Conductor provinciano
Aprendí a conducir con diecisiete años –hace casi cuatro décadas– en Lima. Entonces una de mis urgencias era cumplir los dieciocho para poderme sacar el carné y conseguir de mi padre el derecho de uso del volkswagen escarabajo teóricamente a disposición de mi madre pero que solía estar casi siempre aburrido en el garaje. A esa edad, pasar del cochambroso transporte público limeño a desplazarse en coche equivalía a multiplicar la capacidad de acción, a que a un chaval universitario se le abriera un mundo de posibilidades; era, desde luego, ingresar en una categoría muy superior.
Los conductores limeños no se caracterizaban precisamente por el respeto a las normas de circulación; circulaban excesivamente rápido y haciendo cada uno poco menos que lo que le daba la gana, con absoluta desconsideración hacia el resto. En los cruces, por ejemplo –la gran mayoría carentes de señalización–, la preferencia la tiene el más conchudo; es decir que –en español– pasa primero el que le echa más huevos y no se acoquina ante el que le viene de costado con idénticas pretensiones. Contra lo que cabría esperar, no hay casi accidentes, debido a que los conductores interiorizan estos comportamientos y desarrollan unos excelentes reflejos al volante. Aún así, cuando recuerdo la inconsciencia casi suicida con que conducía yo en esos años, me asombro de no haberme matado en más de una ocasión. En todo caso, lo cierto es que aquella ciudad es una muy buena escuela de conducción; manejarme luego en España me resultó pan comido.
Mi siguiente etapa como conductor, durante la primera mitad de los ochenta, fue en Madrid y no tardé en comprobar que, aparte de otras diferencias, había una muy significativa entre los automovilistas de ambas ciudades: los madrileños conducían cabreados y lo expresaban a través del coche. El tráfico era ciertamente más agobiante, lo que impedía los comportamientos caóticos individuales pero, al mismo tiempo, generaba una tensión agresiva en cada una de las moléculas de esos fluidos densos y reticulares. Conducir en Madrid era (y sigue siendo) odiar a todos los imbéciles de los coches que te rodeaban, desesperarse por que se llegaba tarde y no se encontraba ningún hueco para aparcar, maldecir al taxista que se te paraba delante ... Cuando estoy allí y subo en el coche de algún madrileño –por ejemplo, estas navidades con algún hermano– paso siempre un rato desagradable con esa forma tan abrupta de manejar, continuos acelerones y frenazos, como si se estuviera en alguna competición inundada de adrenalina.
El automóvil es, para mí, el peor enemigo de la ciudad, el principal culpable de la degradación de la vida urbana. De ello me convencí en aquellos años y de hecho, poco a poco, fui abandonando el coche dentro de Madrid y reservándolo para los viajes fuera de la ciudad, trayectos en los que sí podía decir esa frase publicitaria de "me gusta conducir", disfrutando de los paisajes por carreteras secundarias. Luego me trasladé a Tenerife y, por necesidades de mi actividad laboral, hube de mercarme un coche para moverme a lo largo de toda la isla, pero lo menos posible dentro de mi ciudad, de un tamaño adecuado para caminar, al menos la ida cuesta abajo (para volver siempre cabe coger el transporte público). Aún así, claro, a veces conduzco en el área metropolitana tinerfeña y vivo los problemas del tráfico urbano. Pero, afortunadamente, nada que ver con el de Madrid; los tinerfeños todavía no han alcanzado ese grado de evolución psicológica mediante el cual sus personalidades se transforman en las de agresivos Mr. Hydes al ponerse al volante.
Pensaba sobre esto ayer por la mañana cuando conduciendo mi minúsculo smart cubría el corto trayecto –apenas tres kilómetros– entre el Colegio de Arquitectos y mi casa. El tráfico en Santa Cruz era intenso y sin embargo iba muy relajado, dándole vueltas distraídamente a las muchas cosas que tengo en la cabeza y al mismo tiempo disfrutando de las escenas que me ofrecía la ciudad. Naturalmente, la velocidad media de los vehículos era bastante baja, lo que me supuso unos cinco minutos más de viaje frente a los seis que dice Google que se tarda sin tráfico, demora que desde luego queda más que compensada a cambio de no alterar la propia tranquilidad anímica. Así, no pasa nada porque se te detenga un taxi delante, por dejar salir de un garaje a una señora que te lo agradece con una sonrisa, por frenar ante un paso de peatones para que crucen dos chavales ... Y todo ello, mientras descubro que han abierto una tienda de muebles nueva, que están por fin remozando la fachada de un edificio racionalista que hacía años que lo necesitaba, saludo a dos conocidos en animada conversación junto a un semáforo en rojo ... No pasa nada, no, o mejor, pasa que ese pequeño rato al volante resulta casi agradable.
