzburg, la que fue el bastión de los príncipes-arzobispos que gobernaron esta ciudad hasta el XIX.

La otra vez, hará quince años, que estuve en Salzburgo no había subido a la fortaleza y debo decir que la visita fue probablemente lo más interesante de la mañana. Tampoco es que el castillo sea nada del otro mundo (en Europa hay muchos otros tan o más atractivos), pero se lo tienen bien montado haciéndote seguir un recorrido que te van explicando con audioguía de modo que te quedas con la impresión de que te enteras de muchas cosas. En realidad, lo que se enseña es una ínfima parte de la fortaleza, pero en fin. Previamente, uno se lo pasa bien en el pequeño museo de marionetas, las del famoso teatro salzburgués. Pero lo ciertamente excepcional son las fantásticas vistas desde lo alto: la ciudad y su entorno, con las impresionantes presencias de las montañas alpinas hacia el sur. En fin, que un par de horitas largas que transcurren bastante agradablemente, casi sin darse cuenta de que está siendo conducido dentro de un rebaño de muchísimos otros turistas. Y es que la más destacable impresión que nos llevamos de Salzburgo es la multitud de gente que colma sus calles, cualquier rincón. Habrá que volver en temporada menos turística.

A lo tonto se acercaba la hora límite del aparcamiento que habíamos pagado y ni siquiera habíamos almorzado (¿dónde encontrar un sitio libre?), así que iniciamos la vuelta comiéndonos entre los dos un pretzel, ese típico pan en forma de lazo horneado con pepitas de sal gorda; engañamos el hambre pero, por supuesto, al llegar al coche teníamos tremenda sed. Nos metimos en la autopista y nada más entrar en Baviera (la frontera está en cuanto sales de la ciudad hacia el oeste) empezó a llover y así, con descargas y breves escampadas, se mantuvo el clima hasta que llegamos a Munich, momento en que, amablemente, el cielo se abrió como dándonos la bienvenida a la capital bávara. Esta vez K mostró una gran pericia en sus poco gratas tareas de copiloto y en un periquete, acertando a la primera con el ring del casco viejo, descubrimos la Hauptbahnhof, en cuyas inmediaciones estaba nuestro hotel. Por primera vez en todo el viaje descargamos todas nuestras pertenencias para evaluar si, con las adquisiciones inevitables de este tipo de vacaciones, el equipaje podía meterse en las dos maletas que habíamos traído. La respuesta, como era de esperar, fue negativa: tendríamos que comprar una bolsa o similar al día siguiente.

Ya la tarde estaba avanzada cuando salimos caminando hacia el centro. Entramos por la Karlsplatz y seguimos la supercomercial Kaufingerstrasse hasta la maravillosa Marienplatz y el espectacular ayuntamiento neogótico. Luego, girando hacia el noeste, encontramos enseguida el Hard Rock Cafe, pues uno de los encargos de K era comprarle a su hija una camiseta de esa célebre cadena. Cumplida la misión, más callejeos, deteniéndonos de vez en cuando a escuchar a distintos "artistas callejeros", desde un trío de chavales que cantaban temas de Paul Simon hasta otro que interpretaba maravillosamente piezas clásicas en un enorme xilofón que tocaba con cuatro baquetas (dos en cada mano). A pasos ya muy cansados dejamos el centro sin encontrar ningún sitio en el que nos apeteciera cenar y, al final, lo hicimos en un bar de la estación. Luego, cruzar la calle, y caer derrengados en la cama. Esa noche no escribí.

CATEGORÍA: Irrelevantes peripecias cotidianas

martes, 24 de agosto de 2010

Día 19: De Graz a Salzburgo

Dormimos y desayunamos de maravilla en el Hotel zum Dom y justo a las nueve le puse al coche el papelito del parquímetro para poder estar tres horas paseando por Graz. Prácticamente volvimos a hacer lo mismo que la tarde noche anterior, pero ahora con luz, los comercios abiertos y mucha gente por las calles, tanto residentes como turistas. Cumplido nuestro plazo, arrancamos en dirección a Salzburgo pero, al igual que a la entrada, nos costó un montón salir de Graz, con el agravante esta vez de que caímos en un umleitung (desvío) por obras, que formaba unas colas a paso de tortuga. Así que tardamos casi una hora en estar en la A9, y ahí sí me desquité poniendo el cochito de alquiler a 150 en un vano intento de recuperar tiempo.

La autopista es estupenda pero lo que es verdaderamente espectacular es el paisaje. Estiria es una región montañosa y boscosa, lo que ofrece a quien la cruza perspectivas continuamente cambiantes y muchísimos verdes y azules. Salvo una breve parada en un área de servicio para comernos unos bocadillos, fuimos todo el rato encandilados con el paisaje, en una conducción muy cómoda. A la altura de Liezen habíamos decidido salirnos de la autopista para ir por la carretera de Bad Ischl cuyo trayecto es más directo hacia Salzburgo aunque, obviamente, a costa de más curvas, menos velocidad y más tiempo. Aunque las vistas desde la autopista eran magníficas, confiaba en que las de una carretera de montaña, más pegada al terreno, serían todavía mejores y, además, permitirían paradas de encontrarnos pueblos o lugares interesantes. Sin embargo, lo cierto es que los primeros kilómetros nos desilusionaron, tanto porque el paisaje hasta empeoraba (aún así seguía siendo muy bonito) como, sobre todo, porque por esa carretera iban bastantes camiones inmensos que ralentizaban el tráfico y estropeaban la visibilidad. No obstante, más o menos cuando dejábamos la Estiria y entrábamos en la Alta Austria, la carretera empezó a despejarse y su trazado a hacerse más montañoso, con la subida y bajada de un empinado puerto desde el que desembocamos en Bad Ischl.

Este pueblo es famoso porque en él se comprometieron Francisco José e Isabel de Baviera (Sissí) y allí la pareja tenía una villa de veraneo que el emperador describió como “el cielo en la tierra”. El caso es que, cuando preví esa ruta, tenía la intención de que parásemos a pasear un rato por el pueblo y, sin embargo, cuando llegamos ni me acordé; entre las prisas por llegar y un cierto cansancio malhumorado que nos embargaba ni me di cuenta y seguimos de largo. Unos kilómetros más adelante se nos apareció el grandioso Wolfangsee y nos detuvimos un momento para admirar el precioso lago en un circo rodeado de montañas (estribaciones alpinas, creo), pero en ese punto no había posibilidad de bañarse, que era lo que necesitábamos con el tremendo calor que hacía. Así que seguimos hasta Salzburgo y al hotel reservado la noche anterior que esta vez encontramos sin problemas. Al llegar a la habitación, nos derrengamos exhaustos en las camas.

Tras una horita de descanso, ya atardeciendo, salimos a dar un paseo por el pequeño centro histórico de la ciudad natal de Mozart. K tenía muchísima ilusión por conocer Salzburgo porque le habían hablado maravillas; yo, que ya había estado, le había dicho que era bonita pero muy chiquita. Desde luego, la ciudad es uno de los destinos turísticos preferidos de Austria (y de Baviera, que está al lado) por lo que es sobradamente conocida. Ahora bien, viniendo directamente de Graz, la verdad es que apenas impresiona y a K incluso le desilusionó un poco. En un par de horas recorrimos casi por completo el centro y rematamos la jornada cenando pasta y un delicioso steak en una terraza en la Alter Markt.

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lunes, 23 de agosto de 2010

Día 18: Lago Balaton, Maribor y Graz

Al final no nos levantamos tan temprano como estaba previsto y, además, K amanece sintiéndose fatal, con mucho dolor de garganta y náuseas. Logramos, pese a todo, recoger bien el apartamento, meter nuestras pertenencias en el coche, devolver las llaves (y recuperar la fianza) y estar sentados en la terraza habitual donde hemos desayunado estas tres últimas mañanas a las nueve en punto. Pero los húngaros no son un ejemplo de celeridad hostelera y el tiempo del desayuno se alarga hasta las diez, así que ya empezamos el largo viaje de regreso con retraso. Sorpresivamente, acertamos a la primera con la salida correcta y en relativo poco tiempo nos encontramos en la magnífica autopista M7 (previamente he debido pagar una especie de peaje único que se supone que controlan a través de vídeo) en dirección sudoeste.

Hacia las once llegamos a Siófok, el primer pueblo ribereño del lago Balaton. Como nos apetecía echar un vistazo al primer destino del turismo húngaro “de playa”, cometimos el error de salirnos de la autopista y meternos, en un domingo calurosísimo de agosto, por las carreteras locales que corren paralelas a la orilla. La verdad, poco bueno se puede decir de esta primera impresión de los diez o quince kilómetros más norteños: un continuo desordenado de villas de principios de siglo, con edificios espantosos de apartamentos de la época comunista y con algunos más recientes también de pésimo gusto. El lago no se ve prácticamente en ningún momento porque no sólo no tiene una carretera de borde (lo que está bien) sino tampoco un paseo peatonal por la orilla; las casas y parcelas llegan prácticamente hasta el borde y los únicos accesos son a través de calles transversales y algunas extrañas playas que han acondicionado. Nos metimos por uno de esos callejones con la intención de darnos un baño rápido, accediendo al agua mediante unas escaleras metálicas, tras comprobar que la rampa para la entrada de barcas estaba tremendamente resbalosa (media hora más tarde, mientras comíamos unos bocadillos, comprobamos como un húngaro que quiso bajar por ahí, voló literalmente y se dio un buen bofetón y, de milagro, no se abrió la cabeza). En donde nos bañamos, por más que avanzaras hacia dentro, el agua no te llegaba a la cintura, lo cual le quitaba bastante gracia al asunto; no obstante, estuvo refrescante.

