Navidades apócrifas (3): los esponsales de la Virgen
Me había quedado en la designación de José como esposo de María así que toca describir la celebración de la boda, que si tantos prodigios la habían precedido necesariamente hubo de ser sonada. Sin embargo, ningún evangelio (sinóptico o apócrifo) hace la mínima referencia al sagrado desposorio. Entre los judíos de la época, los matrimonios constaban de dos fases: la primera, los esponsales, análogos a nuestras bodas, cuando se pronunciaban las promesas; después de la ceremonia no había noche de bodas sino que la novia, si era doncella, regresaba a casa de sus padres y ahí seguía un añito más en una especie de interregno entre soltera y casada hasta que, pasado el plazo, era solemnemente recogida por su esposo y trasladada al domicilio conyugal. Hemos pues de suponer, como afirma la tradición, que los esponsales de María se celebraron en Jerusalén, probablemente en el Templo que, al fin y al cabo, era la casa de la futura esposa. Por cierto, tras rebuscar un buen rato, si bien compruebo que la Iglesia celebra la fiesta de los desposorios de la Virgen, no parece que cuente con una fecha fija, sino que varía según el lugar. Croiset, por ejemplo, la sitúa el 8 de abril, pero también la encuentro el 23 de enero, el 26 de noviembre o el primer domingo de mayo. La tradición data probablemente de la Baja Edad Media, y según varias fuentes se atribuye a los franciscanos. En nuestro país, la celebración más importante es probablemente la del pueblo de Membrilla, en Ciudad Real, cuando, a principios de agosto, sacan en procesión a la patrona, la Virgen del Espino, para representar el enlace con San José. Leo también que uno de los más ardientes defensores de la Inmaculada Concepción, Jean Gerson, teólogo francés del XIV, poco complaciente con los escolásticos, es considerado como quien sentó la doctrina oficial sobre el matrimonio de la Sagrada Familia, sobre la que se apoyaría Paulo III (el Papa que inauguró el Concilio de Trento) para oficializar la conmemoración. Otro ejemplo más de lo ya referido en el primer post de esta serie: que gran cantidad de las celebraciones católicas tienen su origen en fuentes que la propia Iglesia considera apócrifas.
Volviendo a las bodas, como ya he dicho, suelen localizarse en el Templo, sin otra razón supongo, que por parecer lo lógico. Pero he aquí que la mística de cabecera de estos posts, Ana Catalina, las vio en una casa cerca del monte Sión. La cuestión geográfica merece atención. El Templo de Jerusalén era, por aquellos tiempos, el reconstruido y ampliado por Herodes y se situaba en el mismo lugar en que lo erigió Salomón, la explanada del monte Moria, ocupada en la actualidad por santuarios musulmanes. El monte Moria queda al este de la ciudad vieja, mientras que el de Sión (lugar de la supuesta tumba del rey David) está al sur, a una distancia aproximada de 800 metros. ¿Por qué se habrían de casar en Sión? Una explicación que se me ocurre es que este monte habría de ser, unos cuantos años después, el sitio elegido por la Virgen para dormir su último sueño terrenal, durante el cual los ángeles la alzarían en volandas hasta el Cielo. O a lo mejor fue al revés: María se desplazó hasta allí en un arranque de morriña, con ganas de revisitar los lugares de su boda adolescente. Quizá es que los sacerdotes del Templo temieran que se desbordara la asistencia de público si los esponsales se celebraban en el santuario principal del judaísmo o puede que los futuros cónyuges, nada proclives a la ostentación, prefirieran un sitio más apartado y discreto. Nos dice la de Emmerick que alquilaron una casa que ya se usaba para estos fines, lo que suena a anacronismo o bien que el negocio de las celebraciones matrimoniales tiene larga historia. También asegura que las fiestas duraron entres seis y siete días, con mucha solemnidad y lujo y gran asistencia de amigos, familiares y compañeras del Templo. Muy exagerado me parece; más me inclino a pensar que sería una ceremonia sencilla seguida del inevitable banquete, aunque bien es verdad que lo habitual tras los casamiento judíos es pasarse una semana entera yendo de convite en convite a casas de amigos.
