jueves, 31 de mayo de 2007

Entre funcionarios

Yo trabajo en la administración pública, en un departamento que se ocupa (se supone) de la ordenación territorial y urbanística. Cuando se creó este departamento –hace 16 años, al poco tiempo de mi entrada en la Corporación- éramos pocos y “escogidos”. La intención del entonces presidente era conformar un área con cierta autonomía y máxima capacidad ejecutiva, alejada de los tradicionales vicios burocráticos de la administración pública.

Durante los primeros años, entre la ilusión propia de todo nuevo proyecto y el “buen rollito” que había entre nosotros, parecía que podía consolidarse otra forma de gestión pública. Pero, poco a poco, fuimos cayendo (o nos fueron llevando) a los vicios tradicionales de una estructura rígida funcionarial. No se trata ahora de hacer una descripción crítica de esos defectos (que tan fácil resulta condenar desde fuera), sino sólo centrarme en una de sus manifestaciones, que es la que en estos días me está preocupando.

Como es sabido, en la administración pública hay dos ramas de funcionarios, la General y la Especial. En su grupo superior, la General se corresponde muy mayoritariamente con profesionales jurídicos, mientras que en la Especial estamos los demás (los técnicos, por ejemplo). El predominio tradicional de los funcionarios de administración general ha llevado, en mi opinión, a concebir las instituciones de forma tremendamente burocrática, centrando su trabajo en el control (tanto interno como externo). Digamos, muy caricaturescamente, que la Administración no tiene que “producir” nada, sino controlar lo que los demás producen. Ni que decir tiene que la tendencia hipertrófica de esta concepción suele conducir a que los departamentos con más funcionarios de cualquier institución sean aquéllos que se dedican a controlar a la propia administración de la que forman parte, tales como Personal, Intervención, etc. Dudo que, en el sector privado, pudiera subsistir ninguna empresa en que el porcentaje mayoritario de sus empleados se dedicaran no a producir, sino a controlar la actividad de la propia empresa (y no digamos, si ese control tendiera por lo general a limitar o perjudicar la productividad).

En nuestro departamento, siguiendo el esquema predominante en toda la institución, hay dos servicios, uno técnico y otro administrativo. Quizás por las respectivas “deformaciones profesionales” de los funcionarios, cada Servicio ha tendido a dirigir el funcionamiento del departamento desde dos concepciones bastante enfrentadas. No soy para nada objetivo, dado que, probablemente, soy el más notorio portavoz de la posición “técnica” y defiendo que debe romperse la división en dos servicios, trabajando de forma conjunta tanto técnicos como jurídicos, adoptando una actitud más de encontrar soluciones (implicándonos) que de “poner pegas”. En mi opinión, esto obliga a que los jurídicos cambien el chip y se involucren más en la realidad, conociendo los problemas reales y interpretando el marco legislativo para “armar” propuestas en positivo. Hay que aclarar que, en la práctica, la mayoría de juristas que trabajan en nuestro departamento muestran un rechazo extraño a conocer el fondo de las cuestiones y, en cambio, tienden casi siempre a “informar” negativamente aplicando formalmente alguno de los múltiples preceptos legales. Pareciera que lo que tratan es de evitar toda participación en activo, como si quisieran salvaguardarse de cualquier riesgo.

Esta tensión subyacente entre dos formas de entender el servicio público se manifiesta en la práctica de distinta forma según los protagonistas concretos. Durante unos años ocupó la jefatura administrativa una mujer que, quizás para compensar su inseguridad profesional ante sus importantes carencias en las materias urbanísticas, optó por exacerbar la línea dura del control negativo. Hace un par de años, sin embargo, fue sustituida (en parte porque había llevado muchos temas a situaciones insostenibles) por otra chica, bastante más flexible, si bien con de carácter muy ambicioso. Esta mujer, no obstante, tuvo el acierto de apoyarse en un jurídico del servicio que, aparte de ser el de mayor valía profesional, compartía en gran medida la idea de que nuestra obligación es buscar soluciones a los problemas reales (no contentarnos con el mero cumplimiento de la Ley). Se planteó (y se avanzó bastante) crear una Gerencia, lo que permitiría una organización bastante más dinámica en cuyo marco, además, se rompería la tradicional (y para mí nefasta) división entre servicios técnicos y jurídicos.

Pero resulta que, hace apenas un mes, esta nueva jefa de servicio, llevada de su ambición personal, se presenta en las listas electorales al Ayuntamiento y abandona el cargo. Por ese y otros motivos, también parece que la constitución de la Gerencia, que se preveía inmediata, ha quedado en stand-by. Hará una semana me entero de que, con carácter todavía provisional, está ocupando el puesto de jefa de servicio una funcionaria que ya trabajaba en el departamento y que, a mi modo de ver, reúne varias características que la hacen completamente inapropiada. En primer lugar es bastante joven (treinta y pocos), lo que le resta un factor “natural” de autoridad moral, máxime cuando hay otros jurídicos mayores que ella. En segundo lugar, no está suficientemente preparada profesionalmente. A este respecto hay que aclarar que el derecho urbanístico no es algo que dominen los profesionales jurídicos, salvo que se dediquen a ello; por contra, aún no siendo licenciado en derecho, cualquiera que lleve años trabajando en estos temas ha de aprender bastante de derecho urbanístico. Resulta, de otra parte, que en el servicio técnico hay una serie de técnicos (mayoritariamente arquitectos) que llevamos muchos años dedicados profesionalmente a estas materias y, por ende, dominamos aceptablemente los aspectos jurídicos relacionados. Ante esta situación, esta chica (Alicia, se llama) reacciona defendiendo su exclusiva competencia y capacidad de decisión en materia jurídica (en virtud de su titulación), evitando entrar a discutir con argumentos cada caso. Por otra parte, tiende a acentuar la separación (como expresión de autonomía) respecto a los técnicos, lo que le lleva necesariamente a defender el esquema de “control legalista” frente al de “búsqueda de soluciones” (si es que no está ya convencida por principios).

En resumen, que tengo el convencimiento de que Alicia, de consolidarse en ese cargo, va a hacer un daño tremendo y puede convertirse en un obstáculo importante (quizás insalvable mientras siga ahí) para que mi departamento evolucione en la línea que creo que debe hacerlo. En este punto quiero señalar que, pese a mi progresiva desilusión y escepticismo, me sigue gustando lo que hago y sigo creyendo en que nuestra función es importante en términos sociales; aclaro esto porque, de no cambiarse el rumbo, estoy bastante seguro de que mi trabajo servirá cada día para menos y me iré cabreando hasta tener que mandarme mudar.

Los tres o cuatro “personajillos” de mayor relieve del departamento, entre los que me cuento, hemos hablado y coincidimos en que el nombramiento de esta mujer supone un grave empeoramiento de la situación que dificulta alcanzar el modelo de administración y la forma de trabajo que, con matices, todos compartimos. Pero ahí se queda la cosa, porque a ninguno se le pasa por la cabeza hacer nada. Cuando les planteé la posibilidad de hablar con el responsable político de nuestra área, que es quien tendrá que confirmar, en su caso, el nombramiento de esta mujer, me miraron con cara de “mejor no nos metamos ...” y procuraron eludir el bulto. Estos compañeros piensan que si hablamos, por un lado, pocas probabilidades tenemos de que el político nos haga caso y, por otro, nos exponemos a malos rollos en el futuro (sin ir muy lejos, que la interesada se entere y haya un conflicto personal).

A mí estos argumentos no me convencen del todo. Creo que uno tiene el deber ético de manifestar lo que cree que está mal ante quien tiene la capacidad de arreglarlo, aunque piense que cuenta con pocas probabilidades de éxito. Opino que la actitud de mis compañeros, tan común, es uno de los factores que contribuyen a que tantas cosas no se resuelvan. Puede que mi intento no valga para nada pero, al menos, me quedaré con la sensación de que he hecho lo que estaba en mi mano para mejorar la situación. De otra parte, no me apetece nada crearme nuevos conflictos (para lo cual, habré de evitar que Alicia se entere de lo que pienso). Pero, la verdad, no me parece suficiente excusa para la inactividad; además, conociéndome y conociéndola, me temo que será inevitable que nos enfrentemos.

Pues nada, ya está expuesta mi posición. ¿Alguien cree que estoy equivocado? Que todavía no he hecho nada ..



CATEGORÍA: Irrelevantes peripecias cotidianas

miércoles, 30 de mayo de 2007

Viandante

Esta mañana me he despertado con la palabra viandante centelleando en mi cerebro a modo de rótulo fluorescente que se apagaba y encendía con fría luminosidad de neón. No sé a cuento de qué, qué estaría soñando para amanecer con ese término. Viandante es quien viaja a pie; la etimología es bastante obvia: el que anda por la vía. Andar y vía, ambos, del latín. Andar viene de ambulare, que se traduce como pasear; andar, en español, es desplazarse dando pasos; el paso es el movimiento alternativo de los pies. Es decir, todo el rato lo mismo: moverse a pie.

En latín hay dos verbos muy similares: ambulare y deambulare; ambos con sus equivalentes castellanos. Ambular existe en el DRAE como sinónimo de andar, si bien no creo haberlo oído nunca. Eso sí, da origen a palabras más usuales, como ambulante, ambulancia, y a algunas otras que desconocía como ambulativo (dícese de la persona a quien le gusta cambiar frecuentemente de morada). En todo caso, andar resulta de una evolución (¿degeneración?) romance de ambulare. No es el caso de deambulare que encuentra su acomodo directo en nuestra lengua.

El significado de deambular, en todo caso, cubre sólo una parte del más amplio de andar; deambula quien anda (ambula) sin rumbo preciso. No sé si entre los dos términos latinos originarios existía esta misma diferencia semántica (estoy consultando diccionarios de internet muy elementales). Si así fuera, me pregunto si hay alguna correlación entre la especificidad semántica de un término y la complejidad de su evolución etimológica. Desde mi ignorancia se me ocurre la hipótesis de que cuanto más acotado es el significado de una palabra en el idioma originario (latín, en este caso) menor evolución (o distorsión) morfológica sufre al incorporarse al lenguaje derivado. Parece razonable que las palabras de uso más frecuente al referirse a conceptos genéricos sean más susceptibles a cambios, tanto por distorsiones en el habla como por influencias externas.

Sea como sea, hay una forma precisa de desplazarse a pie que merece vocablos propios en nuestra lengua y es la de ir sin dirección determinada. Deambular, vagar, errar, pasear ... En realidad, cada uno de ellos cuenta con un matiz semántico propio, implícito en su etimología, aunque lamentablemente el uso actual tienda a descuidarlos. Por ejemplo, errar parece connotar un modo de deambular equivocado, mientras que el ir sin rumbo de quien pasea sería debido al placer, a la distracción ociosa. En cambio, ¿cuáles palabras expresan la acción de desplazarse con rumbo fijo?