Recuperamos la autopista ya con bastante retraso y, para aumentarlo, no se me ocurre otra cosa que desviarme a ver si la última ciudad importante de Hungría en esa dirección, Nagykanisza (vaya nombre), era interesante. No, no lo era, así que vuelta a la autopista y enseguida, casi llegando a la frontera con Eslovenia, que hemos de desviarnos de la autopista principal, que va hacia Zagreb, y tomar otra hacia Maribor, pero ésta no es autopista y además sigue paralela a la frontera, pero en Hungría. Por unos kilómetros pensamos que nos hemos vuelto a equivocar pero íbamos bien y lo que pasaba es que el mapa de carreteras que compré en Bratislava es tan nueva que ya tiene como autopista el tramo completo aún sin ejecutar. En fin, que más tarde de lo esperado, volvemos a estar en una autopista y a entrar en Eslovenia, el sexto país que pisamos en este viaje. Enseguida notamos un significativo cambio (a mejor) en el paisaje esloveno respecto del húngaro: la topografía es más ondulada, hay mucha más diversidad de masas vegetales y de gamas cromáticas e incluso, desde lejos, los pueblecitos, normalmente encaramados en colinas, parecen mucho más atractivos que los magiares. Disfrutando de los nuevos escenarios, los poco menos de cien kilómetros se nos hicieron bastante cortos y algo después de las tres nos desviábamos para hacer una breve visita a Maribor, la Marburgo austriaca, capital de la Baja Estiria. Su casco histórico no es ninguna maravilla, pero tampoco está mal; lo suficientemente atractivo para justificar una breve paseo (buscando la sombra desesperadamente) y tomarse unos helados con café en una terracita.

Estiradas las patas que ya estaban algo anquilosadas de tanto coche, volvimos a los viejos hábitos de equivocarnos al salir y no se me ocurrió otra cosa que cruzar el Drava y vernos de pronto en la autopista hacia Ljubljana. Debió ser el recuerdo inconsciente de los planes originales, que incluían ir hasta la capital eslovena y seguir luego a Trieste, para después bordear el norte del Adriático y llegar a Venecia. Pero ése era un trayecto para más días de los que hemos dispuesto, que ya hemos densificado nuestro programa en demasía. Por tanto, en cuanto pude me salí de esa autopista, regresé a Maribor, crucé de nuevo el Drava y continué en dirección norte hasta incorporarme a la E59 en dirección a Graz. En muy poquitos kilómetros pasábamos otra frontera y volvíamos a estar en Austria, leyendo carteles en alemán que, después de las experiencias eslavas y magiares, nos parecía hasta comprensible.

La idea era hacer una breve parada en Graz y luego seguir para acercarnos lo más posible a Salzburgo. Pero eran ya las cinco y media, ambos estábamos cansados y K, aunque mejorada, seguía medio enferma y, para colmo, no parábamos de dar vueltas siguiendo flechas que señalaban Altstadt sin que el centro histórico apareciese por ningún lado (y el minúsculo plano de la guía michelín no ayudaba demasiado). Así que, cuando finalmente logramos acertar con la entrada al casco viejo, K sugirió que le gustaría que buscásemos hotel e hiciésemos noche en esta ciudad. Justo entonces apareció enfrente el Hotel zum Dom, un palacete renacentista rehabilitado a cien metros de la catedral; aunque la tarifa era saladilla, decidimos coger una habitación. Duchazos y unos momentos de descanso y paseo por la ciudad. ¡Qué suerte que optamos por quedarnos aquí!

La verdad es que no tenía ni idea de que Graz fuera tan bonita; de hecho, según me enteré en un folleto del hotel, se considera el centro histórico mejor conservado de la Mitteleuropa y no creo que sea una afirmación pretenciosa. De entrada, no sólo la trama urbana es medieval sino que mantiene muchísima arquitectura gótica y renacentista, con sus clásicos cortiles (hof en alemán) desde los que puedes pasar de una calle a su paralela (lo de paralela es un decir) por un espacio en el que se confunden los ámbitos de lo privado y de lo público. El Dom quizá no sea, para mi gusto, muy notable; es un gótico tardío algo tosco pero digno. Al lado de la catedral, en la misma calle de nuestro hotel, destaca el Mausoleo, un enorme templo funerario de un barroco italianizante en donde quiso enterrarse el emperador Fernando II. Porque resulta que Graz fue capital de los Habsburgo en los siglos XIV y XV (también lo ignoraba) y eso explica la profusión de magnífica arquitectura civil gótica y renacentista. En cambio, a partir de la capitalidad vienesa, la cabeza de Estiria pierde importancia y de ahí que el barroco y el neoclásico apenas destaquen. Pero después de tanto empacho de los estilos pomposos, uno se queda encantado con la mayor discreción y autenticidad de lo medieval. Y se pueden encontrar verdaderas joyas como el patio renacentista de la Landhaus o la escalera gótica de doble hélice (¡toda en piedra!) del antiguo palacio imperial, del que ya poco queda. Pero, sobre todo, lo que enamora es el conjunto de las casas adosadas y profusamente adornadas, cada una con su originalidad y todas armónicamente reunidas. Hay que decir que, según me ha parecido entender (he de investigarlo), durante la década de los noventa se trabajo intensamente en la recuperación y revitalización del centro histórico de Graz, con vistas al año de 2003 en que la ciudad ostentó la capitalidad europea de la cultura. Las intervenciones no fueron sólo de restauración de edificios, sino también de urbanización e implantación de nuevas y muy modernas arquitecturas, que contribuyen muy positivamente al resultado global. Por ejemplo, la Kunsthaus, una especie de zeppelin negro, o la isla en el Mur, que viene a ser una concha que alberga un bar-auditorio y que, ubicada en el centro del río, enlaza con ambas orillas a través de unas pasarelas de formas muy divertidas.

En resumen, que Graz ha sido un descubrimiento agradabilísimo, del que seguramente volveré a escribir en algún otro momento. Lástima que llegáramos ya con poco tiempo de luz (algo parecido nos ocurrió en Tubinga), pero pudimos compensarlo parcialmente con las tres horitas que le dedicamos al día siguiente.

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domingo, 22 de agosto de 2010

Día 17: Pest

Sábado, sabadete … y a ver Pest en un periquete. La primera etapa consistía en recorrerse hacia arriba (es un decir, porque Pest es bastante llana) la avenida Andrassy, el eje principal del ensanche burgués de finales del XIX, con una sección viaria imitada de los bulevares parisinos de Haussmann e inmuebles de alta calidad arquitectónica: más edificios residenciales compactos en el primer tramo y más palacetes unifamiliares (ahora sedes de embajadas o de firmas multinacionales) hacia la parte final. Sentada la indiscutible calidad y monumentalidad de la arquitectura, lo que llama la atención es el desvergonzado eclecticismo (no se cortaban un pelo a principios del siglo pasado en combinar con el mayor desparpajo elementos de todos los estilos en un mismo edificio) que, purismo profesional aparte, no deja de ser un ingrediente para el atractivo de la avenida. También destaca el grado de deterioro de la gran mayoría de muchas de estas magníficas construcciones (la inversión foránea aún no ha llegado a todos); las fachadas están llenas de grietas y descascarilladas, pero lo más deprimente es cuando te cuelas en algún patio interior y ves el estado de la escalera comunal, los cables pelados de electricidad, la maleza sin cuidar …

La avenida Andrassy remata en la Paza de los Héroes con el típico monumento patriótico a los fundadores del “solar húngaro” que, la verdad, no nos dijo demasiado. Cerrando los laterales del gran espacio simbólico (sin árboles, para que no se pueda escapar del maldito sol justiciero) se disponen dos edificaciones en pedante neoclásico que son sendos museos; pese a que ambas son volumétricamente casi iguales, con el típico “partenón” frontal, la de la derecha ha sido decorado con frisos, metopas y frescos de aires bizantinos, un ejemplo más del eclecticismo tan querido por los húngaros. Ahí mismo, en esa plaza, empieza el gran parque municipal en cuyo interior está la joya máxima del eclecticismo, el castillo Vajdahunyad, construido a finales del XIX con partes románicas, góticas, renacentistas, barrocas, neoclásicas y qué se yo cuáles otras, con la intención, por lo visto, de mostrar los diversos estilos arquitectónicos que hay en Hungría. Ahora, he de confesar, que cediendo a las imposturas escenográficas que ya me había advertido Magris, el castillito de marras resulta encantador.