Gracias a Ana Catalina sabemos que María vestía una túnica muy amplia, abierta por delante y con anchas mangas; era de lino tintado de azul con estampados florales y de hojas verdes, y su borde inferior se remataba con flecos y borlas. La larga y hermosa melena dorada de la Virgen estaba recogida en un tocado arreglado por sus condiscípulas, y cubierta, como la cara, con un sutil velo celeste. Los preparativos se habrían hecho durante la semana posterior a la milagrosa designación, tiempo en el que los novios no deben verse. A José me lo imagino, en cambio, cubierto con un austero talit, el manto preceptivo en los oficios religiosos. Estaría esperando ante el altar, junto a Zacarías, cuando María, con un caminar gracioso pero humilde a la vez, entró a la jupá o palio cubierto y abierto por los cuatro lados y dio las siete vueltas rituales en torno a José. De la ceremonia, sujeta al más ortodoxo rito hebreo, sólo me interesa referirme a la entrega del anillo nupcial, símbolo fundamental que oficializa el matrimonio. La de Emmerick asegura que no era de oro ni de plata ni de ningún otro metal (intrigante) y lo describe como un círculo bastante grueso, liso aunque con pequeños triángulos incrustados en los que había letras. Desconocemos cómo y dónde conseguiría José tan extraña joya que, al ponérsela en el dedo a la Virgen, a pesar de su color sombrío, emitió fulgores luminosos. Como ocurre con casi todos los objetos relacionados con la historia sagrada, este anillo se ha conservado e incluso multiplicado. En Francia, por ejemplo, durante la Edad Media se veneraban hasta cuatro anillos nupciales, dos en sendas abadías benedictinas y otros dos en Notre Dame, de los que el ya citado Jean Gerson aseguraba que eran los auténticos intercambiados por los novios. En España, un arzobispo de Toledo legó un ejemplar de este venerable aro, pero también el duque de Berry poseyó otro que pasó a sus herederos británicos. Ahora bien, el más famoso de todos es el que todavía se guarda en un relicario bajo catorce llaves en una capilla de la Catedral de San Lorenzo de Perugia. Si hacemos caso a la leyenda, en el siglo III un cristiano de Chiusi (ciudad hoy en la provincia de Siena) llamado Lucio se lo había regalado a su esposa Mustiola, emparentada con la nobleza imperial. Eran los tiempos de las persecuciones, así que los romanos se cargan a Lucio y luego a la propia Mustiola, a pesar de que ésta pretendió huir cruzando el lago de Chiusi a bordo de su manto. Nada se sabe del anillo hasta que, ochocientos años después, Rainiero, un joyero de esa ciudad, se lo compra a un judío, quien le revela su santa naturaleza y le exhorta a que lo guarde con devoción. Pero el tal Rainiero, un distraido, se lo deja olvidado en la Iglesia de Santa Mustiola (para entonces ya santa y patrona de Chiusi). Pasa el tiempo y muere el hijo único del joyero, cuyo cadáver es llevado a esa iglesia y allí, mientras lo velaban, el chico resucita sólo para reprochar airada y públicamente al padre que no hubiera cumplido su deber de custodia del anillo. Imagino que, antes de volver a morirse, ya en paz pues el aterrado padre le prometió enmendarse, señalaría dónde se encontraba la joya y ésta sería recogida y conservada con la máxima devoción por las más altas autoridades de la ciudad. En ese momento, además, se pusieron a repicar las campanas sin que nadie las tañera y milagros de toda índole se sucedieron a partir de entonces. Luego, a mediados del XIV, por motivos de seguridad se trasladó al convento urbano de los franciscanos y ahí siguió hasta el XV, cuando un fraile de Maguncia lo sustrajo con intención de llevarlo a su tierra natal (lo del robo de reliquias era práctica habitual de esos tiempos, que se trataba de bienes harto codiciados). Camino de Alemania al tal fray le sorprendió una densísima niebla en Perugia, que interpretó como señal divina de que había de entregar el anillo a las autoridades de la ciudad (no sin recibir a cambio, claro está, una generosa recompensa). Los de Chiusi, descubierto el pastel, armaron un ejército apoyados por ciudades vecinas y hasta la propia Siena y cercaron Perugia en la que se ha dado en llamar la Guerra del Anillo (que probablemente inspiraría al católico Tolkien). La cosa no fue a mayores porque el Papa Inocencio apoyó la permanencia de la reliquia en la capital de la Umbría, de modo que Perugia pasó a incluirse en el circuito de las peregrinaciones, pues si se visitaba la ciudad durante los tres días que cada año se exponía al público el anillo se obtenían las correspondientes indulgencias.
