¿Nos interesan los demás?
La mayor parte de la gente no tiene con quien hablar. Las mujeres no hablan con sus maridos, ni tampoco a la inversa; los amigos tampoco hablan entre sí, porque nadie quiere verse envuelto en algo que al final puede salirle caro. Nadie quiere oír realmente las preocupaciones y complicaciones de los demás, pero todo el mundo tiene preocupaciones y complicaciones, que no suelen abarcar un abanico de asuntos muy amplio. Todo el mundo es más parecido que diferente entre sí.
Estas palabras pertenecen a la señora Constantinescu, apodada Zíngara, una adivina que se sumaba a la troupe de mala muerte con la que vivió su segunda infancia quien años más tarde sería el gran mago Magnus Eisengrim, el personaje principal de El Mundo de los Prodigios, la tercera novela de la trilogía de Deptford, del canadiense Robertson Davies, a la cual me referí hace poco más de un mes.
En un grado muy alto (siempre hay detalles que matizar, ¿no es así, Vanbrugh?) estoy bastante de acuerdo con las opiniones de esa dama de ficción que, sospecho, lo serían también del escritor canadiense. Coincido en que la gran mayoría de la gente no habla entre sí, a la gran mayoría de las personas no les interesa realmente comunicarse con los demás, no queremos saber nada de los otros. Bueno, nada, obviamente no es la palabra exacta, quizá convendría añadir que no queremos saber nada más que lo absolutamente necesario con fines funcionales. Por eso, lo que llamamos conversar no pasa de ser una habilidad social consistente en intercambiar un peloteo verbal cuidadosamente atentos a no cruzar límites más o menos estrictamente trazados. Un perfecto conversador, ejemplar muy apreciado, es un individuo que logra entretener a su interlocutor consiguiendo que salga de la charla absolutamente indemne. Lo que no nos apetece de ninguna manera es correr el riesgo de que la comunicación, como dice Zíngara, nos salga cara; o sea, nos deje tocados, nos obligue a quebrar, siquiera mínimamente, parte de nuestras estructuras íntimas, de esas que arman nuestros sentimientos.
Paradójicamente, a la gran mayoría de la gente le encanta hablar, para muchos hasta es una necesidad. Quieren, casi siempre, hablar de sí mismos y al mismo tiempo evitar escuchar. Cuando dos así se juntan, la "conversación", vista desde fuera, es un perfecto diálogo de sordos, un duelo a veces muy poco sutil en que cada uno quiere imponer su relato vanidoso y en el que llega a notarse cómo cada uno se va indignando porque el otro insiste en seguir con ese rollo suyo tan poco importante en comparación con lo que él quiere relatar. Hace unas semanas, en una reunión de apenas un par de horas con alguien querido que hacía muchos años que no veía, me asombró (sobre todo cuando rememoré la "conversación") no sólo que prácticamente monopolizara él la palabra y que casi todo lo que dijera se refiriera a sí mismo, sino que mientras yo tenía un verdadero interés por conocer qué había sido de su vida en este tiempo, a él parecía importarle un pimiento lo que a mí me había ocurrido. Tan excesiva verborrea ególatra me hizo preguntarme si no intentaría anestesiar algún tipo de miedo, de inseguridad.
Esta especie de horror vacui (o, mejor, horror taciti) no supone de ningún modo que el hablante quiera de verdad comunicarse con su interlocutor, pues del mismo modo que evita el riesgo de que el otro le diga nada que "le toque", también siente vertiginoso pánico a exponerle su "intimidad". Pero, como aclaró el psicoanálisis, igual que el vértigo conlleva la atracción hacia el vacío, la pulsión por "desnudarse" coexiste en pugna emocional con el miedo pudoroso. En casi todos, basta para que la primera se imponga, toparnos con alguien que nos muestre su deseo (real o fingido, como Zíngara) de escucharnos, a ser posible sin cobrarnos el habitual peaje emocional. Sin embargo, poco frecuente es en la práctica, máxime cuando los años y las decepciones nos van encostrando la piel y automatizando el control defensivo de las emociones y/o sentimientos (no me apetece ahora entrar la distinción conceptual entre ambos términos, al modo, por ejemplo, que la desarrolla Damasio). Por cierto, bastante relación con esto tiene el hecho asombroso (tan sólo aparentemente) de la velocidad con la que las personas abren sus intimidades a personas que han conocido a través de Internet.