Esta primera etapa “pestiana” acabó con una visita a los baños Szechenyi, un bellísimo edificio en esa arquitectura novecentista y decadente que tan bien le va a los balnearios. Dudamos si hacer un alto y usar las instalaciones pero al final decidimos que primero había que cumplir nuestros rigurosos objetivos y luego darnos el merecido premio. Así que media vuelta y a coger el pequeño metro que corre bajo la Andrassy, el primer tren subterráneo del mundo, según reza el folleto de la oficina de información turítica. Bajamos junto a la inmensa basílica de San Esteban, otro monstruo del XIX (Pest se vino a configurar tal como hoy es entre las últimas décadas del XIX y las dos primeras del XX) que estaba cerrada y en obras. Así que caminata hacia el Parlamento húngaro, el mayor edificio del país (y vaya sí lo es, que se tarda un largo rato en rodearlo), hecho a finales del XIX (cómo no) en un espectacular neogótico: tremendo, aunque algo tipo tarta conmemorativa (seguro que ya las han hecho).

En el rodeo del Parlamento, que estaba cerrado y protegido por varios policías, es obligado bajar al borde del Danubio que, en ese tramo, cuenta con unas gradas que llegan hasta el agua. Así que, con cuidado de no resbalarme en las musgosas piedras, me descalcé y metí los pies en el gran río, lo más al oriente que lo veré en este viaje, tan calmo y majestuoso, tan diferente de aquellos tramos jóvenes e impetuosos al oeste de Baviera. Luego almorzamos en una terraza y echamos a caminar por las calles paralelas al río, todas muy turísticas y llenas de edificios monumentales que ni merece la pena ir enumerando (quizá sí el Gresham Palota, un precioso edificio modernista construido en 1907 para una compañía de seguros ingleses que recientemente ha sido rehabilitado y que alberga en la actualidad al Four Seasons, el hotel más caro de Budapest, que no es donde nos alojamos). Y así, hacia media tarde, rematamos el recorrido por Pest en el mercado municipal, justo al lado del puente de la Libertad, que lleva al monte Gerardo, en Buda.

Y ahí mismo, al otro lado del río, está el hotel y balneario Gellert, al cual nos dirigimos a toda prisa pues, según el folleto turístico, cerraba a las ocho y queríamos pasar algo más de una hora en las aguas termales. Previo pago de la entrada y encasquetarnos una pulsera electrónica con la cual se hace todo (por ejemplo, cerrar una taquilla con tus cosas), pasamos a la sala principal, un enorme espacio con bóveda de cristal bajo la cual había una gran piscina rodeada de seis pares de pilares gemelos ricamente decorados a cada lado largo. Al otro lado de estas pilastras se disponían las sillas en las que cada uno dejaba sus toallas (nosotros no, que no teníamos) y, al fondo, en forma de media luna, otra poza, ésta bastante más pequeña, de agua caliente (a 36º). Ambas piscinas tenían sus típicos chorros de spa, pero se supone que lo que importaba eran las aguas, que tendrán mogollón de minerales de lo más beneficiosos. Estuvimos algo más de una hora relajadísimos: yo entrando en la fría a nadar un par de largos y luego pasando a la caliente y así varias veces, con el tremendo contraste en cada entrada; K, en cambio, en cuanto se aclimató a la caliente no quiso moverse. En resumen, que una maravilla, tanto por el baño como por el espectacular escenario, con sabor a medias decimonónico y a medias del imperio turco. Además, es una de las cosas que se supone que hay que hacer si se visita Budapest.

Después de secarnos “al natural” y vestirnos, paseo de regreso, esta vez a través del puente de Isabel (en honor a Sissí, muy querida por los húngaros), de modo que hemos cruzado los tres puentes centrales de Budapest. Al día siguiente habíamos de salir temprano, porque pretendíamos meternos la paliza de casi setecientos kilómetros para llegar a dormir a Salzburgo, pero no volviendo por Viena y el Danubio, sino por el Balaton y la Estiria austriaca. Naturalmente, nos hemos dejado muchas cosas por ver; este viaje está siendo un descubrir ciudades a las que habrá que volver con más tiempo. En Budapest, por ejemplo, me habría gustado ir a ver el museo del comunismo, donde han acumulado todas las estatuas de la época que retiraron de las calles. Y por supuesto, aquí como en cualquier otra ciudad que engancha, uno se queda con la penita de no poder pasar más tiempo calmadamente y, sobre todo, para conocer a sus gentes (aunque con este idioma endiablado que tienen …)

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sábado, 21 de agosto de 2010

Día 16: Buda

Como ya he dicho en algún post anterior, hasta Viena teníamos el viaje programado y desde entonces vamos un poco a la aventura, decidiendo el día anterior dónde dormiremos la siguiente noche y llegando a lugares de los que no tenemos información precisa, salvo lo que cuenta Magris en el que es el libro de cabecera de este trayecto. Vista ayer la dimensión de la capital húngara, decidimos ampliar una noche más el alquiler del apartamento, lo que nos obligará el domingo a darnos una paliza para llegar a dormir a Salzburgo; pero está claro que Budapest merece una jornada entera más.

Hoy salimos a desayunar a un bar cercano con un camarero simpático y políglota (los húngaros, por lo general, van siempre con caras serias y suelen ser poco amables) y enseguida nos pusimos en marcha en dirección al Danubio, si bien, como estaba muy cerca, aprovechamos para visitar el edificio de la Ópera y, por supuesto, ver las monumentales calles, de cierto estilo vienés pero con una arquitectura más “picante”, menos opresiva que la de los Habsburgo, quizá debido a la influencia oriental o a una todavía mayor afición ecléctica. En fin, que llegamos a la ribera del magnífico Danubio y lo cruzamos por el puente de las cadenas, que es el más bonito de los tres centrales y el que llega a una glorieta al pie del palacio de Buda.

Porque el propósito de este día era Buda y dejar para mañana la otra orilla, Pest. Resultaba que se está celebrando un festival de artes populares y toda la subida al palacio y el interior de éste están llenos de puestitos de artesanos con toda la gama imaginable de productos en exhibición y venta. Ya desde la mañana, la aglomeración de gente para visitar la feria era tremenda, así que optamos por dejar para el final el palacio y patear antes las calles de Buda. Subimos en el funicular (demasiado caro, para lo breve del trayecto), que K nunca había montado en uno de estos vehículos y ya iba siendo hora. Una vez arriba, el sol quemaba implacablemente y sentí que la tensión se me caía a los suelos. Muy oportunamente nos topamos con el Laberinto, unas cuevas bajo Buda bastante interesantes y, sobre todo, frías y húmedas. En su interior, con la loable intención de hacer más amena su visita, han montado una exposición en tres etapas (prehistórica, histórica y “de otro mundo”) con pinturas rupestres, estatuas egipcias y medievales y, en el summun del cachondeo, huellas fósiles de cuarenta millones de años que representan suelas de calzado deportivo, mandos de televisor, ordenadores … Todo ello rematado (para despejar cualquier duda crédula) con el hueco en piedra de una botella de coca-cola, sponsor de la instalación.

Con varias paradas para beber y picotear algo, las siguientes horas, hasta que empezó a bajar el sol, las dedicamos a callejear por las calles de Buda, que son pocas pero bellísimas. Por supuesto, el paseo lo rematamos en la plaza de la Santísima Trinidad, junto a la iglesia de Matías y luego el famoso bastión de los pescadores, escenografía neogótica del XIX con un aire Disney. Desde luego, Buda es preciosa; la mala noticia es que no es ningún secreto. Dudo que quien esto lea pueda ni remotamente imaginarse la exageradísima cantidad de gente que había, verdaderas riadas humanas que casi te impedían moverte y hacían completamente imposible sacar una foto mínimamente despejada. Pero esa barbaridad de personas todavía se quedó pequeña en cuanto entramos al palacio y descubrimos las que allí había. ¡Qué locura! Por supuesto, muchísimos turistas, pero muchísimos más húngaros que en este día de fiesta acudían en masa a ver las artesanías, oír música folklórica, comer platos regionales …

El palacio es también impresionante, aunque apenas se podía ver con tal marabunta. Paseamos, eso sí, entre la multitud de puestos, viendo muchas cosas atractivas, pero tampoco era cuestión de ponerse a gastar y menos en objetos demasiado frágiles para un largo viaje de regreso como, por ejemplo, unos preciosos huevos vaciados y decorados que eran una maravilla. Aún así, alguna cosilla compramos y, ya de noche, fuimos bajando la larga cuesta que lleva de nuevo a la ribera del río. Serían las ocho y cuarto y ya habían cerrado los puentes entre Buda y Pest y toda la gente se acomodaba en los muros frente al Danubio: a las nueve eran los fuegos artificiales patrióticos. Tuvimos la suerte de encontrar un hueco en primera línea, al pie del palacio y justo al lado del puente de las cadenas, cuya presencia iluminada sobre el río es una postal espectacular. Tras la media hora larga de espera empezó la exhibición pirotécnica: multitud de cohetes que formaban las acostumbradas (algunas no tanto) figuras multicolores eran disparados desde tres barcos dispuestos en el centro del río. Estar en Budapest mirando los fuegos artificiales sobre el Danubio no deja de tener su cosa; en fin, que no es algo de todos los días.

Luego abrieron el paso por los puentes y regresamos a Pest inmersos en la densa masa de gente. Parada breve para cenar algo y llegada al apartamento, de nuevo agotados. Mañana toca Pest.

