Navidades apócrifas (4): el primer viaje de María
Al final del post anterior decía que me parecía más verosímil que la Anunciación hubiera sucedido (si aceptamos que sucedió, por supuesto) en Jerusalén y no en Nazaret, como afirma Lucas, el único de los cuatro evangelistas oficiales que nos da noticias de la misma (“Al sexto mes el ángel Gabriel fue enviado por Dios a una ciudad de Galilea, llamada Nazaret, a una virgen desposada con un varón que se llamaba José, de la casa de David; y el nombre de la virgen era María”). Pienso esto no sólo porque habría sido lo habitual entre los judíos (solían pasar varios meses desde los esponsales hasta la entrada de la novia en el domicilio conyugal), sino también porque me casa mejor para cuadrar temporalmente los acontecimientos que se citan en fuentes diversas. Sin embargo, hay que considerar, de un lado, que los desposorios de María habían sido singulares pues los sacerdotes la entregaban a José, respetando su decisión de mantenerse virgen en la que ya veían un designio divino, para que la guardara; este motivo puede explicar que la espera resultara innecesaria. Por otra parte, el principal escollo que veía para que la Anunciación fuese en Nazaret, era el embarazo de su prima Isabel. Ya conté de pasada que Zacarías tuvo su propia anunciación (ésta va con minúscula) mientras ejercía su oficio sacerdotal en el Templo y Lucas afirma que entre las dos visitas angélicas transcurren seis meses. Había yo supuesto (a partir de la amalgama de distintas fuentes apócrifas) que la milagrosa concepción de Isabel fue al menos unos meses antes de todo el montaje para elegir esposo a María (por cierto, tanto éste como la misma boda, fueron dirigidas por un Zacarías que había sido enmudecido por el ángel) y, por eso, si María partía a Nazaret al poco tiempo de los esponsales (nunca inmediatamente, como narraré), habría sido llegar a la ciudad galilea, que se le apareciera Gabriel y de vuelta a visitar a su prima para cogerla antes del sexto mes de embarazo, ya que estuvo con ella tres meses pero no se nos dice que asistiese al nacimiento del Bautista. Ahora bien, podemos dar por buena la versión de Lucas y situar la Anunciación en Nazaret, si asumimos que la visita angélica a Zacarías fue muy poco anterior al concurso de selección marital. En tal caso no parece muy creíble que Gabriel se le apareciera dos veces seguidas casi inmediatamente (por muy alado mensajero que sea, resulta excesivo). Me zambullo en la especulación teológica y propongo la audaz hipótesis de que, cuando Zacarías se encerró en el santuario a quemar incienso para que Dios le dijera qué hacer con María (porque su esterilidad ya la tendría asumida y a esas alturas no iba a reclamarle nada a Jehová), se presenta Gabriel, le da las instrucciones divinas y, de paso, le comunica su próxima paternidad; o sea, dos anunciaciones de golpe. Añado además que desde el aviso hasta la concepción de su mujer tuvo que pasar al menos entre un mes y un mes y medio. A partir de ahí, apretando mucho los sucesos, pongamos que en dos meses (menos se me antoja casi imposible) se resuelven todos los trámites, esponsales incluidos. En ese momento (que es con el que cerré el anterior post), Isabel llevaría apenas quince días fecundada, así que probablemente ni ella misma lo sabía. Con estos plazos, nos cuadra que María se demorase todavía algún tiempo en la capital antes de su partida a Nazaret, que llegase a la villa galilea y dispusiese de algunas semanas para instalarse y adaptarse mínimamente al nuevo entorno. Cuando Gabriel se le aparece, su prima andaría por los cuatro meses y medio (aunque hubieran pasado seis desde el anuncio a Zacarías) así que María, advertida por el ángel de ese embarazo, tiene tiempo razonable de preparar el nuevo viaje. Supongo también la llegada de su prima le serviría como excusa a Isabel para hacer pública su gestación (Lc 1:24: “Después de aquellos días concibió su mujer Elisabet, y se recluyó en casa por cinco meses”). La visita, como sabemos, se prolongó por tres meses, lo que permite que el regreso de María a Nazaret ocurriera aproximadamente un mes antes del nacimiento del Bautista. Pues bien, hecho este encaje temporal para no tener que contradecir a Lucas, sigo con el relato.
