miércoles, 30 de enero de 2008

Historia verdadera de amor/desamor y sexo (VI)

Pues sí, sería agosto cuando me telefoneó Laia. Aclaro ahora (creo no haberlo hecho antes) que conozco a Laia antes que a Zenón. Hacia mediados de los ochenta, durante una breve temporada, ella y yo salimos juntos; una historia efímera sin apenas apasionamientos, cuyo final, más que una ruptura, fue un acuerdo sobreentendido. Así que, aunque ya no como novietes, seguimos coincidiendo con frecuencia y compartiendo amigos y ocios. De hecho fue acompañándome que asistió a la fiesta que para inaugurar su nuevo piso daba un amigo mío. Era un piso grande compartido entre tres; uno de ellos era Zenón.

Por medio de mi amigo yo había conocido a Zenón unos meses antes, pero para entonces poco lo había tratado. En esa fiesta Zenón y Laia se conocieron e intuyo que a ella le gustó. En todo caso, no pasó nada significativo (que yo sepa), pero sí es verdad que, a partir de entonces, fueron más frecuentes las salidas en grupo en las que estaba Zenón; y, a muchas de ellas, Laia se apuntaba. En ese tiempo, cada vez yo trababa más relación con Zenón y, a la vez, aflojaba mis lazos con Laia. Como un año después de la fiesta del piso me mudé de ciudad e inevitablemente se truncó la cotidianeidad de nuestras relaciones.

Pero, en cambio, la amistad de Laia y Zenón se fue estrechando y pasó a convertirse en otra cosa. Aun así, transcurrió un largo tiempo antes de que se enrollaran y otro tanto hasta que decidieron casarse. Zenón es economista y ya lo era entonces; Laia estudiaba arquitectura o más bien prolongaba un impasse que debería haber cortado hace mucho. De hecho, el anuncio de boda se complementaba con el de su retirada oficial de la universidad (para todos los amigos era evidente que nunca acabaría la carrera). Como ya conté en el primer post, pensé entonces que era mucho más Laia que Zenón quien quería el matrimonio, pero tampoco le di muchas vueltas al asunto.

Se casaron en el 95 y la boda fue un acontecimiento. Nos reunimos un buen número de viejos amigos, decididos a pasarlo bien. Entre todos habíamos copado un hotel rural en el que, a modo de concentración, pasamos un intenso fin de semana. En un momento de esas dos largas jornadas (no recuerdo si antes o después de la ceremonia), Laia hizo un aparte conmigo y, bastante borracha, declaró que me quería mucho y que esperaba poder contar siempre conmigo. Me comporté como exigen las convenciones etílicas y no le di mayor importancia al desborde emocional tan propio de las circunstancias. Curiosamente, en nuestra primera conversación del verano pasado, ella rememoró esas palabras.

He querido anteponer estos párrafos para que se entienda cómo era mi relación con Laia. Ciertamente era anterior a la que tenía con Zenón y, desde luego, había sido más íntima. Sin embargo, durante los últimos años, casi nunca había estado a solas con ella y, en cambio, había ido estrechando la amistad con su marido. Creo que me llamó, en primer lugar, porque sabía que Zenón había hablado conmigo; pero también porque necesitaba abrirse a alguien y sintió que podía apelar a la intimidad y cariño que hubo entre nosotros (y que, quiero pensar, aunque aletargados no habían desaparecido). Hechas estas aclaraciones paso a relatar, procurando no divagar demasiado, lo que me contó.

El descubrimiento de las actividades secretas de Zenón supuso un shock para Laia. Me dijo que se sintió brutalmente sacudida y durante un tiempo no podía ni siquiera pensar con un mínimo de serenidad. La invadieron emociones negativas muy fuertes, tanto que apenas le dejaban espacio para nada más y, desde luego, no para cualquier atisbo de autoanálisis. Se sentía asqueada, humillada, engañada ... Pero, sobre todo, sentía mucha rabia y unas ganas tremendas de hacer daño a su marido, de vengarse. En ese estado emocional se produjo la escena de la expulsión del domicilio. Luego, con la marcha de Zenón y los tres días que pasó sin dar noticias de su paradero, le sobrevino una sensación de abandono, de pérdida de fuerzas, de desconsuelo. Así, abatida, recibió a mi amigo y teniéndolo delante comprobó el dolor que le producía, su incapacidad para enfrentarse a lo que había ocurrido entre ellos. Trató de mantener el tipo, me dijo, no llorar. En todo caso, pensaba que hizo lo único que en ese momento podía hacer y estaba razonablemente orgullosa de no haber cedido a la rabia. También agradecía la reacción de su marido.

Los días siguientes pasaron para ella en incesantes vaivenes entre la rabia con sus emociones anexas y el desconsuelo. Cayó en un estado de nervios que no creo exagerado calificar (por lo que me contó) de patológico. Hubo de tramitar la baja laboral y recurrir a pastillas que la aletargaban pero no le quitaban una angustia que, cada vez más, le iba calando los huesos. Como a las dos semanas de la marcha de Zenón, empezó a martillearle obsesivamente la idea fija de que tenía que hacer algo que rompiera esa especie de aniquilamiento interno. No era nada que se le ocurriera como resultado de un proceso racional porque no podía pensar, no era capaz (así me dijo) de hilar dos argumentos seguidos. Simplemente una voz obsesiva le repetía que tenía que hacer algo, alguna barbaridad, para forzar la ruptura de su tristeza.

Y lo que se le ocurrió a Laia fue emular a Zenón. Decidió (si es que es procedente usar este verbo para designar su actividad mental) contactar con un “puto” para que la follara. Conociéndola, me pareció evidente (y ella pensaba más o menos lo mismo) que pretendía un acto simbólicamente iconoclasta; quería demoler sus concepciones morales sobre la sexualidad (absolutamente convencionales) o, al menos, someterlas a un shock violento. Por supuesto, no sabía con qué finalidad, qué sacaría de ello. No obstante, intuía vagamente que algo así podía generar la revulsión catártica que creía necesitar.

Asumida esta sorpresa, para mí ya no lo fue el que la elección recayera en Filipe, el mismo que había atendido a su marido. Laia me dijo que, en realidad, casi ni llegaron a ser dos decisiones distintas. Que el puto había de ser Filipe se le impuso como una evidencia. Pensaba que estaría inconscientemente cediendo a sus sentimientos de rabia, buscando una venganza contra su marido; pero también le parecía una especie de acto de justicia que le confería cierta legitimación moral. Por último, añadió, cuando me hice explícita a mí misma la decisión que casi me había embargado de forma subconsciente, pensé, no sé hasta qué punto honestamente, que acostarme con el mismo hombre con quien Zenón se había acostado podía ayudarme a entender a mi marido.

A diferencia de Zenón, Laia no se anduvo con remilgos, dudas o miedos para llevar a la práctica su idea. Quizá, pienso yo, porque no fuera una fantasía que le obsesionara, sino una decisión nacida de la angustia, un extraño grito de auxilio hacia sí misma. El caso es que llamó a Filipe (había hecho una copia de los archivos de su marido y disponía de su Excel con los contactos) y concertó un encuentro (el brasileño, por lo visto, ofrecía sus servicios sin discriminar por sexos: un chico “políticamente correcto”). La verdad, me dijo, no me esperaba que fuera tan caro: cobraba cien euros la hora. El dato me sorprendió (aunque no le dije nada) porque a Zenón sólo le había cobrado sesenta (va a ser que sí que discriminaba en razón de sexo).

Laia llegó al apartamento de Filipe muy tranquila, como si lo que estaba haciendo no fuera con ella. Me sentía, me dijo, separada de mi cuerpo, era una sensación muy parecida a la que había vivido años antes cuando, durante las constantes manipulaciones que sufrí en un tratamiento de fertilidad, logré la disociación entre mente y cuerpo, de forma que lo que le hacían a éste casi llegaba a no afectarme. Con esa actitud saludó al brasileño y le dijo que quería que le hiciera todo cuanto supiese, sin límites; que intentara darle una experiencia del sexo lo más intensa posible. Pero que no le pidiera a ella que pusiese nada de su parte. Tú eres el profesional, remachó. Filipe sonrió y, mirándola a los ojos, le tomó la cara con ambas manos. No temas, le dijo, te complaceré. Sólo te pido que, aunque no pongas nada de tu parte, tampoco pongas nada en contra: abandónate.

Acto seguido, Laia se dejó desnudar y llevar a la cama. Filipe entornó las persianas y encendió unas velas aromáticas. Enseguida, muy despacio, empezó un suave masaje, sus manos apenas aleteando, con algún líquido untuoso. Y siguió y siguió y siguió, lenta e insistentemente, recorriendo el cuerpo de Laia y haciendo que a ella le pareciese que lo estaba creando, que estaba abriéndole células sensoriales que desconocía poseer.

Esa tarde, Laia no me contó en detalle la experiencia porque me dijo que la había escrito y que, a lo mejor, se atrevía a dejármela leer (lo hizo). Así que, dado que este post pretende ser una crónica ajustada a lo que pasó, me abstendré de momento de contar más sobre la sesión de sexo (quizá publique el escrito de Laia). Baste decir que fue larga y absolutamente maravillosa. Durante casi dos horas Filipe se entregó a fondo a demostrar su profesionalidad a esa cliente altiva. Y esa cliente perdió toda altivez. Laia se derritió, por primera vez en su vida, en orgasmos encadenados.

Y, llegados a este punto, Laia me explicó que nunca antes (ni siquiera conmigo, por si mi vanidad me hubiera hecho creer otra cosa) había tenido un orgasmo. Me contó la primera etapa sexual de su matrimonio, con la ilusión del enamoramiento. Me habló de la frustración de su maternidad (ni siquiera los tres años de tratamiento valieron para lograrlo) y de cómo repercutió en su actitud hacia los placeres del cuerpo. Me explicó como, imperceptiblemente, había ido abotargándose su libido, creciendo en ella una confusa aversión hacia la sexualidad. Hablaba desordenadamente, como si ella misma buscase las palabras justas sin éxito. En varios momentos se interrumpió emocionada, llorosa ...

Yo casi no dije nada, apenas las frases necesarias para animarla a seguir, para darle el imprescindible consuelo de estar a su lado. Pensaba en lo diferentes que habían sido las experiencias de mis dos amigos; catárticas ambas, pero en muy distinto sentido y con muy distinto alcance. La de Laia mucho más radical, sin duda. Estuvimos varias horas juntos y luego la llevé a su casa. Supe que estaba iniciando una nueva etapa y que necesitaba tiempo. Al despedirse, me pidió que nada de eso le contase a Zenón. Quedamos en volver a vernos; necesitaba que la ayudase, me dijo.