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viernes, 20 de agosto de 2010

Día 15: De camino y llegada a Budapest

Salimos de Györ algo más tarde de lo habitual, con la idea de llegar a primera hora de la tarde a Budapest siguiendo el curso del Danubio. Obviamente, descartamos la autopista y tomamos la carretera 1 que, aunque cercana, tampoco va pegada al río hasta que llega a Komárom. Ese tramo es de sólo cuarenta kilómetros, pero lleva bastante tráfico local y además no haces cada poco va atravesando pueblitos, todos bastante cutres, como descuidados, así que tardamos casi una hora en llegar. En esa pequeña ciudad fronteriza (tiene un puente sobre el Danubio que lleva a la otra parte de la misma ciudad, sólo que con nombre eslovaco) tratamos de cambiar euros por florines. Habíamos visto un letrero que anunciaba el cambio y entramos en el local junto al que estaba, que resultó ser una especie de inmenso almacén tipo economato popular con mercancías de lo más diverso; a lo mejor vestigios del pasado comunista. Nos dirigieron a un banco de la misma calle, que también me resultó curioso. Era un gran espacio que en el centro tenía dos filas de sillas enfrentadas para que los clientes esperasen, y en el perímetro un mostrador corrido en forma de U, en el cual se disponían los puestos de las empleadas (eran todas mujeres). Habría como ocho puestos, pero sólo tres empleadas, de las cuales una no estaba atendiendo. No se hacía cola, sino que se cogía un número, como en la carnicería, y se esperaba hasta que saliese encima de alguna empleada. Sólo dos personas antes que nosotros, pero la cosa iba muy pausada. Mientras esperábamos se sentaron enfrente nuestro dos señoras, una con un maquillaje y un peinado de lo más extravagante (felliniano) y la otra bajita y regordeta con aspecto de campesina. Hablaban animadamente entre sí y, al mismo tiempo, una cruzaba las piernas enseñando todo el muslo, mientras que la gordita iba lentamente abriéndolas y se le subía la falda, hasta llegar a mostrarnos por un ratito sus genitales desprotegidos de cualquier braga o similar. Conste que la escena de erótica no tenía nada, más bien resultaba surrealista. Por suerte nos llamaron casi en ese momento y cambiamos sin problemas cincuenta euros. Acto seguido, pasamos a la farmacia vecina donde, con la ayuda de mímica sonora, conseguimos comprar una crema para aliviar las tremendas picaduras de mosquito que ambos padecemos. Luego cruzamos a Eslovaquia sólo para sacar una foto del puente sobre el Danubio desde la orilla izquierda.

A partir de Komárom la carretera se junta mucho más al Danubio y, especialmente desde el desvío por la ruta 11, donde el río comienza a dibujar varios meandros y el viaje se hace paisajísticamente mucho más agradable. Ya no se está en una llanura inmensa, sino que se serpentea por terrenos ondulados, con colinas boscosas y preciosos árboles de flores blancas en la ribera. Veo en Google maps que esta zona tiene la consideración de parque natural húngaro y no es de extrañar, máxime en un país con tan pocas montañas (al menos en lo visto viniendo desde Eslovaquia). La siguiente parada que hicimos fue en Esterzgom, cuna del reino de Hungría, según releo en el libro de Magris. La calle principal, también peatonalizada, es agradable, con algunas casonas de pretensiones palaciegas (barrocas tardías o neoclásicas), una estatua central al estilo austriaco y un mercadillo de ropas y artesanía. Allí fueron los capuchinos de la sobremesa (el almuerzo, muy escueto, había sido en Komárom). Nos íbamos ya con la idea de que la famosa catedral neoclásica era un extraño monumento circular que habíamos visto a la entrada de la ciudad cuando, saliendo de una curva, nos la encontramos de frente con toda su imponente majestad. Se eleva, como en efecto dice Magris, en una colina desde la que domina la villa y el Danubio. Personalmente, el neoclásico no me dice mucho, lo encuentro frío, casi sin alma (el barroco no es plato de mi gusto, pero no se le puede acusar de falta de emotividad), así que poco bueno puedo decir sobre esta enorme catedral, que es la cabeza de la iglesia húngara, salvo que, pese a todo, no está de más detenerse a hacerle una breve visita. Las vistas sobre el río, eso sí, magníficas.

Magris recomienda visitar Vac, a la que califica de bellísima ciudad con sus palacios renacentistas y barrocos. Pero no lo hicimos pues estaba en la otra margen del Danubio y llegar hasta ella nos obligaba a un rodeo cuando ya íbamos faltos de tiempo. En cambio, a sólo veinte kilómetros al norte de Budapest, sí nos paramos a pasear por la ribera del gran río y por las preciosas callejuelas de Szentendre. Se trata también de un pueblo descaradamente turístico, que ha elegido el arte como reclamo y así está lleno de galerías, museos y pintores callejeros que ofrecen sus obras o te hacen un retrato en unos minutos. Un paseo muy agradable, si bien demasiado corto pues ya eran las seis de la tarde y nuestro programa se estaba retrasando demasiado.

Entramos a Budapest desde el norte y enseguida nos vimos inmersos en una autopista con una cantidad ingente de coches conducidos a toda velocidad por húngaros enloquecidos. Íbamos atravesando la periferia de la capital, con muchos espacios verdes y bloques de vivienda colectiva de inconfundible estilo socialista. De pronto, la rauda riada se desvió hacia la circunvalación y nosotros seguimos rectos para encontrarnos en una calle bastante más estrecha que discurre pegada al Danubio: entrábamos en Buda y, a partir de ahí, a paso absolutamente de tortuga, alternando pequeños avances en segunda con parones interminables. El tremendo atasco de Budapest nos habría desesperado si no fuera porque estábamos absolutamente boquiabiertos con lo que veíamos, con la magnificencia y monumentalidad de tantos edificios a ambos lados del río. Dice Magris que “Budapest es la más hermosa ciudad del Danubio; una sabia autopuesta en escena, como en Viena, pero con una robusta sustancia y una vitalidad desconocidas en la rival austriaca”. Todavía no la hemos paseado a la luz del día, pero sí puedo decir que en la primera impresión nos ha impactado más que la capital imperial. Ya lo confirmaremos a lo largo de los próximos dos días.

En fin, que gracias a la tremenda lentitud del tráfico metropolitano no nos perdimos y llegamos sin errores al apartamento que habíamos reservado, aunque nos costara una hora y media recorrer los escasos seis kilómetros urbanos. A esas horas ya sólo podíamos salir a cenar algo y así nos llegamos hasta una terraza frente al Danubio, en la orilla de Pest, y probamos la sopa de goulash y un plato de carne guisada con mucho tomate y tagliatelle de acompañamiento. A las once estábamos de vuelta, bastante cansados pero con fuerzas todavía para poner una lavadora dejar constancia de los avatares del día.

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jueves, 19 de agosto de 2010

Día 14: Bratislava y la llanura magiar

Buena noche en la estupenda cama del hotel eslovaco y un desayuno más que aceptable; descansados y bajo un sol radiante salimos a conocer la ciudad. Bratislava tiene un pequeño casco de trazo medieval (porque arquitectura tan vieja apenas queda) que han peatonalizado, rehabilitado, limpiado y colmado de comercios y restaurantes; en suma, han invertido bastante pasta (que probablemente en su mayoría no sea eslovaca) para disponer de un pequeño pero intensivo centro turístico; y lo cierto es que funciona porque las callejuelas están absolutamente repletas de turistas de todas las nacionalidades, predominando alemanes e italianos, pero también japoneses, yanquis y hasta algunos argentinos. Ahora, en cuanto te sales de los precisos límites del perímetro turístico (que no es que estén señalados, pero parece que todos los turistas los conocen porque ni se les ocurre cruzarlos), te encuentras con una ciudad antiética: edificios sucios y deteriorados, calles mal urbanizadas y casi sin ninguna actividad comercial. Y eso en lo que sigue siendo el centro de Bratislava, porque, como ya dije ayer, la ciudad es inmensa y las extensas periferias son un tapiz interminable de bloques de vivienda colectiva de arquitectura deprimentemente indiferenciada.

En todo caso, aunque no se pueda evitar una sensación de Disneylandia, el centro histórico es muy agradable, lleno de espacios que transmiten relajación y en los que apetece pasear o sentarse a tomar una cerveza y unas tapas. La antigua puerta por la que se entraba a la ciudad, la Michaelistor, es una monada muy en el estilo de las de otros pueblos del Imperio (adosada a esta torre, en el breve espacio por el que antiguamente discurría el pasillo de ronda para los vigilantes de la muralla, se ha levantado una casa de tres plantas que dicen que es la más estrecha de Europa, con sólo 130 centímetros de ancho). Desde esa puerta sale la calle principal (en cuanto al turismo y el comercio), la Venturska Michalska, que discurre hacia el sur, en dirección al Danubio pero sin llegar a éste ya que, seguramente, la trama urbana se amurallaba antes del río. Tampoco Bratislava aprovecha urbanísticamente la potente presencia del Dunaj, por cuya ribera corre una casi autopista acompañada de un parque nada generoso y poco atractivo. En las callejuelas interiores, en cambio, abundan edificaciones de muy buena calidad, sobre todo de finales del XVIII y principios del XIX que fue, según parece, el periodo de mayor prosperidad de la ciudad, gracias a la emperatriz María Teresa que aquí fue coronada reina de Hungría.

