Tren a Munster (II)
No, no me había dado cuenta de que Rosa no estaba sentada junto a mí, ni tampoco recordaba cuándo se había levantado. Habría ido al vagón cafetería, pensé; a lo mejor me había adormilado. Pero no lograba vernos, a Rosa y a mí, subiendo al tren, acomodándonos en este compartimento. Me acordaba, eso sí, de la cola en la estación, del abrupto diálogo con el taquillero, de que los dos nos alejábamos hacia los andenes, hacia unas puertas de cristal tras las cuales se difuminaba una luz intensa ... Y ahí se cortaba la continuidad de la cinta de memoria, hasta el momento en que acababa la última canción del último CD de Bob Dylan, abría los ojos y me encontraba con la sonrisa y las palabras del extraño personaje.
Lo curioso es que no estaba demasiado preocupado, ni tampoco mi extrañeza pasaba de una sensación ligera de desconcierto y curiosidad. Se me ocurrió que podía levantarme e ir a buscarla, pero ni siquiera lo intenté porque sabía que no podía moverme. Lo sabía, sí; sentía un absoluto y completo convencimiento íntimo de que había perdido la capacidad de desplazarme por el espacio. No es que notara ninguna carencia corporal ni nada por el estilo; de hecho, me vino a la mente que hacía un rato había estado golpeteando con el pie el suelo del vagón al ritmo de la música que escuchaba. Podía moverme, pero no desplazarme; y esta constatación rotunda, sin asomo de dudas, tampoco generaba angustias o preocupaciones excesivas sino la misma ligera sensación de desconcierto y curiosidad.
Naturalmente, pensé que estaba soñando. El tenue clima de irrealidad que envolvía la situación, incluyendo la conversación cuando menos surrealista con ese individuo, parecía cuadrar con un escenario onírico. Me llamaba la atención, no obstante, la excesiva precisión de los detalles cuando mis sueños, normalmente, son de naturaleza algo más brumosa, no sé si me explico. Pero podría ser, me dije, que la poca definición no fuera de mis sueños sino de mis posteriores recuerdos sobre ellos; a lo mejor, lo que ahora percibo con tanta exactitud se difumine una vez que me haya despertado. Aun así, me parecía extraordinario que pudiese leer de arriba a abajo el papelito blanco con el listado de cada una de las estaciones del itinerario entre Colonia y Münster; que pudiera ver el horario de llegada del tren y comprobar en mi reloj que el rótulo de la estación correspondiente aparecía a la hora precisa por la ventanilla del vagón. Según había leído en la más famosa de las obras de Freud, los llamados sueños hipermnésticos (que exhiben conocimientos que se cree no poseer en estado de vigilia) no son inusuales. Habría memorizado inconscientemente el listado antes de quedarme dormido.
También podría ser que hubiese muerto. Aunque no descartaba la hipótesis del sueño, enseguida se me vino a la cabeza esta otra. Supongo que, al parecerme tan extraño lo que estaba pasando, no veía apropiado que la explicación fuese tan cotidiana. Dormir es algo que hago con regularidad diaria y nunca he tenido sueños de este singular realismo. A lo mejor (o a lo peor, para ser más precisos) había fallecido en algún momento posterior a la escena de la taquilla. Sospeché que el óbito (me recreé con la palabra, tan sonora en su pedantería latina) debió acaecer (porque los óbitos acaecen) a poca distancia temporal (y, por tanto, también espacial) del momento de la compraventa de los billetes. Eso explicaría, pensé, que no guarde recuerdo del tránsito, lo cual me jodía (para qué negarlo) porque, si era verdad que había muerto, me había quedado sin vivir mi propia muerte, sin tener la mínima conciencia de ese momento tan trascendental. Claro que inmediatamente caí en la cuenta de que tampoco viví mi nacimiento, pero eso no sólo no me consolaba sino que exacerbaba más todavía mi rabia. Bien es verdad, me dije conciliadoramente, que tampoco es que tenga ninguna prueba de haber muerto.
Si aceptaba la tan conocida teoría que sostiene que el paso de la vida a la muerte se produce a través del famoso túnel con una inmensa luz blanca al final, donde te espera un ángel que te conduce no se sabe muy bien dónde, entonces no estaba muerto. Con tan grandilocuente escenificación, nadie puede tener dudas de que la ha diñado. Por cierto, en este tránsito hay la posibilidad de marcha atrás, siempre que aún no le hayas dado la mano al tanático portero. De hecho, muchos han vuelto para contar lo del tubo oscuro con la luz blanca brillante. Así que esta teoría cuenta con abundancia de testigos.