CATEGORÍA: Sexo, erotismo y etcéteras

martes, 29 de enero de 2008

Erotismo (à propos de Bataille)

El ser es uno; así que el ser es todo, continuidad indiferenciada.

¿Somos, cada uno, seres individuales? Tengamos existencia real o sea nuestra individualidad un espejismo, en ella creemos. Nosotros, los humanos, nos concebimos separados (¿desgajados?) del magma ontológico único. Basta con que lo creamos para erigir toda la filosofía (y la religión).

Si alcanzamos categoría de ser individual, lo es por discontinuidad del ser único. La discontinuidad entre los seres es su condición sine qua non; pero también la otra cara de la moneda: unicidad continua y/o diversidad diferenciada.

Nos hacemos unos despegándonos del todo amorfo, deslindándonos mediante un nombre que nos identifica, que nos diferencia del resto. El yo sólo es cuando es solo. La formación del ser individual es, en sí misma, un acto de violencia.

Violencia estéril, al cabo, porque apenas somos espejismos transitorios de esencia individual, irremisiblemente condenados a ser el ser eterno. Hay quien lo llama Dios; de ser así, un Dios indiferenciado y estático. La reproducción del ser individual es el vano intento discontinuo de perpetuar la discontinuidad.

Sin embargo, tenemos en nuestra naturaleza la nostalgia de la continuidad perdida, la tentación del regreso al magma indiferenciado. Es una ansiedad confusa hacia la desindividualización, el abandono del esfuerzo violento para mantener la continuidad. Por supuesto, estas pulsiones se resuelven definitivamente con la muerte. ¿Qué otra cosa es si no?

Pero hay otra vía: el erotismo (Bataille dixit). Toda experiencia erótica tiene en su fin alcanzar al ser en lo más íntimo, disolver nuestra individualidad en la continuidad de lo absoluto. Claro que es una disolución relativa, porque seguimos vivos tras ella y, sobre todo, seremos conscientes de haberla vivido.

De ahí la relación desde siempre entre erotismo y muerte (Eros y Tánatos), pero también la identidad radical entre erotismo y religión. Hablo, claro está, de la mística religiosa. La religión sería la tercera forma, el tercer nivel, del erotismo: el erotismo sagrado, después del erotismo de los cuerpos, después del erotismo de los corazones.

No todo acto sexual es erotismo y cada vez pareciera que menos lo son. Y no obstante es el sexo una de las más fiables vías hacia la fusión con el ser único. La pasión amorosa, por ejemplo, busca en el acto sexual un imposible: la fusión eterna con el amado, mera ilusión (etapa) de la nostalgia metafísica. Es imposible porque llevar la pasión a sus irremediables consecuencias exige la muerte.

Por eso, si el erotismo no deviene en muerte (bástenos con la petite mort) habrá de ser un pacto entre la permanencia (por más que efímera) de nuestra individualidad discontinua y la tentación de eternidad. Momentos de éxtasis puntuales en los que asimos fugazmente los misterios que alimentan las angustias cotidianas, aniquilaciones transitorias de nuestros yoes (tu yo y el mío disolviéndose juntos).

Pero es difícil sostener el equilibrio de este pacto. Intuyo los riesgos de progresar en demasía por el erotismo; uno no regresa indemne de inmersiones en el ser. Quizá por eso, por miedo, huyamos de la verdadera experiencia erótica. Y, sin embargo ...

PS: Este post proviene de la reciente relectura del clásico de Georges Bataille, El Erotismo. Lo leí hacia los veinte años pero, ciertamente, no me acordaba de nada. Me pregunto ahora cómo pude haber entendido algo a esa edad y con mis experiencias de entonces. Dice el propio Bataille que, “sin experiencia, no podríamos hablar ni de erotismo ni de religión”. Para mí, entender lo que significa (lo que puede llegar a significar) la disolución de la individualidad en el ser como centro de la experiencia erótica (en concreto de la sexual) es algo de esta última etapa de mi vida. En gran parte, este blog y muchas de las conversaciones “íntimas” que propicio buscan abrir cauces de comunicación real sobre estas experiencias, si es que las mismas pueden ser comunicables. Añado, como nota curiosa, que lo escrito en este post guarda estrecha relación con otro de hace cuatro meses; entonces no tenía en mente a Bataille (en el subconsciente acaso).



Nota: Pensé ilustrar este post con el video la petite mort de Xnographics Studio (que recomiendo a quien no lo conozca), pero buscándolo en Youtube encontré esta preciosa danza del coreógrafo holandés Jirí Kylián y, aunque larga e incompleta, no me he resistido a ponerla (también se llama la petite mort).

CATEGORÍA: Sexo, erotismo y etcéteras

sábado, 26 de enero de 2008

Recursos morales y homenajes

El otro día, durante el ratito que vi el programa 59” en el que salía el ministro Alonso, me enteré de que las víctimas del terrorismo son el gran recurso moral de la democracia. Pretendía el ministro con esta grandilocuente expresión criticar la supuesta apropiación partidista de las víctimas; las víctimas no son del PP, estaría insinuando, sino de todos los demócratas. No hace falta decir que todos participantes en el debate mostraron su absoluta conformidad con esa afirmación.

Pues vale, pero a mí, cuando oigo este tipo de frases, me asalta la incómoda duda de si me he vuelto gilipollas. Estoy llegando a la conclusión de que tengo graves limitaciones en el manejo semántico de las metáforas. La acepción de recurso, entre todas las que aporta el DRAE, que me parece pertinente es la que lo define como “medio de cualquier clase que, en caso de necesidad, sirve para conseguir lo que se pretende”. Supongo que, al parecer del ministro, los demócratas lo que queremos conseguir, a este respecto, es el fin del terrorismo (por cierto, este deseo no creo que sea exclusivo de los demócratas, salvo que entendamos, en otra voltereta demagógica, que no ser demócrata equivale a estar a favor del terrorismo). Pues entonces, uno de los medios (el gran recurso) para lograrlo son las víctimas. Menos mal que hay víctimas, porque si no las hubiéramos careceríamos de este gran recurso.

Alto, que me acabo de descubrir cayendo yo también en el pecado que critico. El ministro no ha dicho que las víctimas sean el gran recurso a secas, sino el gran recurso moral. Dicho de otra forma, hay otros medios para alcanzar el fin del terrorismo que pueden ser más importantes, pero son de otra naturaleza, no son recursos morales. Porque, eso sí, entre los recursos morales, el más grande (eso connota el artículo determinado), lo forman las víctimas. Me pregunto, entonces, qué son los recursos morales. El Diccionario, en este caso, no me ayuda demasiado a entender como califica este adjetivo a ese sustantivo, así que me veo obligado a elucubrar. Imagino pues que calificando a las víctimas de recurso moral se quiere decir que su existencia legitima la pretensión de los demócratas de acabar con el terrorismo, permite que este deseo sea calificable moralmente como bueno.

En fin, qué peligro tienen las metáforas. Ya me resulta llamativo considerar a las víctimas como recurso de nada, pero es que vincular la legitimidad de la lucha democrática antiterrorista a su existencia. ¿Cuántas más víctimas haya, más se engrosará el recurso moral? ¿Las víctimas “etarras” de la guerra sucia (época GAL, pro ejemplo) son, a su vez, recursos morales de los terroristas? No sé, si yo fuera víctima (víctimas de ETA somos todos, dijo alguien en ese programa) no me gustaría mucho que me llamaran recurso moral. Pero mejor no darle muchas vueltas al tema.

Y ya que hablo de víctimas, me enteré ayer de que el Cabildo de Tenerife, la institución que representa el gobierno insular, erigirá un monumento en memoria de los fallecidos por el sida. Parece que la iniciativa no es de la Corporación, sino de una Asociación de afectados (Unapro) que, desde hace años, mantiene una estrecha colaboración con el Instituto de Atención Social y Sociosanitario (IASS). Se pretende que este monumento (todavía no se ha decidido dónde se erigirá) acoja las celebraciones anuales del Memorial Internacional del sida, un acto para propiciar la discusión, reflexión y compromiso de la ciudadanía respecto a esta enfermedad, así como también recordar a los fallecidos. Nada que objetar a que se fomente que sepamos más de esta enfermedad, y también de muchas otras, tan o más terribles que el sida. Lo que me ha llamado la atención (que es además el titular de la noticia en los periódicos) es lo de “rendir homenaje” a quienes han muerto.

Yo pensaba que los homenajes son actos de reconocimiento a alguien por sus méritos; a mi modo de ver, que alguien contraiga una enfermedad no es un mérito, como tampoco lo es que muera a causa de la misma. Al sentimiento que me despierta una persona enferma lo he llamado siempre compasión; lo que hace que la compasión se movilice en actos de ayuda siempre lo he llamado solidaridad. Recordar a los muertos amados es una constante de nuestra especie … Pero parece que estas palabras, las que en castellano significan sentimientos y valores humanos dignísimos, no son ya suficientes. Entonces, sin explicar cuáles son los méritos pertinentes, se cambian a homenaje. Se me ocurre que, en el caso concreto del sida, puede ser una muestra más de la ley del péndulo. En sus inicios, quienes contraían la enfermedad eran unos apestados y el sida el “justo” castigo a sus pecados; además de los terribles dolores físicos y la trágica muerte final, estas personas sufrían la exclusión social. Pero un error antiguo (por más que haya generado tantísimo dolor injusto) no se corrige con un error moderno (por más que sus consecuencias parezcan inocuas).

Se me puede decir que qué más da. A mí sí me da esta distorsión (interesada) del lenguaje que, a lo único que lleva, es a vaciar de sus significados a las palabras, confundiéndolas todas en un puré ambiguo que facilita su uso demagógico, como voces biensonantes para adormecer a los borregos en que quieren convertirnos. Demos pues homenajes vacuos a los fallecidos por sida y por el cáncer, en accidentes de carretera, a los enfermos de alzheimer, etc, etc … Estos son actos que gustan mucho a los políticos (tienen rentabilidad electoral) y no requieren, para subirse al carro, sentir compasión. Por otra parte no cuestan mucho: según dice la web del IASS, a la asociación de afectados de sida se les da una subvención de menos de 10.000 euros anuales; compárese esta cifra, por ejemplo, con la que el Ayuntamiento santacrucero dedica a subvencionar a los grupos participantes en el Carnaval. Hipocresía y más hipocresía. Baste decir, para acabar, que a uno de los actuales políticos del Cabildo tinerfeño le escuche decir hace unos quince años (bien es verdad que en un ambiente de parranda y con bastantes copas encima): esto del sida es trágico, pero no se puede negar que los maricas se lo han buscado.