En resumen, una visita muy recomendable y cómoda, ya que el casco puede pasearse calmadamente en una mañana. Almorzamos en un restaurante cubano (la experiencia de la cena eslovaca no había sido de nuestro gusto) y volvimos hacia el hotel para recuperar las maletas y el coche. La recepcionista nos preguntó si nos había gustado la ciudad y, cortesía obliga, elogiamos el centro; nos contestó que sí, pero que el resto era horrible, todo ello con cara de tristeza (que a lo mejor no es tal, pero esa expresión entre seria y melancólica la veíamos en la mayoría de los eslovacos con los que nos cruzábamos). Arrancamos, pero antes de salir de Bratislava, subimos a la colina que flanquea la ciudad, para ver el famoso castillo que, la verdad, nos defraudó un poco; seguro que en sus orígenes medievales tuvo que ser magnífico, pero tantas restauraciones y ampliaciones (incluso ventanas barrocas tapando vanos góticos) lo han echado a perder, siendo el remate la manía de pintarlo todo de blanco, lo cual, en vez de dejar ver el precioso acabado de la piedra, le da una apariencia de tarta de crema.

Pocos kilómetros hicimos por Eslovaquia porque enseguida nos encontramos con las “ruinas” de la antigua frontera con Hungría, unas barreras rojas y blancas acompañadas de barracones, que evocaban antiguas épocas comunistas; pero sólo queda el recordatorio porque también Hungría ha debido firmar Schengen. Íbamos por la carretera 1 húngara, paralela al Danubio, pero metida unos kilómetros hacia el sur, por lo que no pudimos ver el río durante todo el viaje. Deberíamos haber cogido la que discurría por la otra orilla, mucho más pegada al río aunque en territorio eslovaco; pero para cuando nos dimos cuenta ya habíamos avanzado demasiado trecho como para retroceder. También es que, a partir de Viena, no nos dio tiempo a preparar las etapas del viaje, así que la noche previa decidimos a dónde dirigirnos, un poco al albur de lo que nos depare el trayecto, sin más requisito que seguir el curso danubiano. La idea es acabar en Budapest pero pensamos que nos quedaba un poco lejos de Bratislava (a unos 225 kilómetros) y que convendría hacer noche en Gyor, más o menos a la mitad de camino. Hasta esta ciudad de provincias lo que hay es una inmensa llanura de tierras agrícolas (impresiona la magna extensión de la planicie) con algunos pueblos poco interesantes a primera vista, que dan una sensación de pobreza y de atraso.

Llegados a Gyor logramos encontrar el hotel sin demasiadas dificultades, pese a que no estaba en una zona céntrica y a que el idioma es todavía más incomprensible que el eslovaco, lo que ya es decir (el húngaro, con el finés y el euskera, es una de las tres lenguas del continente no indoeuropea). Depositado el equipaje en una habitación bastante agradable, dimos una caminata hacia el centro, cruzando el río Rába y varios establecimientos termales. No está mal: algunos edificios de cierta calidad y un ambiente urbano agradable, pero nada del otro mundo. Cenamos en una de las calles principales en la que había bastante marcha y nos regresamos cuando ya estaba anocheciendo. Hoy habremos de cambiar algo de euros (en Hungría siguen con la moneda local, los florines) y, urgentemente, he de conseguir una crema para calmar los ardores de las cuatro cinco picaduras con que los mosquitos han sembrado mis piernas. Luego, a Budapest, donde pasaremos dos noches.

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miércoles, 18 de agosto de 2010

Dia 13: Abandonamos Austria

Amanece feo el día, como si fuera a llover, pero no dispuestos a caer en las engañosas trampas del clima vienés decidimos vestirnos de verano, que luego va y sale un sol que abrasa; la única concesión a la prudencia es llevarnos el paraguas, por si acaso. Y hacemos bien, porque por una vez el cielo de Austria cumple lo que anuncia, y no sólo se pone a llover sino que sopla un viento helador contra el que no tenemos defensas. La mañana se nos va paseando por calles comerciales (hay que hacer compras, me recuerda K) y comprobando que, salvo pocas excepciones, Austria y España pertenecen al mercado global de las mismas marcas. Daría igual estar en Viena o en cualquier otro sitio (del primer mundo, claro), aunque cuando se alza la vista se imponen las moles edificadas en la estética habsbúrgica.

Tras una comida nada memorable, caminata hacia el centro con parada por exigencias del aguacero en la cafetería montada en la Glashaus del Hofburg (¿sería éste el invernadero de Sissí?) donde K, por fin, se zampó un demoledor trozo de la famosa sacher. Nos llegamos hasta la Michaelerplatz para fotografiar el edificio que, frente al palacio imperial, construyó Adolf Loos en 1911 para escándalo de los príncipes vecinos. Lo cierto es que no había visto nada de este arquitecto, verdadero precursor del movimiento moderno (en realidad, ya había pasado por ese edificio, pero creo que ni me había fijado, craso pecado) pues me había centrado más en los miembros de la Sezession (esa misma mañana fui a visitar los dos magníficos edificios adyacentes de la Linze Weinzeile). Pero, en fin, ésta ha sido sólo una visita rápida a Viena, apenas para tener una primera impresión y en la que dejamos muchas cosas en el tintero (la obra de Loos, una de ellas); ya volveré.

Salimos hacia las cinco en dirección a Bratislava, siguiente etapa danubiana. Antes de llegar, sin embargo, nos desviamos un rato para ver el pueblo de Petronel-Carnuntum, donde hay unas excavaciones del asentamiento romano de los tiempos de Marco Aurelio y un schloss en obras de restauración, pero, sobre todo, una sorprendentemente preciosa iglesilla románica que me recordó algo a las maravillas asturianas (a las prerrománicas, más bien). Se conforma por dos volúmenes circulares, el menor (el ábside, imagino) semiembutido en el mayor y con cubiertas troncocónicas; en regular estado de conservación, se erige en un prado verdísimo y, aunque se puede llegar hasta ella (pisando la hierba porque no hay ningún sendero), está cerrada porque es de propiedad privada. Ya digo: una maravilla inesperada esta iglesia de Santa Petronila.

Pocos kilómetros después llegábamos a la frontera con Eslovaquia que tampoco existe como tal (Schengen) pero sí en el brusco cambio idiomático. Nos quejábamos de la dificultad del alemán, pero al menos en esa lengua teníamos referencias que nos permitían unos mínimos de comprensión. Ahora estamos en el reino lingüístico eslavo y éste sí que e ininteligible. Menos mal que centro se dice centrum, porque del resto de las señales no entendíamos ni una. Y aún así, nos equivocamos de salida en el inmenso enlace de la autopista que rodea Bratislava y pasamos un buen rato circulando entre bloques de seis plantas todos iguales (aunque, seguramente en los últimos tiempos, los han pintado de distintos colores) dispuestos transversalmente a los viarios, típica muestra del “urbanismo socialista”. La periferia de Bratislava parece inmensa y es fea, sin elementos urbanos reconocibles, ésos que dan la escala de la ciudad y permiten la relación e identificación con ella. En un golpe de suerte volvimos a ver otra señal de centrum y esta vez sí la seguimos correctamente hasta que pasamos junto a un palacio que dedujimos que había de ser el presidencial; así que subí el coche a la acera (se suponía que nuestro hotel estaba casi al lado de dicho palacio) y bajé a preguntar en un hotel que había a treinta metros y que, en vez de nombre, se llamaba Hotel 16. Resultó que era el nuestro, un inmenso edificio de grandes espacios que tiene toda la pinta de haber albergado a los visitantes de la nomenklatura durante épocas pasadas. En todo caso, es de muy buena calidad: parking incluido en el precio (no como en Viena), una habitación espaciosa y amoblada con buen gusto, unas camas amplias y comodísimas, Internet que va a toda leche …

Ya casi anocheciendo (cada vez estamos más al este), cruzamos la avenida del hotel y entramos en el casco más viejo, peatonalizado y con un montón de edificios modernos de multinacionales. Avanzando un poco más, llegamos a una puerta medieval con su correspondiente torre (muy en el estilo austriaco; al fin y al cabo, seguimos en el imperio de los Habsburgo) que marca la entrada al centro histórico. Una calle principal llenísima de restaurantes de todos los estilos y con muchísima marcha; elegimos uno de comida típica eslovaca claramente orientado al turismo y cenamos unas extrañas sopas de cebolla con carne y un plato moravo con varios ingredientes de los cuales sólo identificamos pollo y col demasiado ácida. No nos gustó demasiado la experiencia, pero hay que probar de todo. Volvimos al hotel dejando para el día siguiente el paseo por ese casco pequeñito pero que parece bastante atractivo.