Lo ideal, no obstante, sería que los desplazamientos en las ciudades fueran a pie. Pero, si no es así, mejor cuanto más se diste del frenético comportamiento de los automovilistas madrileños. Claro, que los que ya somos "conductores provincianos", cuando hemos de llevar un coche en Madrid, estamos deshabituados y si nos empeñamos en conducir a nuestra manera nos convertimos en blanco de esa agresividad omnipresente en el tráfico capitalino. Por eso, a estas alturas, cuando voy allí pocas veces cojo un coche, asumiendo con mucho gusto mi condición. Aunque no llegue a la del protagonista de una escena que hace unos años viví en Santa Cruz de La Palma. Estaba tomándome un café en una terraza de la calle Real cuando se detuvo un coche y su conductor empezó a hablar con mi vecino de mesa. Al cabo de unos cinco minutos de conversación, con dos o tres coches esperando detrás, uno de ellos emitió un discreto toque de claxon, y el causante del pequeño atasco se volvió y gritó: "ya va, ya va, ni que estuviéramos en Tenerife".
Brand new car - The Rolling Stones (Vodoo Lounge, 1994)
"El automóvil es, para mí, el peor enemigo de la ciudad, el principal culpable de la degradación de la vida urbana.". Exactamente, como rezaba un eslogan ecologista con un expresivo dibujo de un auto con el parachoques convertido en las fauces de un tiburón, el coche devora la ciudad.
ResponderEliminarHe hablado de este tema con un amigo algunas veces, que se caracteriza por tener un pensamiento muy original: lo mismo te parece que es un neoliberal terrible, como que propone que todo el mundo tenga sus necesidades cubiertas y el trabajo sea para quienes quieran una recompensa mayor o realizarse artísticamente. En este tema, él es muy directo: el coche no debería ser una propiedad privada, mejor tirar de bicicleta y que el coche sea de alquiler o público, como ocurre con el transporte aéreo. Y se basa en los datos de contaminación, demografía y sociología que dan a entender que el coche, a partir de cierta densidad de población, se vuelve tóxico.
ResponderEliminarhttp://www.bolido.com/2013/05/tribilin-goofy-nos-ensena-a-ser-conductores-responsables/
El coche es tóxico en sí mismo y no sólo ambientalmente. Aún así, hay que reconocerle grandes ventajas si bien no en la ciudad que, como bien señala Lansky, no están hechas para él (ésas norteamericanas a las que se refiere son casi la negación de lo urbano).
EliminarA mí no me parece ninguna tontería la idea de tu amigo, Ozanu. Menos original, sino en todo caso obvia, la supervivencia de las ciudades como espacio habitables (para las personas, no para sus vehículos privados) pasa por limitar severamente el acceso a las mismas de esos vehículos 'individuales o familiares'. La solución sería transporte público y bici o a patita (es asombroso lo que se puede recorrer andando en tiempos no tan desmesurados como los adictos al coche suponen). Por cierto, en Londres —una ciudad mucho más accesible al ciclista que por ejemplo Madrid, porque es más llana y el conductor de autos algo (no mucho) más cívico— un sector de los numerosos ciclistas, fácilmente reconocible por su atuendo rabiosamente sportman, son asimismo un peligro público; para peatones desde luego, pero también para otros vehículos, incluidos los colectivos.
ResponderEliminarLas ciudades (o las partes de éstas) sin coches son una maravilla. Desde luego, sería ideal prohibir o limitar el vehículo privado en ellas, pero de momento es una utopía y, en todo caso, para llevarlo a cabo sería necesario resolver bastantes problemas. Pero todo se andará.
EliminarEse es el camino que llevan ya recorrido en gran parte muchas ciudades, pero el ayuntamiento madrileño que se cree tan moderno y tan similar a lo que denominan su 'entorno europeo' aún no se ha enterado y sigue haciendo tuneles de acceso que permiten llegar más rápido al gran atasco central.
EliminarY cuidado con el uso del término utopía, también tildaban de eso a la liberación de los esclavos, y a volar con artilugios más pesados que el aire y a liberar las ciudades de miasmas y deyecciones y a...
"Conchudo", ¡me encanta!
ResponderEliminarNo sé si el problema es el tráfico o la gente en sí. Es verdad que vas a ciudades colapsadas y los conductores se lo toman todo de otro manera, como en Atenas. O por lo menos, así lo viví yo.
Personalmente no comprendo porqué la gente tiene que salir con retraso para ir corriendo a los sitios, como si tuvieran pánico al trayecto en sí. Comportamientos histéricos y maleducados también se dan en el metro, en el autobús. Gente que sale del tren en estampida, llevándose todo por delante, como si estuvieran solos en el mundo.