Quedamos pues en que José partiría primero, para preparar la casa así como a su familia y amigos, algo que le reconcomía. Durante los días que tarda María en dejar la capital sucede una curiosa anécdota: los sacerdotes deciden que había de hacerse un velo para el Templo, con la intención de exponerlo ante la congregación y realzar así el culto. Para quien no haya leído el Éxodo hay que explicar que en la larguísima entrevista (los inevitables cuarenta días y cuarenta noches) de Jehová con Moisés en el monte Sinaí, además de dictarle los diez mandamientos, entre otras varias instrucciones más, le ordenó que construyera un tabernáculo estableciendo con una precisión asombrosa hasta sus mínimos detalles. Hasta que Salomón erigió el primer Templo en Jerusalén y lo situó en el centro del edificio, el tabernáculo era una especie de caseta móvil, si bien de dimensiones bastante respetables (aproximadamente 13 metros de largo, 10 de ancho y 4 de alto). El tabernáculo contaba con dos cortinas o velos, uno hacia el exterior, conocido como la puerta, y otro que dividía el espacio en dos estancias: la primera donde estaba la Menorá, la mesa de los panes y el altar, y detrás el Sancta sanctorum, que acogía el arca de la alianza, al que sólo podía acceder el sumo sacerdote. No he podido saber cuál de los dos velos era el que querían renovar los sacerdotes, pero me apetece pensar que sería el interior (más importante) que había de ser, según las órdenes de Jehová, “de azul, púrpura, carmesí y lino torcido”. También ha de ser este velo el que “se rasgó en dos, de arriba abajo” en el momento en que Jesús expiró, lo cual no es menor prodigio que los demás que acompañaron a la muerte de Cristo (terremoto, rocas que se quiebran, sepulcros que se abren para dar salida a santos resucitados), pues según la tradición judía era un grueso cortinón tan resistente que ni dos yuntas de bueyes podían romperlo. Un velo así tenía que estar formado por un cuerpo grueso y pesado (la wikipedia dice cuero sólido de diez centímetros de grosor) sobre el que se dispondrían los recubrimientos ornamentales. Serían éstos los que los sacerdotes deseaban renovar y, para ello, convocaron a doce vírgenes de la estirpe de David entre las que incluyeron a María. Cada una debía hilar con un material específico, por lo que, para componer el diseño conjunto de la tela final, deberían trabajar juntas, supongo que en alguna de las dependencias del templo. Recopilando las distintas fibras, no siempre las mismas, que se citan en los tres apócrifos que narran este asunto se obtiene una idea curiosa sobre la tejeduría israelita de principios de nuestra era (si no son anacronismos posteriores). Por supuesto, usaban seda, que desde mil años antes se importaba desde China y era uno de los textiles de mayor lujo. También muselina, tejido tan transparente y vaporoso que por entonces era empleado en el cercano oriente pero no en Europa. Naturalmente había lino, tal como había sido mandado originalmente en el Sinaí, que además era la fibra vegetal más común para estos menesteres; ahora bien, se nos indica expresamente que se trataba de lino fino, selecto, nada que ver con las telas de los ropajes de los campesinos. No podía faltar en tan rica cortina los hilados de oro, práctica habitual desde muy antiguo. Me sorprendió que aparezca el amianto, tan denostado en tiempos recientes, pero compruebo que efectivamente estas fibras materiales se usan desde muy antiguo, probablemente para dotar a las telas de sus asombrosas propiedades de resistencia térmica y tensora. Reunidas las doce vírgenes se echó a suertes con qué material había de trabajar cada una y a María le tocó la “verdadera escarlata y la verdadera púrpura”, pero tales son colores y no hilaturas. Supongo pues que su labor consistiría en tejer hilos, de lino o de lana, teñidos en estos colores (los tintes provenían, respectivamente, de los huevos de un gusano y de las secreciones de ciertos caracoles marinos), pero lo que ha de resaltarse es que de todas las piezas del velo eran éstas, sobre todo las de púrpura, las más valoradas (desde los fenicios el púrpura ha sido el color de los reyes y también era el más característico del Templo). Que el sorteo favoreciera así a la Virgen provocó resquemores entre sus compañeras quienes, envidiosas, apodándola la reina de las vírgenes. Pero ahí estaba al quite, de nuevo, el ángel de turno que raudo se presenta ante las insolentes y les advierte que lo que ellas dicen con sarcasmo es una profecía verdadera. Las chicas, claro está, enmudecieron de terror y se apresuraron a disculparse con María y, visto el favoritismo celestial de que gozaba, aprovecharon para pedirle que intercediese por ellas.