La más inmediata es ir. Uno va siempre a un sitio. Lo que pasa es que ir no implica que el movimiento sea a pie. Dirigirse, encaminarse, llegarse ... otros verbos (por cierto, todos reflexivos) que también aluden a un desplazamiento con dirección predeterminada. Me quedo con encaminarse, familiar cercano de caminar. Parece que camino llega al latín desde el celta, quizás prestado de los habitantes de Iberia (cuestión a investigar). Caminar es, desde luego, andar por una vía; por tanto, siguiendo el rumbo que ésta determina. Etimológicamente pues quien camina no deambularía y quien se encamina estaría moviéndose a pie con una dirección precisa. Asunto resuelto, si no fuese porque caminar se ha inflado semánticamente y, casi casi, se ha convertido en sinónimo de andar; de tal modo que no nos suena incongruente decir que hemos estado caminando sin rumbo. Pero, aunque se pueda caminar fuera del camino, siempre hay que hacerlo a pie, salvo metafóricamente (este coche no camina). Encaminarse, en cambio, ha mantenido el sentido de direccionalidad pero ha perdido su origen peatonal. Así que, de momento, no se me ocurre ningún término que signifique inequívocamente andar con un rumbo fijo.

Y vuelvo a mi palabra soñada: viandante. Etimológicamente debería ser un sinónimo casi exacto de caminante: quien se desplaza a pie por un camino o por una vía. Compruebo en el DRAE que, efectivamente, ambos significan los mismo, pero ese significado común prescinde del soporte físico (la vía, el camino) que les da origen y, un pasito más evolutivo, prescinde también de la acepción de direccionalidad. Así que tanto el viandante como el caminante pueden deambular o andar con un destino preciso. Los matices diferenciales no están ahí, sino más bien (en mi opinión) en cómo caracterizamos a la persona destinataria del término. Para mí, caminante sería simplemente quien camina, siéndolo mientras hace la acción y, por tanto, dejándolo de ser; se es caminante por temporadas. Viandante, en cambio, me suena más a algo más permanente, más vinculado a la esencia del sujeto que a su estado coyuntural, como una forma de vida. De hecho, la tercera acepción del DRAE es algo así (persona que pasa la mayor parte del tiempo por los caminos, vagabundo).

Al margen del diccionario (o mejor, dentro de los flexibles límites del diccionario), cada uno colorea las palabras con sus propios matices significantes. Así, para mí, viandante se va más hacia vagabundo que hacia caminante y, por tanto, más hacia andar errante que hacia una meta. Curioso que la segunda acepción de vagabundo sea descaradamente peyorativa (holgazán u ocioso que anda de un lugar a otro, sin tener oficio ni domicilio determinado), revelando la poca consideración que socialmente siempre han tenido quienes carecían de metas o no dirigían sus actos por caminos definidos. Negarse a transitar las vías establecidas siempre ha sido muy perturbador para la estabilidad social, mucho más que abrir nuevos caminos.

En fin, después de este divertimento con las palabras, me quedo preguntándome si el breve residuo de mi sueño nocturno está relacionado con mi situación vital, con mis dudas y desconciertos sobre caminos trillados que no me convencen, necesidad de fijarme rumbos, miedos a asumir el vagabundeo ... qué se yo. O a lo mejor, simplemente, me vino a la mente esa palabra porque la oí en algún momento reciente sin retenerla en la consciencia. Da igual la explicación; me ha servido para pasar un rato jugando con el diccionario, entretenido descubriendo asociaciones absurdas. Por ejemplo, de viandante pasé a vianda que no tiene nada que ver (viene del francés), y de ella a enterarme que ha existido un oficio (ujier de vianda) cuyo trabajo consistía en acompañar el cubierto y copa desde la panetería y cava, y después la comida desde la cocina. Pero meterse por ahí da para otro post.



CATEGORÍA: Entretenimientos gramaticales

lunes, 28 de mayo de 2007

Impresiones post-electorales

Pues ya han sido las elecciones y, como pronosticaba pesimistamente en el post del jueves pasado, el partido más “listo” de estas tierras ahí sigue, preparado para reapropiarse del gobierno. No han ganado las elecciones autonómicas; de hecho, de las tres fuerzas que obtienen representación parlamentaria, son los que tienen menos votos, aunque obtengan dos escaños más que el segundo partido. Pero está más que cantado (ya lo anunciaron a media voz durante la campaña) que pactaran con el PP y obtendrán el gobierno. Y, por supuesto, lo venderán como la solución que necesita Canarias.

Nadie se puede quejar de “traición democrática” porque este futuro pacto estaba más que advertido; así que quien votaba al PP sabía que estaba apoyando un gobierno de CC. Esta situación, unida a la escasa pluralidad del archipiélago impuesta por los duros requisitos de nuestra Ley electoral, dejaban como única opción posible para “echar” a los de CC que el PSOE ganara por mayoría absoluta, algo muy difícil. Respecto a las elecciones de 2003, los socialistas han crecido en unos 85.000 votos (un 9%), un poco menos de lo que han bajado los de CC; también los del PP han bajado. Es decir, que sin necesidad de sofisticar los análisis, me parece bastante claro que había un importante grupo de gente que entendió el mensaje y apostó por cambiar el gobierno; lamentablemente, no fueron suficientes. Dicen los expertos en elecciones que el partido en el gobierno tiende a ser premiado en los resultados; si esto es así, habrá que convenir que la sensación de hartazgo en Canarias puede cuantificarse en algo más de las variaciones de votos reseñadas. Pero, repito, ese hartazgo no ha bastado.

Del análisis de los resultados (totales y por circunscripciones) tengo la impresión de que la abstención (36%) así como los votos no válidos y recibidos por partidos que no han alcanzado representación parlamentaria (12%), han favorecido a mis amigos de CC. De hecho, he observado una correlación casi constante comparando los resultados entre distintas circunscripciones y elecciones (municipales, cabildos y parlamento): cuanto más alto el porcentaje de CC, más alta la abstención. O sea, que puede que no sea muy aventurado suponer que si el desencanto de muchos se hubiese traducido en votos efectivos, los actuales gobernantes se habrían encontrado más cerquita de las cuerdas.

En esto radica mi decepción y sorpresa, que con todo lo que se está sabiendo de la forma en que gobiernan estos señores, el rechazo siga siendo insuficiente, aunque ciertamente su crecimiento es continuado (habrá que ser pacientes). El Ayuntamiento de mi ciudad lo ha vuelto a ganar (aunque perdiendo la mayoría absoluta) un alcalde imputado penalmente. Por supuesto que hay que mantener la presunción de inocencia, pero es que los datos más que comprobados (y no desmentidos coherentemente por nadie, aunque sí tergiversados y manipulados como parte de la propaganda electoral) hacen muy difícil no pensar que la gestión ha sido muy turbia. Pero el imputado y su partido se nos presenta como mártir y traslada la victimización a todo el pueblo; y el pueblo le responde dándole su apoyo, negándose a saber, con enternecedora (que viene de ternera) lealtad. Quizás, tras tantos años, no debiera sorprenderme tanto ... pero es que uno siempre guarda la esperanza de que reaccionemos.

También ha habido sorpresas agradables, aunque hayan sido en la isla de enfrente (felicidades Nanny). CC ha prácticamente desaparecido de Gran Canaria y eso es un golpe durísimo para su supervivencia como partido autonómico. Inmediatamente a los más viscerales de CC se les ha visto el plumero, insinuando otra vez la reivindicación de los insularismos retrógrados. Lo malo es que esa táctica del enfrentamiento funciona muy bien en esta isla, aunque creo que es bastante suicida. Además, difícilmente se puede gobernar sin Gran Canaria, así que ... ¿cederá CC sus ínfulas caciquiles al PP en la isla vecina? Ya veremos.

En resumen, que estoy algo tristón, pero nada serio. Hay signos esperanzadores, sobre todo al comprobar que comienzan a consolidarse asociaciones cívicas dispuestas a marcar a los políticos y socavar la descarada impunidad con que han actuado durante estos años. Empieza nuevo curso político en este archipiélago, y pese a la insuficiencia de los resultados electorales, quiero creer que las cosas irán algo menos mal.


CATEGORÍA: Política y Sociedad

domingo, 27 de mayo de 2007

El azar y la necesidad

Almorzaba el otro día (¿este lunes pasado?) con un compañero del trabajo unos diez años mayor que yo. Es barcelonés, pero lleva en esta isla muchísimos años. Aunque le conozco desde hace bastante tiempo sabía poco de su vida personal; por ejemplo, desconocía por qué vino a vivir aquí. A partir de preguntárselo, empezó a contarme su vida: vino a hacer las milicias universitarias, conoció en su primer fin de semana de permiso a la que sería su mujer, entró a trabajar en el estudio de un arquitecto local ... Una serie de hechos tremendamente casuales que fueron engarzando sus días hasta acumular casi 40 años.

Su narración me hizo notar -y así se lo dije- las pocas veces en que el devenir de nuestras vidas es consecuencia directa de decisiones propias. ¿Pocas veces? En mi caso ninguna, me contestó. A mí todo me ha venido dado, nunca he elegido. Muy exagerada me pareció esa opinión, pero no dejó de llamarme la atención, por más que el tono de la charla no requiriese de ningún rigor, que en términos generales mi amigo estaba bastante convencido de su opinión. No diría yo lo mismo repasando mi vida; pero, desde luego, mucho menos afirmaría que he sido hacedor consciente de mi biografía. Como máximo, puedo entresacar de ella contadas ocasiones en las que tuve la oportunidad de elegir y además lo hice.

Nuestras vidas, como toda la dinámica temporal de la realidad, serían pues resultado del azar y la necesidad, plagiando el título del famoso ensayo de Jacques Monod (me impresionó mucho ese libro en una lectura adolescente; me gustaría encontrarlo y releerlo). Esas fuerzas impersonales serían los motores de nuestras vidas, guiándolas por vías que se nos van mostrando a medida que las transitamos. Y en la práctica poco depende de nuestra voluntad tomar una u otra vía, sea porque ni nos damos cuenta de que estamos ante un cambio de agujas, sea porque es más fácil dejarse llevar. Si es así, poco contenido real tienen expresiones como "ser dueños de nuestra vida" o "ser libres".

Ser libres, por ejemplo, se suele asociar con la capacidad de decidir. Claro que, para poder decidir, tienen que darse al menos dos condiciones: que haya opciones reales y que uno sea consciente de ellas. En contra de lo que opina mi amigo, creo que siempre, en cada momento de nuestra vida, se nos presentan opciones. Lo que suele pasar es que no las vemos; o mejor, no les prestamos atención y, de hacerlo, suele ser fugazmente, sin plantearnos ejercer nuestra capacidad decisoria. Sencillamente, dejamos que la rutina o agentes externos nos impongan nuestra actuación (o nuestra "no actuación"), en clara abdicación de nuestra voluntad libre.

Claro que tener que ejercer la libertad en cada momento sería agotador y llegaríamos a absurdos patológicos que, de tanto querer decidir nuestra vida, la vaciaríamos de contenido. Así que supongo que la voluntad, concibiéndola como el conductor del tren de nuestra vida, mantiene durante la mayor parte del trayecto el piloto automático (azar y necesidad) y reserva la toma de decisiones ante las que considera encrucijadas. Me refiero a esos momentos en que se nos plantean las "grandes" decisiones: qué carrera estudio, si me caso o no con fulanito/a, si me mudo o no, si acepto este trabajo, etc ... La mayoría de ellas son decisiones muy importantes en parte porque su valor ha sido socializado (incluso ritualizado) tras una larga experiencia histórica. Sin duda lo son, desde una óptica social, y también para la historia propia de cada uno, aunque no sea más porque estas "grandes decisiones" crean el marco que condiciona muchas de las opciones que se nos van a presentar en el futuro. Aunque no creo que de forma absoluta, sí es verdad que condicionan la misma posibilidad (o imposibilidad) de determinadas opciones así como nuestro comportamiento ante ellas (lo que decidamos). Habiendo "decidido" (y conseguido), como es mi caso, ser funcionario en esta isla, es muy poco probable que se me presenten ciertas opciones y, de otra parte, mi actitud ante las que vengan estará muy condicionada por estas circunstancias.