Algunos opinan en cambio que, después de morir, se tarda tiempo en darse cuenta de que se está muerto. Mantienen que no hay una discontinuidad clara y, aparentemente, siguen ocurriendo las cosas, siguen pasando los "acontecimientos". Eso sí, tienen algo de irreal, pequeños detalles que chirrían respecto a las formas que acostumbra a desenvolver la vida; tampoco nada escandaloso, sino eso, pequeños detalles. Parece que, de esa manera, el muerto entra en la muerte, en esa nueva "vida", sosegadamente, se le concede una especie de transición para darle tiempo tanto a descubrir su nuevo estado como a acostumbrarse al mismo y asumirlo sin alharacas melodramáticas siempre de mal gusto. A mí, la verdad, me atraía más esta segunda teoría, aunque lamentablemente tenga menos apoyos testificales (sobre las presuntas confirmaciones de espíritus parlanchines convocados en tétricas ceremonias pesan demasiadas sospechas para otorgarles credibilidades genéricas). Debe ser que me tranquiliza, dentro de lo que cabe, que haya una transición suave, que me den tiempo a hacerme cargo de la situación, que no me sienta presionado (justo lo contrario de cómo me estaba sintiendo con el tipo este del tren). Además, aunque lo del túnel fuera verdad, no hay por qué pensar que ese fuera el único tránsito posible, ¿por qué habríamos de morirnos todos con el mismo protocolo?
En ese momento de mis elucubraciones se me ocurrió que cabía una tercera vía y era que no estuviese ni dormido ni muerto, sino en un universo paralelo. A lo mejor, Rosa y yo subimos a este tren que va a Münster de Westfalia y el revisor, al ver los billetes, dijo que nos habíamos equivocado; entonces se habría abierto una puerta cuántica y mi yo, como los electrones en los experimentos de la doble rendija, se desdobló y uno se quedó en este tren y el otro subió con Rosa al que va al Munster de la Baja Sajonia. Pero, la verdad, si bien las historias de los universos paralelos me gustaban desde muy joven, esta opción no podía tomármela en serio. Supongo que se debía al fuerte componente topológico de mi raciocinio: se está aquí o allí, no en dos sitios a la vez. Además, la concepción del tiempo (y del espacio) como un haz de líneas divergentes (y que se cruzaban de vez en cuando unas con otros, única forma de explicar los saltos entre universos distintos) me producía una tremenda desazón; era sentirse perdido en un laberinto infinito sin posibilidad de retorno. Mucho más consoladoras eran las hipótesis del sueño y de la muerte, porque incluso ésta, suponiendo una temporalidad lineal, acogía la posibilidad de los reencuentros con las personas queridas.
Tras todos estos razonamientos (si no es inmodestia así calificarlos) concluí que, sólo con mis pobres recursos mentales, no podía asegurar cuál era mi estado. O sea, que no podía decir si estaba dormido, muerto o en un universo paralelo (aunque, como he dicho, esa última opción casi casi que la había descartado). Sin embargo, lo que sí sabía es que era, que seguía siendo (gracias al cogito ergo sum cartesiano), y esa constatación me produjo gran alegría ya que, en caso de que estuviera muerto, la muerte no era la disolución del ser, de modo que se desmontaban mis peores angustias infantiles (culpa de precoces lecturas de Unamuno). Eso si estaba muerto, porque no necesité más que un instante para percatarme de que el argumento podía volverse del revés, de forma que la continuidad de mi esencia, toda vez que incompatible con la muerte, lo que probaba era justamente que no había muerto ... ¿luego estaba dormido? Pero, en cualquiera de las dos opciones (y no podía concebir que hubiese alguna otra), tenía motivos para alegrarme y, consecuentemente, esbocé una sonrisa que pareció la imagen especular de la del misterioso personaje que seguía enfrente y que juraría que estaba leyendo fielmente mis pensamientos. Como si quisiera demostrarme que así era, dijo:
-Me has impresionado pero creo que te abusas de la fantasía. No parece que hagas mucho caso de la navaja de Occam; ya sabes: la explicación más sencilla es la más probable. Como tampoco quiero que le des demasiado vueltas al coco, te sugiero otra hipótesis: a lo mejor estás vivo y la falta de recuerdos, la sensación de parálisis y la percepción a la vez hiperrealista y confusa, sean debidos a los efectos de una droga. Medita sobre esta posibilidad y recuerda que, como te dije antes, tú y tu mujer estabais viajando hacia Munster (Örtze). Fíjate, hace tiempo que no aparece ninguna estación por la ventanilla.
Instintivamente miré hacia el exterior; una paisaje campestre, uniforme. Pensé que, efectivamente, hacía ya bastante tiempo que no pasábamos por ninguna estación. La última fue Recklinghausen (a las 13:37) y cinco minutos después debía aparecer Marl-Sinsen. Seguro que han tenido que pasar bastante más de cinco minutos. Volví la vista hacia mi reloj y en ese momento sentí un golpe seco en la cabeza.