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martes, 17 de agosto de 2010

Días 11 y 12: Viena

Van ahora dos días en un solo post, para intentar ponerme al día y porque de Viena poco me atrevo a contar, de lo apabullante que esta ciudad. Todo es monumental, con cierto aire de solemnidad, de consciencia de ser una capital, la capital de un imperio, aunque éste ya no exista. Edificios de proporciones macizas y mayoritariamente monocromos (cada uno de ellos), escritos mayoritariamente con la grafía presuntuosa del neoclásico, manteniendo las continuidades de sus cornisas y otras líneas horizontales y pautando con sus paños verticales un ritmo de desfile ceremonioso. El extremo de esta intencionalidad significante es el entorno del Ring, la gran operación de ampliación de la capital acometida mayoritariamente durante el reinado de Francisco José (sí, el de Sissí): la Ópera, la plaza de María Teresa y los dos grandes museos que la flanquean, el Parlamento, el nuevo Rathaus, el Burgtheater, la Universidad …

Con una sensación de respeto algo temeroso que rara vez he sentido en otra ciudad (incluso París, modelo en tantos sentidos para los Habsburgo, combina la monumentalidad con guiños cómplices a otras escalas) nos adentramos en el Hofburg, la residencia de los Habsburgo, el summum de la magnificencia, del peso absoluto del imperio. Entre paseos por el enorme complejo, de patio en patio y de jardín en jardín (porque no teníamos tiempo para visitar los interiores) echamos casi dos horas. La tarde la dedicamos a recorrer la ciudad vieja que, con toda seguridad, tuvo que ser mucho más hermosa durante la Edad Media y Moderna, cuando su callejero estuviera acompañado del caserío gótico o renacentista, antes de que el barroco se impusiera y los burgueses emularan en sus residencias los dictámenes estéticos del Imperio. Hay, no obstante, rincones preciosos y, sobre todo, queda la maravilla gótica de San Esteban, con su originales peculiaridades, de la que no es la menor la inmensa cubierta inclinada y colorista, con el águila de los Habsburgo. Por cierto, cuesta entender cómo se permitió construir un espantoso edificio moderno (en parte del cual está Zara) en la misma esquina del Graben con la Stephanplatz.

En fin, que el undécimo día del viaje se nos fue pateando hasta el agotamiento la ciudad de Viena, con apenas descansos, salvo los obligados de reportaje, entre los que hay que destacar la degustación de tarta y una original composición a base de café, helados, caramelos y crema en el famoso Café Central. Llegamos al hotel a horas más tardías y oscuras de las habituales y ambos lo bastante cansados como para caer rendidos en la cama.

El día duodécimo (este lunes pasado) amaneció lluvioso, contrastando con el sol radiante y calorazo de la víspera. Decidimos que visitaríamos el Belvedere, los magníficos palacios barrocos que los Habsburgo construyeron para el príncipe Eugenio de Saboya en agradecimiento por derrotar, al frente de los ejércitos imperiales, a los turcos. El museo realmente importante es el Belvedere Superior, en cuya planta baja tienen unas cuantas pinturas y retablos mayoritariamente del siglo XV muy interesantes. Por supuesto, se trata de obras del entorno del Imperio austriaco, en cuyos territorios, por esas fechas bajomedievales, las técnicas artísticas estaban mucho menos desarrolladas que en Italia; pero justamente ese primitivismo les daba un enorme atractivo. Hay muchas obras del XVIII y primera mitad del XIX que rezuman academicismo, historicismo y cierto aire rancio, y que salvo algunas excepción (Franz Xaver Messerschmidt, por ejemplo) son prescindibles a no ser que se sea un apasionado de esa etapa de la pintura que, para mi gusto, resultó bastante sosa en términos globales. Pero luego, te muestran las últimas décadas del XIX y las dos primeras del XX, el periodo en que Viena fue ciertamente vanguardia artística, y uno se queda embelesado, descubriendo algunos nombres (Anselm Feuerbach, Ludwig von Hofmann, Carl Moll, Giovanni Segantini, Albin Egger-Lienz) de los que apenas sabía algo y, sobre todo, con las obras de las dos estrellas de la colección permanente: Gustav Klimt y Egon Schiele. Fantásticas dos horas largas que rematamos con un almuerzo a base de capuchinos y tartas en el propio bar del museo (una clavada) para enseguida bajar a través de los jardines al Belvedere Inferior, en el que nos tocó una exposición sobre la pintura victoriana y, especialmente, los prerrafaelistas, con obras provenientes del Museo de Ponce, en Puerto Rico. Así pude ver a un pintor que conocía pero nunca originales y que tiene su interés, Edward Burne-Jones; allí estaba, con varios bocetos incluidos, la que él mismo consideraba su obra maestra, el Sueño de Arturo, un enorme cuadro para pasar largo rato barriéndolo detalladamente.

Salimos del complejo y echamos a caminar hacia el norte siguiendo el canaleto que atraviesa el Stadtpark hasta llegar al Altes Donau, cruzarlo y llegar hasta el Prater. Desde que vi El Tercer Hombre (más de treinta años) tenía ganas de subirme a la famosísima noria, tantas que K no opuso resistencia, pese a que no le gustan nada los parques de atracciones. La entrada a la Noria está precedida de una exposición sobre la historia vienesa representada mediante escenas con muñequitos en sus correspondientes ambientes, cada cuadro contenido en una cabina de la noria. Una vez que se hace el recorrido circular, desde el primer asentamiento romano hasta la ciudad arrasada por las bombas durante la segunda guerra mundial, toca la cola para meterse en la cabina e iniciar el lento viaje de una única vuelta, con vistas (tampoco excesivamente espectaculares) sobre la capital austriaca. Como compañía no demasiado agradable nos tocó un grupo de seis moteros italianos que hablaban demasiado alto para mi gusto. De regreso al suelo, recorrimos el parque de atracciones aunque no subimos a ningún otro cacharro. Ya anochecía cuando salimos y, justo a la entrada de la boca de metro que tomaríamos para volver al hotel, cenamos unos platos inmensos e impronunciables en un restaurante balcánico.

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lunes, 16 de agosto de 2010

Día 10: El Wachau que casi no vimos y llegada a Viena

Sábado por la mañana, pese a lo cual madrugamos (relativamente) para retroceder los diez kilómetros hasta Melk y visitar la abadía. Sin embargo, en cuanto llegamos al aparcamiento comprobamos que había como veinte autocares e infinidad de coches: resulta que se trata de uno de los mayores puntos turísticos de Austria después de Viena. El edificio es inmenso (¡240 metros de fachada!) y una de las joyas del barroco austriaco, que ya es decir mucho. Estuvimos viéndolo por fuera y los patios públicos, con la idea de sacar las entradas, pero cuando llegamos a la zona de taquilla nos encontramos con una cola kilométrica que nos desmotivó inmediatamente. Así que bajada al pueblo y paseo por la preciosa Hauptstrasse, llena de tiendas que obviamente viven de las riadas de turistas que, como nosotros, la invaden. Capuchinos de media mañana y arrancar el coche para seguir viaje.

Para no repetir el tramo que ya habíamos hecho el día anterior siguiendo el Danubio, decidimos girar hacia el interior para ir a San Polten, la capital de la Baja Austria. De ese modo no vimos el tramo entre Melk y Krems, conocido como el Wachau, un valle que, aparte de su atractivo turístico, tiene una rica cultura agrícola; pero, al fin y al cabo, esa pequeña elipsis la compensamos con la visita a las dos ciudades que marcan sus extremos y, de otra parte, San Polten bien mereció la visita. Bajo un solajero tremendo aparcamos muy cerca de la catedral, a la que accedimos a través del claustro anexo. De nuevo barroco a tope, con la excepción de una pequeña capilla alojada en un ábside románico y equipada tan sólo con un sobrio altar, una talla medieval del crucificado y un bonito retablo colorista; después de la profusión ornamental, ese rincón era un delicioso remanso de paz estética. Luego seguimos hacia el resto del casco, visitando las otras dos iglesias barrocas principales, el interesante Rathaus gótico-renacentista y la inmensa plaza adyacente con la inevitable columna barroca de la Trinidad en su centro (en todas las ciudades austriacas se encuentra uno con estos monumentos, un poco adefesios para mi gusto, que se erigieron en el último tercio del XVIII para conmemorar las victorias sobre los turcos y sobre la peste).

Visto San Polten, enfilamos hacia el norte para recuperar el curso del Danubio en las ciudades pegadas de Stein y Krems. Entramos primero en Stein, la más occidental y la de menor tamaño. En este tramo final del Wachau el río va bastante encajonado, así que la ciudad (apenas una villa) se organiza en tres calles paralelas más o menos horizontales, cada una algo más alta que la siguiente, en una cota superior de la ladera; las uniones entre ellas las hacen pequeños callejones con escaleras. El pueblo es muy bonito, no tanto por la monumentalidad de sus edificios sino por la armonía y correcta escala del conjunto. Tras cruzarnos con una caravana de más de cien ciclistas (no paraban de pasar mientras caminábamos por la calle principal), nos sentamos en una placita para almorzar (platos locales bastante ricos) y, a los postres, fuimos testigos de la salida de un edificio vecino (sería el juzgado) de ocho o diez personas, novios incluidos, que conformaban una boda: vestidos con sus trajes de gala de un mal gusto espeluznante, nada más salir, todos se precipitaron a encender sus cigarrillos, mientras hablaban animadamente entre ellos, y así permanecieron un largo rato, bajo un sol insoportable … Parecía una película surrealista.