Me surgen, no obstante, dos dudas a este respecto. Primera: aun admitiendo su importancia, sobre todo restrictiva, ya que limitan y condicionan nuestros futuros, estas "grandes decisiones" ¿son realmente las más importantes de nuestra vida? ¿No se nos presentan acaso muchas opciones que, quizás por no anunciarse con la alharaca de las otras (y no estar "previstas" en nuestro entorno social), dejamos pasar y, a lo mejor, ponen en juego cuestiones más fundamentales? Intuyo que sí. De hecho, mientras escribo tengo la impresión de que algo así es lo que me ha estado pasando con muchísima frecuencia durante los últimos veinte años.

Respecto a esas "grandes decisiones" me hago una segunda pregunta: ¿en qué medida las decidimos? Porque la mayoría de ellas, al menos en mi caso, las tomamos con una tremenda falta de conocimiento. Este desconocimiento no sólo es objetivo (carecemos de la información mínimamente necesaria) sino, sobre todo, subjetivo, porque muchas las asumimos en edades en que no estamos para nada preparados. De otra parte, apenas tenemos opciones reales, de modo que lo que "elegimos" es casi casi lo que hay (y gracias; piénsese, por ejemplo, en el ámbito laboral). En mi colegio había un profesor de filosofía que repetía que el ser humano hace lo que puede y, entre lo que puede, lo que debe. O sea, suponiendo que pudiera hacer más de una cosa (lo que para mi profesor ya era poco habitual), tampoco le quedaba apenas margen de libertad porque había de escoger lo que debía (naturalmente, en base a unos imperativos sociales claros).

Soy consciente de que el "sentido del deber" lo tengo muy arraigado, fruto de una educación de una época determinada (padres, colegio, entorno). Quiero creer que he logrado despojarme de la mayor parte de esos "imperativos morales" bastante hipócritas y, sobre todo, ajenos. Pero de lo que no me he desprendido (ni tampoco pienso de momento que me convenga hacerlo) es de ese sentido, más abstracto, de la responsabilidad ética. Naturalmente, en esa cajonera que me fueron construyendo en mi infancia guardo ahora otros valores, ahora sí mucho más míos. Como sea, el caso es que me temo que suscribo la frase de aquel profesor antipático: se hace lo que se puede y, entre lo que se puede, lo que se debe. Lo que no comparto (o no quiero compartir) es que el margen de libertad no exista; en la mayoría de los casos, pienso, se puede elegir entre varias opciones posibles y éticamente válidas. Incluso diría que el criterio de "selección ética" (personal, desde luego) es el que más llena de libertad la decisión.

Quizás, dándole la vuelta al discurso, uno de los imperativos éticos fundamentales sería el obligarse a ejercer lo más posible la libertad personal, lo que exigiría, antes de nada, estar atento a identificar el abanico de opciones que se nos abre cotidianamente. Es más que probable que tal "cambio de chip", que no es otra cosa que la voluntad consciente de adueñarnos de nuestras vidas, nos permitiera vivir "más" y, por ende, ser "más"; y que cada uno llene de contenido a su manera el adverbio.

No ha sido esta mi actitud durante la mayor parte de mi vida adulta (a partir de finalizar la universidad). Pienso ahora que durante los más de dieciseis años de mi relación de pareja adolecí de una especie de ceguera rutinaria, mantuve casi todo el rato el piloto automático. Desde luego, casi nada ejercí mi libertad en lo que a las "grandes decisiones" se refiere (pongamos la de vivir juntos y la de separarnos, por irnos a los hitos inicial y final). Pero incluso cuando hube de corregir el piloto automático de la rutina, las más de las veces fue ella quien me obligó a decidir; seguramente, si no hubiera sido así, habría seguido dejando que operara el azar y la necesidad. Es curioso que, habiendo sido tan poco capaz de ejercer mi libertad decisoria por propia iniciativa respecto a mi propia vida, me haya tocado influir sobre unas cuantas personas para animarlas a que ellas la ejerzan. Cuantas veces predicamos a los demás nuestras carencias.

Pues nada, lo dicho, que esto de la libertad personal ... Hay lo que hay, pero es bastante más de lo que creemos y se trata de aprovecharlo. Dejo aquí esta desordenada retahila de confusiones para ejercer uno de esos actos tan oficialmente representados como paradigma de la libertad, pese a su escaso contenido real (pero no nulo, cuidado). Elegiré lo menos malo (y en mi marco tengo muy claro cuál es la opción concreta); los resultados, esta noche.


CATEGORÍA: Todavía no la he decidido

jueves, 24 de mayo de 2007

Tácticas electoralistas

Estamos ya en la “recta final” de la campaña electoral. Campaña electoral: dícese del periodo de tiempo (de duración variable tendencialmente creciente) durante el cual unos individuos se dedican a proclamar lo buenos que son y lo malos que son sus competidores para poder alcanzar (o mantener) cargos; el ocupar estos cargos aporta, por lo visto, beneficios de muy diversa índole, tanto material como psicológica.

Estos individuos (los candidatos) aspiran a representarnos en la dirección de la sociedad; se supone que los elegidos gobernarán en nuestro nombre. Por eso, en teoría, deberíamos votar a quienes nos ofrecieran un programa de gobierno más acorde con nuestros deseos y, a la vez, nos merezcan mayor fiabilidad. Pero las decisiones de los votantes no obedecen mayoritariamente a evaluaciones analíticas, sino sobre todo a posicionamientos emocionales.

De otra parte, en una sociedad de masas, lo importante no es tanto el mensaje como su difusión. Se consolida así, cada vez más, un círculo vicioso: mensajes vacuos dirigidos a la emotividad del oyente; los candidatos renuncian a salirse de las técnicas publicitarias porque saben que es lo que funciona; los votantes saben que es todo un circo de falsedades pero tampoco tienen ganas de exigir el ejercicio del raciocinio. Resultado: por más que todos nos felicitemos de vivir en un sistema democrático, la representación de los votantes es tan indirecta que cada vez hay más separación entre el mundo de la política y la sociedad.

Aunque en este juego perverso estén (¿estemos?) todos, hay siempre grados. En esta tierra hay un partido que es, de lejos, el que más ha perfeccionado las técnicas electoralistas, renunciando casi (dejo el casi por prudencia) a cualquier exigencia de coherencia ideológica a favor del único y evidente objetivo de copar cuantos más cargos y cuotas de poder sea posible. ¿El fin justifica los medios? Al 100%. Son pues irrelevantes los medios que se empleen, siempre que contribuyan al resultado electoral; pero, además, también son irrelevantes (o casi) los “daños colaterales” de esta manera de entender la política. ¿Qué daños? Pues fomentar la desinformación, los enfrentamientos, los tópicos borreguiles y, en suma, debilitar los presupuestos que requiere la democracia.

Lo malo de estas técnicas es que funcionan, mal que me pese. La eficacia demostrada de su empleo inescrupuloso se convierte en una tentación muy difícil de resistir, por más que algunos pretendan conservar ciertas dosis éticas en las formas y en el fondo; estas personas son inevitablemente apartadas, tachados de diversos calificativos (ingenuos quizás sea el más frecuente) que no hacen sino disfrazar su disfuncionalidad. Así, me da la impresión que los mecanismos básicos no son negados por nadie y las diferencias entre partidos son más de eficacia (quién se atreve a ir más allá que los demás) que de principios. En esta tierra, el partido al que me refiero (llamémosle CC por usar unas siglas cualesquiera) es el que ha logrado mayor perfección tanto en los aspectos “técnicos” de la manipulación electoralista como en la capacidad de autosugestión que permite, a los menos maquiavélicos de sus militantes y candidatos, no percibir el hedor de sus acciones o incluso sentirlas como perfúmenes aromáticos.

Pongamos un ejemplo, seguramente el más representativo pero para nada el único. En la ciudad donde habito hay una playa artificial al pie de un macizo de gran valor natural. Hacia mediados de los 60, se aprobó un plan para urbanizar y edificar las laderas que cierran la playa. Por muy diversas vicisitudes, esos terrenos no llegaron a ser transformados mientras la población de esta capital se iba acostumbrando a disfrutar de la cada vez más “su” playa, la única con que contaba. Hará una década (quizás algo más), cuando se planteó de nuevo la urbanización, los políticos comprobaron el rechazo masivo de la ciudadanía. Los de CC (llamémoslo así) son muy sensibles a la opinión mayoritaria y no les cuesta apenas nada ponerse al lado del “pueblo” cuando así conviene a sus objetivos, por más que poco antes estuvieran apoyando las tesis contraria (se puede hacer un catálogo de actuaciones de este tipo). Así que el Ayuntamiento (de CC) se convierte en el adalid único de la defensa de la playa, sin importar que fueran los últimos en llegar. Convoca un concurso internacional de ideas y revisa el Plan General para prohibir la urbanización en esas laderas y “desplazar” las edificabilidades hacia un extremo de las mismas (tampoco iban a cargarse completamente las expectativas de los propietarios, que somos gente de orden, por Dios).

Pero las cosas no son tan sencillas. Los propietarios tienen unos derechos (aunque ni ellos están muy seguros a cuánto ascienden) y no van a aceptar de buen grado la modificación de sus planes. Entonces aparecen en escena dos señores muy importantes, grandes empresarios locales muy vinculados al mundo urbanístico y bancario. El caso es que estos señores compran los terrenos a sus propietarios por 5.500 millones de pesetas (por cierto, con un crédito que les concede en un solo día la Caja de Ahorros de la que uno de ellos es consejero) y, a partir de ahí, inician negociaciones con el Ayuntamiento que culminan con la venta al municipio de los terrenos del frente de playa (quedándose con los que mantienen la edificabilidad) por la cantidad de 8.500 millones de pesetas; en unos tres añitos, los nuevos propietarios obtienen 3.000 millones de beneficio por unos terrenos inedificables y siguen manteniendo la propiedad de una gran parte de los suelos, justamente de aquéllos en los que se prevén muchas viviendas y un gran hotel (luego vendieron algunos de esos terrenos con aprovechamiento).

Pues bien, hace unos meses la fiscalía presentó una querella criminal contra varios de los protagonistas de esta operación. Más recientemente (el 3 de marzo pasado), el Tribunal Supremo resuelve un contencioso administrativo declarando la compraventa municipal contraria al ordenamiento jurídico (es decir: el Ayuntamiento no es dueño de los terrenos y los vendedores habrían de devolver el dinero ... bueno, bueno, ya veremos). Como es fácil de imaginar, el asunto se ha convertido en uno de los más reiterados durante esta campaña electoral. ¿Cómo lo enfocan estos maestros en las técnicas de conseguir y mantenerse en el poder?