Lo curioso es que no estaba demasiado preocupado, ni tampoco mi extrañeza pasaba de una sensación ligera de desconcierto y curiosidad. Se me ocurrió que podía levantarme e ir a buscarla, pero ni siquiera lo intenté porque sabía que no podía moverme. Lo sabía, sí; sentía un absoluto y completo convencimiento íntimo de que había perdido la capacidad de desplazarme por el espacio. No es que notara ninguna carencia corporal ni nada por el estilo; de hecho, me vino a la mente que hacía un rato había estado golpeteando con el pie el suelo del vagón al ritmo de la música que escuchaba. Podía moverme, pero no desplazarme; y esta constatación rotunda, sin asomo de dudas, tampoco generaba angustias o preocupaciones excesivas sino la misma ligera sensación de desconcierto y curiosidad.
Naturalmente, pensé que estaba soñando. El tenue clima de irrealidad que envolvía la situación, incluyendo la conversación cuando menos surrealista con ese individuo, parecía cuadrar con un escenario onírico. Me llamaba la atención, no obstante, la excesiva precisión de los detalles cuando mis sueños, normalmente, son de naturaleza algo más brumosa, no sé si me explico. Pero podría ser, me dije, que la poca definición no fuera de mis sueños sino de mis posteriores recuerdos sobre ellos; a lo mejor, lo que ahora percibo con tanta exactitud se difumine una vez que me haya despertado. Aun así, me parecía extraordinario que pudiese leer de arriba a abajo el papelito blanco con el listado de cada una de las estaciones del itinerario entre Colonia y Münster; que pudiera ver el horario de llegada del tren y comprobar en mi reloj que el rótulo de la estación correspondiente aparecía a la hora precisa por la ventanilla del vagón. Según había leído en la más famosa de las obras de Freud, los llamados sueños hipermnésticos (que exhiben conocimientos que se cree no poseer en estado de vigilia) no son inusuales. Habría memorizado inconscientemente el listado antes de quedarme dormido.
También podría ser que hubiese muerto. Aunque no descartaba la hipótesis del sueño, enseguida se me vino a la cabeza esta otra. Supongo que, al parecerme tan extraño lo que estaba pasando, no veía apropiado que la explicación fuese tan cotidiana. Dormir es algo que hago con regularidad diaria y nunca he tenido sueños de este singular realismo. A lo mejor (o a lo peor, para ser más precisos) había fallecido en algún momento posterior a la escena de la taquilla. Sospeché que el óbito (me recreé con la palabra, tan sonora en su pedantería latina) debió acaecer (porque los óbitos acaecen) a poca distancia temporal (y, por tanto, también espacial) del momento de la compraventa de los billetes. Eso explicaría, pensé, que no guarde recuerdo del tránsito, lo cual me jodía (para qué negarlo) porque, si era verdad que había muerto, me había quedado sin vivir mi propia muerte, sin tener la mínima conciencia de ese momento tan trascendental. Claro que inmediatamente caí en la cuenta de que tampoco viví mi nacimiento, pero eso no sólo no me consolaba sino que exacerbaba más todavía mi rabia. Bien es verdad, me dije conciliadoramente, que tampoco es que tenga ninguna prueba de haber muerto.
Si aceptaba la tan conocida teoría que sostiene que el paso de la vida a la muerte se produce a través del famoso túnel con una inmensa luz blanca al final, donde te espera un ángel que te conduce no se sabe muy bien dónde, entonces no estaba muerto. Con tan grandilocuente escenificación, nadie puede tener dudas de que la ha diñado. Por cierto, en este tránsito hay la posibilidad de marcha atrás, siempre que aún no le hayas dado la mano al tanático portero. De hecho, muchos han vuelto para contar lo del tubo oscuro con la luz blanca brillante. Así que esta teoría cuenta con abundancia de testigos.
Algunos opinan en cambio que, después de morir, se tarda tiempo en darse cuenta de que se está muerto. Mantienen que no hay una discontinuidad clara y, aparentemente, siguen ocurriendo las cosas, siguen pasando los "acontecimientos". Eso sí, tienen algo de irreal, pequeños detalles que chirrían respecto a las formas que acostumbra a desenvolver la vida; tampoco nada escandaloso, sino eso, pequeños detalles. Parece que, de esa manera, el muerto entra en la muerte, en esa nueva "vida", sosegadamente, se le concede una especie de transición para darle tiempo tanto a descubrir su nuevo estado como a acostumbrarse al mismo y asumirlo sin alharacas melodramáticas siempre de mal gusto. A mí, la verdad, me atraía más esta segunda teoría, aunque lamentablemente tenga menos apoyos testificales (sobre las presuntas confirmaciones de espíritus parlanchines convocados en tétricas ceremonias pesan demasiadas sospechas para otorgarles credibilidades genéricas). Debe ser que me tranquiliza, dentro de lo que cabe, que haya una transición suave, que me den tiempo a hacerme cargo de la situación, que no me sienta presionado (justo lo contrario de cómo me estaba sintiendo con el tipo este del tren). Además, aunque lo del túnel fuera verdad, no hay por qué pensar que ese fuera el único tránsito posible, ¿por qué habríamos de morirnos todos con el mismo protocolo?