Tanto como estoy de acuerdo con que es difícil tener con quien hablar y que a la vez no lo queremos y sí, coincido en la apreciación de Zíngara de que todos somos muy parecidos; desde luego, por usar sus palabras, la mayoría de nosotros somos mucho más parecidos que diferentes. Si nos convenciéramos de eso, además de bajársenos alguito los humos (que cada uno nos consideraremos especiales, pero …), quizá no sobrevaloraríamos tanto la intimidad, ni tendríamos tanto miedo a desnudar ante otros nuestras almas (a ello, ayuda desnudar también los cuerpos) y a dejar que hagan lo mismo. Es decir, a lo mejor, esa singular "cura de humildad" contribuiría a que tuviéramos interés en comunicarnos y aprendiéramos a hacerlo. Y entonces, creo yo, nos haríamos mejores.
Estas palabras pertenecen a la señora Constantinescu, apodada Zíngara, una adivina que se sumaba a la troupe de mala muerte con la que vivió su segunda infancia quien años más tarde sería el gran mago Magnus Eisengrim, el personaje principal de El Mundo de los Prodigios, la tercera novela de la trilogía de Deptford, del canadiense Robertson Davies, a la cual me referí hace poco más de un mes.
En un grado muy alto (siempre hay detalles que matizar, ¿no es así, Vanbrugh?) estoy bastante de acuerdo con las opiniones de esa dama de ficción que, sospecho, lo serían también del escritor canadiense. Coincido en que la gran mayoría de la gente no habla entre sí, a la gran mayoría de las personas no les interesa realmente comunicarse con los demás, no queremos saber nada de los otros. Bueno, nada, obviamente no es la palabra exacta, quizá convendría añadir que no queremos saber nada más que lo absolutamente necesario con fines funcionales. Por eso, lo que llamamos conversar no pasa de ser una habilidad social consistente en intercambiar un peloteo verbal cuidadosamente atentos a no cruzar límites más o menos estrictamente trazados. Un perfecto conversador, ejemplar muy apreciado, es un individuo que logra entretener a su interlocutor consiguiendo que salga de la charla absolutamente indemne. Lo que no nos apetece de ninguna manera es correr el riesgo de que la comunicación, como dice Zíngara, nos salga cara; o sea, nos deje tocados, nos obligue a quebrar, siquiera mínimamente, parte de nuestras estructuras íntimas, de esas que arman nuestros sentimientos.
Paradójicamente, a la gran mayoría de la gente le encanta hablar, para muchos hasta es una necesidad. Quieren, casi siempre, hablar de sí mismos y al mismo tiempo evitar escuchar. Cuando dos así se juntan, la "conversación", vista desde fuera, es un perfecto diálogo de sordos, un duelo a veces muy poco sutil en que cada uno quiere imponer su relato vanidoso y en el que llega a notarse cómo cada uno se va indignando porque el otro insiste en seguir con ese rollo suyo tan poco importante en comparación con lo que él quiere relatar. Hace unas semanas, en una reunión de apenas un par de horas con alguien querido que hacía muchos años que no veía, me asombró (sobre todo cuando rememoré la "conversación") no sólo que prácticamente monopolizara él la palabra y que casi todo lo que dijera se refiriera a sí mismo, sino que mientras yo tenía un verdadero interés por conocer qué había sido de su vida en este tiempo, a él parecía importarle un pimiento lo que a mí me había ocurrido. Tan excesiva verborrea ególatra me hizo preguntarme si no intentaría anestesiar algún tipo de miedo, de inseguridad.
