Rímini y Fellini
Antes de este viaje semanasantero poco sabía yo de Rímini. Sabía, eso sí, que era una ciudad turística de la costa adriática y, además y sobre todo, sabía que era donde había nacido y pasado su infancia el genial Federico Fellini. Y eso lo sabía desde que hacia la primavera de 1975 vi Amarcord en el cine Drugstore de la calle Fuencarral, una de las entonces llamadas "salas de arte y ensayo", la película con la que, algo tardíamente (pero es que era por entonces muy joven, incluso creo recordar que me colé porque no tenía la edad), descubrí al maestro italiano. Tanto me impresionó que partir de entonces no sólo me esforcé en ponerme al día con la obra felliniana, sino que procuré no perderme ningún sucesivo estreno, por más que las siguientes (Casanova, La città delle donne, Ginger e Fred, etc) nunca me parecieron tan buenas como Amarcord u otras magníficas anteriores. Pero además me interesé por la historia y los escenarios de la película y así, enterado de que se basaba en la libre y onírica reconstrucción de los recuerdos infantiles del propio director durante la época fascista, supe que la ciudad costera donde todo ocurría aludía a su Rímini natal.
La verdad es que los paisajes urbanos reales poco me recordaron la película, salvo la fachada del Grand Hotel, al cual me referí en el anterior post. Claro que la ciudad por la que he paseado es tres cuartos de siglo posterior a la que rememoraba Fellini hace casi cuarenta años y, además, sus recuerdos estaban voluntariamente deformados por ese desbordante surrealismo suyo. Así me decía la semana pasada y ahora descubro el prosaico hecho de que gran parte de la filmación se hizo en decorados construidos en los estudios romanos de Cinecittà: peccato! Pese a todo, al circular por el lungomare (al cual daba nuestro hotel), me imaginé a la Gradisca rogando al misterioso príncipe apoyo para las obras; al patear el casco viejo traté en vano de identificar la plaza donde, al principio del film, arde la inmensa hoguera en la que se quema el invierno; al toparme con alguna tienda de tabacchi fantaseé con que tras el mostrador estuviese la estanquera de las inmensas tetas … Pero el Rímini en el que estaba, aún siéndolo, no era il paese de Amarcord, por mucho empeño que haya puesto el ayuntamiento en honrar a Fellini (entre otras cosas, cambiando el nombre de hasta 26 calles transversales de Marina Centro, por los títulos de películas del hijo predilecto).
Sin embargo, que ésa era la ciudad de Fellini me quedó claro cuando el martes, después de haber dejado a K para que pasara un rato con su hija a solas, volvía conduciendo hacia nuestro hotel. Iba muy despacio, algo distraído, por el lungomare, y justo nada más pasar la glorieta a la que asoma el Grand Hotel, de detrás de un coche en segunda fila se me echa encima un peatón. Frenazo brusco a escasos centímetros del tipo que se gira hacia mí, apoya las manos sobre el capó del Fiat de alquiler y me sonríe. ¿Saben quién era? Nada menos que Federico Fellini, con unos cuarenta y pico años. Me quedé tan sorprendido que apenas pude abrir los dos brazos y esbozar una patética mueca a modo de disculpa por el casi atropello. Fellini, sin dejar de sonreír, se apartó del coche y cruzó el paseo marítimo hacia la playa y yo, alucinado, arranqué y seguí mi marcha. Naturalmente, sé que Fellini está muerto y, que de no estarlo, tendría el doble de edad del hombre que se cruzó conmigo. Me dirán que sería algún pariente del director, un sobrino o sobrino nieto, que por caprichos de la genética ha heredado su misma figura, sus mismos rasgos. O también puede que el parecido no fuera tanto y que mi mente, probablemente recordando Amarcord mientras miraba hacia el Adriático, me haya colado una trampa burlona. Puede ser, pero seguiré manteniendo que la semana pasada, en Rímini, me topé con Fellini.
La verdad es que los paisajes urbanos reales poco me recordaron la película, salvo la fachada del Grand Hotel, al cual me referí en el anterior post. Claro que la ciudad por la que he paseado es tres cuartos de siglo posterior a la que rememoraba Fellini hace casi cuarenta años y, además, sus recuerdos estaban voluntariamente deformados por ese desbordante surrealismo suyo. Así me decía la semana pasada y ahora descubro el prosaico hecho de que gran parte de la filmación se hizo en decorados construidos en los estudios romanos de Cinecittà: peccato! Pese a todo, al circular por el lungomare (al cual daba nuestro hotel), me imaginé a la Gradisca rogando al misterioso príncipe apoyo para las obras; al patear el casco viejo traté en vano de identificar la plaza donde, al principio del film, arde la inmensa hoguera en la que se quema el invierno; al toparme con alguna tienda de tabacchi fantaseé con que tras el mostrador estuviese la estanquera de las inmensas tetas … Pero el Rímini en el que estaba, aún siéndolo, no era il paese de Amarcord, por mucho empeño que haya puesto el ayuntamiento en honrar a Fellini (entre otras cosas, cambiando el nombre de hasta 26 calles transversales de Marina Centro, por los títulos de películas del hijo predilecto).
Sin embargo, que ésa era la ciudad de Fellini me quedó claro cuando el martes, después de haber dejado a K para que pasara un rato con su hija a solas, volvía conduciendo hacia nuestro hotel. Iba muy despacio, algo distraído, por el lungomare, y justo nada más pasar la glorieta a la que asoma el Grand Hotel, de detrás de un coche en segunda fila se me echa encima un peatón. Frenazo brusco a escasos centímetros del tipo que se gira hacia mí, apoya las manos sobre el capó del Fiat de alquiler y me sonríe. ¿Saben quién era? Nada menos que Federico Fellini, con unos cuarenta y pico años. Me quedé tan sorprendido que apenas pude abrir los dos brazos y esbozar una patética mueca a modo de disculpa por el casi atropello. Fellini, sin dejar de sonreír, se apartó del coche y cruzó el paseo marítimo hacia la playa y yo, alucinado, arranqué y seguí mi marcha. Naturalmente, sé que Fellini está muerto y, que de no estarlo, tendría el doble de edad del hombre que se cruzó conmigo. Me dirán que sería algún pariente del director, un sobrino o sobrino nieto, que por caprichos de la genética ha heredado su misma figura, sus mismos rasgos. O también puede que el parecido no fuera tanto y que mi mente, probablemente recordando Amarcord mientras miraba hacia el Adriático, me haya colado una trampa burlona. Puede ser, pero seguiré manteniendo que la semana pasada, en Rímini, me topé con Fellini.
Sinceramente creo que Fellini es un cineasta sobrevalorado (sobre todo si se le compara, por ejemplo, con algún coetaneo suyo genial, como Rosellini, algo mayor...en todos los sentidos), pero su talento, para mí menor, brilla especialmente en ese costumbrismo tan italiano que se da en Amarcord o en la Dolce Vita. Hace poco hubo una exposición suya en la Caixa de Madrid, antigua central eleéctrica de El prado, y disfrute mucho con sus ocurrencias. Fellini era entrañable y brillante, pero distaba muchísimo de ser genial en su sentido más estricto (como, insisto, Rosellini, Picasso o Mozart)
ResponderEliminarEstoy de acuerdo con Lansky, pero "Amarcord" me parece una película única e inolvidable, y curiosamente infravalorada, por "fácil" y costumbrista, frente a otras más "difíciles" y abstractas como "Ocho y medio" o "Casanova".
ResponderEliminarCruzarse con Fellini en Rímini tantos años después de su muerte sería una buena situación para una película de Fellini.