CATEGORÍA: Política y Sociedad

miércoles, 23 de enero de 2008

Historia verdadera de amor/desamor y sexo (V)

La escena de la ruptura ocurrió un miércoles por la tarde, cuatro días después del encuentro con Filipe. Los días anteriores, pese a sus buenos propósitos de buscar la forma de reconstruir su relación, Zenón se había visto con una Laia distante y hosca, aunque no abiertamente agresiva; fue pues, dejando pasar el tiempo a la espera de una oportunidad adecuada para plantear el diálogo. Pero no hubo ocasión. El miércoles, nada más abrir la puerta de su vivienda, Laia desde el sofá de la sala le dijo que quería que se fuese de casa inmediatamente, que ya no podía seguir viviendo con él. No es difícil imaginar la sorpresa y el desconcierto de mi amigo; enseguida detectó un timbre de odio en la voz de su mujer y no supo reconocer la mirada que le clavaba. Sentí, me dijo, como si estuviera ante otra persona; no era ya Laia cabreada, era una mujer desconocida que tenía su cuerpo, su apariencia.

Zenón dejó su maletín y, balbuceando preguntas, empezó a caminar hacia Laia. Antes de que llegara a su lado, ella le conminó a detenerse: no te me acerques, no quiero que me toques, ni siquiera sentirte cerca; quiero que recojas tus cosas y que te vayas. Mi amigo amagó un par más de aproximaciones, pero el rechazo fue violentísimo, absolutamente cortante y agresivo. Se dio cuenta de que no iba a lograr que la mujer que él conocía y amaba asomase mínimamente por algún resquicio de esa gorgona inesperada. Vale, concedió, me voy, ya hablaremos en otro momento. Pero, al menos, dime qué he hecho, qué te pasa. Entonces Laia añadió desprecio al odio de su mirada (Zenón me dijo que nunca antes había visto tanta expresividad en su mujer) y le escupió: Me has engañado, traicionado, de la peor forma posible. Eres un degenerado y me produces asco. Y me has hecho daño, mucho daño.

Zenón comprendió que su mujer sabía (cuánto y qué todavía eran incógnitas) y que el descubrimiento le había sacudido tremendamente y que reaccionaba cerrándose más en sí misma y rechazándole con odio, con repugnancia. Pero, al mismo tiempo que imaginaba y entendía los sentimientos de Laia, le embargó una intensa vergüenza y sensación de derrumbamiento completo. Sentí, me dijo, como si mil microscópicos leñadores en el interior de mi cuerpo golpearan a la vez con sus hachas mis huesos, arterias, nervios y me llegara un dolor infinito acompañado del abatamiento de todo mi ser al quebrarse todos sus soportes. Las piernas se le doblaron y hubo de apoyarse en la pared, el rostro se le enrojeció intensamente, un mareo le nublo la vista y zarandeó su equilibrio, una náusea de sabor acre le anegó la boca, notó la zarpa de la angustia oprimiéndole el estómago. No supo qué decir, qué hacer: el golpe lo había noqueado. Apenas con un susurro repitió “me voy” y tambaleándose dio la vuelta y salió de su casa.

Casi sonámbulo bajó hasta el garaje, arrancó el coche y callejeó sin rumbo durante casi una hora. Conducía de forma automática, sin reconocer por donde pasaba, como si estuviese en una ciudad desconocida. Poco a poco, la opresión y el martilleo del pecho fueron amortiguándose y comenzó a percibir el entorno. Se asombró al descubrir que estaba cerca de su trabajo, parado en un semáforo a un hotel recientemente inaugurado. Aparcó y tomó una habitación y en ese momento, en la pregunta muda que dibujaban los rasgos del recepcionista, se dio cuenta de que ni siquiera llevaba una muda, tan solo el maletín con los papeles del curre. Eran las ocho de la noche. Subió a la habitación, se desnudó y se tumbó en la cama. Creía que no podría dormir y, sin embargo, en unos instantes cayó en un sueño profundo. Durmió de un tirón hasta las diez de la mañana. ¡Catorce horas seguidas! No se lo podía creer, jamás había dormido tanto seguido. Se levantó aturdido, con el cuerpo a la vez descansado y dolorido y la mente confusa. La angustia, si no desaparecido, por lo menos había disminuido notablemente.

Ese día no fue a trabajar. Se acercó a un Corte Inglés y compró algo de ropa, artículos de higiene y unos libros. Confirmó en el hotel que estaría unos días y volvió a encerrarse en la habitación. Allí estuvo leyendo, viendo la tele, dormitando de cuando en cuando. Sin fijarse en la hora, en dos ocasiones pidió comida al servicio de habitaciones. Dejaba pasar el tiempo y en lo único que ponía empeño era en no pensar. El móvil se le había quedado sin batería y le gustó sentir que nadie podía localizarle. Hacia las tantas apagó las luces y se durmió. Esta segunda noche fue más corta, las seis horas habituales. Eran las nueve de la mañana de un viernes. Desde su cuarto, Zenón telefoneó al trabajo y habló con Loli, su compañera de despacho. El día anterior, por la tarde, Laia había llamado preguntando si sabían dónde estaba. Qué ha pasado, quiso saber su amiga. Tenemos problemas, ya te contaré; si Laia vuelve a llamar, prefiero que no le digas que has hablado conmigo. De acuerdo, pero ... ¿Cómo estás? ¿Dónde? ¿Necesitas algo? No te preocupes, Loli, estoy bien; confuso, pero bien. Hoy tampoco iré por ahí, necesito tiempo para pensar. Supongo que nos veremos el lunes.

Pasó el viernes de forma muy parecida al jueves. La variación fue que, de rato en rato, interrumpía lo que estuviera haciendo y escribía algunas ideas en las hojas blancas con membrete del hotel. Eran ráfagas de pensamientos inconexos, retazos de una especie de brain storming semiconsciente que, de forma involuntaria, bullía en su cabeza. No llamó a Laia, pero la idea de que habría de hacerlo centelleaba en su mente como un anuncio luminoso. Esa noche, antes de acostarse, se sentó a poner por escrito un guión de tareas; la mayor parte estaba dedicada a anticipar su próxima conversación con Laia.

El sábado, hacia media mañana, telefoneó a su mujer. Zenón adivinó en la voz de Laia nerviosismo, preocupación, miedo, pero también rabia y rencor, aunque más atenuados que cuando le echó de casa. Debemos hablar, Laia; sí claro, en tono extrañamente sumiso, cuando quieras. ¿Te parece que vaya para allá? Sí, te espero. En una hora, mi amigo estaba delante de la puerta de su casa. Iba a abrir con su llave pero se vetó el gesto y tocó el timbre. ¿Y tu llave? Preguntó Laia al abrir. Me echaste, ¿recuerdas? Ella calló y apartó sutilmente la cara abortando un posible inicio de beso. Pasaron a la sala. Zenón se sentía relativamente tranquilo y comprobó que ahora era su mujer la que parecía asustada. Bien, le dijo él, díme lo que sabes de mí, lo que tanto te ha dolido y luego te contaré yo. Ella intentó que fuera él quien hablara primero, pero mi amigo se mantuvo firme. Entonces Laia comenzó a contarle sus sospechas, cómo había indagado en su ordenador, cómo había descubierto las imágenes y videos homosexuales, los nombres y teléfonos de contactos gays; le dijo que al principio no entendía nada, no quería entenderlo, pero que poco a poco había ido asumiendo que su marido era homosexual. De pronto, la pobreza de su vida sexual se le antojó debida a que a Zenón le gustaran los hombres, olvidando que había sido ella la cada vez más apática; de pronto, sus insatisfacciones soterradas, que ni ella misma tenia claras, se las explicó por la homosexualidad de su cónyuge. Y según todas estas ideas iban confusa y desordenadamente impresionando sus pensamientos, le crecía una sensación dolorosa de rabia hacia Zenón y de autocompasión; se sentía -esto se lo repitió muchas veces- engañada, injusta e inmerecidamente engañada.

Zenón trató de explicarle que no creía ser homosexual, que lo que había Laia descubierto eran los materiales de una fantasía que no se había atrevido a compartir con ella. Le dijo que él la amaba, que la deseaba, que nunca habían dejado de gustarle las mujeres y ninguna menos que ella. Le habló de cómo su vida de pareja se había ido degradando y de la necesidad de redescubrirse, de desnudarse el uno con la otra y ser mutuamente honestos. En un ingenuo intento de probar sus afirmaciones le contó su experiencia con Filipe y cómo la misma le había convencido de que tenían que enfrentarse ambos con su relación, vivificarla. Laia le escuchó aparentemente calmada. Cuando su marido hizo una pausa, volvió a hablar para decirle que no quería seguir oyéndole porque lo que le contaba le hacía mucho daño. Yo no puedo entender eso, Zenón. Y, quizás por no poder entenderlo, no puedo creerlo. Es verdad que nuestra relación de pareja no vivía sus mejores momentos, pero ahora siento que todo era mentira, que no estaba con quien yo creía estar. Siento que todo en lo que consistía mi vida se ha hecho añicos y que el culpable de ese destrozo eres tú. Siento, te lo tengo que decir, mucha rabia hacia ti; y también asco. Es la repugnancia de sentir algo asqueroso que te lo están metiendo en el interior y, como eres tú quien me lo está metiendo, ese asco hacia ti y hacia mí misma me genera más rabia.

Laia hablaba casi llorando y Zenón no dudó que lo que decía era lo que de verdad sentía. No había nada que hacer, salvo acordar las mínimas cuestiones prácticas de una separación ineludible e inmediata. Mi amigo le propuso volver al día siguiente y, en ausencia de ella, recoger algunas cosas. Vamos a dejar que pase el tiempo, Laia, los dos necesitamos pensar, hablar con personas que nos ayuden, esperar a que estos sentimientos tan fuertes y dolorosos se debiliten. Quiero que sepas que te quiero, pero también que entiendo cómo te sientes. Has de ser tú, cuando lo consideres conveniente, quien diga lo que hemos de hacer. Entretanto, concédeme no tomar ninguna decisión irrevocable. Dejemos estar las cosas, no nos agredamos y ya veremos. Laia le oía asintiendo con la cabeza gacha, el cuerpo encogido, como si estuviera sin fuerzas. Zenón calló y dudó un rato; finalmente, se levantó y salió.