Sin insistir más, la anécdota del velo parece confirmar que María se quedó al menos unas semanitas en el Templo, cosiendo y rezando, pero también, digo yo, despidiéndose de la que había sido su casa durante doce años y de las personas a las que sin duda amaría. Por fin un día los sacerdotes la pondrían en camino hacia Nazaret y en ese viaje la acompañaron cinco doncellas, probablemente escogidas de entre las compañeras de costura, algo mayores que ella, pero no tanto como para impedir la amistad espontánea, aunque imagino que algo coartada por el respeto que guardaban a quien, ya todos lo sabían, era una elegida de Dios para los más altos designios. No hay ninguna noticia sobre ese primer viaje de la Virgen, un trayecto de unos ciento cincuenta kilómetros que se haría, probablemente, a través de empedradas calzadas romanas. Seguramente, Maria y sus acompañantes, entre los que además de las amigas habría, supongo, funcionarios del Templo para escoltarla, se unirían a alguna caravana que fuera hacia el norte. Probablemente, hasta la ciudad samaritana de Siquem (en la que Jesús pediría agua del pozo a una mujer), la ruta debía ser bastante segura, pues era el camino que enlazaba Jerusalén con Cesárea marítima, la capital administrativa romana. Más peligroso debía convertirse el camino a partir de esa encrucijada (parece que abundaban los salteadores), pese a ser bastante concurrido como importante ruta comercial que llevaba a Séforis (la capital galilea, pocos kilómetros al norte de Nazaret), Jericó y Damasco. Me imagino pues un grupo relativamente numeroso, en torno quizá a cincuenta personas, la gran mayoría a pie, que los burros y camellos se reservaban para la carga. Puede que hubiera algún carro, aunque los caminos de la época, pese a las notables mejoras de la ingeniería viaria romana, hacían muy difícil, cuando no imposible, su tránsito. Quizá la comitiva mariana portara una litera en la que llevar a la Virgen pero, por más que la veneraran, se me antoja una hipótesis que cuadra poco con la tradicional humildad de la chica, además de que habría generado riesgos evidentes de seguridad. Así que el desplazamiento tuvo que durar varias jornadas, no menos de cuatro (eso leo en un libro sobre la vida cotidiana en tiempos de Cristo), aunque yo diría que algo más y sin duda, por mucho que hicieran varios altos, llegarían exhaustos y desastrados.
