lunes, 1 de mayo de 2017

Shawna Jennings, de Bangor

En el Bangor International Airport hay cuatro oficinas de alquiler de coches. Paso por todos los mostradores –Avis, Budget, Hertz y Alamo/National– y me escandalizan los precios (entre 70 y 80 dólares al día) pero el obstáculo definitivo es que me obligan a devolver el vehículo en el mismo aeropuerto (dos de las compañías me ofrecen la opción de hacerlo en Portland, al Suroeste del Estado, pero mi plan de viaje va en dirección contraria). Se me ocurre ir caminando hasta el centro de Bangor; al fin y al cabo, según compruebo en la aplicación de mapas del móvil, está a menos de cinco kilómetros. Pero estoy algo cansado, así que opto por el bus municipal (community connector (20 minutos, 1,50$). Salgo al exterior, una calle desierta, un único taxi aparcado, el conductor fuera del vehículo hablando con una chica joven que viste un chaleco reflectante amarillo. Me quedo quieto unos instantes, buscando con la mirada alguna indicación de la parada de autobús. El taxista me hace aspavientos, señala su vehículo. No, thanks, le digo mientras camino hacia él, the bus stop? El tío no contesta, tira el cigarrillo al suelo y lo pisa con rabia, luego se sube al coche, arranca y se larga chirriando las ruedas. La chica se ríe, aplaude alborozada. Eras el último, me dice, le has quitado su carrera y a mí me has hecho ganar una apuesta. Se acerca y me ofrece la mano: me llamo Shawna, Shawna Jennings, una ancha sonrisa en el rostro. Soy Miroslav Panciutti, contesto apretándole la mano, menos mal, pensé que por aquí no había nadie amable. No, no lo somos demasiado, de hecho me caes bien, pero porque gracias a ti el chuleta de Ralph me va a apoquinar cincuenta pavos. ¿Qué vienes a hacer a Bangor? Voy a entrevistar a Stephen King, respondo. Es una mentira, claro, la primera que se me ha ocurrido (muy reciente la lectura de la revista), pero la chica la encaja sin pestañear. Otro que viene por el Gran Hombre, ¿qué sería de Bangor sin él? Miro en torno a mí; enfrente está el hotel Four Points de la cadena Sheraton, edificio bastante anodino, dos bloques gemelos de nueve plantas en medio del parking al aire libre del aeropuerto y unido por una pasarela a la terminal del aeropuerto; desde luego, no parece un lugar muy apetecible para alojarse. Shawna parece leerme la mente: no te lo recomiendo, me dice, demasiado caro y la cocina es mala. No, no pensaba quedarme aquí; ¿dónde para el autobús a Bangor? Aquí mismo, me contesta, pero acaba de salir y el próximo tardará una media hora. Vaya, hago una mueca de desagrado, creo que entonces iré caminando. Shawna me mira con extrañeza; en Estados Unidos cogen el coche para ir a la tienda de la esquina. Pensaba ir en un rato a visitar a mi abuela que está en el Westgate Center; puedo ir ahora y te acerco, queda bastante cerca de la casa del señor King. No tengo ni idea de dónde está ese edificio ni tampoco la casa de Stephen King a la que, en cualquier caso, no iba a visitar en primer lugar. Pero me parece que la chica se siente en deuda conmigo y no voy a impedir que me pague a su manera. Perfecto, Shawna, te lo agradezco mucho.