Voy sólo a destacar dos líneas estratégicas. La primera consiste en victimizarse y –lo que es más importante- implicarnos a todos en esa victimización. Así, no se habla para nada del fondo del asunto (las más que sospechosamente sucias maniobras que ha habido en toda esta operación) y se proclama en cambio que estamos asistiendo a un “acoso judicial” instrumentalizado desde Madrid para desbancar al alcalde y a CC en favor del PSOE (“casualmente” el candidato socialista a la presidencia autonómica era por entonces ministro de justicia y, “por tanto”, se ocupaba de desviar las actuaciones judiciales hacia sus intereses partidistas). Pero se da un paso más que no es otro que vendernos que el “ataque” no es sólo contra el alcalde y su partido, sino contra todo el pueblo de esta ciudad, de esta región, al cual los “godos” del gobierno de España menosprecian con una visión centralista y colonialista. Naturalmente, no lo dicen con estas palabras; no hace falta, basta con excitar indirectamente con los viejos tópicos las sensibilidades más retrógradas. Y el mensaje cala; he oído a más de uno afirmar, con variable contundencia, que se trata de un ataque contra CC y contra los canarios y que es necesario defenderse en las urnas, avalando “nuestra” honradez. Y quienes optan por estas tácticas no sólo saben que funcionan sino que se sienten tan impunes que no tienen vergüenza en declarar que con la última sentencia (la del TS) se les está dando la mayoría absoluta en el ayuntamiento de esta ciudad. Traduzcámoslo: los ciudadanos votaremos masivamente a un equipo de gobierno implicado en sucias maniobras que no queremos conocer porque nos han convencido de que ellos (y nosotros) somos víctimas de una agresión colonialista.

La segunda línea estratégica a que me refería consiste en tergiversar simplista y demagógicamente los hechos, convirtiendo lo que, cuando menos, son chapuzas en loables objetivos populares que sólo ellos desean (porque los restantes partidos no quieren el bien de estos ciudadanos tan agredidos). Así, sin ningún pudor, emplean la imagen actual de la playa (sin edificaciones) para convertirla en símbolo de la política de CC respecto al litoral, en contraposición con los tramos de costas edificados de municipios gobernados por otros partidos. No dicen, claro está, que el Plan que ellos aprueban mantiene bastante edificabilidad en la parte trasera de la playa, ni tampoco que hay muchos otros municipios gobernados por ellos que han construido sus litorales tanto o más que los que citan (no podía ser de otra manera, cuando este partido está bastante controlado por los principales “empresarios del cemento”). Añaden que, en su desinteresada búsqueda de una “playa para el pueblo”, libre de edificaciones, estuvieron solos ya que los otros grupos políticos se opusieron; cuando a lo que éstos (y no todos) se opusieron fue al precio que se pagaba por la compra y al torticero procedimiento con que se llevó a cabo.

En fin, ¿para qué seguir? Prefiero no detallar los que llamé daños colaterales, aunque son los que más me preocupan, por lo que nos desvían del camino hacia una sociedad de hombres más justos, cultos, buenos ... Lo malo, lo triste, lo deprimente es que estas estrategias demagógicas y manipuladoras son rentables en términos de resultados electorales y, por la más que conocida ley de la evolución, tienden a perpetuarse y reforzarse. Ya veremos en la noche de este domingo que ahí siguen, manteniendo sus feudos y apropiándose del gobierno. Tenemos lo que nos merecemos.


CATEGORÍA: Política y Sociedad

domingo, 20 de mayo de 2007

Estructuras ideológicas

Cada ser humano se va construyendo a lo largo de su vida su propia "ideología". Uso a propósito esta palabra para recuperar su verdadera acepción ("conjunto de ideas fundamentales que caracteriza el pensamiento de una persona") por más que haya sido en los últimos tiempos confinada al reduccionismo de la política. Nuestra personal ideología nos permite "coordinar" nuestras vidas; tiene, por tanto, una función práctica.

Para mí esa funcionalidad de la ideología (desde la íntima a la colectiva) obedece al peculiar diseño de la mente humana. Necesitamos explicarnos las cosas, narrárnoslas, procesarlas, encajarlas en marcos de referencia. Por lo mismo, es una exigencia de la comunicabilidad, con los demás y con nosotros mismos. Para poder comunicarse se requiere una dosis previa de "predecibilidad". Cuando interacciono con otro espero inconscientemente que se mueva dentro de los márgenes de lo que es predecible, de lo que, en suma, es coherente con mi esquema ideológico.

Naturalmente, ese encajar, dar coherencia, no tiene por objeto sólo la realidad exterior, sino también la propia; interactuamos, nos comunicamos, con nosotros mismos. Sentimos emociones, por ejemplo, que nos explicamos y "justificamos" ideológicamente. De hecho, en mi opinión, la mayoría de nuestras ideologías íntimas se van "reafirmando" a partir de nuestros sentimientos, de modo que los "legitiman", permitiéndonos la suficiente tranquilidad interior. Digamos (hay varios refranes al respecto) que uno tiende a pensar como siente; o, si se prefiere, solemos cambiar antes de pensamientos que de sentimientos.

Pero, no nos engañemos, nuestras ideologías son -siguiendo a Dawkins- "memes" previos al ejercicio libre de nuestro raciocinio. En estos momentos no me parece demasiado relevante discutir si son genéticos o culturales (probablemente ambas cosas), porque lo cierto es que, desde muy pequeños (antes desde luego de que tengamos "uso de razón") contamos ya con una estructura ideológica bastante firme que (es la función de toda estructura) nos aguanta y da estabilidad psicológica. Imagino (no soy psicológo) que la mayoría de las "patologías mentales" se pueden referir como fallas de la estructura ideológica personal.

¿Qué pasa cuando la estructura ideológica de un adulto pensante no responde del todo bien a las solicitaciones externas (incluyendo entre ellas sus propias emociones)? Pues que estamos ante una crisis personal. La respuesta depende de la rigidez de la estructura, de la intensidad de la solicitación (hasta qué punto la tambalea) y de las propias cualidades del sujeto (entre ellas su honestidad intelectual).

Hay personas con ideologías muy flexibles, incluso múltiples e incoherentes entre sí, capaces, por tanto, de "encajar" casi todo. Esto puede parecer una ventaja pero me da la impresión de que no es posible hasta cualquier límite, salvo que uno sea o muy tonto o carezca de esa necesidad íntima de "ideologizarse", lo que viene a equivaler a estar bastante "deshumanizado". Lo normal es que haya ciertas partes de esa estructura ideológica que no sean capaces de "resistir" ciertas solicitaciones sin derrumbarse; ¿cuáles? Obviamente, las que están más en la base de nuestra intimidad, de lo que somos (o nos contamos que somos), de lo que más nos importa.

Son esas partes de las estructuras ideológicas las que más me interesan. Esas que, si se derrumban, significan un cambio profundo de cada uno, que equivalen, metafóricamente, a una especie de muerte de quien hasta ese momento eras. Por definición, esas estructuras son tremendamente resistentes y uno de los factores de su resistencia es que intentamos a toda costa protegerlas de las agresiones externas, incluyendo entre ellas las de nuestra propia inteligencia crítica. Y es natural esa defensa instintiva, porque supongo que todos, aunque no nos lo hagamos explícito, nos damos cuenta de que si se nos resquebrajan esas estructuras ideológicas profundas nos quedamos sin apoyo: vértigo (y miedo, claro).

De todas maneras, no se trata de demoler por demoler; no se vaya a entender que es eso lo que propugno (hay quien de ello me ha acusado). Al fin y al cabo, todos necesitamos esas estructuras. El problema surge cuando no nos funcionan, sea cual sea la naturaleza de la disfuncionalidad. En mi experiencia personal relativamente reciente el agente, la bomba destructora, ha venido de fuera, removiendo brutalmente en su primera onda expansiva las calmadas (y represadas) aguas de mis sentimientos y emociones. Nada original, ciertamente, porque no paro de conocer casos similares, con cargas explosivas de más o menos intensidad. Estas bombas devastan el ámbito emocional, pero la yerba siempre vuelve a crecer, más rápida o más lentamente.

Pero no estoy hablando de ese ámbito, del dolor y la convalecencia, sino de los efectos de "lo que a uno le ha pasado" sobre su estructura ideológica íntima. Y ahí aparece el ejercicio honesto de la inteligencia al que antes me refería. O no: porque cabe (y es lo que más he visto) aferrarse a la integridad de la propia ideología, negándose a poner en crisis las convicciones íntimas en base a las cuales interpretamos y gestionamos nuestras vidas (incluyendo esas crisis emocionales, como en mi caso personal). O por el contrario, puedo teorizar (aunque me cuesta imaginar que sea posible en la práctica), sustituir la ideología previa por otra que encaje con lo vivido, como reacción directa a ello pero sin cuestionamiento racional verdadero de las convicciones anteriores (y, por tanto, tampoco de las nuevas).

A lo que me refiero con ejercicio honesto es a afrontar un autoexamen y cuestionamiento de las convicciones personales que, aún sabiendo que viene motivado por un agente externo, lo trasciende. Se trata, en el fondo, de acometer el más fundamental reto del ser humano (diría que la más profunda exigencia ética de cada una de nuestras vidas): conocernos. En ese camino, las trampas más insidiosas son las que nosotros mismos nos colocamos; y, de éstas, harto frecuentes son las derivadas del apego a nuestras estructuras ideológicas profundas, las que la evolución o la cultura nos han ido incrustando en el sistema límbico.

Si nos empeñamos en cuestionarlas desde nuestra inteligencia (preguntándonos por qué, que siempre es la pregunta filosófica clave) solemos darnos respuestas elusivas o caer muy habitualmente en la argumentación circular. Por ejemplo, oigo a menudo que dialogo sobre estos asuntos expresiones "fin de etapa" del tipo "porque es así", "todos necesitamos ...", etc. El refugio del dogma, de eso las iglesias saben un rato. Si tienes la suerte de que tu pepito grillo particular no es demasiado puñetero (y, además, la vida no se empeña en poner en entredicho tus convicciones), el dogma cumple adecuadamente su función anestésica frente a las diversas angustias del alma.

No obstante, a veces o a algunos, sale un pepito grillo que no se conforma con puertas cerradas, por más que "así hayan estado siempre". Entonces puede que algunos pilares, vigas, cimientos de nuestra estructura ideológica íntima dejen de parecernos tan firmes, que incluso los empecemos a ver bastante erróneos. De hecho, el primer esfuerzo es empezar a ver esos elementos estructurales porque una de nuestras tácticas instintivas para defenderlos es envolverlos en bruma. Por eso es necesario despejar la bruma, distinguir los distintos elementos unos de otros, estudiarlos, entender sus comportamientos, etc; y en esta labor juega un papel fundamental el lenguaje, la búsqueda de la precisión terminológica.

Pero me desvío y ya tengo que ir acabando este post pretenciosamente teórico (pero es que me conviene darme a mí mismo unas mínimas ideas generales antes de hablar de cosas más concretas que tengo en mente). Vuelvo pues: cuando se da el caso de que algunos de nuestros "elemento estructurales" nos dejan de ser "creíbles" surge una crisis íntima, profunda porque afecta a nuestras convicciones y, por tanto, revoluciona aspectos que tocan a lo que realmente somos. Estas crisis son las verdaderamente transformadoras, son las catarsis.