Esta especie de horror vacui (o, mejor, horror taciti) no supone de ningún modo que el hablante quiera de verdad comunicarse con su interlocutor, pues del mismo modo que evita el riesgo de que el otro le diga nada que "le toque", también siente vertiginoso pánico a exponerle su "intimidad". Pero, como aclaró el psicoanálisis, igual que el vértigo conlleva la atracción hacia el vacío, la pulsión por "desnudarse" coexiste en pugna emocional con el miedo pudoroso. En casi todos, basta para que la primera se imponga, toparnos con alguien que nos muestre su deseo (real o fingido, como Zíngara) de escucharnos, a ser posible sin cobrarnos el habitual peaje emocional. Sin embargo, poco frecuente es en la práctica, máxime cuando los años y las decepciones nos van encostrando la piel y automatizando el control defensivo de las emociones y/o sentimientos (no me apetece ahora entrar la distinción conceptual entre ambos términos, al modo, por ejemplo, que la desarrolla Damasio). Por cierto, bastante relación con esto tiene el hecho asombroso (tan sólo aparentemente) de la velocidad con la que las personas abren sus intimidades a personas que han conocido a través de Internet.
Tanto como estoy de acuerdo con que es difícil tener con quien hablar y que a la vez no lo queremos y sí, coincido en la apreciación de Zíngara de que todos somos muy parecidos; desde luego, por usar sus palabras, la mayoría de nosotros somos mucho más parecidos que diferentes. Si nos convenciéramos de eso, además de bajársenos alguito los humos (que cada uno nos consideraremos especiales, pero …), quizá no sobrevaloraríamos tanto la intimidad, ni tendríamos tanto miedo a desnudar ante otros nuestras almas (a ello, ayuda desnudar también los cuerpos) y a dejar que hagan lo mismo. Es decir, a lo mejor, esa singular "cura de humildad" contribuiría a que tuviéramos interés en comunicarnos y aprendiéramos a hacerlo. Y entonces, creo yo, nos haríamos mejores.
Vanities - Mary Black (Looking Back, 1995)
No sólo a Vanbrugh le gusta matizar; yo incluso he escrito: 'la verdad reside en el matiz'. Esto no son exactamente matices, sino pequeñas precisiones: 1) Quizás la versión de esa querida persona sea exactamente la contraria que la tuya (hay experimentos cronometrando sobre estos diálogos y cada uno de los interlocutores pensaba que el otro habia acaparado la conversación), 2)Por lo mismo que en Internet, a veces nos abrimos con un extraño en un tren y le abrimos nuestro corazón de forma que no haríamos con el más viejo de nuestros conocidos ¿por qué? No lo sé, pero está recogido en la literatura a menudo; quizás por el contexto (no volverás a ver a ese extraño), quizás por lo connotativo (los que pretenden conocernos y a los que no podemos sorprender -según ellos- que nos rodean)
ResponderEliminarFinalmente, no estoy de acuerdo con la tésis principal de este post. A mí al menos si me interesa lo que piensa y le pasa a la gente,de uno en uno, añado, aunque no siempre esté en disposición de prestar la atención que se merece; el momento o la 'inoportunidad' también convienen tenerse en cuenta.
De hecho, las personas son una enorme parte de que este mundo en su conjunto me interese apasionadamente.
Y reitero que no te censuro en mi blog y que son cosas del blogger que no aparezcan tus comentarios
Un abrazo
Sobre tus pequeñas precisiones:
ResponderEliminar1) A veces es como dices, sí. Lo cual no hace sino demostrar una de las cosas que digo en el post: que cada uno considera que el otro se está pasando metiéndonos su rollo aburrido cuando el mío es mucho más interesante. No obstante, en el caso personal al que me refiero te aseguro que tengo razón objetiva (además tengo testigo, y lo comentamos posteriormente).
2) La diferencia entre internet y un tren (por cierto, ese comportamiento le dio la idea a P. Highsmith) es que cuando te abres en internet no es tanto para no volver a ver a esa persona sino para verla (de hecho, se generan predisposiciones al enamoramiento al conocerse "tan íntimamente" antes incluso de conocerse físicamente).
Yo tampoco estoy de acuerdo con el título del post, porque también a mí me interesan mucho las personas; de hecho es la parte de este apasionante mundo que más me interesa (aunque no en general, sino las que me resultan interesantes). Lo que no quita para que sí coincida con las palabras de Zíngara como retrato de unos comportamientos mayoritarios.
