Auvers-sur-Oise
Porque tú gusano, ave, simio, viajero,
lo único que no sabes es morir ni creer en la muerte,
ni aceptar que eres tú mismo tu vientre turbio y caliente,
tu lengua colorada, tus lágrimas y esa música loca
que se escapa de tu oreja desgarrada. (1)
lo único que no sabes es morir ni creer en la muerte,
ni aceptar que eres tú mismo tu vientre turbio y caliente,
tu lengua colorada, tus lágrimas y esa música loca
que se escapa de tu oreja desgarrada. (1)
La muerte está inscrita en nuestras células; somos mortales, esa es nuestra más verdadera esencia. Todos lo sabemos; al menos desde niños o adolescentes como se sabe cualquier otro conocimiento incuestionable: que el sol sale por las mañanas, que caemos hacia abajo ... A lo mejor por eso, por ser incuestionable, que hemos de morir es de esos conocimientos que sabemos desde fuera, como si no nos concerniera. Hay algunos niños (fue mi caso) de pensamientos morbosos, que transitan por las noches metafísicos callejones sin salida, que sienten paralizadas sus almas frente a muros ciegos que se llaman muerte o también nada. Pero son desviaciones de la razón, son miradas a la muerte siempre desde fuera, por más que abran llagas intensamente dolorosas. El niño ha de aprender (y aprende) a encauzar sus pensamientos, a cerrar puertas peligrosas, a esconder recuerdos ...
No creemos de verdad que hemos de morir, que estamos ya muriendo. La famosa psiquiatra suizo-estadounidense Elisabeth Kübler-Ross (826-2004), la primera que decidió entender y analizar cómo vivían la experiencia de la muerte los moribundos, nos detalla en On Death & Dying (1969), las cinco etapas por las que pasa el enfermo a quien comunican que va a morir: negación y aislamiento, ira, pacto, depresión y aceptación. Este proceso, que se recorre (o no) en breve plazo, pone de manifiesto que, antes de saber que tiene una enfermedad terminal, la persona omite la muerte; saberlo es un conocimiento ajeno, mudo, que no produce ninguna reverberación en las cuerdas íntimas de lo que somos, de nuestros yoes. Por eso cuando la enfermedad que irremisiblemente va a llevarnos al final irrumpe con tan desconsiderada brutalidad, cuando se nos presenta como un hecho cierto (cáncer de pulmón con metástasis hasta en el cerebro, por ejemplo), la primera etapa es negarla. Porque lo que negamos, en el fondo, no es el diagnóstico, sino que hayamos de morir. Nuestras células, nuestro cuerpo, todavía no saben que son mortales. Y ese conocimiento, el del cuerpo, es el único que es verdaderamente verdadero.
Tengo la intuición de que, a medida que nos hacemos mayores, por mero proceso biológico, el cuerpo va conociendo que es mortal. Esa conciencia íntima, profunda, va calando poco a poco, contagiándose quizás entre las células, discurriendo por hilos nerviosos, flujos linfáticos, saltarinas sinápsis. Creo que, si tenemos suerte, llega un momento en que de verdad sabemos que vamos a morir; entonces, cuando así lo sabemos, estamos preparados para vivir la muerte. Me refiero (aunque sé de mis carencias expresivas) a un conocimiento que llamaría biológico, absoluta e íntimamente materialista; no estoy para nada aludiendo a esperanzas trascendentes. Sé de algunas personas, pocas, que han llegado a ese estado antes de que se les presentara la muerte (y cuando llegó era una invitada que se espera). Yo deseo que así a mí me ocurra. Entre tanto, desde hace poco, a veces atisbo síntomas livianos de que ese conocimiento radical comienza a anidar en mi vientre turbio y caliente.