De lo que no se desprende, necesariamente, que seamos capaces siempre de transformarnos de verdad. A lo mejor, aún estando convencidos de la invalidez de alguno de nuestros viejos elementos estructurales, no podemos (o no queremos) asumir todas sus consecuencias. Porque esas consecuencias afectan a todo lo que somos y, por supuestos, a nuestros sentimientos. Pienso (sé que muchos disentirán) que sentimos como sentimos debido a nuestra ideología profunda, esa que llevamos incrustada. Pero esos sentimientos, que son más fuertes que las ideas, se ocupan de reforzar aquélla para seguir existiendo, justificando su existencia.

Dejar de tener por válidos algunos de esos elementos ideológicos no conlleva automáticamente, ni mucho menos, que se disuelvan los sentimientos que de los mismos derivaban. Pero abre un proceso de transformación de éstos. Gestionar ese proceso es tarea personal, muy dependiente de la honestidad intelectual y de la estabilidad psicológica de cada uno. Para mí se trata de que nuestra racionalidad y nuestra emotividad vayan pactando cotidianamente. Poquito a poco, pero, al final, creo (o quiero creer) que uno va sintiendo como piensa, alcanzando (o acercándose) al conocimiento de lo que es y, necesariamente, transformándose en consecuencia.

En fin, no es un blog el sitio más adecuado para desarrollar estas ideas, ni yo les estoy dedicando la reflexión que merecen (me falta tiempo, paciencia y estudio). Pero aunque sea sólo a modo de apuntes casi espontáneos, me sirven para insinuar por donde van mis tiros; y este blog, al cabo, no es más que un instrumento de este camino mío.


CATEGORÍA: Todavía no la he decidido

viernes, 18 de mayo de 2007

Este post no lo he escrito yo

De lo que no me gusta pero no me duele

  • No me gusta que no me hagas caso cuando te quiero decir algo que para mí es importante.
  • No me gusta que te impacientes o pongas cara de “ya lo sabía” cuando no sé algo o me olvido.
  • No me gusta que no te des cuenta del trabajo que tengo, de lo cansada que estoy o del poco tiempo de que dispongo.
  • No me gusta que me hayas enseñado a pedir lo que quiero y cuando lo hago, a veces, me digas NO.
  • No me gusta cuando no te lavas las manos antes de estar conmigo.
  • No me gusta cuando me interrumpes diciendo “ahora no” y empiezas a hablar de otro asunto.

De lo que no me gusta y me duele

  • No me gusta que no valores mi esfuerzo y no me creas cuando intento ser mejor.
  • No me gusta que me cuentes verdades a medias.
  • No me gusta que te plantees mentir por no hacerme daño.
  • No me gusta que puedas amar a otras mujeres.
  • No me gusta darme cuenta de lo fácil que te sería seguir sin mí.
  • No me gusta que tus ideales pesen más que tus sentimientos.
  • No me gusta, aunque aprecio tu sinceridad, que seas tan duro hablando de esos temas.

De lo que no me gusta pensar y sin embargo pienso

  • No me gusta pensar que eres cariñoso con otra mujer.
  • No me gusta pensar que acaricies, hagas el amor, compartas la cama con otra mujer.
  • No me gusta pensar que llames Chiquitina a otra mujer.
  • No me gusta pensar que vayas de viaje con otra mujer.

De lo que sí me gusta

  • Me gusta como te ríes.
  • Me gusta hacer el amor contigo.
  • Me gusta cuando me pides consejo.
  • Me gusta cuando me dices guarradas.
  • Me gusta la expresión de tu cara cuando hablas y estás concentrado en lo que dices.
  • Me gusta cuando me das la mano al cruzar la calle.
  • Me gusta cuando pierdes las cosas y te enfadas con el mundo.
  • Me gusta poder preguntarte de lo que no sé.
  • Me gusta quererte.
  • Me gusta cuando te acuerdas de mí y me mandas un mensaje.
  • Me gusta cuando organizas cosas.
  • Me gusta cuando cuentas conmigo.
  • Me gusta cuando me haces ver que te excito.
  • Me gusta cuando me llamas Chiquitina.
  • Me gusta tu cuerpo.
  • Me gusta cuando cantas.
  • Me gusta cuando quieres sorprenderme.
  • Me gusta como vibra mi cuerpo con el tuyo.
  • Me gusta cuando me dices que me quieres.
  • Me gusta lo grande que eres.
  • Me gusta tu facilidad para entusiasmarte.
  • Me gusta cuando te deseo.
  • Me gusta cuando pierdes los nervios y te das cuenta.
  • Me gusta saberte libre.
  • Me gusta cuando me pides algo.
  • Me gusta cuando intentas resolver mis problemas.
  • Me gusta que siempre estés inventando cosas.
  • Me gusta que me hayas abierto tantas puertas.
  • Me gusta cuando te corto el pelo.
  • Me gusta ser tu puta.
  • Me gusta cuando en tu lista de la compra aparece un Colacao.
  • Me gusta cuando me perdonas.
  • Me gusta cuando me lees en voz alta.
  • Me gusta cuando vemos pelis en la cama.
  • Me gusta que me hayas dado la oportunidad de ver y hacer cosas preciosas.
  • Me gusta tu ingenio.
  • Me gusta cuando te tiendes, pones las manos bajo la cabeza, cierras los ojos y sonríes.
  • Me gusta que tengamos recuerdos comunes.
  • Me gusta cuando, en broma, te enfadas conmigo por algo que has hecho tú.
  • Me gusta cuando te levantas en silencio para dejarme dormir.
  • Me gusta que te dejes cuidar.
  • Me gusta cuando cocinamos juntos.
  • Me gusta ese gesto que haces con la boca..
  • Me gusta tu mirada.
  • Me gustan tu sensibilidad y tu memoria.
  • Me gusta cuando vemos la tele y pones tu piernaza sobre las mías.
  • Me gusta cuando te emocionas.
  • Me gusta tu culo.
  • Me gusta cómo vas a tu bola.
  • Me gusta tu nariz, sobre todo de perfil.
  • Me gusta tu buen gusto.
  • Me gusta cuando haces bromas.
  • Me gusta tu franqueza.
  • Me gusta cuando algo no te sale y te pones a pensar cómo resolverlo.
  • Me gusta que me hagas tanta gracia.
  • Me gusta tu interés por aprender.
  • Me gusta tu ropa.
  • Me gusta tu ironía.
  • Me gusta tu inconformismo.
  • Me gusta tu bondad.

... Y me gustan muchas más cosas tuyas pero, sobre todo, me gusta que seas feliz.


CATEGORÍA: Todavía no la he decidido

miércoles, 16 de mayo de 2007

Esquinazo veraniego a la vieja dama

Desde muy crío tuve conciencia de mi muerte (hay precocidades que son muy poco recomendables). Dice Freud que, en el fondo (en el subconsciente), nadie cree “de verdad” en su propia muerte o, si se prefiere, todos nos negamos a aceptarla y mucho menos cuando recién estamos empezando a vivir. Así que yo, un chaval de apenas ocho años, me veía asaltado con demasiada frecuencia por pensamientos angustiosos que expresaban el conflicto irresoluble entre mi puta y lúcida conciencia advirtiéndome que iba a morir y mi inconsciente acojonado negándose a asumirlo. Durante esos ratos, que se prolongaron hasta bien entrada la adolescencia, llegaba a sentirme paralizado por una especie de miedo ontológico ... en fin, algo horrible cuyo regusto aún soy capaz de evocar (aunque no me apetece nada). De hecho, siempre he pensado que muchas notas de mi carácter, especialmente las referidas a mi manera de enfocar el pensamiento y a mis personales formas de introspección, son hijas de esas “crisis”, resultado de un entrenamiento mental desarrollado como reacción defensiva para salir de esa losa psicológica íntima. Es que, o reaccionaba o me “pasmaba”.

No sé si es frecuente o no, pero ciertamente mi “enfrentamiento” con la muerte fue antes por vía conceptual que práctica; quiero decir que estas metafísicas angustias infantiles no habían sido originadas por ninguna experiencia de muertes reales (al menos que yo recuerde; puede que haya sufrido algún trauma fetal). Pero enseguida hube de vivir unas cuentas visitas de la vieja dama, empeñada quizás en hacerme ver su cercana proximidad, al margen de elucubraciones teóricas. Lo cierto es que a lo largo de mi vida me he encontrado en varias situaciones en que habría podido morir. En algunas tuve la absoluta seguridad de que la palmaba y, curiosamente, no sentí ningún miedo, sino una absoluta serenidad. Pasado el trance descubría que seguía vivo y entonces volvía de inmediato mi visceral rechazo a la muerte. Esas experiencias (obviamente breves pero muy intensas) me han hecho pensar que mi miedo a la muerte está muy relacionado con la negación profunda de la misma, con la terquedad de mi subconsciente (¿cómo el de todos?) a aceptarla; sin embargo, cuando la realidad de la muerte se me impone “vivencialmente” con tal potencia presencial que hasta a mi subconsciente no le queda más remedio que aceptarla, entonces mi comportamiento íntimo ha sido bastante digno.

Entre mis encuentros con la parca ha habido algunos que no han llegado a ser tales por muy poco. De éstos uno se entera una vez pasados o interrumpidos y siempre se te queda cara de tonto. Narraré un ejemplo (si me pongo a contar todos el post saldría larguísimo), creo que el primero cronológicamente, que me vino a la memoria el pasado fin de semana a raíz de las tierras que visitaba y el libro que leía.

Fue en el verano de 1969; mis padres nos llevaron a todos a pasar una quincena a Almería. De esas vacaciones se conserva una foto en blanco y negro de los seis hermanos que es una de las “oficiales” de nuestra familia. La foto es, efectivamente, de buena factura; parece que el fotógrafo era uno reconocido de un grupo de artistas de los últimos 60 que vivían en Almería. De hecho, mi padre había organizado el viaje porque tenía asuntos que tratar con estos señores y por eso pasó bastantes tardes reunido con ellos en un café bastante conocido de la ciudad. En fin, el caso es que aquél debió ser un verano anómalo ya que la salida de Madrid no tuvo como destino el Donosti familiar (la casa de mis abuelos en el barrio de Gros) sino una ciudad del sur a orillas de un mar hasta entonces nunca catado.


Vagamente recuerdo que hice amistad con un grupo de niños, creo que hijos de algunas parejas amigas de mis padres. Formamos una pandillita efímera (aunque en esas edades el tiempo va mucho más lento) que jugaba en la playa y queríamos estar siempre juntos y, sobre todo, alejados de los mayores. En mi diluido recuerdo, la mayoría de los chavales eran mayores que yo; tan solo me parece acordarme de una niña que andaría en torno a mis diez años y con la que estaba siempre muy a gusto. Seguramente era la hermana pequeña de alguna de esas familias. Yo, en cambio, soy el mayor de mis hermanos; eso quizás explica que ninguno de ellos formara parte de esa pandilla (norma habitual en mi infancia: casi nunca compartí juegos con mis hermanos).

Un día uno de aquellos padres anunció una excursión a alguna localidad próxima. No logro acordarme de cuál era el destino, pero mantengo vívida la ilusión que me hacía, las muchas ganas de que me dejaran ir. Sorpresivamente (porque eran bastante cabrones desde mi óptica infantil), mis padres dieron su permiso. La tarde anterior bullía de nervios; mi amiguita y yo, los benjamines del grupo, hicimos largos apartes para planear nuestras actividades y anticipar lo divertido que íbamos a pasarlo. Me acosté pensando que no podría dormirme de la impaciencia de que llegara la siguiente jornada.