Al día siguiente, en efecto, Zenón fue a la casa y recogió en una maleta su ropa y algunos libros. Antes de salir dejó su llave sobre la consola del vestíbulo. El lunes, en el trabajo, sin apenas entrar en detalles, le explicó a Loli que su matrimonio estaba en una crisis, que habían acordado separarse temporalmente para pensar. Su compañera, buena amiga, le ofreció un pequeño apartamento de su propiedad que estaba vacío en esas fechas. Esa misma tarde se mudó y empezó su nueva vida en soledad y tristeza. Habían pasado dos semanas, me dijo en esa primera conversación. Se había hecho ya tarde y yo tenía cosas que hacer. Nos despedimos quedando en vernos con más frecuencia. Y así ha sido durante estos últimos seis meses; hemos salido con frecuencia, los dos solos para hablar y, en contadas ocasiones, con otra gente. De forma que he podido presenciar en situación privilegiada la evolución del estado de ánimo de Zenón así como de sus ideas y sentimientos.

Dos o tres semanas después de la conversación que he narrado (era el mes de julio), me telefoneó Laia. Quería que quedásemos para conversar.


PS: La canción proviene de un magnífico album que Robert Plant (el cantante de Led Zeppelin) y Alison Krauss (una cantante norteamericana de country que yo desconocía) han publicado en 2007. Reciente descubrimiento que me encanta.

CATEGORÍA: Sexo, erotismo y etcéteras

sábado, 19 de enero de 2008

Pobre Dorothy

Supongo que casi todos saben quien fue Judy Garland. Sí, Dorothy, la preciosa niña con coletas protagonista de El mago de Oz (1939). Judy (que no se llamaba Judy sino Frances) tenía entonces dieciséis años, pero ya era una veterana en el mundo del espectáculo. Los padres de la pequeña Frances, la menor de tres hermanas, provenían del vodevil de los alegres primeros años del siglo pasado. En el 26, debido según parece a que Frank Gumm, el padre, fue acusado de insinuaciones homosexuales en su teatro, la familia se mudó desde Minnesota a Lancaster, en el sur de California. Una vez allí, todo el afán de Ethel, la mamá, fue colocar a sus niñas en Hollywood. Ya desde Minnesota, las tres niñas (Suzy, Jimmie y Baby) formaban un conjunto llamado las Gumm Sisters. Como ese nombre se prestaba a chacotas, en 1934 pasaron a llamarse las Garland Sisters y Frances eligió llamarse Judy (por una canción de moda). Así creció esa cría, de actuación en actuación (viajes incluidos) buscando (¿ella o su madre?) el salto a la fama.

Con trece años consiguió un contrato con la Metro Goldwyn Mayer (MGM) pero en el estudio no sabían muy bien qué hacer con ella. Gracias a sus dotes como cantante, un par de años después llamó por fin la atención de los ejecutivos que le empezaron a dar papeles lucidos en filmes musicales: Broadway Melody, en 1937, y los primeros con Mickey Rooney (a mí, de pequeño, éste me caía fatal). Poco después le llegaría la gran oportunidad: El Mago de Oz. Gracias al tremendo éxito de esta peli, la Garland pasó a ser una de las estrellas más firmes de la Metro y consolidó una carrera de actriz y cantante. A partir de entonces, Judy empezó su apasionada y voluble vida amorosa. Antes de cumplir los dieciocho se enamoró del compositor David Rose, doce años mayor que ella y que ya estaba casado; se casaron en julio del 41, él con 31 años, ella con 19. Eran los años de la guerra y Hollywood cumplía su obligación patriótica de producir películas que levantaran los ánimos. Sin embargo, la Garland parece que no se sentía cómoda consigo misma y con su vida; lo cierto es que su madre y la gente de los Estudios la mangoneaban a placer y mucho debieron influir en la ruptura del matrimonio en enero del 43. Luego se casaría con Vincente Minnelli (1945-1951) con quien tuvo a la famosísima Liza, con su manager Sid Luft (1952-1964), dos hijos, Lorna y Joey, con el actor Mark Herron (1965-1969), de quien se dijo que era gay, y por quinta y última vez con Mickey Deans (doce años menos que ella), en 1969, tres meses antes de morir en un baño de Londres a causa de una sobredosis de barbitúricos (seconal). Tenía 47 años.

Para quien le interese, las pastillas que ingirió Judy tienen una larga historia en muertes célebres; presuntamente están implicadas, entre otras, en las de Jimi Hendrix y Marilyn Monroe. El secobarbital está indicado para el tratamiento de la epilepsia, de forma temporal el insomnio e incluso para inducir leves anestesias en procedimientos quirúrgicos o terapéuticos poco dolorosos. Durante los sesenta y los setenta estas pastillas alcanzaron bastante popularidad con finalidad recreativa; cito de la imprescincible "Historia de las Drogas" de Escohotado: "... los barbitúricos son fármacos que excitan la extraversión y desinhiben ... Su efecto ostensible es una mezcla de embriaguez y sueño, acompañada del placer que para el acosado por su conciencia tiene el embotamiento, y de la satisfacción obtenida por el tímido cuando accede al más incondicional desparpajo". Por aquellos años, los barbitúricos (y entre ellos, seconal era la estrella) tenían muy buena prensa (se consideraban "medicinas", no "drogas"); sin embargo, su uso masivo había creado una enorme población de adictos y causaba más de mil muertes anuales por "sobredosis accidentales", sólo en Estados Unidos.

No he leído ninguna de las más de dos docenas de biografías de Judy Garland (apenas unos ratos buceando en la red) pero no creo errar mucho si apuesto a que no debió ser demasiado feliz; parece, por el contrario, que vivió frecuentemente atormentada. En demasiadas de sus relaciones, incluyendo a su propia madre, abundaron los enfrentamientos cargados de reproches; sus últimos años fueron la típica cuesta abajo profesional y psicológica de alguien que sufre, que busca su propia destrucción; basta ver la evolución de su apariencia física para darse cuenta del deterioro del cuerpo y del alma.

¿Por qué escribo sobre la Garland? Pues porque estoy leyendo Chronicles, la autobiografía de Bob Dylan (de éste sé bastante más), y en uno de los primeros capítulos cuenta que, recién llegado al Village neoyorkino (en el invierno del 61) frecuentaba el Gaslight (116 MacDougal Street), un local abarrotado de gente que bebía y escuchaba a cantantes folk. Allí había una máquina de discos (me imagino la típica gramola americana), la mayoría de ellos de jazz. En un par de ocasiones echó una moneda y puso The Man That Got Away, cantada por Judy Garland. Y dice Bobby: "Ese tema siempre me producía un efecto curioso, aunque nada muy espectacular ni brutal. Simplemente era bonito escucharlo. Judy Garland había nacido en Grand Rapids, Minnesota, ciudad situada a unos treinta kilómetros de donde venía yo. Escuchar a Judy se me figuraba como escuchar a la vecina. Era muy anterior a mi época y, como dice la canción de Elton John, "me habría gustado conocerte, pero no era más que un crío". Harold Arlen era el compositor de The Man That Got Away y de la cósmica Somewhere over the Rainbow, que también cantaba Judy Garland. En los temas de Harold yo detectaba toques de blues rural y flok. Había un vínculo emocional y no podía dejar de notarlo".

Me llamó la atención este párrafo y me provocó investigar un poquillo. La verdad que el estilo musical de Judy Garland (o las canciones de Harold Arlen) no me pegan demasiado con Dylan y mucho menos con lo que por esos tiempos hacía. Hay que tener en cuenta que en el párrafo anterior ha sido escrito por un hombre de sesenta y pico tacos rememorando lo que hacía un chaval de diecinueve recién llegado a la "capital del mundo" desde el paleto Medio Oeste. ¿No será que el Dylan experimentado está reinventándose al crío que fue, dándole una madurez y profundidad de juicio sobre música, literatura, objetivos vitales que, a mí por lo menos, me resulta poco verosímil? Vaya usted a saber.

Para acabar, comentaré que las dos canciones que cita Dylan son seguramente las más populares tanto de Judy Garland como de su compositor, Harold Arlen. Es curioso que ambas fueran escritas para ser cantadas por ella en sendas películas (Wizard of Oz y A Star is Born). En esta última, de 1954, una Judy Garland de 32 años alcanza su mayor altura como actriz. Fue, efectivamente, nominada al Oscar y todos los críticos la daban por segura ganadora. No fue así, sin embargo (se lo llevó Grace Kelly, futura princesa de Mónaco), lo que motivó un famoso telegrama de Groucho Marx a Judy en el que le decía que el fallo del Jurado había sido un enorme y descarado robo. Por cierto (y ya sí que acabo) Over the Rainbow (la "cósmica" canción –Dylan dixit– del Mago de Oz) es la primera de una lista de las 100 mejores canciones del cine americano, según el American Film Institute (The Man That Got Away es la undécima). No estoy muy de acuerdo, en esa lista hay muchas otras canciones para mí son bastante mejores; pero es lo que pasa con las listas. Oigamos la undécima:



CATEGORÍA: Personas y personajes

jueves, 17 de enero de 2008

Historia verdadera de amor/desamor y sexo (IV)

Cuando Zenón calló, me di cuenta de que, como había dicho, llevaba un rato sin mirarle, eludiendo el contacto visual. No me gustó ver que así me comportaba; me pareció que estaba siendo cobarde, que no era capaz de ponerme a su altura. Como bien decía mi amigo, al exponerme esas intimidades suyas me estaba violentando. Y en ese momento me percaté de que me sentía violento porque, para asumir lo que me contaba en el nivel de empatía necesario, había de alguna manera de interiorizarlo, de hacer mías esas sensaciones, esos sentimientos de Zenón. No es que yo tuviera que sentir similares deseos homosexuales, pero sí tendría que admitirlos como propios de mi naturaleza, dando un contenido no meramente retórico al verso de Terencio: Homo sum, humani nihil a me alienum puto. Estar a la altura de Zenón, responder a lo que implícitamente me pedía abriéndome su intimidad, me exigía pues ser capaz de entender, aceptar y no juzgar, y todo eso no era posible sin remover prejuicios y revolver aguas profundas y oscuras de mi interior. Mi problema (lo que originaba mi incomodidad) no radicaba en el plano racional, sino en capas inconscientes y, por eso, con mucha mayor incidencia sobre las emociones. Justamente, sacar a la luz consciente esos prejuicios generadores de tantas emociones confusas y desagradables (asco, miedo, vergüenza, culpa, etc) era el primer e imprescindible paso para superarlos.