Poco más hay que decir sobre los esponsales de la Santísima Virgen. Tras las fiestas de celebración, imagino que José se regresaría a Nazaret, a preparar el domicilio conyugal y, sobre todo, a atender la carpintería. María seguiría en Jerusalén, cumpliendo el preceptivo tiempo de espera, y allí, en la capital de Judea, en contra de lo que dice Lucas, tendría lugar la Anunciación así como la visita de la Virgen a Santa Isabel; pero estos sucesos van para el siguiente post. Antes de acabar, no obstante, quiero dejar constancia de que los esponsales de María y José han sido tema de numerosas obras de la pintura europea, algunas de las cuales ilustran esta entrada. La primera (1305) es un fragmento de uno de los frescos de Giotto para la capilla de los Scrovegni, en Padua, que intentamos visitar el año pasado con la mala suerte de que la pillamos cerrada. En la segunda (de principios del XVI), el Perugino representa el momento en que San José pone el famoso anillo a María; se trata de un óleo sobre madera que Napoleón confiscó de la Catedral de Perugia y ahora está en el Museo de Bellas Artes de Caen. Pocos años después, Rafael hizo su propia versión de este cuadro (demostrando de paso que le daba cien vueltas a su maestro) conservada en la actualidad en la Pinacoteca milanesa de Brera. La última imagen es una tabla pintada por el valenciano Cristóbal Llorens hacia finales del XVI (pese a que parece más primitiva que la de los renacentistas italianos) que tiene la curiosidad de mostrar a San José con la vara prodigiosa y florecida; se encuentra en la iglesia de San Félix de Játiva.
Volviendo a las bodas, como ya he dicho, suelen localizarse en el Templo, sin otra razón supongo, que por parecer lo lógico. Pero he aquí que la mística de cabecera de estos posts, Ana Catalina, las vio en una casa cerca del monte Sión. La cuestión geográfica merece atención. El Templo de Jerusalén era, por aquellos tiempos, el reconstruido y ampliado por Herodes y se situaba en el mismo lugar en que lo erigió Salomón, la explanada del monte Moria, ocupada en la actualidad por santuarios musulmanes. El monte Moria queda al este de la ciudad vieja, mientras que el de Sión (lugar de la supuesta tumba del rey David) está al sur, a una distancia aproximada de 800 metros. ¿Por qué se habrían de casar en Sión? Una explicación que se me ocurre es que este monte habría de ser, unos cuantos años después, el sitio elegido por la Virgen para dormir su último sueño terrenal, durante el cual los ángeles la alzarían en volandas hasta el Cielo. O a lo mejor fue al revés: María se desplazó hasta allí en un arranque de morriña, con ganas de revisitar los lugares de su boda adolescente. Quizá es que los sacerdotes del Templo temieran que se desbordara la asistencia de público si los esponsales se celebraban en el santuario principal del judaísmo o puede que los futuros cónyuges, nada proclives a la ostentación, prefirieran un sitio más apartado y discreto. Nos dice la de Emmerick que alquilaron una casa que ya se usaba para estos fines, lo que suena a anacronismo o bien que el negocio de las celebraciones matrimoniales tiene larga historia. También asegura que las fiestas duraron entres seis y siete días, con mucha solemnidad y lujo y gran asistencia de amigos, familiares y compañeras del Templo. Muy exagerado me parece; más me inclino a pensar que sería una ceremonia sencilla seguida del inevitable banquete, aunque bien es verdad que lo habitual tras los casamiento judíos es pasarse una semana entera yendo de convite en convite a casas de amigos.