No hicimos más que mover unos metros el coche para aparcarlo en el cortísimo espacio que queda entre la puerta de Krems de Stein y la puerta de Stein de Krems, ambas preciosas. Hace gracia imaginarse lo que debía ser en la Edad Media cuando ambas ciudades, tan cercanas, cerraran sus puertas. Krems es algo más grande, con arquitecturas más destacables pero, en mi opinión, menos armonioso que su vecina menor. Recorrimos su centro histórico de cabo a rabo, incluyendo la subida por una escalera en túnel hasta una iglesia gótica que no era el Dom. Ya regresando hacia el coche, nos paramos un rato a oír a un trío de padre (guitarra y voces), madre (pandereta y voces) e hija de unos seis años (maraca y voces) que cantaban unas canciones folclóricas que tratamos sin éxito de precisar su origen (por la pinta de ellos y el cómo sonaba el idioma, yo apostaría que se trataba de albaneses, pero vaya usted a saber). El caso es que a K le gustaron (o le conmovieron) y se acercó a darles un par de euros.

Desde Krems optamos por la autopista con intención de llegar lo antes posible a Viena, permitiéndonos sólo una breve parada en Tulln. Pese al calor, o quizá justamente por eso, este tramito de coche resultó de lo más entretenido, más incluso a K porque yo, al fin y al cabo, tenía que mantener la atención puesta en la ruta. En Tulln hay poca arquitectura interesante; tan sólo la iglesia de San Esteban, románica, gótica y barroca, en cuyo interior nos topamos con dos italianas lesbianas, una de las cuales leía a voz en grito su guía turística. Adosada a la Iglesia hay una capilla románica en edificio independiente que es una pequeña joya, con unos maravillosos frescos medievales en la bóveda y en los paños superiores del perímetro circular. Pero lo mejor de esta ciudades el Danubio o, mejor dicho, el aprovechamiento urbanístico que han hecho del río. De todas las ciudades ribereñas por las que hemos pasado (y ya son bastantes), ésta es la primera en la que el río se integra claramente en la vida ciudadana, con un fantástico parque de borde y accesos al agua. La llegada a esta zona de esparcimiento urbano está presidida por un interesante grupo escultórico que escenifica el encuentro entre Krimilda, la viuda de Sigfrido, y Atila, el temido rey de los hunos, que según el Cantar de los Nibelungos tuvo lugar en esta ciudad. Después de pasear junto al Danubio y tomarnos unos extraños refrescos con soda y helado de vainilla en la plaza principal, seguimos trayecto, olvidándome yo de que en Tulln había nacido Egon Schiele y que había un museo dedicado a este pintor. Menos mal que me he resarcido en Viena.

Tulln está ya muy cerca de Viena, así que en muy poquito rato entrábamos en la capital austríaca, donde preveíamos detenernos tres jornadas. Pese a no contar más que con el esquemático plano de la Michelín, logramos milagrosamente llegar al hotel casi sin dar vueltas. Tenemos una buena habitación, con Internet a velocidad aceptable y una plaza de aparcamiento en la que está depositado el coche (ni se nos ocurriría movernos con él por esta ciudad). Nada más instalarnos, llamé a un amigo y compañero tinerfeño que se nos había adelantado (se trata del tal Bynyomin Ahronson que me viene comentando desde hace unos posts). Las dos parejas quedamos en la Karl Platz, junto a la deliciosa boca de metro de Otto Wagner y fuimos a cenar a uno de los tan populares restaurantes germánicos al aire libre. Luego pretendíamos ir a tomar unas copas y probar la popular sacher, pero empezó a llover y decidimos dejarlo ahí. Ellos se iban al día siguiente hacia Budapest mientras que nosotros nos preparábamos a pegarnos las obligadas caminatas.

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domingo, 15 de agosto de 2010

Día 9: Passau y la Alta Austria

El desayuno del hotelito de Passau fue excelente, el mejor de todos hasta la fecha, superando incluso al de Estrasburgo. Sacamos el coche de su litera mecánica y lo movimos unos pocos centenares de metros hasta el borde de la ciudad vieja, dejándolo en el aparcamiento de un centro comercial en el que estaban las mismas cadenas que en todos lados. Bajamos por la Ludwigstrasse y enseguida llegamos al Dom, en cuya plaza se había montado un mercadillo agrícola. Callejeamos por el casco de Passau, entre casonas y alguna que otra iglesia, hasta llegar al borde del Danubio y, desde ahí, hasta el extremo en punta de la planta urbana, que tiene forma de barca cuya proa la delimitan los dos ríos principales que allí confluyen. Mientras nos reíamos con una mamá pato que trataba de conducir ordenadamente a sus cinco patitos, empezó a llover, así que a paso rápido iniciamos la vuelta para recoger el coche y seguir trayecto.

Passau está justo en la frontera entre Alemania y Austria que, en ese punto, se dibuja siguiendo el curso del Inn (desde el sur hasta Passau) y el del Danubio (desde Passau hacia el este). Así que yo pensaba que nada más salir de la ciudad estaríamos ya en Austria pero resultó que cogimos la pequeña carretera que va por la margen norte del Danubio y, por lo tanto, sigue siendo Baviera. No pasa nada, nos dijimos, unos kilómetros más adelante la frontera vira hacia el norte así que la cruzaremos. Mas justo cuando llegábamos al punto en que en el mapa se ve la línea de crucecitas, la carretera, en vez de continuar pegada al Danubio, giró hacia el noreste, siguiendo también la frontera y pareciendo que nos negaba la entrada a Austria. Ese brusco giro, como se puede imaginar, significaba convertirse en una ruta de montaña, llena de curvas que ascendían las laderas boscosas que encajonan en ese tramo al Danubio. Así, a través de un paisaje precioso, llegamos a Gottsdorf , un pequeño caserío que habría de recibir el honor de despedirnos de Alemania, pues poco después, por fin, cruzábamos la frontera para entrar en Republik Österreich. Cuando vi el cartelito en el formato de la Unión Europea (con las estrellitas azules) caí en la cuenta que el nombre de Austria, con su equívoca referencia al sur, proviene de la conversión fonética en las lenguas latinas de la denominación germánica que lo que quiere decir es “territorio oriental”. La confusión terminológica entre Austria y Australia (que para este país sí es congruente la denominación) se la deben tomar a cachondeo los austríacos, lo que explica la profusión de camisetas en las que se lee que en Austria no hay canguros.

La historia es que con tanto rodeo volvíamos a ir mal de tiempo, pese a lo cual preferimos seguir por carreteras locales pegadas al Danubio antes que meternos en la autopista. El paisaje era, desde luego, precioso, más incluso que el bávaro, pero en cambio la calidad urbanística y arquitectónica de los pueblos por los que íbamos pasando era muy inferior a la de sus análogos alemanes. No vimos ningún conjunto pintoresco y, para colmo, casi todas las afueras estaban llenas de feas edificaciones industriales. Otra cosa que nos llamó negativamente la atención fue la abundancia de carteles publicitarios en las carreteras, que no había en Alemania. En uno de esos pueblos poco atractivos, Efferding, paramos a almorzar en un local turco. Poco después aparcábamos a la orilla del Danubio, a la entrada de Linz.

La capital de la Alta Austria no es, a mi juicio, demasiado atractiva. La Hauptplatz, el “vestíbulo” del casco, ya que es lo primero que te encuentras entrando desde el Danubio, resulta interesante, sobre todo por sus proporciones y características urbanas. El resto del casco viejo un aprobado alto, a lo sumo. Lo que más me justificó la breve visita fue la impresionante catedral gótica construida entre ¡1862 y 1924! Parece que Linz quería una catedral gótica a toda costa y vaya que si la tuvo. Puedo asegurar que da el pego perfectamente y hasta que uno no se fija en ciertos detalles se queda preguntándose cómo es que desconocía que aquí hubiera esta catedral tan imponente. Curioso, desde luego, el renacer del gótico en el siglo XIX.

Muy cerquita de Linz (aunque, por supuesto, nos costó lo inenarrable llegar) está el encantador pueblecito de Mauthausen que no es conocido por su agradable arquitectura sino porque apenas a cinco kilómetros los nazis montaron el famoso campo de concentración homónimo. Llegamos justo cuando acababan de cerrar la venta de entradas, así que no pudimos visitar el museo, pero sí las barracas, el patio, la cámara de gas … Además, haciéndonos los locos, nos pegamos a un grupo de italianos con guía que iba explicando los diversos detalles del funcionamiento habitual del Lager, de la cotidianeidad de ese horror que ha existido hace menos de setenta años. Estar ahí, en el mismo espacio en el que, en otro tiempo no demasiado lejano, ocurrieron tales aberraciones no te deja para nada indiferente, por más que, como es mi caso, haya leído bastantes narraciones sobre los campos y el periodo nazi. Cuando llevábamos unos cuarenta minutos, empezaron a sonar unas ligeras sirenas para advertir a los visitantes que se iba a cerrar el recinto. En ese momento, me entraron las prisas por salir de ahí, pese a que ambos teníamos ganas de ir al servicio; supongo que subconscientemente me vendría un miedo irracional a que se cerraran las puertas dejándome dentro con los SS. Así que aguantándonos las ganas salimos a ver los jardines, plagaditos de monumentos conmemorativos de los diversos países en honor a sus muertos. Entre ellos el español, sobrio y de estilo picassiano (me gustó) y con una bandera republicana y unas flores en ofrenda.