Así que, al darme cuenta de lo que me estaba pasando, sentí vergüenza y, a la vez, admiración hacia Zenón que, con su forma de hacérmelo notar, me daba una nueva lección de valentía y delicadeza. Levanté la vista y le miré. Sonreí. Tienes razón, le dije, no es que me estés haciendo daño, pero sí es verdad que me está costando escucharte, asimilar lo que me cuentas. Pero, creo que, igual que dices que sería bueno para ti contármelo, por motivos análogos ha de ser bueno para mí escucharte. Me has pedido permiso, gesto que te agradezco. Lo tienes. Yo voy a pedir un gin-tonic, ¿tú qué quieres?

Con la segunda ronda de copas sobre la mesa, Zenón prosiguió su relato. Filipe le hizo pasar una habitación pequeña en la que había una cama individual pegada a la pared; el ambiente no era excesivamente erótico, más bien algo cutre. ¿Quieres que empecemos con el masaje? Sí, dijo mi amigo, que en esos momentos no sentía ninguna excitación erótica. Se desnudó, dejándose el calzoncillo, y se echó de espaldas en la cama. Filipe empezó a desentumecerle los músculos de los hombros y la parte superior de la espalda; lo hacía bien, un masaje "deportivo" bastante profesional. En esa época Zenón estaba bastante estresado, lo que le repercutía en sobrecargas musculares (de eso yo sé mucho); así que agradeció mucho el masaje y se abandonó a las tan satisfactorias sensaciones de los músculos doloridos. Sensaciones muy agradables, sin duda, pero sin un ápice de excitación sexual. Casi se estaba olvidando de para qué estaba ahí, cuando sintió que Filipe le bajaba el calzoncillo y acariciaba el culo. Mi primera reacción fue de alarma, me dijo, e inmediatamente me sorprendí de sorprenderme; la verdad es que no me apetecía pero decidí que no iba a negarme a probarlo. Así que se dejó quitar el calzoncillo y se giró ligeramente para descubrir que Filipe se había desnudado y tenía una buena erección. ¿Te gusto? Le preguntó el brasileño; y mi amigo, reconociendo que ese cuerpo podría haberle excitado en el ordenador de su casa, comprobó que en esos momentos sólo le producía una sensación de ridículo. Lo curioso para mi amigo fue que él sí parecía gustarle a Filipe o, si no, el chico era un estupendo profesional que se esforzaba en excitarle y demostraba (¿fingía?) grandes deseos de follarle.

No voy a entrar en detalles (aunque Zenón me contó bastantes). Baste decir que mi amigo se esforzó en experimentar lo que con tanto morbo había fantaseado. Al principio no me apetecía pero tampoco sentía rechazo, me dijo, pero a medida que Filipe intentaba "profundizar" en la práctica sexual, la apatía fue tornándose en resistencia; una resistencia que provenía no de la mente consciente, sino del cuerpo, de las emociones, qué sé yo. Empezó pues a intensificársele una sensación de malestar y agobio, por lo que le dijo a Filipe que lo dejara, que no funcionaba, probablemente no estaría preparado. El chico, muy comprensivo, le restó importancia y se ofreció a seguir con el masaje. Pasaron así unos veinte minutos muy "decentes": Filipe descontracturando la espalda de Zenón, éste abandonándose al placer físico del masaje, y ambos conversando con toda naturalidad sobre la vida y experiencias del brasileño (mi amigo tenía curiosidad por saber las características de las personas que requerían estos servicios y a Filipe le encantaba hablar). Luego, Zenón se vistió, pagó y se fue.

Volviendo a su casa, mi amigo se notaba confuso y tranquilo, a la vez. De una parte, estaba contento consigo mismo por haberse atrevido a hacer algo que tanto miedo le daba. De otra parte, no terminaba de entender por qué, lo que como fantasía tanta excitación le producía, al ser una realidad le había producido primero indiferencia y luego rechazo. Pensó que a lo mejor había sido el ambiente poco erógeno; el hecho de pagar que le restaba espontaneidad, lo que para él era importante; sus propios prejuicios que habían podido más que sus deseos, paralizando la libido ... También pensó que a lo mejor la fantasía había sido desarrollada por su mente al margen de su verdadera sexualidad, casi como una acrobacia derivada de su monotonía y carencias eróticas. No lo tenía entonces nada claro, pero el descubrimiento de esa confusión fue, en sí mismo, revelador de algo en lo que hasta entonces no había reparado: su sexualidad (¿la de todos?) era compleja y llena de potencialidades. Y por esas fechas llevaba demasiado tiempo prescindiendo de ella, aletargándola. Conduciendo de vuelta a su casa, tras su primera y fallida experiencia homosexual, Zenón decidió que no quería renunciar a su vida sexual. Y en esa decisión, Zenón quería contar con Laia.

Mi amigo llegó a su casa pues con la idea de que tenía que afrontar con Laia la situación de sequía sexual de su matrimonio, tenía que forzarse y forzarla a poner delante de ellos, a sacar a la luz, las decepciones y frustraciones que habían ido acumulando y que percibía como flores pudriéndose en una habitación cerrada; renovar las flores y airear la estancia. A medida que se acercaba a su domicilio iba entusiasmándose, sintiendo que quería a su mujer, que la deseaba, que ansiaba recuperar con ella antiguas emociones. Pensó desviarse para comprarle flores, pero no lo hizo. Cuando entró a la casa, Laia estaba en el dormitorio, las persianas bajadas. Le dijo que le dolía la cabeza y que no quería comer. Zenón la notó enfadada y, de golpe, se le fueron las ganas de estar a su lado. Entonces no lo sabía, pero ya su mujer había descubierto casi todo lo que el ordenador permitía descubrir. Una semana después, sin que Zenón hubiera tenido ocasión de poner en práctica sus buenas intenciones, se escenificaría la ruptura.


CATEGORÍA: Sexo, erotismo y etcéteras

lunes, 14 de enero de 2008

Ácido sulfúrico

El último grito en programas televisivos de entretenimiento se llama "Concentración". Un equipo de televisión hace una redada por las calles de una ciudad para reclutar a los participantes de este reality show, escogiendo aleatoriamente entre la población. Los participantes serán trasladados al plató en vagones precintados, como los que transportaban a los judíos durante la época del exterminio nazi, y serán internados en un campo en el que otros concursantes desempeñan el papel de kapos. Bajo la estricta vigilancia de la cámara de televisión los prisioneros serán golpeados y humillados de cualquier modo, todo es válido mientras suban los niveles de audiencia. (De la contraportada).

Esta es la idea que le sirve a Amélie Nothomb para desarrollar una breve novela, Ácido Sulfúrico (Anagrama, 2007). Llevaba un tiempo topándome con el nombre de esta joven autora belga en varios sitios y descubriendo que despertaba bastante entusiasmo entre quienes la habían leído. Por fin he conseguido una novela (en realidad he conseguido dos, pero la segunda todavía no la he leído) y entiendo que no deje indiferente. Sin entrar en valoraciones sobre su calidad literaria, lo que sí puedo decir es que se lee fácil y rápidamente y te da motivos para pensar. Lástima las dos o tres flagrantes aberraciones ortográficas que se han colado en la edición de que dispongo.

Esta especie de Gran Hermano de última generación que describe la Nothomb no me resulta descabellado; pienso que la autora no ha tenido más que llevar hasta sus últimas consecuencias (o, a lo peor, ni siquiera hasta las últimas) lo que estamos viendo que es la evolución de este género televisivo. Para mayor mediocridad imaginativa o cultural (a diferencia de mis propuestas como guionista) simplemente se toma una referencia tan cercana y manida como el Holocausto. En el campo de concentración televisivo se tortura y se mata, concediendo a los telespectadores (ya avanzado el concurso), en la mejor tradición, el derecho de nominar a los condenados. Todos, organizadores, kapos y audiencia (sólo puede excluirse a las víctimas), han llegado al nivel más humillante, más vergonzoso más indigno que imaginarse quepa.

Me surgen dos preguntas. La primera es obvia: supuesto que llegara a existir un programa así: ¿alcanzaría tan altísimos, casi universales, índices de audiencia? ¿participarían masivamente los telespectadores en las condenas a muerte? Amélie Nothomb no deja ninguna duda al respecto: por supuesto que sí; sería un tremendo éxito mediático, por más que la gran mayoría de los telespectadores se mostraran unos a otros lo mucho que les escandaliza que hayan llegado hasta ese extremo. Estoy totalmente convencido de que la autora tiene razón. En un momento de la historia, la protagonista se dirige a la cámara y grita alto y fuerte:

–¡Espectadores, apaguen sus televisores! ¡Ustedes son los peores culpables! ¡Si no proporcionaran una audiencia tan alta a este monstruoso programa, hace tiempo que ya no existiría! ¡Los verdaderos kapos son ustedes! ¡Y cuando miran cómo morimos, los asesinos son sus ojos! ¡Son nuestra cárcel, son nuestro suplicio!

Obviamente, lo único que consiguió fue aumentar la audiencia.

La segunda pregunta que se me ocurre es: ¿podría hacerse realidad tal aberración? En la novela no se responde porque no es necesario; a los efectos de esta especie de fábula inquietante basta con que sea la premisa de partida, sin que sea relevante su verosimilitud (siempre que el relato que deriva de ella sí la tenga, como es el caso). Desde luego, producir y emitir un concurso así supondría un cúmulo de actos que son criminales en cualquier país del mundo. Pero la naturaleza delictiva de esta idea no es ninguna garantía de su inviabilidad real. No me cuesta demasiado imaginar a una organización criminal que secuestre ciudadanos, los traslade a un campo de concentración oculto en algún lugar lo más inaccesible, defendido adecuadamente, y desde allí se dedique a grabar y transmitir en directo un programa como el que describe la novela, apañándoselas con los medios técnicos precisos para poder llegar a los televisores de los países occidentales. No me cuesta demasiado imaginar que sea una emisión de pago y suponer que mucha gente pagaría para ver el concurso o que muchas empresas pagarían para anunciar sus productos en los espacios publicitarios.

Si creemos, como yo creo, que un programa así sería un éxito de audiencia y, por tanto, capaz de generar suficiente negocio económico, antes o después se hará. La única garantía para que la ficción de Amélie Nothomb lo siga siendo sería que cambiasen las tendencias en lo relativo a las audiencias; y no parece que vayan por ahí los tiros. De lo que estoy seguro es que, cuando concursos de este tipo aparezcan, habrá álgidos debates en los que todos los fantoches de los programas telebasura pontificarán escandalizados sobre lo bajo que estamos cayendo.