Me pide que espere un momento. Entra en la terminal y no tarda casi nada en volver a salir, ahora sin el chaleco reflectante y juraría que con algo de maquillaje que antes no aprecié. Cruzamos hasta el parking y abre con el mando a distancia las puertas de un pequeño compacto asiático, un Hyundai creo. Salimos por el bulevar Godfrey, una avenida de dos calzadas, de unos ochocientos metros de longitud, que atraviesa con un trazado absolutamente recto una planicie sembrada de césped y salpicada de árboles de mediano porte; paisaje bastante desangelado. ¿Quién era Godfrey? Shawna hace un gesto de extrañeza pero enseguida cae. Ni idea, el único Godfrey que conozco es el comediante, me dice, pero no me pega que en Bangor le hayan dedicado una calle a un negro; vaya preguntas raras que haces. Me hace gracia su comentario y le sonrío; ya me lo habían dicho antes, que se me ocurren preguntas raras, aunque, la verdad, a mí no me lo parece. Pero debo haberle picado la curiosidad porque al llegar al cruce con la calle en la que acababa el bulevar dobla a la derecha y se sale de la calzada deteniendo el coche sobre la hierba, enfrente de un McDonald’s. Ya lo sé, seguro que es por Godfrey of Bouillon, el de las Cruzadas. Me río, así que Godfrey es Godofredo en inglés, siempre se aprende algo; por ejemplo, que el nivel educativo de las high school estadounidenses no es tan malo como creía. Shawna me mira mosqueada, imagina, supongo, que me estoy cachondeando de ella. Perdona, me apresuro a disculparme, me ha hecho gracia pero porque no me había dado cuenta del significado del nombre. Podría ser pero no me cuadra, añado, ¿por qué habrían de bautizar a la avenida que va al aeropuerto con el nombre de un cruzado francés del siglo XI? De pronto se diría que resolver el misterio del nombre de la calle nos parece a los dos urgente y necesario, como si ese conocimiento fuera a cambiarnos las vidas. Shawna saca el móvil, voy a llamar a uno de mis profes de la facultad, sabe un montón de la historia de Maine y de Bangor. Dicho y hecho, Shawna le expone a su interlocutor nuestra duda y a partir de ahí se limita a repetir palabras de asentimiento respetuosas para acabar con un thanks a lot, Jerry, you’re great. Corta y me mira satisfecha, orgullosa de su eficacia. Jerry es grande, repite para que me quede claro. El Godfrey que nos interesa no es un nombre sino un apellido ilustre de Bangor; uno de ellos, Edward, en los años veinte se dedicó a comprar las granjas que ocupaban esta zona a las afueras de la ciudad para hacer una pista de vuelo. Así que fue el padre del aeropuerto. Sí, le digo, mucho más lógico que el bulevar se llame en su honor.

Union street, donde habíamos estacionado y por la que seguimos tras arrancar, es más una carretera que una calle urbana: el mismo césped a la derecha y edificios sueltos comerciales o semi-industriales a la izquierda, cada uno con su amplio parking de hormigón. Pero lo peor, tan habitual en USA, es el exceso de cables aéreos: feos postes de madera a ambos lados que sostienen recorridos paralelos y cruzados de tan desagradables alambres; en los cruces los semáforos se asoman hacia la calzada haciéndose espacio entre la maraña. De pronto, cruzamos otra calle y el paisaje mejora radicalmente: la explicación es sencilla: abundancia de árboles, casi una muralla vegetal en cada margen; además, aceras cuidadas y detrás, asomándose entre los troncos, chalés de buen tamaño y calidad. Una zona residencial, pregunto afirmando. Sí, un poco, me dice Shawna; en realidad, hacia la derecha está el campus de la universidad del Estado, donde yo estudio, y hacia la izquierda el cementerio de Monte Pleasant y luego el río Kenduskeag, que desemboca un poco más abajo en el Penobscot. De hecho, si sigues esta calle llegarás al puente sobre el Penobscot justo al lado de la unión con el Kenduskeag. Apunto mentalmente sus indicaciones (el Penobscot es uno de mis objetivos para esta visita) y no me da tiempo a decir nada más porque el coche gira a la derecha y se detiene en un aparcamiento. Hemos llegado, dice la chica, éste es el Westgate Center; se trata de un centro de rehabilitación privado para personas con alzheimer. Una edificación extensa de una planta, con tejado a dos plantas, que más parece un colegio. La abuela de Shawna lleva aquí unos tres meses, y todos creen que está a gusto; de todos modos, casi no se da cuenta de nada, sólo ocasionalmente reconoce a sus familiares. Shawna, me da las últimas indicaciones: ve siempre recto, a pocos metros cruzarás la autopista y ya puede decirse que estás en el centro de Bangor, pero sigue aún más, hasta las cercanías del río que es el verdadero centro. Antes de separarnos me da su número de móvil –por si tengo algún problema, me dice, o necesito saber el porqué del nombre de alguna calle–. Le agradezco sinceramente su amabilidad, ciertamente la chica es un encanto. Una vez solo, comienzo a caminar por Union Street en dirección sureste, hacia el centro de Bangor. Pero de pronto, a los pocos metros, siento el impulso de visitar el cementerio del que me ha hablado la chica, es como un recuerdo vago, una conexión que se me escapa. Cruzo la avenida justo antes de llegar al paso sobre la interestatal 95 (autopista que va desde la frontera con Canada hasta Miami) y me meto por la pequeña 16th street, una tranquila calle residencial: césped, árboles y chalés de clase media (o media-alta), prácticamente todos de madera. A unos trescientos metros llego a Ohio street, que bordea el cementerio. Entro a verlo.

5 comentarios:

  1. Pues veremos qué te ocurrió en el cementerio...

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  2. Respuestas
    1. Hombre, Jesusito, que agradable sorpresa verte por aquí. Ya te contaré en privado.

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  3. Ligar, lo que se dice ligar ... Y no te acojones, que nada malo ocurre en los cementerios a plena luz del día. Además, pese a estar en su ciudad, esto no es una novela de Stephen King.

    Gracias por el dato del Hyundai; corrijo el post.

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