(1) Los versos de Blanca Varela que abren este post son los finales del poema Auvers-sur-Oise, publicado originalmente en 1972 en el libro Valses y Otras Confesiones (Lima, Instituto Nacional de Cultura). Auvers-sur-Oise es un pequeño pueblo a las afueras de París, cuya fama se debe a que allí vivió sus dos últimos meses Vincent Van Gogh y allí se disparó en el pecho y murió. Según los críticos "el poema va dirigido a Van Gogh, quien encarnaba la contradicción del hombre moderno, en cuanto vivía en un mundo desacralizado por el progreso científico y filosófico sin poder librarse del condicionamiento religioso de siglos. Así Varela lo presenta como un hombre que busca acceso a una casa cerrada, símbolo de lo absoluto de lo cual se siente desconectado" (James Higgins; Hitos de la Poesía Peruana. Lima, 1993). Vale, será al pintor a quien Blanca habla, pero a través suyo soy también yo su oyente. Es un poema largo; quien quiera puede encontrarlo en esta página que nos ofrece, además, el magnífico regalo de la voz de la poeta (la oigo y me asaltan recuerdos de la casa de Santa Teresita).
No creemos de verdad que hemos de morir, que estamos ya muriendo. La famosa psiquiatra suizo-estadounidense Elisabeth Kübler-Ross (826-2004), la primera que decidió entender y analizar cómo vivían la experiencia de la muerte los moribundos, nos detalla en On Death & Dying (1969), las cinco etapas por las que pasa el enfermo a quien comunican que va a morir: negación y aislamiento, ira, pacto, depresión y aceptación. Este proceso, que se recorre (o no) en breve plazo, pone de manifiesto que, antes de saber que tiene una enfermedad terminal, la persona omite la muerte; saberlo es un conocimiento ajeno, mudo, que no produce ninguna reverberación en las cuerdas íntimas de lo que somos, de nuestros yoes. Por eso cuando la enfermedad que irremisiblemente va a llevarnos al final irrumpe con tan desconsiderada brutalidad, cuando se nos presenta como un hecho cierto (cáncer de pulmón con metástasis hasta en el cerebro, por ejemplo), la primera etapa es negarla. Porque lo que negamos, en el fondo, no es el diagnóstico, sino que hayamos de morir. Nuestras células, nuestro cuerpo, todavía no saben que son mortales. Y ese conocimiento, el del cuerpo, es el único que es verdaderamente verdadero.
Tengo la intuición de que, a medida que nos hacemos mayores, por mero proceso biológico, el cuerpo va conociendo que es mortal. Esa conciencia íntima, profunda, va calando poco a poco, contagiándose quizás entre las células, discurriendo por hilos nerviosos, flujos linfáticos, saltarinas sinápsis. Creo que, si tenemos suerte, llega un momento en que de verdad sabemos que vamos a morir; entonces, cuando así lo sabemos, estamos preparados para vivir la muerte. Me refiero (aunque sé de mis carencias expresivas) a un conocimiento que llamaría biológico, absoluta e íntimamente materialista; no estoy para nada aludiendo a esperanzas trascendentes. Sé de algunas personas, pocas, que han llegado a ese estado antes de que se les presentara la muerte (y cuando llegó era una invitada que se espera). Yo deseo que así a mí me ocurra. Entre tanto, desde hace poco, a veces atisbo síntomas livianos de que ese conocimiento radical comienza a anidar en mi vientre turbio y caliente.
(1) Los versos de Blanca Varela que abren este post son los finales del poema Auvers-sur-Oise, publicado originalmente en 1972 en el libro Valses y Otras Confesiones (Lima, Instituto Nacional de Cultura). Auvers-sur-Oise es un pequeño pueblo a las afueras de París, cuya fama se debe a que allí vivió sus dos últimos meses Vincent Van Gogh y allí se disparó en el pecho y murió. Según los críticos "el poema va dirigido a Van Gogh, quien encarnaba la contradicción del hombre moderno, en cuanto vivía en un mundo desacralizado por el progreso científico y filosófico sin poder librarse del condicionamiento religioso de siglos. Así Varela lo presenta como un hombre que busca acceso a una casa cerrada, símbolo de lo absoluto de lo cual se siente desconectado" (James Higgins; Hitos de la Poesía Peruana. Lima, 1993). Vale, será al pintor a quien Blanca habla, pero a través suyo soy también yo su oyente. Es un poema largo; quien quiera puede encontrarlo en esta página que nos ofrece, además, el magnífico regalo de la voz de la poeta (la oigo y me asaltan recuerdos de la casa de Santa Teresita).
CATEGORÍA: Reflexiones sobre emociones
Yo creo que lo que el hombre ha vinculado a la muerte es la forma de morir. De ahí el temor a ella. Y las enfermedades son vías que nos llevan a la muerte de una manera dolorosa. La muerte en sí nos libera de esa enfermedad.