Miroslav no alude a mí porque me guste matizar, Lansky, sino por todo lo contrario: porque sabe que me irrita ligeramente su tendencia a matizar mis afirmaciones rotundas y a "casi" suscribirlas, pero nunca del todo. (Tendencia, por cierto, que agrava luego, porque nunca me aclara exactamente cuáles son sus reservas, ni termina de formular sus matices.)
ResponderEliminarA mí me parece francamente conveniente mantener una cierta reserva inicial frente a los demás. No le muestro mi intimidad a todo el mundo, igual que no invito a cualquiera a mi casa. Y, hasta cuando invito, recibo en el salón, que intento tener ese día lo más arregladito que puedo.
Cuando me da la gana tengo la cama sin hacer y los calcetines sucios sobre la cómoda con la conciencia muy tranquila, y con igual tranquilidad de conciencia le evito el espectáculo a mis invitados por el legítimo procedimiento de no dejarles entrar en mi dormitorio. Tampoco les leo, de entrada, las poesías que escribí en la adolescencia ni les enseño mis fotos de la playa de las últimas vacaciones. Ni los versos ni las fotos ni los calcetines sucios me avergüenzan especialmente, -e imagino que todos, más o menos, tenemos calcetines sucios, poesías malas y fotos tremendas en nuestras vidas porque, efectivamente, nos parecemos bastante- pero no tengo por qué imponérselos a nadie, ni me agrada especialmente exhibir partes de mi vida que, en principio, son privadas.
En fin, la cosa daría para muchos matices. Si el desarrollo de la conversación da pie a ello, ya irán saliendo. Exactamente igual que, en el desarrollo de una relación, puede ir haciéndose natural el mostrar partes de uno mismo que de entrada no se habían exhibido, y nuestro invitado puede ir haciéndose asiduo de la casa, mirando sin problemas nuestros álbumes y nuestros cuadernos y hasta engrosando con los suyos nuestro montón de calcetines sucios. Despacito y por sus pasos.
Pues yo si estoy de acuerdo con el título del post "¿Nos interesan los demás?". Es una pregunta que más bien nos invita a reflexionar si somos de los que nos gustan las personas o de los que nos nos gustan. Por eso creo que tú si estas de acuerdo con el título del post Miroslav, y no lo estarías si el título fuese "No nos intesesan los demás" , pero precisamente el título en mi opinión está muy bien puesto.
ResponderEliminarCon respecto a las palabras de la Zíngara , en parte también estoy de acuerdo.
"La mayor parte de la gente no tiene con quien hablar". Y eso es una realidad.
"Nadie quiere oír realmente las preocupaciones y complicaciones de los demás,..." Esta es la parte en la que discrepo, como vosotros. Hay mucha gente que le interesan de verdad las preocupaciones de otros.
Pero en la que estoy bastante de acuerdo , creo que como vosotros,es en la de que "Todo el mundo es más parecido que diferente entre sí."
Yo veo este asunto poco acotado, disperso, sujeto a demasiadas matizaciones, digamos que entre 'el infierno son los demás' de Sartre y el 'amad al prójino' de Cristo.
ResponderEliminarIrresoluble en un post, eso sí el novelista canadiense, genial
Me temo que las nuevas tecnologias propician una asidua comunicación con las personas que tenemos lejos, y a veces ni conocemos, más que con las que tenemos cerca.
ResponderEliminarEso pensaban el otro día en un aeropuerto mientras observaba a tanta gente enganchada a su telf movil en largas conversaciones, o con su portatil. Otro ejemplo de ello podría ser este mundo blogero.. en fin.
Yo oficio de "escuchadora". Me lo enseñaron de pequeña con un amable escucha y calla, y desde entonces he ido perfeccionando tan valioso arte. Una buena escuchadora ha de ser discreta, comprensiva y animar al que habla con pequeños gestos de consentimiento y animación. Basta un "Umm", un ¿Y?, un movimiento de cabeza o simplemente una mirada, para que el interlocutor se dispare en un torrente de confidencias, descargues, secretos, quejas o cuente minuciosamente los últimos acontecimientos de su vida coniugal.