Nazaret, si es que por entonces existía, era un poblado (a lo sumo dos mil personas). Algunos textos lo sitúan en las faldas de una colina de fuerte pendiente, desde la que sus paisanos pretendieron despeñar a Cristo (Lc 4:29); sin embargo, lo más seguro es que el caserío se dispusiera al pie de éstas, protegido de los vientos y lindante con la carretera de Jerusalén a Séforis. Aunque la villa apenas era considerada en la época (recuérdese el comentario despectivo de Natanael cuando Felipe le anima a unirse a los apóstoles: "¿de Nazaret puede salir algo de bueno?" Jn 1:46), parece que allí residía un pequeño grupo de sacerdotes que viajaban periódicamente a trabajar en el Templo, lo que sugiere una cierta relevancia en la religiosa sociedad judía. En todo caso, la mayoría de los habitantes se ocuparían de oficios al servicio tanto del tráfico comercial de paso como de los más ricos ciudadanos de Séforis; de ahí procederían, probablemente, los clientes de la carpintería de San José. Según la tradición (¿?), el domicilio conyugal quedaba al sureste, muy cerca de la carretera y algo separado del núcleo del poblado. Se trataba de una amplia gruta (lo cual no deja de ser curioso pues entre los judíos las cuevas eran usadas más como lugares de enterramiento que como vivienda) a la que se adosaba una pequeña casa de mampostería. Pero sobre la vivienda nazarena de la Virgen, fuente fecunda de leyendas cristianas, ya hablaré en el siguiente post.
Quedamos pues en que José partiría primero, para preparar la casa así como a su familia y amigos, algo que le reconcomía. Durante los días que tarda María en dejar la capital sucede una curiosa anécdota: los sacerdotes deciden que había de hacerse un velo para el Templo, con la intención de exponerlo ante la congregación y realzar así el culto. Para quien no haya leído el Éxodo hay que explicar que en la larguísima entrevista (los inevitables cuarenta días y cuarenta noches) de Jehová con Moisés en el monte Sinaí, además de dictarle los diez mandamientos, entre otras varias instrucciones más, le ordenó que construyera un tabernáculo estableciendo con una precisión asombrosa hasta sus mínimos detalles. Hasta que Salomón erigió el primer Templo en Jerusalén y lo situó en el centro del edificio, el tabernáculo era una especie de caseta móvil, si bien de dimensiones bastante respetables (aproximadamente 13 metros de largo, 10 de ancho y 4 de alto). El tabernáculo contaba con dos cortinas o velos, uno hacia el exterior, conocido como la puerta, y otro que dividía el espacio en dos estancias: la primera donde estaba la Menorá, la mesa de los panes y el altar, y detrás el Sancta sanctorum, que acogía el arca de la alianza, al que sólo podía acceder el sumo sacerdote. No he podido saber cuál de los dos velos era el que querían renovar los sacerdotes, pero me apetece pensar que sería el interior (más importante) que había de ser, según las órdenes de Jehová, “de azul, púrpura, carmesí y lino torcido”. También ha de ser este velo el que “se rasgó en dos, de arriba abajo” en el momento en que Jesús expiró, lo cual no es menor prodigio que los demás que acompañaron a la muerte de Cristo (terremoto, rocas que se quiebran, sepulcros que se abren para dar salida a santos resucitados), pues según la tradición judía era un grueso cortinón tan resistente que ni dos yuntas de bueyes podían romperlo. Un velo así tenía que estar formado por un cuerpo grueso y pesado (la wikipedia dice cuero sólido de diez centímetros de grosor) sobre el que se dispondrían los recubrimientos ornamentales. Serían éstos los que los sacerdotes deseaban renovar y, para ello, convocaron a doce vírgenes de la estirpe de David entre las que incluyeron a María. Cada una debía hilar con un material específico, por lo que, para componer el diseño conjunto de la tela final, deberían trabajar juntas, supongo que en alguna de las dependencias del templo. Recopilando las distintas fibras, no siempre las mismas, que se citan en los tres apócrifos que narran este asunto se obtiene una idea curiosa sobre la tejeduría israelita de principios de nuestra era (si no son anacronismos posteriores). Por supuesto, usaban seda, que desde mil años antes se importaba desde China y era uno de los textiles de mayor lujo. También