Gracias a Ana Catalina sabemos que María vestía una túnica muy amplia, abierta por delante y con anchas mangas; era de lino tintado de azul con estampados florales y de hojas verdes, y su borde inferior se remataba con flecos y borlas. La larga y hermosa melena dorada de la Virgen estaba recogida en un tocado arreglado por sus condiscípulas, y cubierta, como la cara, con un sutil velo celeste. Los preparativos se habrían hecho durante la semana posterior a la milagrosa designación, tiempo en el que los novios no deben verse. A José me lo imagino, en cambio, cubierto con un austero talit, el manto preceptivo en los oficios religiosos. Estaría esperando ante el altar, junto a Zacarías, cuando María, con un caminar gracioso pero humilde a la vez, entró a la jupá o palio cubierto y abierto por los cuatro lados y dio las siete vueltas rituales en torno a José. De la ceremonia, sujeta al más ortodoxo rito hebreo, sólo me interesa referirme a la entrega del anillo nupcial, símbolo fundamental que oficializa el matrimonio. La de Emmerick asegura que no era de oro ni de plata ni de ningún otro metal (intrigante) y lo describe como un círculo bastante grueso, liso aunque con pequeños triángulos incrustados en los que había letras. Desconocemos cómo y dónde conseguiría José tan extraña joya que, al ponérsela en el dedo a la Virgen, a pesar de su color sombrío, emitió fulgores luminosos. Como ocurre con casi todos los objetos relacionados con la historia sagrada, este anillo se ha conservado e incluso multiplicado. En Francia, por ejemplo, durante la Edad Media se veneraban hasta cuatro anillos nupciales, dos en sendas abadías benedictinas y otros dos en Notre Dame, de los que el ya citado Jean Gerson aseguraba que eran los auténticos intercambiados por los novios. En España, un arzobispo de Toledo legó un ejemplar de este venerable aro, pero también el duque de Berry poseyó otro que pasó a sus herederos británicos. Ahora bien, el más famoso de todos es el que todavía se guarda en un relicario bajo catorce llaves en una capilla de la Catedral de San Lorenzo de Perugia. Si hacemos caso a la leyenda, en el siglo III un cristiano de Chiusi (ciudad hoy en la provincia de Siena) llamado Lucio se lo había regalado a su esposa Mustiola, emparentada con la nobleza imperial. Eran los tiempos de las persecuciones, así que los romanos se cargan a Lucio y luego a la propia Mustiola, a pesar de que ésta pretendió huir cruzando el lago de Chiusi a bordo de su manto. Nada se sabe del anillo hasta que, ochocientos años después, Rainiero, un joyero de esa ciudad, se lo compra a un judío, quien le revela su santa naturaleza y le exhorta a que lo guarde con devoción. Pero el tal Rainiero, un distraido, se lo deja olvidado en la Iglesia de Santa Mustiola (para entonces ya santa y patrona de Chiusi). Pasa el tiempo y muere el hijo único del joyero, cuyo cadáver es llevado a esa iglesia y allí, mientras lo velaban, el chico resucita sólo para reprochar airada y públicamente al padre que no hubiera cumplido su deber de custodia del anillo. Imagino que, antes de volver a morirse, ya en paz pues el aterrado padre le prometió enmendarse, señalaría dónde se encontraba la joya y ésta sería recogida y conservada con la máxima devoción por las más altas autoridades de la ciudad. En ese momento, además, se pusieron a repicar las campanas sin que nadie las tañera y milagros de toda índole se sucedieron a partir de entonces. Luego, a mediados del XIV, por motivos de seguridad se trasladó al convento urbano de los franciscanos y ahí siguió hasta el XV, cuando un fraile de Maguncia lo sustrajo con intención de llevarlo a su tierra natal (lo del robo de reliquias era práctica habitual de esos tiempos, que se trataba de bienes harto codiciados). Camino de Alemania al tal fray le sorprendió una densísima niebla en Perugia, que interpretó como señal divina de que había de entregar el anillo a las autoridades de la ciudad (no sin recibir a cambio, claro está, una generosa recompensa). Los de Chiusi, descubierto el pastel, armaron un ejército apoyados por ciudades vecinas y hasta la propia Siena y cercaron Perugia en la que se ha dado en llamar la Guerra del Anillo (que probablemente inspiraría al católico Tolkien). La cosa no fue a mayores porque el Papa Inocencio apoyó la permanencia de la reliquia en la capital de la Umbría, de modo que Perugia pasó a incluirse en el circuito de las peregrinaciones, pues si se visitaba la ciudad durante los tres días que cada año se exponía al público el anillo se obtenían las correspondientes indulgencias.