Pero al día siguiente no quise ir a la excursión. No voy a decir que tuviera ningún sueño premonitorio ni nada de eso. Tampoco recuerdo que hubiera ocurrido algo concreto; el caso es que me desperté sin ganas, es más con una sensación extraña de desagrado al pensar en el viaje que unas horas antes tanto me apetecía. No obstante tenía asumido que debía ir porque así lo habíamos acordado; no era capaz de desviarme de lo que “había que hacer”, losa pesadísima impuesta por la educación paterna. Por tanto, me levanté, me preparé y desayuné silencioso y desanimado, esperando que pasaran a recogerme con el coche para llevarme a una excursión que inexplicablemente no me apetecía nada.

Antes de que llegara nadie, sin embargo, me llamó mi padre. Esa noche, mi hermana pequeña se había puesto enferma con mucha fiebre. Habían de llevarla al médico y mi padre me preguntaba, casi como si fuera un hombrecito, si estaría dispuesto a renunciar a la excursión que tanto me apetecía para quedarme en la casa a cargo de mis hermanos. Fue curioso ese comportamiento porque no iba para nada con su carácter autoritario. Sólo acierto a explicármelo suponiendo que estaban convencidos de que me hacía una enorme ilusión el viajito y preferían invocar suavemente a mi responsabilidad antes que ejercer la imposición. Vamos, que me lo puso en bandeja porque, con un cinismo también precoz, pude lucirme fingiendo que renunciaba dolorosamente a mi excursión para cuidar de mis amados hermanitos. Así, cuando llegaron a buscarme, mi padre explicó a su amigo la situación y partieron sin mí.

Pasó el día sin nada especial que recuerde hasta la hora de la cena. De esa escena sí me acuerdo: todos, menos mi hermana menor que dormía en el cuarto de mis padres, sentados alrededor de una mesa con un mantel de plástico en la habitación principal de una casa alquilada de paredes encaladas; una tele en blanco y negro encendida. Suena el timbre y abre mi padre; vemos en el umbral a otro de los amigos del grupo que habla en voz baja durante un rato; mi padre, de pronto, le abraza; se despiden y se va sin haber llegado a entrar a la sala. ¿Qué ha pasado? preguntó mi madre. Han tenido un accidente, contestó mi padre, su mirada –extraña, desconcertada- fija en mí. Han muerto. Murieron el adulto y tres niños, entre ellos la chiquilla con la que tan a gusto estaba; se salvaron otros dos. No me acuerdo de nada más, qué pasó el resto de esos días almerienses. A veces, incluso, dudo si el que he contado es un recuerdo inventado (no lo es).


CATEGORÍA: Recuerdos

domingo, 13 de mayo de 2007

Libre te quiero, pero no mía

A través de Amaranta llegué al blog de Cormorán; ya lo había visitado hace tiempo, pero me había olvidado. Al principio lo confundí con otro también de hace unos meses; luego caí en que no, que eran dos; finalmente me acordé de ese otro, el de Topmonsters. Voy a su dirección y resulta que el acceso ahora es privado: una pena. Quizás la confusión se deba a que ambos son hombres (leo muchísimas más mujeres que hombres) más o menos de mi edad y que contaban (¿lo siguen haciendo?) historias de desamor, de separaciones. Qué más da.

El caso es que en el penúltimo post del blog de Cormorán encuentro la letra de esa canción de Amancio Prada tan famosa en su día. Y la leo y me entran muchas ganas de escucharla; y la encuentro en youtube y la escucho (¡cuánto tiempo hacía!) y me sigue gustando mucho. Pero estoy seguro de que ahora su letra me dice bastante más de lo que me podía decir hace veinte años.

Porque ahora la veo como lo que es: una bellísima declaración de amor; la más verdadera forma de amar, la más limpia, la más carente de lo que en un post anterior llamé "aditamentos parásitos del amor". Amar a alguien sin querer poseerle, desear que sea libre, grande, buena, alta, blanca ... mejor, en suma, pero no mía.

Yo quiero amar así. Naturalmente, es un proceso durante el cual hay que ser capaz de desprenderse de esos aditamentos tan encostrados que confundimos con el amor. Creo (sin falsas modestias) que estoy andando ese camino y que alguito he avanzado.

También querría que me amaran así, naturalmente. Pero, para ser sincero (y también sin falsas modestias), en estos momentos quiero menos esto que lo anterior, quiero menos que me amen que ser capaz yo de amar. Y me gusta no sentir tanto esa necesidad de ser amado, como me gusta sentir ganas de amar.

Otra cosa es que haya gente bastante que se deje amar así, que acepte de verdad que quien la quiere bien (y eso es amar) también la quiera libre, grande, buena, alta, blanca ... y no suya. En teoría es todo muy bonito, pero los hechos (los condicionantes incrustados en nuestro sistema límbico) son tozudamente puñeteros.

Aún así, todo se irá andando ... que de eso trata la vida.



CATEGORÍA: Todavía no la he decidido

El rapto de la poesía

Estoy volviendo a casa. Escribo en el avión -la primera vez que lo hago- intentando desprenderme de la modorra derivada del madrugón de esta mañana. Algo más de una semana fuera; desconexión laboral absoluta que, según me enteré el viernes, ha sentado fatal a un político de mi institución al que, en estas fechas preelectorales, le urgían soluciones que pretendía que yo articulase. Mañana lunes habré de torear un ratito; a lo mejor hay suerte y consigo que me abran expediente.

El motivo de este viaje ha sido reencontrarme con quien fue íntimo amigo, compañero inseparable durante la universidad. No nos veíamos desde hace algo más de veinte años. Fui a recogerlo a Barajas y no lo reconocí cuando salió acompañado de su nueva mujer; tampoco él a mí. Luego, cuando por fin nos encontramos, sí descubrí en los rasgos de ese señor casi cincuentón al chaval de veintipicos con el que pasé tantas horas, con el que viví tantas cosas. Imagino que a él le pasaría algo similar. Además, enseguida, se produjo entre ambos un fenómeno extraño y divertido, una especie de regresión que nos hizo recuperar el lenguaje absurdo de esa época, lleno de ironías y humor en claves propias. Así que, de pronto (y durante todos los ratos que hemos pasado juntos en este viaje), dos señores maduros se sentían como los chavales universitarios que fueron.

Mi amigo venía a recoger un importante premio de poesía que había recibido su madre, imposibilitada de viajar. La entrega era en Granada y allí he pasado dos días, en condición de amigo del homenajeado y, consecuentemente, disfrutando de algunas prebendas oficiales (la mejor, sin duda, la visita sin reserva previa ni colas a la Alhambra, con explicaciones amenas y eruditas de un arqueólogo que trabaja allí). Naturalmente, asistí al acto de entrega del premio, que se celebró en los jardines de una casona de propiedad municipal, a las afueras de la ciudad, con unas vistas magníficas hacia Sierra Nevada y, del otro lado, hacia la propia Alhambra. En el acto, además de las autoridades políticas correspondientes, había varios poetas que estaban en Granada, asistiendo a un festival de poesía que pusieron en marcha algunos entusiastas y que, alcanzada ya la cuarta edición, comprobaban con orgullo su consolidación.


Toda esta gente, los poetas, creaban un clima de apacible bonanza, un ambiente mullido y amable en el que se relacionaban, con sonrisas y dicciones dulces hispanoamericanas y andaluzas. Ese ambiente que a mí me parecía tan vinculado a las mejores potencias de la naturaleza humana (por más que inevitablemente tenga algo de impostura), arropado por la magia granadina, flotaba al inicio del acto oficial, mientras la gente llegaba y se acomodaba enfrentada a un sol naranja en bellísima agonía, mientras en torno al público se disponían funcionarios municipales con los llamativos trajes de galas alternando con chicas jóvenes de la organización vestidas con camisetas ajustadas que llevaban impresos, sobre los pechos resaltados, versos de poetas célebres, mientras la banda municipal interpretaba los himnos de Granada y de Andalucía ...

Tres poetas leyeron tres poemas de la premiada. Fueron tres voces muy distintas entre sí, fueron tres acentos diversos; las tres lecturas magistrales, logrando que los sonidos emitidos desplegaran toda la fuerza de la poesía, de esa poesía dura y sin concesiones, que hiere. Luego, el concejal de cultura del Ayuntamiento, en su calidad de secretario del Jurado, leyó el acta del acuerdo de concesión del premio a la madre de mi amigo. Lenguaje administrativo, formal y alambicado, radicalmente distinto al poético aún suspendido en el aire; pero era un contraste armónico, digno, adecuado al acto. Acabada la lectura del acta, se produjo la entrega del premio (una escultura de casi cinco kilos; el asunto económico había sido "resuelto" previamente) a mi amigo, que hubo de plantarse frente a un público que aplaudía y dirigirse muy nervioso al atril para leer su discurso.

Lo había escrito durante esos dos días. Un rato antes de que viniera a recogernos el coche oficial, me lo había enseñado y, entre los dos le habíamos dado los últimos mínimos toques. Era un texto breve, apenas cinco minutos de lectura pausada. Un texto escrito por el hijo que, evitando florituras literarias (él no es literato) o referencias críticas, hablaba del dolor de su madre, evocaba la anterior estancia de ella en Granada, agradecía el cariño que había sentido ... Estaba nervioso (ya lo he dicho) y emocionado y leyó quizás no tan despacio como habría debido. Pero lo que dijo y cómo lo dijo permitieron que los asistentes (al menos así fue en mi caso) sintieran la presencia de la mujer premiada, logró traerla desde su casa limeña a esa tarde granadina, aunque sólo fuera durante el breve tiempo de sus palabras.

Y bien digo al decir breve. Porque tras el discurso de mi amigo y los aplausos del público emocionado, empezó la parte vergonzosa que, para mayor inri, fue de lejos la más larga. Rapto y violación de la poesía por la política, un cuadro infinitamente repetido. En la versión del jueves pasado, esta obra clásica constaba de tres actos, todos monólogos: embajador del Perú, consejera de cultura de la Junta, alcalde de Granada. El embajador, que no conocía a la poeta, se permitió una plúmbea perorata sobre su biografía y sus influencias literarias; discurso absolutamente vanidoso y hueco, si bien pronunciado con una dicción exquisita. La consejera, del PSOE, aprovechó para dar bombo a la política cultural regional y pullas a la granadina (pese a su carácter de invitada), con ayuntamiento PP; por fortuna no se metió a crítica literaria, pero no pudo resistirse a unos cuantos tópicos de feminismo populachero y simplón (la poeta es una mujer). El alcalde empezó muy campechano pidiendo un aplauso cariñoso para que la poeta lo recibiera en Lima, pero le habían dicho que tenía que leer un discurso culto (¿o era él quien quería parecerlo?) y, con su acento granaíno, se puso a glosar las influencias literarias de la premiada, repitiendo el mismo asunto que el pedante del embajador le había pisado, pero él con las palabras que ya habían sido publicadas en el suplemento cultural de ese día de un periódico local. Puede que el discurso del alcalde no fuera el peor pero, a esas alturas, yo ya estaba indignado.

Para acabar, himnos del Perú y España y desbandada general hacia las copichuelas y los canapés. Multitud de comentarios irónicos hacia los discursos políticos y elogiosos al de mi amigo. Fotos y abrazos. La gente se va yendo poco a poco ... Fin del acto.