Seguimos viaje hasta llegar a Grein, una villa preciosa junto al Danubio y presidida por una tremenda fortaleza en lo alto de la colina. Nos encantó la placita principal, con el Rathaus y los varios hoteles que a ella se abrían (se nota que es un pueblo eminentemente turístico). En una de sus terrazas nos tomamos el ya tradicional capuchino de media tarde, antes de correr hacia el coche porque había empezado a llover. A partir de ahí fuimos siguiendo el Danubio prácticamente pegados a la orilla y casi al nivel del agua. El río, desde Grein hasta Melk, discurre por un cauce bastante estrechado por montañas verdes a ambos lados (apenas hay plataforma llana antes de que empiecen la laderas) y, para mí, es el tramo más bonito de todos los que hasta ahora hemos recorrido. Conducíamos por la orilla izquierda del Danubio y, a la altura de Ybbs, cambiamos al otro lado para llegar a Melk. La entrada en esta ciudad te la marca la espectacular abadía benedictina que la domina desde lo alto. Ya había anochecido, así que poco más pudimos hacer que cenar en la plaza y prometernos que al día siguiente volveríamos (aun a costa de rehacer camino). Tomamos la pequeña carretera que sigue el Danubio (mal señalizada, en obras y a oscuras) y hacia las nueve y media llegamos a Aggsbach, el balneario junto al río donde habíamos reservado una habitación (en la que nos esperaban al menos siete mosquitos de buen tamaño que quedaron estampados en paredes y techo)

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sábado, 14 de agosto de 2010

Día 8: Walhalla, Straubing y abadías benedictinas

Amaneció lloviendo, lo que nos hizo descartar la visita pendiente al palacio de los Thurm und Taxi en el borde sur del centro histórico ratisbonense. Poniendo a mal tiempo buena cara, pensamos que así ganaríamos algo de tiempo sobre el ajustado plan y acabaríamos la jornada más holgadamente (vana idea). Así que arrancamos el coche con la intención de llegar en un santiamén al Walhalla, el templo dórico que mandó construir el ya mentado Luís I, que está apenas a 12 kilómetros de Regensburg por la carretera local que bordea la orilla norte del Danubio. En teoría era muy fácil pero aquí nos ocurrió lo contrario que en Stuttgart, pues si bien habíamos llegado sin ningún problema, para salir empezamos a dar vueltas sin fin, apareciendo por barrios periféricos, encontrando y perdiendo el Danubio y finalmente, contra mi voluntad pero no hubo otra, siendo succionados por la autopista A-3 en dirección este y ya sí salir por Barbing y seguir las señales hasta el aparcamiento en un claro del bosque, justo en el momento en que dejaba de llover.

Del Walhalla poco puedo decir. Está claro que, como ya comenté en el post de ayer, al rey bávaro le entusiasmaba lo heleno y decidió que para glorificar a los grandes hombres de Alemania (que para eso es el monumento) había de replicar el Partenón e imagino (porque no he estado en Grecia) que a mayor escala. Como en el caso de la Befreiungshalle, lo más impresionante es el emplazamiento, en lo alto y sobre el Danubio. Viniendo desde el aparcamiento se llega a través de un sendero pavimentado ascendente que muere ante la fachada posterior. Vas recorriendo el peristilo (ciclópeas columnas acanaladas) hasta ponerte delante de la fachada principal y mirar desde ahí el soberbio paisaje del valle danubiano. No entramos al inmenso y único espacio interior porque costaba tres euros cada uno y lo único que había era efigies de alemanes célebres; además, estaba en obras y se veía bastante desde la entrada (rácanos que somos, qué se le va a hacer). A cambio, nos animamos a bajar la infinita y mastodóntica escalinata construida con la evidente intención de resaltar la majestuosidad del templo de la germanidad. Al llegar abajo empezó a llover de nuevo y milagrosamente apareció ante nosotros, abandonado en un banco de piedra, un paraguas de colores. No había nadie a la vista así que pensamos que se trataba de un regalo del destino y decidimos que nos protegiera en nuestro recorrido hacia el aparcamiento. Pero apenas habíamos dado unos pasos por el sendero que se internaba por los prados cuando vimos a dos señoras alemanas que pese a su edad algo avanzada se desplazaban con bastante celeridad hacia nosotros, a la vez que exhibían extraños aspavientos. Para evitar males mayores, enseguida hice ademán de ofrecerles el paraguas y, en cuanto nos cruzamos, se deshicieron en repetidos dankes y nosotros seguimos caminando bajo la lluvia. Y el paseo resultó bastante más largo de lo previsto porque ese sendero no iba directamente hacia el aparcamiento sino que, tras pasar junto a un rebaño de ovejas, nos dejó al principio de la desviación de la carretera de acceso, desde donde habría como un par de kilómetros hasta el aparcamiento. Los alemanes siempre ponen, junto a una carretera, una senda peatonal (o para bicis) y así ocurría ahí: un sendero de tierra por el cual nos metimos y que subía con bastante más pendiente, tanto que en poco rato habíamos perdido de vista el asfalto y dejamos de estar seguros de que acabaríamos en el parking. Y no acabamos ahí, claro, sino de nuevo en el Walhalla, así que a rehacer el camino de acceso y por fin, bastante mojados (a medias entre la lluvia y el sudor), meternos en el coche y arrancar en dirección a Straubing.

Straubing es una ciudad pequeña también muy agradable, en el mismo estilo de tantas otras que ya llevábamos vistas. Tiene una inmensa plaza central que más que plaza es una calle principal muy ancha, con fuentes monumentales conmemorativas algo horterillas, y muchas terrazas y comercios. En una de esas terrazas, una camarera ataviada con traje típico local (cuyo escote era de lo más sugerente) nos explicó en un inteligible italiano (su marido lo era) los ingredientes de los platos recomendados de la cocina bávara: estaban muy buenos, aunque me costaría ahora describirlos y muchísimo más acertar con sus impronunciables nombres. Para bajar la comida el obligado paseo por la ciudad, que K aprovechó para comprarse un vestido. Y poco más: de vuelta hacia el coche (que estaba aparcado en zona azul, esta vez sí con el correspondiente boletito) y ponernos en marcha hacia las abadías benedictinas que hay en ese tramo del Danubio.

La primera estaba en un pueblito muy cercano, Bogen, pero, como nos está ocurriendo ya con demasiada frecuencia, no dimos con la carreterita correcta y acabamos de nuevo en la autopista para escapar por la primera salida que ya estaba más lejos y retroceder, esta vez sí, por la orilla izquierda del Danubio. El exterior no es nada del otro mundo pero el interior es sencillamente impactante: el barroco en toda su exuberancia. Esta primera iglesia sólo tenía accesible una parte, desde la que, no obstante, se podía ver la totalidad de la nave y el altar: un retablo dorado y colmado de figuras, techos pintados en toda su extensión, multitud de óleos colgados en los muros laterales, púlpito de madera tallada hasta el delirio … La locura del exceso, el horror vacui. Muy parecido, quizá todavía más, sería la siguiente iglesia, situada en Metten, muy cerca de Deggendorf. Ésta no tenía rejas que impedían el acceso y pudimos recorrer sus naves mientras oíamos el ensayo del organista, y eso siempre da ambiente. La última que teníamos apuntada, la de Niederalteich, estaba cerrada, pero a esas alturas ya teníamos bastante de barroco. Pero no, porque al día siguiente entraríamos en Austria y ahí (aquí) sí que íbamos a empacharnos de barroco. Las dos abadías del Danubio bávaro han sido pues el prólogo de la desenfrenada exhibición barroca que vendría a continuación. Lo que está claro es que hasta que no se ven las iglesias austriacas (y esas bávaras ya demasiado cercanas) no se sabe de verdad lo que es el verdadero barroco: muy pobres resultan en comparación los ejemplos españoles.

Después de la última abadía la tarde empezaba a caer y debíamos apurarnos para no llegar demasiado tarde al hotel de Passau. Una breve paradita en Vilshofen, donde empezamos ya a notar que la arquitectura viraba del estilo bávaro hacia el austriaco, y directamente hacia la ciudad de los tres ríos, en la que el Danubio recibe las aguas del Ilz, desde el norte, y del Inn, desde el sur (y aquí vuelve a abrirse la discusión sobre cuál es el río principal y cuál el afluente, pues en su confluencia el Inn parece llevar bastante más agua). La idea era dejar las maletas en el hotel y salir, todavía con luz, a visitar la ciudad, pero la combinación del ligero retraso con el que llegábamos y el hecho de estar ya bastante al este con el consiguiente adelanto de los atardeceres, hacían poco verosímiles nuestros planes. Y además -¡otra vez!- no encontrábamos el hotel: vueltas y más vueltas hasta que conseguimos aparcar y preguntar en otro hotel la dirección del nuestro. Armados del salvador planito logramos por fin llegar y hasta pudimos meter el coche en un garaje de lo más moderno, con un sistema mecánico que permite poner un coche encima de otro.

Pese al cansancio había que salir a cenar y acabamos en un restaurante italiano, hablando en su lengua con los cocineros calabreses. Luego, al regresar al hotel, nos cogió un chaparrón, que va siendo ya normal que los días sean espléndidos y por las noches descargue agua. Pero la habitación era estupenda y dormiríamos de maravilla.

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