muselina, tejido tan transparente y vaporoso que por entonces era empleado en el cercano oriente pero no en Europa. Naturalmente había lino, tal como había sido mandado originalmente en el Sinaí, que además era la fibra vegetal más común para estos menesteres; ahora bien, se nos indica expresamente que se trataba de lino fino, selecto, nada que ver con las telas de los ropajes de los campesinos. No podía faltar en tan rica cortina los hilados de oro, práctica habitual desde muy antiguo. Me sorprendió que aparezca el amianto, tan denostado en tiempos recientes, pero compruebo que efectivamente estas fibras materiales se usan desde muy antiguo, probablemente para dotar a las telas de sus asombrosas propiedades de resistencia térmica y tensora. Reunidas las doce vírgenes se echó a suertes con qué material había de trabajar cada una y a María le tocó la “verdadera escarlata y la verdadera púrpura”, pero tales son colores y no hilaturas. Supongo pues que su labor consistiría en tejer hilos, de lino o de lana, teñidos en estos colores (los tintes provenían, respectivamente, de los huevos de un gusano y de las secreciones de ciertos caracoles marinos), pero lo que ha de resaltarse es que de todas las piezas del velo eran éstas, sobre todo las de púrpura, las más valoradas (desde los fenicios el púrpura ha sido el color de los reyes y también era el más característico del Templo). Que el sorteo favoreciera así a la Virgen provocó resquemores entre sus compañeras quienes, envidiosas, apodándola la reina de las vírgenes. Pero ahí estaba al quite, de nuevo, el ángel de turno que raudo se presenta ante las insolentes y les advierte que lo que ellas dicen con sarcasmo es una profecía verdadera. Las chicas, claro está, enmudecieron de terror y se apresuraron a disculparse con María y, visto el favoritismo celestial de que gozaba, aprovecharon para pedirle que intercediese por ellas.
Sin insistir más, la anécdota del velo parece confirmar que María se quedó al menos unas semanitas en el Templo, cosiendo y rezando, pero también, digo yo, despidiéndose de la que había sido su casa durante doce años y de las personas a las que sin duda amaría. Por fin un día los sacerdotes la pondrían en camino hacia Nazaret y en ese viaje la acompañaron cinco doncellas, probablemente escogidas de entre las compañeras de costura, algo mayores que ella, pero no tanto como para impedir la amistad espontánea, aunque imagino que algo coartada por el respeto que guardaban a quien, ya todos lo sabían, era una elegida de Dios para los más altos designios. No hay ninguna noticia sobre ese primer viaje de la Virgen, un trayecto de unos ciento cincuenta kilómetros que se haría, probablemente, a través de empedradas calzadas romanas. Seguramente, Maria y sus acompañantes, entre los que además de las amigas habría, supongo, funcionarios del Templo para escoltarla, se unirían a alguna caravana que fuera hacia el norte. Probablemente, hasta la ciudad samaritana de Siquem (en la que Jesús pediría agua del pozo a una mujer), la ruta debía ser bastante segura, pues era el camino que enlazaba Jerusalén con Cesárea marítima, la capital administrativa romana. Más peligroso debía convertirse el camino a partir de esa encrucijada (parece que abundaban los salteadores), pese a ser bastante concurrido como importante ruta comercial que llevaba a Séforis (la capital galilea, pocos kilómetros al norte de Nazaret), Jericó y Damasco. Me imagino pues un grupo relativamente numeroso, en torno quizá a cincuenta personas, la gran mayoría a pie, que los burros y camellos se reservaban para la carga. Puede que hubiera algún carro, aunque los caminos de la época, pese a las notables mejoras de la ingeniería viaria romana, hacían muy difícil, cuando no imposible, su tránsito. Quizá la comitiva mariana portara una litera en la que llevar a la Virgen pero, por más que la veneraran, se me antoja una hipótesis que cuadra poco con la tradicional humildad de la chica, además de que habría generado riesgos evidentes de seguridad. Así que el desplazamiento tuvo que durar varias jornadas, no menos de cuatro (eso leo en un libro sobre la vida cotidiana en tiempos de Cristo), aunque yo diría que algo más y sin duda, por mucho que hicieran varios altos, llegarían exhaustos y desastrados.