Me decía uno de los organizadores del festival de poesía que estas "concesiones" a la vanidad de los políticos es el peaje inevitable para subsistir. Pues así será y con gusto habrá que pagarlo. Pero no puedo evitar preguntarme cómo es posible que esos señores, leyendo discursos improcedentes, no se dan cuenta de que están haciendo el ridículo. Porque no se dan cuenta.

Y no es sólo que hagan el ridículo, sino que ensucian algo que es limpio, emotivo. Eso es lo que me indignó esa tarde noche. Por suerte, la sensación de desagrado es más epidérmica y pasó pronto; la otra, la bonita, caló más adentro.


CATEGORÍA: Irrelevantes peripecias cotidianas

lunes, 7 de mayo de 2007

Preocupaciones maternales

Tengo una buena amiga que está preocupada por su hija de 17 años y no sabe muy bien cómo actuar. Si bien desde hace unos años había captado signos aislados, en este último mes ha "descubierto" que la chica es lesbiana. Para ser preciso, habría que decir que no es absolutamente seguro, pero hay indicios que son mucho más que esos; tampoco es cuestión de detallarlos, pero permiten llegar a un convencimiento más que razonable de que le atraen sexualmente las mujeres.

Para mi amiga, descubrir la homosexualidad de su hija no ha sido plato de buen gusto, y no puede evitar que se le apelotonen confusamente muchos sentimientos, la mayoría de ellos nada positivos. Las emociones que están sacudiendo a mi amiga son, según compruebo en la web de la AMPGIL, las normales y poco tienen que ver con su actitud ética, ideológica o como quiera llamarse hacia la homosexualidad, sino más bien con los condicionantes culturales que llevamos adheridos muy dentro. Es éste otro ejemplo de la fuerza de nuestros prejuicios casi atávicos que, en situaciones en las que de verdad nos sentimos afectados, desbancan a los que creemos que son nuestros valores, nuestros planteamientos racionales ante la vida.

Aún así, quiero creer que estos "shocks" emocionales son transitorios y reconducibles hasta alcanzar el equilibrio entre lo que se siente y lo que se piensa. Cuando se trata de un hijo, además, imagino que es bastante más que probable que el amor haga modificar, incluso los planteamientos previos de padres homofóbicos, aunque supongo que en un proceso más conflictivo y traumático. Afortunadamente, no es éste el caso de mi amiga.

Pero, más que los sentimientos que le embargan al enfrentarse a la idea de que su hija sea lesbiana, cómo se siente ella es lo que de verdad preocupa a mi amiga. Porque, a partir de lo que ha descubierto, imagina que la chica lo está pasando mal, llena de inseguridades sobre sí misma y sobre los demás. Lo imagina porque su hija no le ha dicho nada; no sólo eso, sino que alguna vez que entre ambas ha surgido el tema de la homosexualidad la chica ha expresado posiciones homofóbicas, de rechazo radical (qué asco). Hace unos días, cuando ya mi amiga empezaba a sospechar, trató de hablar con ella, de darle pie a que le contara, y fue cortada inmediatamente con una negación tajante (mamá, qué estás diciendo, cómo se te ocurre).

Y en este punto está la verdadera preocupación de la madre: en no poder (o no saber) cómo ayudar y apoyar a su hija, quien sin duda la necesita. Poco puedo yo aconsejarla; no he vivido esta situación y, por otro lado, tampoco he sido demasiado afortunado en el tratamiento de mi hijo durante su adolescencia; maldita y complicada etapa. Para colmo, esta madre no puede hacerse conocedora de lo que sabe porque, si su hija supiera cómo ha llegado a averiguarlo, es más que probable que se rompiera toda posibilidad de tender puentes entre ambas. Mi amiga habrá de buscar ayuda entre quienes de esto tengan experiencia y, sobre todo, cargarse de amor y paciencia.




CATEGORÍA: Todavía no la he decidido

jueves, 3 de mayo de 2007

La buena literatura se escribe a mano

Hay algunos blogueros que visito asiduamente que tienen la rara cualidad de dispararme recuerdos viejos. Nanny-Ogg es una de ellas; con su último post (en el reconocible y peculiar estilo suyo que siempre te deja con una sonrisa, algo que aprovecho para agradecerle) ha vuelto a hacerlo. En alguna de esas páginas innumerables que dictaminan lo que está bien y lo que está mal en esto del blogueo creo haber leído que no han de escribirse posts a propósito de otros, ya que parece ser que tal práctica le deja a uno muy mal parado (supongo que al poner en evidencia su escasa originalidad); además, añadían, para eso están los comentarios al post motivador.

Profesionalmente tengo bastante relación con el mundo de las regulaciones, así que basta que me sugieran normas sobre los ingredientes de mi ocio (como es el blog) para que, de entrada, lo que me pida el cuerpo sea hacer justo lo contrario. Aun así, tras leer el post de Nanny abrí los comentarios para contar los recuerdos que me habían asaltado, pero me empecé a enrollar enseguida ... Tampoco los comentarios han de ser muy largos, dice otra de las reglas del buen hacer bloguero; así que, ante el conflicto entre dos normas, pues ... hago lo que me da la gana (que lo hubiera hecho de cualquier modo). Por último, me la suda reconocer que las musas pasan de mí, salvo quizás Clío, a menos que sea muy presuntuoso imaginar que mis recuerdos sean inspirados por quien se ocupaba de la Historia; quizás se trate sólo de la humilde (y no canónica) Mnemea, la que se preocupaba de la memoria (sí, Nanny, también la Wiki).

Así que empecé a escribir un comentario, vi que me enrollaba y me di cuenta, además, de que me apetecía enrollarme. ¿Por qué? Pues me parece que algo de "culpa" es del estilo nannyoggiano (para el que no haya entendido el uso de las comillas, aclaro que lo de culpa va con connotación elogiosa; ya lo sé, mi apodo es perogrullo). Pero también -todo hay que decirlo- se da la circunstancia de que son las once y media de la noche, hoy me he levantado a las cinco y media, he tenido un día duro de trabajo (con resultados excepcionalmente fructíferos para lo que últimamente es habitual, a los que se han sumado una buena noticia de índole laboral) y estoy todavía sin cenar y muy cansado. Pero es ese cansancio que algo se asemeja a una ligerísima borrachera agradable y que gusta de prolongarse; máxime cuando sé que puedo luego descansar sin límites obligados ya que mañana, día de la Cruz, es la fiesta grande de esta noble ciudad atlántica.

Y esta chorrada me evoca una mañana perdida en un parque de olivos después de una entrega universitaria tras noches y noches sin apenas dormir, junto a una compañera de la que a mis diecinueve años andaba yo enamoriscado; ambos agotados pero prefiriendo prolongar esa sensación dulce y letárgica unas horitas más ... Pero, ¿voy a contar los recuerdos que motivan este post? Poz zí, pero ya había advertido que tengo ganas de enrollarme.

En fin, situémonos hará unos 20 años en un pub en las cercanías de la plaza de Santa Ana madrileña de cuyo nombre aunque quiero no puedo acordarme. Ahí estábamos cuatro personas en una conversación-debate que, pese a los cambios de asunto, respondía al esquema de un partido de dobles. De un lado, la pareja formada por una amiga (que lo sigue siendo) con la que entonces trabajaba (ya no); del otro, el que era mi compañero de piso (del que muchas cosas habría para contar) y un amigo suyo que esa tarde nos había presentado. Este hombre era un tipo muy de elite cultural de la época (un imbécil, dicho sea de paso), crítico cultural que escribía en El País (lo sigue haciendo, pero no daré más datos) con una prosa pedante hasta la náusea (para mí, obviamente). Durante un rato la conversación se dedicó a los ordenadores.

Hagamos una nueva disgresión para aclarar a los más jóvenes que sí, que en el 86 ya había ordenadores. Desde luego no eran tan usuales como ahora, pero empezaban a ser relativamente corrientes en ciertos entornos profesionales. Nosotros teníamos entonces nuestros primeros Mac (tales como el de la imagen) con 256 Kb de RAM, sin disco duro, en los que había que estar sacando y metiendo diskettes, alternando, por ejemplo, entre el que servía para guardar el trabajo y el que contenía el programa (un paquete que integraba, entre otros, un procesador de texto y una hoja de cálculo). ¡Qué tiempos, coño! Si hasta me emociono ... Porque teníamos cariños a esos chiquitines, tanto mejores que los PS/2 de IBM que eran la alternativa ortodoxa (sin ratón y sin el entorno "amigable" del Mac que luego copiaría (mal) Bill Gates). Enseguida les ampliamos la memoria a 512 Kb y les compramos disco duro externo; uno de esos ordenadores lo tengo aquí (junto con varios otros posteriores) y sigue funcionando, aunque no lo use.

Por aquel entonces yo estaba encantado con las facilidades que ofrecía el ordenador y convencido de que permitiría cambiar radicalmente y a mejor la forma de trabajar (y eso que no concebía internet). Valoraba especialmente que hubiera quebrado la identidad entre el soporte (papel) y el texto, independizando éste. De esta manera, decía, desaparece la idea de texto acabado, siempre estás con un "borrador", en un proceso de creación continua (hasta que decidieras interrumpirlo) en el que era sencillísimo y limpio insertar párrafos, cambiar palabras, hacer correcciones ... Sin embargo, mi entusiasmo apostólico hacia las "nuevas tecnologías" fue despreciado por el insigne crítico que opinaba que (rememoro por aproximación) "con los ordenadores nunca se podría hacer buena literatura; porque la literatura necesita surgir de un acto físico doloroso, casi violento: la tinta es la sangre de la herida abierta en el papel con el rasgueo de la pluma. Yo, por supuesto (aclaró enfatizando el paréntesis), siempre escribo con estilográfica y en cuadernos Moleskine o, si no, sobre hojas que en la otra cara estén mecanografiadas. Todo escritor debe cuidar sus manías ya que en ellas radican sus genios personales".

Vete a tomar por culo, pensé. Y luego: ¿qué leches de cuadernos son esos? Si bien me abstuve de pedirle que me lo aclarara. No pude reprimirme, no obstante, de preguntarle si tenía alguna preferencia en cuanto al tipo de máquina con la que tenía que haberse mecanografiado la página en cuya otra cara él rasguearía su inspirada estilográfica. No tenía caprichos al respecto siempre que -eso sí- no se tratara nunca de una máquina eléctrica. Como en esa época no era tan diplomático como soy ahora (¿cómo que ahora no soy diplomático?) creo que le dije con relativas buenas maneras y sin términos ofensivos que me parecía una soberana estupidez vincular la calidad literaria a sus componentes materiales aunque, naturalmente, cada uno era libre de tener las manías que quisiera. El insigne dejó resbalar levemente sus gafitas ovaladas sin montura (tipo Lennon, más o menos) y con una mirada condescendiente me ilustró acerca de esas que yo llamaba manías (pobre ignorante) en una larga relación de literatos reconocidos. Ante la admiración evidente de mi compañero de piso y mi a duras penas disimulada exasperación, dio fin a la conversación pretextando una reunión para preparar el próximo número de no se cuál suplemento cultural. Y así me dejó claro que mi actitud poco respetuosa me privaba para siempre de su eventual intercesión para acceder a los santuarios de determinadas elites literarias. No le sucedió lo mismo a mi amigo, quien siguió frecuentándole y rentabilizando su compañía (y la de otros similares) para poco a poco ir instalándose en ese mundo de universidades, editoriales, instituciones públicas y demás burbujas en las que aún sigue (y muy a gusto, por cierto).