CATEGORÍA: Literaturas

domingo, 13 de enero de 2008

Ángel González

El viernes por la noche o en la madrugada del sábado (no he logrado desvelar este detalle nimio) murió Ángel González. Un poeta espléndido, un hombre que me parecía noble y bueno, aunque no lo conociese. No soy buen lector de poesía y, sin embargo, González era de los pocos a los que, de cuando en cuando, recurría. Me da pena que se haya ido; nada más puedo decir. Copio tres poemas suyos; de entre los que más me gustan, los que he encontrado en la Red. Leedlos en voz alta, despacio, dejando que las palabras calen vuestras corazas y aneguen vuestras almas: dejadlas que os hablen desde dentro.


Voz que soledad sonando

por todo el ámbito asola,

de tan triste, de tan sola,
todo lo que va tocando.

Así es mi voz cuando digo

—de tan solo, de tan triste—
mi lamento, que persiste

bajo el cielo y sobre el trigo.


—¿Qué es eso que va volando?

—Sólo soledad sonando.


De ÁSPERO MUNDO (Madrid, Adonais, 1956)


TODO AMOR ES EFÍMERO

Ninguna era tan bella como tú
durante aquel fugaz momento en que te amaba:
mi vida entera.

De PROSEMAS O MENOS (Santander, Hiperión, 1984)


Para que yo me llame Ángel González,
para que mi ser pese sobre el suelo,
fue necesario un ancho espacio
y un largo tiempo:
hombres de todo el mar y toda tierra,
fértiles vientres de mujer, y cuerpos
y más cuerpos, fundiéndose incesantes
en otro cuerpo nuevo.
Solsticios y equinoccios alumbraron
con su cambiante luz, su vario cielo,
el viaje milenario de mi carne
trepando por los siglos y los huesos.
De su pasaje lento y doloroso
de su huida hasta el fin, sobreviviendo
naufragios, aferrándose
al último suspiro de los muertos,
yo no soy más que el resultado, el fruto,
lo que queda, podrido, entre los restos;
esto que veis aquí,
tan sólo esto:
un escombro tenaz, que se resiste
a su ruina, que lucha contra el viento,
que avanza por caminos que no llevan
a ningún sitio. El éxito
de todos los fracasos. La enloquecida
fuerza del desaliento...

De ÁSPERO MUNDO (Madrid, Adonais, 1956)

PS: En estas dos webs: poesía-inter.net y a media voz, podéis encontrar varios poemas de Ángel González. Pero creo que los mejores recursos los tenéis en la página correspondiente del Instituto Cervantes. Me habría gustado poner como banda sonora de este post el poema Voz que soledad sonando cantado por Joaquín Pixán, pero no he conseguido el audio. Creo que también Sabina ha musicado alguna poesía de AG. Si alguien tiene alguno de estos archivos le agradecería que me los hiciese llegar. (Foto de Paco Paredes, obtenida de la web de EL PAÍS).

CATEGORÍA: Canciones y otras líricas

viernes, 11 de enero de 2008

Historia verdadera de amor/desamor y sexo (III)

Interrumpo la narración de la historia para responder a los comentarios hechos al post anterior (empecé a hacerlo como un comentario más pero me salía muy largo). Quiero decir que estos comentarios me han resultado muy sugerentes y creo que abren líneas de reflexión sobre varios de los temas genéricos que subyacen en la historia concreta de Zenón y Laia. Así que gracias a todas.

A Marguerite: Gracias por alabarme la verosimilitud de lo que describo. Quizá el acierto (si lo hubiera) haya estado en pasar a escribir en primera persona, tratando de transcribir lo mejor que recuerdo lo que me contó Zenón. Saliéndome del estilo indirecto evitaba aparecer yo como narrador, lo cual descartaba de un plumazo algunas dificultades que notaba en la narración. Entre estas dificultades, no eran las menores mis reacciones emocionales mientras escuchaba lo que mi amigo me contaba.

En cuanto a la reacción de Laia al "descubrir" los secretos de su marido, habrá ocasión de explicarla y ampliarla. La historia es larga y Laia pasa de sujeto pasivo a activo; y yo seguiré estando ahí, en medio. Te recuerdo que la charla que estoy contando en estos dos primeros posts se produjo poco antes del verano (hacia mediados de junio, para ser precisos); desde entonces no han parado de ocurrir cosas y solo hace una semana se llegó a una situación que parece suficientemente estacionaria. Al menos lo suficiente como para atreverme a intentar narrar la historia completa (ya veremos si lo hago).

¿Mi cara mientras Zenón me contaba los detalles? Pues imagínatela. Pero, sobre esto contesto un poco más abajo.

A Amy: Creo que señalas una de las claves del asunto: la tensión que acumulamos al prohibirnos nosotros mismos algo que hay en nuestra intimidad. Doy en cambio mucha menos importancia en ese aspecto a la prohibición de otros. En el caso de Zenón (como empecé a entender ese día y he seguido entendiendo durantes estos últimos meses) había unas pulsiones eróticas que se negaba a admitir; en realidad ya veréis que no eran para tanto, que su propio condicionamiento heterosexual le creaba intensos sentimientos de culpa y de vergüenza que operaban como amplificadores de aquéllas. De hecho, creo que la intuición que Bella Cobarde expresó comentando el primer post ("me da a mí que, en este caso, influyen cosas tales como prejuicios y aburrimiento sexual") es bastante acertada.

También coincido en tu diagnóstico sobre lo que suele ser la pareja convencional (el matrimonio). En efecto, es normal que cada uno se sienta con derecho a conocer la intimidad del otro e incluso a juzgarla. Ese sentimiento, el ansia de poseer al otro (tú eres mía/o), pareciera que viene de serie con el amor, hasta el punto de que muchos piensan honestamente que si no sientes así respecto a tu pareja es que, en el fondo (y se enfatiza ese "en el fondo"), no la amas. Nos lo han vendido tan bien como un pack indisoluble (el "amor de pareja") que lo hemos interiorizado hasta el punto de no distinguirlo del amor. Pero este es un tema que da para largo y del cual alguna vez ya he escrito. Al fin y al cabo, en toda historia particular (como, en este caso, la de Zenón y Laia) se dan cita sentimientos que nos son comunes a casi todos.

Me dices, por último, que te ha encantado el grado de amistad que me demostró Zenón. A mí también, aunque había también mucho de necesidad suya, hasta de reto autoimpuesto; lo cual no resta un ápice de valor a lo que hizo. Pienso que abrir nuestras intimidades es uno de los actos más maravillosos que podemos hacer, como regalo de amistad (y amor, en su preciso contenido semántico) hacia los demás y también hacia nosotros mismos, con notables efectos terapéuticos y de desarrollo personal. Tenemos, sin embargo, demasiadas reticencias, hasta miedos, a hacerlo y, en el fondo en el fondo, eso que tanto protegemos, que creemos tan valioso por ser como un sello original de nuestra autenticidad individual, resulta que es compartido por muchos más. Y sí, le di permiso para que me contara los detalles de su relación homosexual.

A Lukre: Sí, la historia va a seguir. Me quedo con la duda de si tu pregunta tiene algo de reproche porque te esté pareciendo aburrida; espero que no. En cuanto a tu presunción de que, a estas alturas, Zenón habrá asumido salir del armario y estará viviendo con el brasileño ... Pues no. La cosa es bastante más complicada y me temo que, al menos en el caso de Zenón (y no creo que sea minoría), la orientación sexual no se resuelve con un blanco o negro, en ambos casos sin matices. Mi posición a este respecto la esbocé en un post antiguo (Orientación sexual / aversión sexual) y lo que he aprendido a través de Zenón no ha hecho sino confirmarme lo que entonces decía.

El tema de las fantasías es otra cuestión que me parece interesante. Dices que nunca has tenido ninguna y, por supuesto, no pongo en duda tu afirmación. Ahora, si hemos de creer los distintos trabajos realizados sobre el tema, estás en clara minoría porque parece que el 95% de las personas fantasean con mayor o menor frecuencia sobre el sexo. Tampoco digo que se obsesionen, desde luego; pero lo que es bastante normal es que las fantasías sean elementos coadyuvantes en nuestras libidos. Y no me parece nada agobiante ni que a uno le haya de dar un síncope o cosa similar, como comentas. La verdad es que el tema de las fantasías sexuales merece un post monográfico (o varios); en todo caso, ya verás como vuelve a aparecer en la historia y te adelanto algo: no sólo Zenón tiene fantasías.

A Raquel: Sí, Zenón demostró mucha valentía al contarme lo que me contó (y eso que todavía no he llegado a lo verdaderamente escabroso) y, sin embargo ... Ser valiente es enfrentarnos a nuestros miedos, actuar a pesar de que el miedo nos intente paralizar. Solemos tener miedo a abrir nuestra intimidad incluso a personas cercanas, que sabemos que nos quieren, y por eso para hacerlo requerimos valor. Y sin embargo, como he dicho antes, tengo la sensación de que esos miedos están exagerados, no hay unos riesgos reales de magnitud equivalente a la de nuestros temores. De otra parte, hay veces en que necesitas abrir tu intimidad, así que esta necesidad se pone en la balanza contra el miedo; y mala cosa si el miedo pesa más. Fíjate, por ejemplo, en Zenón: necesitaba abrirse, no te puedes imaginar cuánto. Entiendo esa necesidad porque la viví cuando mi separación; me da que la de Zenón era incluso mayor de la que yo sentí. Creo que me eligió a mí no sólo porque fuera un buen amigo suyo (que lo soy), sino porque un par de años antes le había demostrado ser capaz de desnudarle mi intimidad, de no avergonzarme de mostrarle mi dolor y emociones que, según los códigos implícitos de la masculinidad, es vergonzoso y hasta impúdico exhibir. Él se sintió incómodo entonces, pero estoy seguro de que recordó aquellas conversaciones cuando pasó a ser él quien necesitaba abrirse. Con los antecedentes que de mí tenía, creo que podía minimizar su miedo evaluando con cierta objetividad cuál sería mi reacción. De todas maneras, toda esta argumentación la hago desde la racionalidad porque soy consciente de lo que cuesta en la vida real superar los miedos a abrir nuestra intimidad. De hecho, como ya he dicho, que me haya ocurrido a mí (y no sólo con Zenón, como a medida que la historia avance) es, sin duda, lo que más me sorprende de todo.