ResponderEliminarEn cuanto a la muerte desnuda de causa, a esa no le teme nadie, ni produce depresiones, ni negaciones. Y lo que cada cual sienta al recibirla no le queda medio de explicárnoslo.
No, no estamos mentalizados para algo que seguro que nos ocurrirá a nosotros y alos que nos rodean. Cada vez que LA vemos cerca llegando a gente allegada es como si nos toparamos con ella por primera vez de nuevo. Poca gente se prepara para su llegada, conozco gente mayor que sigue aferrandose a la vida y quiere ignorar que su llegada se aproxima, gente con enfermedades terminales que piensan que a ellos no les va a pasar y se aferran a una esperanza inexistente.
ResponderEliminarLa ventaja que tienen los creyentes es que piensan que hay un más allá, más de una vez me hubiera gustado creer, para evitar pensar que todo se ha acabado y que ya nada hay despues, me hubiera gustado creer para poder decir un hasta luego en vez de un hasta nunca.
Siempre es interesante tocar de nuevo uno de los temas, de los grandes temas, que rondan continuamente la creación humana, su existir y su dejar de existir. Pero temo reconocer que me habría resultado más interesante aún leer los porqués de este escrito. Algo ronda tu pecho o tu cabeza, o las dos cosas, que te ha invitado a escribir sobre la muerte. Cuando quieres compartirlo conmigo -si es que eso llega a ocurrir algún día- me agradará aceptar.
ResponderEliminarSupongo que el hecho de que cada vez sea más numerosa la lista de difuntos a los que conocíamos nos acerca ligeramente a la idea de la muerte. Yo creo que es más la inercia colectiva que otra cosa.
ResponderEliminarPero si realmente el cuerpo se preparase para morir y uno lo aceptase de tan buen grado, la cita con la muerte debería ser algo puntual, porque a mí, que me hagan esperar me cabrea muchísimo.
Un beso.
Cada noche nuestro cuerpo entra en trance con el sueño, muerte aparente. Y no nos planteamos no volver a abrir los ojos. Y si lo hacemos deseamos que sea así, durmiendo. Lo que realmente tememos es la antesala de la muerte. La conciencia.
ResponderEliminarY con estos alegres pensamientos, me voy a dormir, a ver si escapo...
Besos!
Dios, el poema es impactante!
ResponderEliminar¿No es esta la poeta que ganó un galardón (si mal no recuerdo fuiste al evento) y que es amiga de la familia?
Con respecto a la muerte, en fín, llevo pensando desde que leí tu post ayer nada más que lo colocaste y llegué a la conclusión de que el comment daría para largo...así que lo pongo en pendientes.
besitos Miro.
Además de agradecerte el descubrimiento de una poeta para mí desconocida, he de comentarte una cosilla al hilo de tu argumento.
ResponderEliminarVengo observando en los mayores que rodean mi vida, que son y han sido bastantes, una especie de adecuación de su ánimo mas íntimo al estado de su cuerpo en decrepitud.Dejan de interesarse por ciertos aspectos de la vida. Incluso he notado que esperan la muerte con complacencia, porque sienten su entorno ya muy ajeno.
En fin, Vida y Muerte.
Un abrazo
Tengo en mi casa un libro de Kubler-Ross llamado "La muerte: Un amanecer", y si la muerte es lo que ella dice... no está tan mal.
ResponderEliminarCuando pienso en la muerte, recuerdo siempre el papel que Woody Allen hace en su película "Hannah y sus hermanas": a raíz de unos dolores de cabeza, cree que tiene un tumor cerebral, y su vida se le viene abajo; luego, aunque no se lo diagnostican, no está contento porque acaba de ser consciente de que algún día "tiene" que morir. Su reacción es divertidísima y, a la vez, vitalista. Queda fea la autopublicidad pero... escribí de ello hace poco...
http://laciudaddorada.blogspot.com/2008/08/la-muerte.html
Cuando alguien querido se va un sentimiento de vacío enorme y de inmensa tristeza nos invade.
ResponderEliminarEso es lo que me provoca......... no diría miedo, sí rechazo a plantearme el tema, siquiera.
La muerte es siempre peor para los que nos quedamos que para los que se van.
Un beso