Me pregunto si parezco envidioso; si es así, ¡para nada, eh! De hecho, mi amiga y yo volvimos al estudio y seguimos tecleando nuestros ordenadores tan contentos ... y hasta hoy. El otro chaval, como primera consecuencia de esa tarde, nos entregó días después un trabajo que le habíamos encargado manuscrito con su letra ilegible en hileras apretadas sin apenas márgenes y a dos caras (al menos no usó folios previamente mecanografiados). Por supuesto, hubo de ser nuestra secretaria la que lidiara con sus textos para pasarlos al ordenador, y luego me tocó a mí corregir su redacción (básicamente limpiarla de paja irrelevante).

Así que, desde hace ya bastantes años, soy un absoluto converso a la escritura con teclas y monitor; tanto que si mis teclados y monitores fueran tan locuaces como los de Nanny, más que pedirme que no deje de usarlos, reclamarían algo más de descanso. He llegado alguna vez a valorar económicamente algún trabajo por el número de palabras escritas, para lo cual resulta muy útil la correspondiente herramienta de un procesador de textos. El bolígrafo y el papel apenas los uso, salvo para garabatear dibujitos en reuniones aburridas o para tareas específicas como hacer la lista de la compra o resolver un sudoku. Y ya puestos, a diferencia de ese señor tan insigne con quien tuve el honor de conversar hace dos décadas, creo que mi creatividad y claridad mental se activan mejor ante un teclado que con un bolígrafo en la mano (porque pluma estilográfica no he usado casi nunca). Pero claro, no deja de ser debido al hábito de tantos años.

Además, he perdido el entrenamiento digital (de dedos) necesario para aguantar el bolígrafo durante largos ratos de escritura. Vamos, que me canso enseguida. Cuando tuve que examinarme de mi oposición me planteé solicitar del tribunal que me dejaran hacerla con un portátil. Debido a las circunstancias que concurrían estoy casi seguro de que hubieran accedido, pero al final me dio vergüenza sumar una excentricidad más a mi currículum y pasé cuatro horas escribiendo y sufriendo el agarrotamiento de dedos y muñeca. Pero ya pasó y no creo que vuelva a verme en otra similar.

Bueno, hasta aquí. Creo que como ejercicio de enrollamiento intrascendente es ya suficiente. Seguiría, pero tengo hambre. Me callo pues, pero dejo la música; una de flores (son las fiestas de mayo) cantada por Nick Cave (con Kylie Minogue) que hace poco visitó esta noble ciudad atlántica (en la que, no obstante, no crecen las rosas salvajes).



CATEGORÍA: Recuerdos

miércoles, 2 de mayo de 2007

Paris, je t'aime


El corto Bastille, dirigido por Isabel Coixet. Un hombre cita a su mujer, de la que está harto, para decirle que la deja por su amante; antes de que lo haga, ella rompe a llorar y le anuncia que tiene cáncer terminal.

De tanto comportarse como un hombre enamorado, volvió a enamorarse (citado de memoria).

He conocido algún caso parecido. Se hace lo que hay que hacer, porque es lo que sedebe y, al final, uno se descubre haciéndolo porque es lo que quiere. Claro que no siempre. La principal barrera está al principio, en salvar el foso; por eso funciona si te imponen un puente (cáncer terminal) que voluntariamente nunca habrías querido.

Por tanto, en muchas ocasiones, el hábito hace al monje, porque los refranes no son dogmas de fe. Curioseando me entero (¿será verdad?) que esta expresión proviene de la cultura del antiguo Egipto, donde se decía que "el traje de lino no hace al sacerdote de Isis". Ahora, nadie me negará que mil veces más sugerente y sonora es la adaptación al mexicano: "no porque me vean huaraches, piensen que soy guacalero".

En homenaje a esa tierra tan de emociones desgarradas, que tanto me atrae y en la que nunca he estado: Lila Downs (¿es pecado insertar un rap? La vida no vale nada, no vale nada la vida).




CATEGORÍA: Todavía no la he decidido

martes, 1 de mayo de 2007

¿Cuántos Agapitos hay por ahí?

Cuando se leen historias de tiempos de guerra es inevitable preguntarse por qué tantos individuos fueron capaces de comportarse como lo hicieron. Pareciera que desaparecen de muchas conciencias, quizás de la mayoría en ciertos tiempos y lugares, los más elementales componentes de los que solemos llamar humanidad. ¿Qué habríamos hecho cada uno de nosotros, qué habría hecho yo, si hubiese tenido la desgracia de vivir momentos así? Esta pregunta hay que hacérsela así, en primera persona, antes de atreverse a juzgar; y -por supuesto-hay que hacérsela desde la inmersión, lo más profunda posible, en el conocimiento del tiempo evocado.

Los alemanes, tras la derrota del 45, se vieron enfrentados a la barbarie del nazismo y a la incómoda (y dolorosa, quiero creer) acusación de los hechos a sus conciencias. Karl Jaspers, en su obra La Cuestión de la Culpabilidad Alemana (1946), fue el filósofo que más profundizó en esta materia, proponiendo hasta cuatro clases de culpabilidad: la criminal, la política, la moral y la metafísica. Esta última se produce cuando se rompen los vínculos humanos que nos permiten identificar al Otro, reconocerlo como parte de la misma humanidad a la que pertenecemos. Para que esto ocurra se requiere un clima agobiante de degeneración moral colectiva, lo suficientemente presionante para acallar e incluso anular la conciencia individual. Uno se abandona en el seno de lo colectivo y puede seguir sintiéndose "buena persona". Estoy aludiendo a la banalidad del mal acuñada por Hanna Arendt al reflexionar sobre el nazismo al hilo del juicio a Eichmann. Me parece importante tener en cuenta, cuando se vuelven las vistas hacia periodos ominosos, lo que esta autora decía de Eichmann: que era "... normal, tanto más cuanto que no constituía una excepción en el régimen nazi. Sin embargo, en las circunstancias imperantes en el Tercer Reich, tan sólo los seres excepcionales podían reaccionar "normalmente".

En España tuvimos la Guerra Civil y una muy dura posguerra. Yo no viví esos tiempos que me fueron contados, en mi época escolar, desde la perspectiva maniquea de quienes vencieron, narración casi mitológica del caudillo providencial que salva a la España "eterna" de las atrocidades criminales de los satánicos rojos. Las cosas, naturalmente, no fueron así, pero ... ¿cómo fueron? Todavía hoy, a setenta años de distancia, es difícil el conocimiento de esos tiempos porque parece casi inevitable que las emociones y (lo que es peor) los intereses manipuladores se opongan al intento. Sin embargo, más allá del cómputo de atrocidades (bastantes más a cargo de los "nacionales") y de la fría relación de "hechos" (el primero de los cuales no es sino una rebelión militar contra el régimen legal), cuando uno lee relatos sobre esos años se queda con la sensación de que abundaban malas, muy malas, personas. O quizás no eran más de las que siempre hay pero, por diversas causas, adquirieron un protagonismo tal que les permitió convertir casi en norma sus atrocidades y contribuir a que el odio pasara a ser un sentimiento omnipresente.

Hago un paréntesis para narrar a vuelapluma la historia de uno de esos "malos bichos", descubierta recientemente en un libro de Francisco Espinosa (Contra el Olvido, 2006). Se trata de Agapito García Atadell, un militante socialista que en el 36, tras el golpe militar, queda al frente de una de las famosas "checas" de la capital y se dedicó durante tres meses a detener, registrar y asesinar a centenares de personas, aprovechando, de paso, para robar dinero, joyas y otros bienes con los que logró amasar una fotuna considerable. Este "angelito", ya muy famoso en el Madrid sitiado y también entre los rebeldes, decide escapar cuando advierte que las cosas pueden ponérsele feas. Viaja en noviembre del 36 hasta Marsella, donde toma un barco para Cuba; sin embargo, parece ser que la noticia de su embarque llega hasta Luis Buñuel que estaba en París, quien la transmite al embajador español. El caso es que, a través de una embajada neutral, las autoridades republicanas lo ponen en conocimiento de las franquistas, con la intención de que lo detengan porque el barco había de tocar puertos de la zona "nacional". El barco, efectivamente, atraca en La Palma el 24 de noviembre. Parece ser que en el barco viajaba un falangista (un tal Ricord Vivó) que estaba encargado por los rebeldes de identificar a Agapito. La verdad, los detalles de esta parte de la historia suscitan varias dudas en la obra de Espinosa (y no he encontrado explicaciones satisfactorias en búsquedas en internet); por ejemplo, no me resulta lógico que el barco suba hasta Vigo viniendo desde Marsella para luego dar la vuelta en dirección a Canarias (Espinosa insinúa que en Vigo accedió al barco el falangista al servicio del gobierno de Franco). Como fuera, el caso es que Agapito, que no debía tener un pelo de tonto, se olió lo que le esperaba en La Palma e identificó a Ricord Vivó, al cual sobornó. Así, cuando el buque atracó en la Isla Bonita, el falangista coge e identifica a otro pasajero, uno de Bilbao que iba a Cuba a reunirse con su mujer. Sin embargo, el capitán del barco sabía que García Atadell era el que era, con lo cual las autoridades franquistas detuvieron a ambos y, a los pocos días, los mandaron a la prisión provincial de Sevilla. Allí se pasaron unos mesecitos hasta que, un poco por casualidad, el vasco logró hacer valer su verdadera identidad y ser liberado. Entonces Agapito cambió de táctica y confesó su "currículum profesional" ofreciendo análogos servicios en la retaguardia rebelde. Pero no tuvo suerte; en julio del 37 un consejo de guerra le condenó a garrote vil, sentencia que se ejecutó el 15 de ese mes. Por cierto, nunca apareció la maleta cargada de dinero que llevaba este individuo y con la cual pretendía tener bien cubierto su futuro.

Resulta bastante obvio que el tal Agapito era un bicho malo, de repugnante catadura moral; también lo es que su capacidad efectiva de hacer el mal se la brindaron unas circunstancias concretas, que aprovechó para intentar beneficiarse impunemente lo más posible sin -imagino- ningún cargo de conciencia. Vuelvo a mi anterior pregunta: ¿había en esos años una extraordinaria abundancia de tales malvados especímenes? O, por el contrario, ¿son tiempos y circunstancias como aquéllas las que hacen que estos elementos adquieran sus nefastos protagonismos?

Tiendo a inclinarme más por la segunda opción, la cual, en el fondo, es mucho más preocupante. Porque quizás todos tengamos Agapitos agazapados dentro nuestro, dispuestos a dominar nuestro comportamiento cuando el entorno les sea favorable. Porque el afloramiento de los Agapitos puede que dependa en gran medida del clima ético que nos rodee. Porque ese clima es extremadamente sensible a las excitaciones externas, las más de las veces provocadas irresponsablemente por quienes juegan al maniqueismo simplista y simplificador, por quienes gustan tanto de juzgar y condenar. Bueno, ya me he enrollado bastante para no decir casi nada de lo que me rondaba la cabeza cuando me puse a escribir (pero para eso es este blog).

CATEGORÍA: Todavía no la he decidido