En ese momento de mis elucubraciones se me ocurrió que cabía una tercera vía y era que no estuviese ni dormido ni muerto, sino en un universo paralelo. A lo mejor, Rosa y yo subimos a este tren que va a Münster de Westfalia y el revisor, al ver los billetes, dijo que nos habíamos equivocado; entonces se habría abierto una puerta cuántica y mi yo, como los electrones en los experimentos de la doble rendija, se desdobló y uno se quedó en este tren y el otro subió con Rosa al que va al Munster de la Baja Sajonia. Pero, la verdad, si bien las historias de los universos paralelos me gustaban desde muy joven, esta opción no podía tomármela en serio. Supongo que se debía al fuerte componente topológico de mi raciocinio: se está aquí o allí, no en dos sitios a la vez. Además, la concepción del tiempo (y del espacio) como un haz de líneas divergentes (y que se cruzaban de vez en cuando unas con otros, única forma de explicar los saltos entre universos distintos) me producía una tremenda desazón; era sentirse perdido en un laberinto infinito sin posibilidad de retorno. Mucho más consoladoras eran las hipótesis del sueño y de la muerte, porque incluso ésta, suponiendo una temporalidad lineal, acogía la posibilidad de los reencuentros con las personas queridas.
Tras todos estos razonamientos (si no es inmodestia así calificarlos) concluí que, sólo con mis pobres recursos mentales, no podía asegurar cuál era mi estado. O sea, que no podía decir si estaba dormido, muerto o en un universo paralelo (aunque, como he dicho, esa última opción casi casi que la había descartado). Sin embargo, lo que sí sabía es que era, que seguía siendo (gracias al cogito ergo sum cartesiano), y esa constatación me produjo gran alegría ya que, en caso de que estuviera muerto, la muerte no era la disolución del ser, de modo que se desmontaban mis peores angustias infantiles (culpa de precoces lecturas de Unamuno). Eso si estaba muerto, porque no necesité más que un instante para percatarme de que el argumento podía volverse del revés, de forma que la continuidad de mi esencia, toda vez que incompatible con la muerte, lo que probaba era justamente que no había muerto ... ¿luego estaba dormido? Pero, en cualquiera de las dos opciones (y no podía concebir que hubiese alguna otra), tenía motivos para alegrarme y, consecuentemente, esbocé una sonrisa que pareció la imagen especular de la del misterioso personaje que seguía enfrente y que juraría que estaba leyendo fielmente mis pensamientos. Como si quisiera demostrarme que así era, dijo:
-Me has impresionado pero creo que te abusas de la fantasía. No parece que hagas mucho caso de la navaja de Occam; ya sabes: la explicación más sencilla es la más probable. Como tampoco quiero que le des demasiado vueltas al coco, te sugiero otra hipótesis: a lo mejor estás vivo y la falta de recuerdos, la sensación de parálisis y la percepción a la vez hiperrealista y confusa, sean debidos a los efectos de una droga. Medita sobre esta posibilidad y recuerda que, como te dije antes, tú y tu mujer estabais viajando hacia Munster (Örtze). Fíjate, hace tiempo que no aparece ninguna estación por la ventanilla.
Instintivamente miré hacia el exterior; una paisaje campestre, uniforme. Pensé que, efectivamente, hacía ya bastante tiempo que no pasábamos por ninguna estación. La última fue Recklinghausen (a las 13:37) y cinco minutos después debía aparecer Marl-Sinsen. Seguro que han tenido que pasar bastante más de cinco minutos. Volví la vista hacia mi reloj y en ese momento sentí un golpe seco en la cabeza.
CATEGORÍA: Ficciones / Recuerdos
Debo haber visto muchas pelis de espías porque en cuanto leí lo de la inmovilidad pensé en algún tipo de droga.
ResponderEliminarEspero que el golpe seco en la cabeza no se haya terminado de cargar a nuestro protagonista y tengamos un Munster III ¿no?
besos
Después de esta escueta y clara segunda parte, soy yo la que no puedo decir si estoy dormida, muerta o en un universo paralelo. Sólo espero no llevarme ahora un golpe seco en la cabeza... No se puede ser tan influenciosa y temerable...
ResponderEliminarGood night sunshine!
Y el munster cuándo aparece? Estoy expectante. Será una momia o un munster cualquiera?
ResponderEliminarAaaargh... ¡no es justo! Otra vez me dejas intrigada y esperando la continuación...
ResponderEliminarBesos