Los años que viví en Barcelona ciudad, era para mí todo tan alucinante de observar, como estar en una película, que siempre salía con mucho tiempo de antelación, para tener tiempo de disfrutar de todo lo que ocurriera en mi camino. Pero yo tengo tendencia a embobarme, reconozco, que igual salgo a por el pan y al volver ha pasado más de una hora. ¿Cómo? Chi lo sa?
¿Te gusta conchudo? Pues no uses el término alegremente que es palabrota soez. En cuanto al tráfico, el problema es de la incompatibilidad manifiesta entre tanta cantidad de coches y las características de una ciudad. Ahora bien, el cómo conduce la gente en las ciudades –por mucho tráfico que tengan– ya no es culpa de los coches, sino de ellos.
EliminarSPB: independientemente de la actitud de los conductores, que en Madrid es crispada comparada o frente a la de Atenas tuya o la que comenta el autor del blog, el vehículo privado implica el desmantelamiento de la ciudad, porque los vehículos no dejan de aumentar y reclamar espacio, accesos e infraestructuras pero las calles no son de goma extensible. las más bellas tienen un pasado histórico en el que esos trastos (automóviles) no estaban previstos y... es como si a un ancianito artrítico le exigieran correr la maratón, se desarma en el primer kilómetro; eso ha pasado con las ciudades europeas, aunque peor es la de algunos lugares de USA donde se diseñaron desde el principio para el automóvil y no hay forma de transitar como peatón allí.
ResponderEliminarVivo en el centro de Madrid y trabajo a sesenta kilómetros, en un lugar al que es imposible llegar en transporte público a las horas y en el tiempo en que yo lo necesitaría. Inevitablemente debo usar el coche a diario, pues. Felizmente mis viajes por carretera van a contrapelo del éxodo general y no padezco atascos, los tres cuartos de hora de ida y otros tantos de vuelta son un relajado y relajante tiempo de conducción casi automática, que me sirven para pensar, dejar la mente en blanco u oir la radio, noticias a la ida y música clásica a la vuelta. El corto espacio para atravesar Madrid tampoco es problemático a la ida, son las seis y media de la mañana y aún no ha empezado el follón. Lo malo es a la vuelta, diez o quince minutos de compartir las calles de Madrid con el resto de automovilistas, durante los que me convierto, soy consciente, en un ser furibundo y agresivo, que vive como una ofensa la mera existencia del resto de los coches y juzga que todos, excepto él, conducen no solo mal, sino a mala idea, con torpeza deliberada y merecedora de cuanto pueda yo hacer por fastidiarles a mi vez sin acabar detenido o en el hospital.
ResponderEliminarQuiero decir que conducir por Madrid no es buena idea, no, y salvo en este inevitable desplazamiento diario no lo hago jamás. El metro madrileño funciona estupendamente y, si se dispone de tiempo, como bien dice Lansky, en Madrid se puede llegar andando a prácticamente todas partes, y hay pocos placeres comparables, para mí, con el de andar por ella. (¿O por él? Nunca lograré poner en claro el ambiguo asunto del género de las ciudades).
Cuando era joven circulé mucho en bici por Madrid. Era peligroso y te sentías claramente una presa de los coches a tu alrededor; y las frecuentes cuestas arriba podían resultar bastante cansadas. Con todo, estaba muy bien. Ahora se ha desarrollado la no sé si legal, pero para mí inadmisible costumbre de que los ciclistas puedan ir también por las aceras, lo que me ha hecho pasar a detestarlos a mi vez, como peatón frecuentemente acosado y casi arrollado por ellos.
Obviamente, tú necesitas el coche para ir a currar. Por lo demás, veo que compartes mi actitud hacia él en el interior de la ciudad. Eso sí, también compruebo que estás aquejado de la tan generalizada enfermedad psicológica de los conductores madrileños.
EliminarLansky Precisamente Bradbury escribió Farenheit 451 después de que la policía los parara a él y a un amigo suyo por caminar por Los Ángeles. En la propia novela se comenta que caminar es algo extravagante en esa sociedad distópica.
ResponderEliminarClaro! Harto de andar por calzadas sin aceras decidió una historia basada en quemar libros en lugar de quemar automóviles
Eliminar¡Qué bonitas tus vivencias y tu escarabajo!
ResponderEliminarYo prohibiría el coche en muchas ciudades o, al menos, lo controlaría.
Hace diecisiete años en Madrid tardaba en llegar al trabajo en coche, media hora, y cinco años después me hacía el doble de kilómetros y tardaba hora y media, viví un aumento del trafico impresionante que no parecía tener límite, y después de tanto tiempo creo que todo ha ido a peor, y lo más desalentador es que seguimos contaminando y sin conciencia de nada, nos merecemos todo lo que nos pase, si no cambiamos acabaremos como en Wall-e.
Desde hace más de un lustro voy andando a trabajar y creo que no hay pesetas que paguen lo que eso significa para mí.
Un saludo,