ResponderEliminarUna buena escuchadora ha de ser de memoria corta, para mantener a buen recaudo tantas cuitas. Por eso siempre me eligen a mí de escuchadora. Escucho, reconforto y me olvido. Lo cual no quiere decir que no me importe... Lo bueno de mí es que pueden contarme cien veces la misma historia que mi recibimiento será simpre el mismo: escucha atenta, genuino asombro y profundo interés. Como si cada vez de algo nuevo se tratara. Y en cierto modo es así...
Decía "conyugal..."
ResponderEliminarPues en ese sentido,Zafferano, yo no sería buena escuchadora porque me acuerdo de todo. Y cuando digo todo es absolutamente todo. Lo cual no quiere decir que no pueda guardar secretos, que por supuesto los guardo, lo único que no puedo poner cara de asombro cuando me cuentan por segunda vez la misma historia. O igual haciendo prácticas puede que si. ;)
ResponderEliminarBesos.
Vanbrugh, no se trata de mostrar nuestra intimidad a todo el mundo y a la primera, sino lo que entendemos por intimidad (a mí me parece que solemos exagerarla y sobreprotegerla) y, sobre todo, si estamos dispuestos a compartir la de los demás. Por escuchar me refiero (y es a lo que creo que se refiere Zíngara) a dejar que las palabras del otro nos "afecten" íntimamente, de alguna manera admitir que puedan comprometer nuestra estructura emocional. Me es muy difícil de explicarlo. Y escuchar suele implicar hablar (aunque no siempre). Eso es lo que creo que no solemos querer hacer y, a la vez, lo necesitamos muchas veces.
ResponderEliminarLupita, interesarnos los demás, como seguro que así lo entiendes, no es el interés cotilla de los programa de telebasura, sino el que el otro se te abra para dejarte ver cosas (sentimientos, hechos, valores, emociones) que desde luego, no le son inocuos. Y como a él no le son inocuos, normalmente escuchar así obliga al oyente a involucrarse emocionalmente, lo que supone riesgos, que se quieren evitar. Por eso la tesis de Zíngara es que "nadie" quiere escuchar (aunque "todos" queremos (y no queremos) o necesitamos que nos escuchen). Por supuesto ni el nadie ni el todos son absolutos. En psicología gestalt se dice que las únicas relaciones importantes son las que se llaman "significativas"; pues escuchar como me refiero lleva a ese tipo de relaciones.
Lansky, naturalmente que es irresoluble en un post; tampoco es que haya nada que resolver. Yo diría que hasta es imposible de explicar lo que tengo en la cabeza a partir del breve texto del general canadiense. Decía Ortega (quien nunca me cayó del todo bien) que se hace precisión o se hace literatura o se calla uno. La oposición entre ambos términos (simplista como toda oposición didáctica) coincide con algo que tú muchas veces has repetido: que la metáfora (equivalente en la frase orteguiana a literatura) es a veces la mejor manera de explicar y/o entender la ciencia (=precisión en orteguiano). El asunto de este post viene sugerido por un texto literario y al dar yo unas breves pinceladas no puedo pretender sino hacer "literatura" (de muchísima más baja calidad que la de Robertson Davies).
ResponderEliminarAnónimo: ciertamente, no solemos conocer a los que tenemos cerca. Y, en mi opinión, una gran proporción de ellos (no seré tan optimista como para decir todos) son muy merecedores de ser conocidos.
Escuchar tiene un matiz diferente a oir. Las personas oímos lo que los demás nos dicen y no tenemos porqué interiorizarlo, las palabras igual que entran se olvidan que para eso hay dos oídos y lo que por el uno entra, por el otro sale. Sin embargo quien escucha suele aprender algo nuevo de esa persona, "adivina" la razón por la que le están contando aquello y suele "actuar" en consecuencia. Esto no implica que los actos de adivinación nos lleven a error, pero el escuchar suma el ejercicio de "interesarnos" por aquello que nos han contado. Y ese interesarnos suele desembocar "en interactuar" en la vida del otro. Con resultados más o menos positivos, dependerá de la destreza psicológica del que escucha.
