viernes, 11 de agosto de 2006

Suite francesa

Estoy leyendo una novela que recomiendo: Suite Francesa, de Irène Némirovsky. La autora era una mujer ucraniana de 39 años, judía, de clase muy alta, que vivía en París (casada con dos hijas) y había sorprendido al mundo literario francés siendo veinteañera. En julio del 42, es detenida por la policía del gobierno colaboracionista de Vichy en el pueblecito borgoñón en el que se habían refugiado. En pocos días es deportada a Auschwitz, donde enseguida es gaseada. El marido fue arrestado poco después y también asesinado en Auschwitz.

La novela fue manuscrita, con letra minúscula, durante el poco más de un año que duró el exilio de Irène. Los papeles quedaron en una maleta que acompañó a las dos hijas, unas niñas entonces, por varias partes de Francia escondiéndose de los nazis. Las niñas lograron sobrevivir a la guerra y hacerse mayores; durante mucho tiempo no quisieron ver los papeles de su madre. Finalmente, la hermana mayor leyó los escritos descubriendo sorprendida que no se trataba de un diario, sino de una obra coral sobre el inicio de la guerra en Francia, el año inmediato a la muerte de su madre. La publicación de la novela en 2004 causó una conmoción en el mundo editorial francés.

Parece ser que la autora había concebido una composición en cinco piezas, de las que solo llegó a escribir las dos primeras. La primera (que ya he acabado) ocurre durante junio de 1940 y se centra en el éxodo de los parisinos ante la angustia de la inminente derrota. Son varios personajes, independientes unos de otros, que van protagonizando capítulos alternos. La narración es realista, objetiva, carente de implicación moral por parte del autor. Esa aparente frialdad contribuye mucho a intensificar la carga dramática de un relato sin concesiones, duro, muy duro. Es sin duda –como se escribe en la contraportada- un testimonio profundo y conmovedor de la condición humana.

El libro rezuma, por otra parte, una grandísima calidad literaria; y esta es tanto mayor cuanto está claramente al servicio de la narración. A mí me está impresionando profundamente, te hace ver con crudeza absoluta (y resultados nada halagüeños) lo que somos los humanos cuando se desmoronan las frágiles defensas del orden social. No me resisto (a sabiendas de que se alargará mucho este post) a transcribir unos párrafos, los finales del capítulo 25. Va primero una breve introducción. Uno de los personajes es un joven cura, el padre Phillipe Péricand, lleno de buena voluntad cristiana. Ante el desastre que se avecina en París se compromete a llevar a los adolescentes de una especie de orfanato-correccional a una casa en el campo. Van caminando todos y ya al atardecer llegan a un gran parque con un lago y una casa señorial cerrada. El cura propone a los chicos acampar junto al lago. En medio de la noche, Péricand descubre que unos chicos se escapan y corren hacia la casa. Los sigue y ve que rompen el cristal de una ventana y se cuelan dentro. El sigue detrás y sorprende al uno de ellos, uno de los mayores. Sigue el texto de la novela:

Oyó ruido a sus espaldas y se volvió; el otro chico estaba en la habitación, justo detrás de él. También aparentaba diecisiete o dieciocho años; en su demacrado rostro, los labios, apretados, tenían una expresión desdeñosa; era como si el animal alentara bajo su piel. Philippe estaba en guardia, pero eran demasiado rápidos para él; en un abrir y cerrar de ojos se le echaron encima y, mientras uno le ponía la zancadilla, el otro lo agarró del cuello. Pero Phillipe se debatía silenciosa, eficazmente. Consiguió atrapar a uno por el cuello de la camisa y lo sujetó con tanta firmeza que lo obligó a quedarse quieto. Pero, durante el forcejeo, algo se le cayó del bolsillo y rodó por el parquet. Era dinero.

-Felicidades, veo que no has perdido el tiempo –le dijo Phillipe sentado en el suelo, jadeando. Y pensó: “Sobre todo, no hagas un drama. Hazlos salir de aquí y te seguirán como corderillos. Mañana ya se verá”-. ¡Bueno, ya está bien, eh! Se acabaron las estupideces ... ¡Andando!

Apenas había acabado de hablar, cuando volvieron a abalanzarse sobre él con un salto silencioso, salvaje y desesperado. Uno de ellos lo mordió y le hizo sangre.

“Van a matarme”, se dijo Phillipe con una especie de estupor. Lo atacaban como dos lobos. No quería hacerles daño, pero no tuvo más remedio que defenderse; a puñetazos y patadas consiguió rechazarlos, pero ellos volvieron a la carga con redoblada saña, como locos, como bestias, como si hubieran perdido todo rasgo humano ... Pese a todo, Phillipe los habría dominado, pero se golpeó la cabeza contra un mueble, un velador con patas de bronce, y se desplomó. Mientras caía, oyó a uno de los chicos correr a la ventana y solatr un silbido. Del resto no vio nada: ni a los veintiocho adolescentes, súbitamente despiertos, cruzando el césped a la carrera y trepando por la ventana, ni la embestida contra los frágiles muebles para destrozarlos, volcarlos, arrojarlos por las ventanas ... Estaban enloquecidos, bailaban alrededor del sacerdote, que seguía inconsciente, cantaban, gritaban... Un renacuajo con cara de chica brincaba sobre un sofá cuyos viejos muelles rechinaban sin cesar. Los mayores encontraron un mueble bar y lo llevaron al salón dándole patadas, mas descubrieron que estaba vacío. Pero no necesitaban vino para emborracharse: les bastaba con la destrucción, que les proporcionaba una dicha espantosa. Llevaron a Phillipe hasta la ventana y lo dejaron caer pesadamente al césped. Luego siguieron arrastrándolo hasta el lago y, agarrándolo por los pies y las manos, lo levantaron en vilo y lo balancearon como a un pelele.

-¡Vamos! ¡Arriba! ¡Hay que matarlo! –chillaban con sus voces roncas, que en muchos casos conservaban el timbre infantil.

Pero, cuando cayó al agua, todavía estaba vivo. El instinto de conservación, o un resto de coraje, lo retuvo al borde de la muerte. Se aferró con las dos manos a la rama de un árbol y trató de mantener la cabeza fuera del agua. Su rostro, desfigurado por los puñetazos y las patadas, estaba ensangrentado, tumefacto, en un estado grotesco y terrible. Empezaron a apedrearlo. Al principio consiguió aguantar agarrado a la rama, que oscilaba, crujía, amenazaba con partirse. Trató de alcanzar la otra orilla, pero la lluvia de piedras arreció. Al fin, se tapó la cara con los brazos, y los chicos lo vieron hundirse a plomo en su negra sotana. Atrapado en el cieno, no se ahogó. Y así fue como murió, con el agua hasta la cintura, la cabeza echada atrás y un ojo reventado de una pedrada.

CATEGORÍA: Literaturas
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1 comentario:

  1. Qué fuerte...

    Comentado el Viernes, 11 Agosto 2006 21:36

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