Poco más hay que decir sobre los esponsales de la Santísima Virgen. Tras las fiestas de celebración, imagino que José se regresaría a Nazaret, a preparar el domicilio conyugal y, sobre todo, a atender la carpintería. María seguiría en Jerusalén, cumpliendo el preceptivo tiempo de espera, y allí, en la capital de Judea, en contra de lo que dice Lucas, tendría lugar la Anunciación así como la visita de la Virgen a Santa Isabel; pero estos sucesos van para el siguiente post. Antes de acabar, no obstante, quiero dejar constancia de que los esponsales de María y José han sido tema de numerosas obras de la pintura europea, algunas de las cuales ilustran esta entrada. La primera (1305) es un fragmento de uno de los frescos de Giotto para la capilla de los Scrovegni, en Padua, que intentamos visitar el año pasado con la mala suerte de que la pillamos cerrada. En la segunda (de principios del XVI), el Perugino representa el momento en que San José pone el famoso anillo a María; se trata de un óleo sobre madera que Napoleón confiscó de la Catedral de Perugia y ahora está en el Museo de Bellas Artes de Caen. Pocos años después, Rafael hizo su propia versión de este cuadro (demostrando de paso que le daba cien vueltas a su maestro) conservada en la actualidad en la Pinacoteca milanesa de Brera. La última imagen es una tabla pintada por el valenciano Cristóbal Llorens hacia finales del XVI (pese a que parece más primitiva que la de los renacentistas italianos) que tiene la curiosidad de mostrar a San José con la vara prodigiosa y florecida; se encuentra en la iglesia de San Félix de Játiva.
Wedding song - Maria Muldaur (Heart of mine: Love songs of Bob Dylan, 2006)
Una muchacha judía ¡rubia! de cabellos dorados...y así todo lo demás.
ResponderEliminarInteresante ejercicio de jugar con fuentes de escasa o nula credibilidad histórica, mezclando hechos ciertos o comprobados (emplazamientos de templos) con otros inverificables sino inventados.
Ni historia ni hagiografía, vacile bloguero erudito
fe de erratas: si no inventados
ResponderEliminarEn efecto, Lansky, vacile bloguero, pero aclaro que no en la 5ª acepción del DRAE ("engañar, tomar el pelo o reírse de alguien") sino en la 4ª ("gozar, divertirse, holgar").
ResponderEliminarDe otra parte, historia de los hechos no es desde luego, pero admíteme que sí es historia de la cultura, y de una cultura que ha sido muy relevante en la historia "real" de occidente. Lo que se ha ido inventando sobre esos escasos cincuenta años en un rincón marginal del imperio romano ha sido base argumentativa para condicionar enormemente la vida de casi todos los europeos durante, al menos, los siguientes 1.500 años (y sigue, aunque sea con menos influencia). Para mí, ya eso es motivo sobrado para dedicar un tiempo a revisar esas historias y sus ramificaciones, que, curiosamente, no son demasiado conocidas n siquiera entre quienes se llaman cristianos.
Feliz año.
Para mí no es historia cultural lo que haces, el cristianismo puede ser objeto de esta forma de hsitoria, pero no son los tuyos sus métodos. Y sí 'vacile' en la mejor de las acepciones
ResponderEliminar¿Para cuando un estudio tan interesante, divertido y profundo como los que sueles para el pobre Mitra, al que los cristianos fusilaron casi toda su simbología, su mitología y después a sus adeptos para que no lo recordaran?
ResponderEliminarFeliz año a todos.
Maravilloso post; divertido, bien documentado. Da gusto leerte.
ResponderEliminarContaba uno a su amigo iletrado las cosas de la Biblia como mejor pudo: Moisés era ingeniero da cam. canales y puertos y supo arreglárselas para contener las aguas del mar de modo que pidieran cruzar sus gentes... Y eso que tenía cerca de 120 años,
Noé, armador; con paciencia y ayuda llegó a construir un enorme barco flotante porque se vio venir encima el diluvio universal... Etc. Etc.
El amigo le dijo 'Te estás pasando un poco ¿no?' y este respondió : - Pues si te lo contara como viene escrito...
Vale, Lansky, no es "historia de la cultura". ¿Me admites divulgación de historia de la cultura?
ResponderEliminarHarazem: Te tomo la palabra. Un día de estos me pongo a estudiar a Mitra, del que algo sé, pero no lo suficiente.
Grillo: Ésa es la cuestión. cómo viene escrito.
No, tampoco exactamente. No se trata de erudición, sino de 'cómo'con que método se usa esa información; la Hª de la Cultura, divulgativa o sesuda es otra cosa
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