ResponderEliminar¿Es esto Miros lo que tú crees que Zíngara explica?.
Zafferano, estoy seguro de que, como dices, posees las dotes de la perfecta escuchadora. Pero lo que describes me hace pensar más en la escuchadora profesional, tipo la Zíngara, un cura católico o un psicólogo. La cuestión es si escuchas dejando que lo que el otro te dice llegue a partes de tu interior donde puede ponerse a revolver cosas que tienes ahí quietitas.
ResponderEliminarLupita, en realidad no creo que el recordar u olvidar tengan que ver con ser buen escuchador. Se escucha cuando se escucha. Sin embargo, recordar es imprescindible para poder reflexionar luego sobre lo escuchado y que esas palabras, como si fueran agua, no se deslicen por la pendiente sino que se filtren a nuestro interior.
Amaranta, por ahí van los tiros, sí. Aunque, por supuesto, habría que decir muchas más cosas.
ResponderEliminarEn general y con excepciones, todos tedemos a sobrevalorar nuestras necesidades y ainfravalorar las de los demás. Ese egoismo o egocentrismo es natural y hasta biológicamente 'sano', por eso es tan rara la gente que sabe escuchar, como Zafferano. Las escasas personas que lo hace selectivamente y no con todo el mundo, -que en general seamos sinceros, no dice nada especialmente interesante-, suelen ser personas muy inteligentes.
ResponderEliminarPero ese Intercambio Desigual es la esencia de las relaciones humanas y hasta de los pueblos y d ela Economía globalizada), los adolescentes no lo entienden y por eso se sienten, maltratados, pero un adulto cabal debería estar al cabo d ela calle en estas cosas.
Como sabes, me gusta mucho Robertson davies y hasta creo que lo he descubierto antes que tú, pero a veces me asombra con ciertas obviedades...muy anglosajonas.
Creo imaginar a qué te refieres con "obviedades". Estoy de acuerdo contigo en que muchas lo son. No obstante, puede que sea algo o bastante ingenuo, pero a mí esas obviedades muchas veces me hacen pensar. Quizá el hecho de que lo sean, de que "estén ahí" comno parte inmutable de nuestros paisajes hacn que no nos fijemos y reflexionemos sobre ellas. A lo mejor puede que también, por muy inmutables y obvias que parezcan, cuestionar su existencia (ese son porque son, que pareciera intrínseco a la misma) fuera un buen modo de darle la vuelta a alguans cosas. Pero probablemente desvarío.
ResponderEliminarAbrir nuestra intimidad nos hace vulnerables. Sabemos al hacerlo que podemos ser heridos, y por eso tendemos a evitarlo.
ResponderEliminarPero hay algo más peligroso aún. Permitir que otro nos abra su intimidad conlleva un miedo que nos detiene, a mí al menos, tanto o más que el de ser heridos: el miedo de herir. El miedo de no estar a la altura, el embarazoso peso de la responsabilidad que el otro, al abrírsenos, pone en nuestras manos. ¿Qué hacemos con él? ¿Qué espera de nosotros? ¿Que tenemos que hacer ahora con esta cosa valiosa, delicada y frágil que el muy irresponsable de nuestro interlocutor se empeña en que cojamos en nuestras manos: su intimidad más vulnerable? No la podemos dejar sobre la cómoda con un distraído "qué bonito" para pasar a otro asunto, no podemos juguetear distraídamente con ella, fingiendo que no nos hemos dado cuenta de qué es. Lo que de ella sea a partir de ahora va a ser, en parte, "culpa" nuestra. ¿Quién le manda meternos en semejante compromiso?
Porque el acceso a la intimidad del otro nos compromete, nos impide seguir mirando distraídos por la ventana como si no pasara nada. Es, en cierto modo, un chantaje para sacarnos de nuestra confortable inopia y obligarnos a dar a cambio algo igualmente valioso, a no seguir fingiendo o hablando del tiempo. Y no siempre estamos dispuestos a hacerlo, ni seguros de ir a hacerlo bien, de no decepcionar, de no acabar provocando más daño que otra cosa. Lo disfrazamos de respeto, de cortés distancia. Pero en gran medida puede ser también cobardía y falta de generosidad. Cuando alguien te invita a conocer su intimidad, te está pidiendo ayuda, y soslayar su invitación, por cortésmente que se haga, equivale a negársela.