A Kotinussa: Piensas que mi amigo fue muy ingenuo. Seguramente tienes razón pero, en todo caso, no deja de ser un juicio que –no puedo evitar decírtelo– se me antoja propio de un punto de vista femenino (espero que no me acribilléis). El cuidarse de ocultar indicios de una conducta culposa, atendiendo a los detalles, es mucho más característico de las mujeres que de los hombres; fíjate que rápido descubrís por lo general las infidelidades en contraste con lo fácil que suele resultar engañarnos. Sé que no te gustan las cosas ambiguas y, sin embargo, te sugiero que el comportamiento de Zenón a este respecto podría haber obedecido a la presencia simultánea de diversos factores, incluso contradictorios entre sí; además, ni siquiera creo que todos estos factores operaran en el plano consciente. De entrada, estoy convencido de que, en actitud muy masculina, no puso la debida atención en proteger esos secretos que le avergonzaban. En segundo lugar, como ya dije, al pasársele por la cabeza el riesgo de que Laia le descubriera, es probable que se dijera que su mujer era una torpe que nunca descubriría nada. Por último (aunque cabe aventurar más factores), no me sorprendería que, inconscientemente, desease ser descubierto y, consiguientemente, castigado por un comportamiento que consideraba, también inconscientemente, culpable; algo de esto ya ha insinuado Amy en su comentario. En fin, que puedo estar de acuerdo contigo en que Zenón mostró un gran candor y, sin embargo, no parecerme éste nada extraordinario.

A Júlia: Dices que es admirable tener amigos a los que poder confiar sensaciones, sentimientos y experiencias tan íntimas y no me queda claro qué es lo que admiras, si al amigo o a uno por tenerlos. Bueno, tonterías al margen y pasando de las admiraciones que no suelen llevar demasiado lejos, en lo que seguro que estamos de acuerdo es en que es una maravilla contar con amigos. Es una maravilla saber que tienes amigos a quienes puedes abrir tu intimidad si lo necesitas (y que no te van a juzgar sino a apoyarte) y es también una maravilla que amigos te consideren "digno" de ser receptor de su intimidad. Te diré que hace pocos años no valoraba esto tanto como lo hago ahora.

En cuanto a la dificultad de abrirse, ya he hablado más arriba. Coincido contigo en que, si no necesario, desde luego hacerlo es muy saludable.

A Illyakin: No tengo mucho que comentarte porque, como no podía ser de otra forma, coincido contigo en que nadie puede exigirle al otro su intimidad; me gusta eso de que uno sólo se pertenece a sí mismo. Pero sabes perfectamente, como demuestras con el ejemplo de la chica que trabaja para vosotros, que es más frecuente desear que alguien nos pertenezca (aunque no lo digamos tan crudamente) que que sea libre y nos ame desde su libertad; incluso es frecuente llegar a desear pertenecer a alguien, a modo de contrapartida. En ese modus amandi (el pack oficial del amor de pareja al que antes me refería) se hacen verdaderas virguerías dialécticas (abundantes en sofismas) del tipo de "yo no quiero que tú me sea fiel porque te sientas obligada sino porque quieres sérmelo, pero si en algún momento no quisieras sérmelo no podría estar contigo" (esta argumentación fue defendida hace unos meses en otro blog y apoyada por la mayoría de los que comentaron ese post; a ello me referí en Fidelidad: muestreo de opiniones).

En cuanto a lo de que si un hombre gay me estuviera leyendo, podría considerar el relato "erótico de línea fina", me siento halagado. Te confesaré que, no siendo yo homosexual, una de las sensaciones que tuve, entre la confusión de tantas, mientras oía lo que Zenón me contaba era de desasosiego con leves tintes erógenos; no es que me excitara descaradamente, pero sí noté cierta sensibilidad a las connotaciones eróticas del relato. Ciertamente, como ya le adelanté a Amy, le di permiso para contarme los detalles escabrosos y Zenón me los contó (aunque tampoco explayándose demasiado). Lo que todavía no tengo decidido es si yo voy a contarlos. Por un lado, hacerlo convertiría el post en pornográfico o, para ser más preciso, en extremadamente explícito. De otra parte, pienso que es una limitación mía (y de todos) que me cueste tanto hablar claramente de cosas que, en el fondo, no pienso que sean malas en absoluto. Es más, creo que los silencios sobre los actos concretos del sexo contribuyen a perpetuar la perversa consideración del mismo como algo pecaminoso (me remito a lo ya dicho en El sexo es sucio). En fin, ¿qué opináis que debo hacer?


PS: Para Júlia, por admirar tanto la amistad, Alan Price cantando que "si tienes un amigo en quien crees poder confiar, eres un hombre con suerte ..." (Banda Sonora de la peli O Lucky Man)

CATEGORÍA: Sexo, erotismo y etcéteras

jueves, 10 de enero de 2008

Historia verdadera de amor/desamor y sexo (II)

Nota previa: Opto en este post por escribir en primera persona, rememorando lo que Zenón me iba diciendo en esa conversación primera que casi fue un monólogo. De esta forma eludo las exigencias del estilo indirecto y creo que el texto resulta menos pesado (al menos es menos engorroso de escribir).

Eso fue exactamente lo que pasó, que Laia investigó en mi ordenador y revisó el historial de internet y encontró mi carpeta con fotos y videos gays y también una lista hecha en excel con nombres y teléfonos de chicos que ofrecían sus servicios eróticos. Pequé de ingenuo, sin duda, y también de minusvalorar a mi mujer. Luego ella misma se vanagloriaría de lo hábil que había sido, de cómo, asesorada por un compañero de trabajo, había descubierto mis vergonzosos secretos en apenas una mañana. Me lo dijo como si me lo echara en cara, como si no contenta con llamarme degenerado quisiera engrosar el insulto calificándome de tonto. Es curioso, no ya que no sintiese la más mínima necesidad de excusarse por la descarada intromisión perpetrada en mi intimidad, sino que a mí tampoco se me pasara por la imaginación sentirme ofendido por lo que había hecho. Mientras Laia me montaba una descomunal y patética bronca yo me sentía vergonzosamente culpable, asumía que ella tenía todo el derecho a sentirse dolida porque yo había actuado mal, le había hecho un daño que no merecía. Te digo esto para que entiendas cuál era mi estado emocional; porque ese estado de inferioridad derivado de interiorizar mi culpabilidad de forma espontánea, casi con naturalidad, y encima exagerarla hasta dimensiones tremendas ha condicionado mi posterior evolución y todavía hoy, dos meses después de la tarde de nuestra primera bronca, no lo he superado completamente.

Pero me he adelantado; antes de que Laia me descubriera pasó algo importante. Te he dicho que pasé unos meses alimentando fantasías homosexuales que remataba cada noche en pajas frente a la pantalla. Pero poco a poco fui planteándome convertir la fantasía en realidad; para ser más precisos, hacer realidad mi fantasía (follar con un tío) se convirtió a su vez en otra fantasía cuya eficacia excitatoria era mayor cuanto más visos de probabilidad le iba otorgando. Descubrí las páginas de contactos y en ellas los servicios sexuales ofrecidos por chicos. Empecé a hacer una selección y pasando los que más me atraían a una hoja excel. No me limité a los que trabajaban aquí; sabes que viajo bastante por el curre, así que podía pensar en tener mi aventura iniciática en varias ciudades; es más, casi prefería que fuera en otra ciudad, lejos de mi entorno. Así, mis sesiones masturbatorias pasaron a un grado cualitativo distinto o, al menos, de esa forma lo percibí. Ya no fantaseaba con meras imágenes, sino con tíos reales con quienes podía concertar una cita y poner en práctica lo que de momento era una fantasía. Y, como te he dicho, por tonto que te parezca, esa connotación me ponía muchísimo y, a la vez, me generaba mucho nerviosismo. De pronto, a mi edad, me venían las olvidadas sensaciones adolescentes de lujuria y nervios cuando mis primeros encuentros con pibitas.

De otra parte, no sé si porque el sexo, como cualquier obsesión, requiere ir aumentando sus dosis o por mi propio carácter, me dedicaba a retarme a mí mismo, a ponerme pequeñas pruebas cuyo ejercicio fuera pintando de más realidad mis fantasías. Era obvio que tenía que llamar a estos chicos; escuchar sus voces, plantearles lo que quería, tantear las sensaciones que me vendrían al oírles. Pero me ponía nerviosísimo sólo de imaginarlo, con lo cual empecé a pensar que por mucho que fantaseara jamás me atrevería a concertar una cita (si ni siquiera era capaz de telefonear). A uno que daba su e-mail le escribí. Recuerdo que le decía que era un hombre de mediana edad, heterosexual, pero con ganas de tener por primera vez una relación homosexual; que estaba muy nervioso y que necesitaba alguien con experiencia que fuese capaz de tomar el control del encuentro y que si él me podía decir cómo me atendería. Era un mensaje patético; como si me excusara no se sabe bien de qué y pidiendo tampoco quedaba claro qué (en el fondo, lo que deseaba era recibir algo que, a la vez, me tranquilizase y me excitase). Me contestó de forma lacónica: "no hay problema; telefonéame y lo hablamos".

En fin, para no extenderme mucho más te diré que me atreví a telefonear. Llamé a varios, al principio tímidamente pero poco a poco fui cogiendo soltura. La verdad es que la mayoría de ellos eran muy agradables y se esforzaban en tranquilizarme (no sólo se me notaba el nerviosismo, es que además lo declaraba de entrada, así como que sería mi primera vez) y decirme que sería una experiencia muy satisfactoria, que se trataba simplemente de darnos placer mutuamente, bla bla bla. También preguntaba cosas prácticas, como por dónde estaban, si vendrían a mi hotel y, por supuesto, las tarifas. Por cierto, no son baratos, al menos no lo son los que más me llamaban la atención, los de cuerpos musculados de gimnasio. Me despedía diciéndole que había de pensarlo y apuntaba los datos obtenidos en mi excel; luego, la foto del chico con el que acababa de hablar resultaba bastante más real.

Finalmente me obligué a mi mismo a dar el paso definitivo. Tenía que ir a ver a uno de estos tipos y tener sexo con él, aunque sólo fuera por dar por cerrada la etapa de fantasías obsesivas. Aproveché un viaje de trabajo a Madrid y esa primera noche, cuando los colegas nos separamos, llamé desde mi hotel a un argentino con quien ya había hablado. Atendía por la glorieta de Bilbao y quedé en pasarme hacia las once de la noche. Antes había quedado a cenar con Mara, la hermana pequeña de Laia que vive en Madrid. Fue una cena espantosa debido a mis nervios, tanto que Mara se dio cuenta de que algo me pasaba. Para colmo, Mara es igualita a Laia cuando era universitaria, cuando la conocí y empezamos a salir. No sé, pero eso tuvo que influir en que se me cruzaran más los cables. Fuera por lo que fuera, hacia las once menos cuarto subía desde Colón hacia Bilbao con un acojone tremendo, además de ansiedad, sentido de culpa, qué sé yo cuantas confusas emociones más. A la altura de Alonso Martínez pillé un taxi y me fui al hotel. Hacia las once y media me llamó el "puto" y me echó la bronca con acento argentino por haberle dado plantón. Patético, me sentía fatal. Necesitaba a Laia y sólo pensar en ella me producía una sensación tremenda de vergüenza y ganas de llorar. La llamé no obstante, pero no estaba nada comunicativa; aun así, me hizo bien oírla.