Nazaret, si es que por entonces existía, era un poblado (a lo sumo dos mil personas). Algunos textos lo sitúan en las faldas de una colina de fuerte pendiente, desde la que sus paisanos pretendieron despeñar a Cristo (Lc 4:29); sin embargo, lo más seguro es que el caserío se dispusiera al pie de éstas, protegido de los vientos y lindante con la carretera de Jerusalén a Séforis. Aunque la villa apenas era considerada en la época (recuérdese el comentario despectivo de Natanael cuando Felipe le anima a unirse a los apóstoles: "¿de Nazaret puede salir algo de bueno?" Jn 1:46), parece que allí residía un pequeño grupo de sacerdotes que viajaban periódicamente a trabajar en el Templo, lo que sugiere una cierta relevancia en la religiosa sociedad judía. En todo caso, la mayoría de los habitantes se ocuparían de oficios al servicio tanto del tráfico comercial de paso como de los más ricos ciudadanos de Séforis; de ahí procederían, probablemente, los clientes de la carpintería de San José. Según la tradición (¿?), el domicilio conyugal quedaba al sureste, muy cerca de la carretera y algo separado del núcleo del poblado. Se trataba de una amplia gruta (lo cual no deja de ser curioso pues entre los judíos las cuevas eran usadas más como lugares de enterramiento que como vivienda) a la que se adosaba una pequeña casa de mampostería. Pero sobre la vivienda nazarena de la Virgen, fuente fecunda de leyendas cristianas, ya hablaré en el siguiente post.
Walking to Jerusalem - Mahalia Jackson (Portrait, 1989)
Prosaicismo:
ResponderEliminarMaría era una virgen del Templo, que fue entregada a la custodia de un anciano, simbólico padre/marido. Se la follaron, y parió un rabino follonero. Luego, bastante más tarde, llego Saulo/Pablo y montó un tinglado basado en el mito virginal y en la muerte del hereje y los Evangelios, escritos por no contemporáneos del ajusticiado, que tienen poco de nuevos, pero que explicaban una vida anómala y ejemplar como casi impracticable norma de conducta moral para todos.
Y estoy con los protestantes, la vida de María carece de interés.
Yo de lo que realmente tengo ganas es que llegues a Mt 1:25
ResponderEliminarPero no la conoció hasta que dio a luz a su hijo primogénito; y le puso por nombre Jesús.
¿Cómo se come ese versículo con el hecho de que la Virgen fuese virgen toda su vida
Lansky. Como vas a ir al infierno de cabeza, espero que cuando llegues me busques.
Me pica la curiosidad con lo de la vivienda nazarena de la Virgen. No me digas que San José también pegó un pelotazo.
ResponderEliminarSi va a haber kedada en el infierno contad conmigo; esperadme. Me reconoceréis por el distinguido porte de caballerazo español.
ResponderEliminarMiros ¿Cómo fue la pregunta saducea que le hiciero0n a Jesús? o a Sadoc: que cuala de nuestras esposas sería la legítima cuando nos reuniéramos en el cielo?
Es que tú lo investigas y lo narras tan bien que da GLORIA.
Lansky: Prosaico, sí.
ResponderEliminarNúmeros: Llegaré a ese versículo y el consiguiente debate sobre si José pudo, tras el sagrado parto, consumar el matrimonio. En cuanto a lo de la "vivienda nazarena" no, no fue un pelotazo de San José, que imagino que ya era el propietario antes de sus esponsales.
Grillo: Gracias por el elogio. La pregunta se la hicieron a Jesus los saduceos, si (al menos según los evangelistas). Pero era la inversa de la que planteas: una mujer que se va casando sucesivamente con siete hermanos, a medida que cada uno de ellos muere (sin duda era una asesina). Cuando ella va al cielo, ¿cuál de los hermanos se la queda como esposa? Parece que los saduceos no admitían la resurrección y con esta duda pretendían poner en aprietos a Cristo (tampoco parece demasiado ingeniosa, pero en fin). Jesús, por supuesto, eludió la respuesta diciendo que en el cielo ya no hay casamientos (otra cosa buena, para quitarte las ganas de bajar para el infierno).
Mejor prosaico que tedioso
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