(Quizás todo lo que acabo de decir te suene vagamente, Miroslav. Es la transcripción, bastante literal, de un comentario que suscribo íntegramente, hecho en un post tuyo de hace unos años, en este mismo blog, que hablaba de cosas muy parecidas a las de este.)
Parece que tiendo a repetirme, Vanbrugh. Y sí, estoy bastante de acuerdo con lo que dices respecto a los motivos que explican nuestro rechazo a compartir la intimidad.
ResponderEliminarNo tiendes a repetirte, Miroslav, simplemente hay cuestiones que, claramente, te interesan permanentemente, sobre las que es lógico que vuelvas. No te hacía notar la repetición para afeártela. En todo caso al contrario, para celebrar la coherencia que hay detrás de la aparente dispersión de asuntos de este blog.
ResponderEliminarJúblio, Miroslav:
ResponderEliminarNo me interesa nada lo que estáis contando...( es broma, una broma trágica)
Yo no creo que el que comparte su intimidad conmigo me ponga en "un compromiso". Es más quien sabe escuchar la mayoría de las veces jamás hace concesiones con su intimidad. Quizás porque saber escuchar impicla atraer a gente que lo que más sabe es hablar y te acostumbras a "ser independiente", más que nada porque esa gente que te rodea por tu sutil don, no lo suele tenerlo y es muy difícil para el que sabe escuchar hablar de su intimidad cuando percibe "a las mil maravillas" que el otro jugutea y no te hace ni puto caso, o no el caso que tú le prestas desinteresadamente.
ResponderEliminarSaber escuchar no te obliga a nada, además es un arma muy poderosa para quien sabe procesar todo aquello que interioriza. No es aquello de la adolescencia de tú me cuentas un secreto y yo te cuento otro. Si tú me cuentas allá tú, que lo que yo te quiera contar es cosa mía.
Léeme bien, Amaranta. No he dicho que escuchar las intimidades del otro nos obligue a "hacer concesiones con la nuestra". No hablo de intercambiar secretitos de adolescentes. He dicho que nos obliga a dar, a nuestra vez, "algo igualmente valioso". Hablo de estar a la altura, de no decepcionar, de tomarnos al otro en serio, de comprometernos. Saber escuchar obliga a todo eso, que es mucho, y si no estamos dispuestos a hacerlo más vale que lo dejemos claro desde el principio.
ResponderEliminarPorque asistir a la intimidad del otro sin ese compromiso es herirle. Se puede hacer, claro, y no dudo que haya quien lo haga. Lo que pasa es que yo he empezado hablando del miedo que a algunos nos da hacer daño, aún más que que nos lo hagan.
No Miroslav, no me compares. Podría ser así en el trabajo,en tutoría, pero sólo a principio de curso cuando todavía no conoces ni a los niños ni a los padres. Pero una vez que empiezas a querer a los niños, de rebote te importan y te llegan los problemas de las familias. Los problemas, pensamientos, reflexiones de la gente más cercana y a la que quiero (amigos , pareja, familia, hija) naturalmente me llegan mucho más adentro.
ResponderEliminarY no me asusta escuchar Júbilo (precioso comentario). Ni siquiera me planteo qué voy a hacer con esa valiosa y frágil intimidad que se me entrega. Sólo estoy. Comparto. Com-padezco (al más puro estilo Lansky). Soy partícipe. Y creo que es la mejor ayuda que se le puede dar a quien te busca. Estar ahí.
Lupita, quien bien me conoce, bien conoce mi memoria... Y no me lo tienen en cuenta. Creo...
Besos
Claro que no te lo tengo en cuenta Zafferano! ;)
ResponderEliminarY también estoy de acuerdo contigo, y con Júbilo también, con los dos puedo estar de acuerdo. Se puede escuchar activamente y se puede escuchar "estando ahí" ( que no tiene por qué ser pasivamente sino igual de activamente).
Besos.