El fracaso sumaba vergüenza a la vergüenza que ya sentía, pero esta nueva no era en absoluto erógena. Sentirse un cobarde acojonado no es precisamente afrodisíaco y, de hecho, estuve una semana entera apartado del ordenador vespertino. Pero volví y con la vuelta me dije que no podía no atreverme. No quise darme plazos dilatorios, así que opté por concertar una cita con un chico brasileño de esta misma ciudad; cuerpo no tan espectacular como el de argentino de Madrid, pero de trato amabilísimo. Además tenía una ventaja: ofrecía darme un masaje y que, según me fuera relajando, pasara lo que tuviera que pasar, sin agobios. Un sábado por la mañana le dije a Laia que iba al club y fui para la casa de Filipe, que así se llamaba. Era un edificio en la zona nueva, de buena calidad. Subí hasta su planta y me abrió la puerta de un apartamento pequeño pero con bastante buen gusto. Tendría unos treinta y pocos años, no los veinticinco que declaraba en su anuncio; pero mejor, no me apetecía demasiado joven. Más alto y más fuerte que yo, en cuanto entré me dio un leve abrazo con una acogedora sonrisa. Pasa, me dijo, ¿quieres tomar algo? Le dije que no y entonces me agarró los hombros y los presionó. Estás tenso, ven, pasa al dormitorio, vamos a relajarte.

Ahora tendría que contarte lo que pasó, Miroslav; creo que sería bueno para mí describirte lo que ocurrió, hasta con detalles. Pero no sé si seré capaz ... Y tampoco sé si tú quieres escucharlo, si estoy abusando demasiado de tu amistad; si contándote todo esto te estoy haciendo también daño a ti. Me cuesta hasta mirarte a los ojos, te habrás dado cuenta. Porque yo sí me he dado cuenta de que a ti también te cuesta mirarme. Así que, mejor paro un ratito y hablas tú; y pedimos dos copas más que creo que ambos las necesitamos.

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miércoles, 9 de enero de 2008

Historia verdadera de amor/desamor y sexo (I)

La historia que pretendo contar es, efectivamente, verdadera, por más que mi narración contendrá algunas variaciones mentirosillas, requisitos obligados de una mínima cautela. Creo que es una historia interesante en sí misma, que merece la pena contar, aunque haya de ser en varios posts. Pero a su interés narrativo propio se suma lo sorprendente que resulta cuando se conoce a los protagonistas: un matrimonio de clase media acomodada, aparentemente bastante convencional y a quien ninguno de sus amigos asociaríamos para nada con transgresiones sexuales. Hay por último un tercer factor que, a mis ojos, otorga relevancia a esta historia; se trata de que yo haya sido confidente escogido por ambos protagonistas (todavía no salgo de mi asombro). Vamos allá.

Poco antes del verano, un buen amigo, llamémosle Zenón, me telefoneó para invitarme a almorzar. Llevábamos un tiempo largo sin vernos, pese a que en los primeros meses tras mi separación fue el único hombre (mujeres hubo varias) con quien hablé con bastante franqueza de lo que nos había ocurrido, de mis sentimientos. Aclaro que, aunque él aceptó entonces su papel de interlocutor, no le sentí demasiado cómodo asistiendo a mi desnudamiento emocional; de hecho, apenas pasó de los límites de la "corrección empática" (espero que se me entienda), siendo bastante incapaz de abrirme su intimidad. Tampoco me extrañó mucho; que dos varones sean capaces de mantener "relaciones íntimas", que se cuenten lo que de verdad sienten, más allá de las típicas poses masculinas, es muy poco frecuente. Pese a todo, esos ejercicios de nudismo emotivo asimétrico debieron calar en él más de lo que percibí porque, dos años después, cuando necesitó hablar con alguien fue a mí a quien llamó.

La comida transcurrió hablando de trivialidades, si bien se hacía cada vez más notorio el nerviosismo de Zenón. En cuanto nos sirvieron los cafés, de golpe y a borbotones, me espetó: "Laia quiere separarse y estoy destrozado". Laia, su mujer, es una chica que suele mantenerse en segundo plano, tímida, tranquila, de trato muy agradable, de las que transmiten serenidad. Quienes la conocemos, siempre hemos pensado que es bastante conservadora en sus planteamientos, de ideas firmes y defensora de las vidas ordenadas, muy ajustadas a los "como debe ser" más convencionales; si hay algo que no ofrece discusión es que Laia aborrece llamar la atención, dar que hablar. En cuanto a sus sentimientos hacia Zenón, nadie había jamás detectado cualquier fisura en un amor matrimonial "correcto", seguramente carente de pasiones (Laia no aparentaba ser amiga de éstas) pero satisfactorio. Estar casada con Zenón, pensábamos todos, se tenía que acercar mucho a los ideales de Laia, sin necesidad de meter el amor en la ecuación (lo cual no quiere decir que no lo hubiera).

Respecto a Zenón imaginábamos sentimientos análogos, quizás sazonados con ciertas dosis de desapego chulesco, propios de un tipo con bastante éxito profesional y social que, a diferencia de su mujer, gustaba aprovechar. Se rumoreaban algunas aventurillas pasadas de Zenón con conocidas, la mayoría casadas, que flotaban ambiguas como ingredientes vaporosos de su prestigio. Por eso me sorprendió enterarme tanto de que era Laia la que quería separarse como de que a Zenón le resultara tan dolorosa esa expectativa. Dejé ver mi asombro y callé para que me contara.

El caso es que Zenón llevaba un tiempo fantaseando con mantener relaciones homosexuales. Durante unos meses se había dedicado a navegar por webs gays, descubriendo con emociones encontradas que se excitaba, en especial con jóvenes depilados y musculosos. Empezó a masturbarse frente a la pantalla, al principio con muchísima vergüenza. Poco a poco, sus fantasías homosexuales empezaron a convertirse casi en una obsesión, hasta el punto que casi todas las noches, antes de acostarse, se encerraba en el cuarto del ordenador y dedicaba un buen rato al onanismo gay. No tardó en conseguirse algunas películas (ya se sabe que las imágenes en movimiento ponen más que las estáticas) y alcanzar un estado en que su sensibilidad erótica iba derivando hacia un estado de ansiedad (aquí vendría a cuento la tan manida locución de "tensión sexual no resuelta").

Como es fácil imaginar, mientras escuchaba lo que Zenón me contaba mis sentimientos borboteaban en una confusión magmática. Por un lado estaba alucinando del asombro; jamás se me habría ocurrido que mi amigo pudiese tener pulsiones homosexuales. De otra parte, he de reconocer que me notaba claramente incómodo; como he dicho, poca práctica tenemos los hombres en mostrarnos mutuamente la intimidad, pero mucha menos cuando de lo que se habla es justamente de lo más escabroso de todo en los códigos implícitos de la masculinidad. Pero también es verdad que, sobre mi asombro alucinado y mi incomodidad, prevalecían la curiosidad (¿morbosa?) y, sobre todo, la sensación de que mi amigo necesitaba que le oyese, que le comprendiese, que le hiciese sentir que estaba ahí, a su lado.

Zenón, por supuesto, se percató enseguida de ese maremagnum de emociones que me generaban sus palabras. Interrumpió su relato para aclararme que él había sido el primer sorprendido y avergonzado (por más que se admita la homosexualidad intelectualmente, pesan mucho la educación en esos códigos masculinos). Me insistió en que, si bien las fantasías homosexuales eran las predominantes en su imaginario erótico, seguían excitándole las mujeres. Pensaba que probablemente lo que le pasaba respondía a una cierta crisis propia de la edad (tiene cuarenta y cinco), búsqueda de nuevas experiencias para combatir el paso del tiempo, la monotonía. Se explayó mucho en este tipo de especulaciones, sin duda con la intención de darme tiempo a que digiriera la sorpresa y para saber si yo estaba dispuesto a seguir escuchando, si admitía tan radical streap-tease de su intimidad, con las consecuencias que habría de implicar. Le agradecí sin palabras esa especie de tiempo muerto y, con algunas frases que no debieron ser demasiado acertadas, di mi conformidad a la continuación del relato.

El caso es que durante esos meses de solitario erotismo internáutico, Laia empezó a sospechar. Tampoco era necesario ser muy lista. Su marido se pasaba ratos largos en el ordenador y cuando iba a la cama estaba siempre con tanto sueño que prácticamente se dormía en el acto (antes del acto, para ser más exactos). En todo caso, según me dijo, hacía ya tiempo que prácticamente nunca follaban entre semana, así que no tenía motivos para pensar que sus pocas ganas fueran notadas por su mujer. Me añadió que, además, que había sido ella quien había ido reduciendo la vida sexual; en los últimos dos años, sólo mantenían relaciones a iniciativa de él y siempre después de mucho insistir y "currárselo". Zenón, sin embargo, seguía deseando a su mujer y no estaba nada a gusto con la situación entre ambos. De hecho, había pensado varias veces proponerle que se enfrentaran a la apatía de su vida sexual. Lo había ido retrasando porque se le hacía incómodo tocar el tema y sabía que a ella todavía más; luego empezó con sus "vicios homosexuales" (tales fueron sus palabras) y dejó correr el asunto.

A las preguntas de su mujer sobre qué hacía tanto tiempo al ordenador, Zenon respondía con evasivas, o se refería a navegaciones genéricas por la red, curioseando sobre sus múltiples intereses. Laia le soltaba algunos comentarios irónicos sobre su repentina afición a internet y no insistía, de modo que mi amigo pensó que no debía preocuparse. Además, si yo soy bastante torpe informáticamente, me dijo, no puedes imaginarte cuanto más lo es Laia, así que ni se me ocurrió imaginar que sería capaz de revisarme el ordenador y sacar algo en claro sobre mis actividades. Y, sin embargo, eso fue exactamente lo que pasó.

CATEGORÍA: Sexo, erotismo y etcéteras