domingo, 15 de marzo de 2015

El capital en el siglo XXI

A Lansky, cuya recomendación acabó de decidirme a leer este libro.

Hace unos días terminé la lectura del famoso libro del economista francés Thomas Piketty que tanto revuelo ha causado, llevando a su autor a ser foco de atención mediática y objeto de la inevitable simplificación demagógica de sus tesis. Se trata de un libraco denso de más de seiscientas páginas que exige –al menos para quienes no somos economistas– considerable esfuerzo de concentración y también dejar de vez en cuando la lectura para ponerse con papel y lápiz (o mejor con una Excel) a comprobar por uno mismo los efectos de las expresiones matemáticas y de los datos que va aportando. O sea, que no es de fácil lectura, pero está lo bastante bien estructurado y escrito como para que, aunque uno no alcance a entender completamente cada argumentación, sí va quedándose con lo fundamental y, por tanto, haciéndose un esquema mental congruente de los factores principales que subyacen en la historia material (económica) de la humanidad durante los dos últimos siglos. Dice el propio autor en la conclusión que ha intentado presentar el estado actual de nuestros conocimientos históricos sobre la dinámica de la distribución de los ingresos y de la riqueza y examinar qué se puede aprender de ellos para este siglo que empieza. En mi opinión, lo ha logrado con nota muy alta.

Nuestra especie, como todas, ha intentado sobrevivir y perpetuarse; el trabajo, las actividades de cualesquiera de los individuos vivos, tiene como primera finalidad justamente ésa, seguir vivos. Los seres vivos actúan sobre unos recursos previos; las plantas obtienen nutrientes del terreno y energía del sol, los mamíferos carnívoros disponen de otros animales para su alimento. Esos recursos son capital y los humanos lo hemos aprovechado, mejorado y hasta incrementado (aunque también dilapidado) a una escala infinitamente mayor que cualquier otra especie. Pero, sobre todo, hemos basado en grandísima medida nuestra actividad económica en la apropiación individual (o de unos grupos frente a otros) del capital. Contar –y comprender– la historia de la humanidad, más allá de reyes y batallitas, debería ser el relato de las condiciones materiales de los hombres. Describir cuánto poseían, cuánto trabajaban, cómo se distribuían la riqueza y los ingresos; explicar por qué esas magnitudes fueron las que fueron y por qué evolucionaron como lo hicieron. Y, desde esta base, entender los hechos históricos, la relación de los mismos con los factores económicos –dinámicos y conflictivos–; relación esta que, ciertamente, no es siempre simplonamente unidireccional.

No estoy diciendo nada nuevo, desde luego. Ya lo puso de manifiesto Marx a mediados del XIX, aunque su rígida interpretación controlada desde los estados del “socialismo real” se tradujera en una ingente producción de obras de materialismo histórico que sacrificaron la complejidad de la realidad al servicio de la propaganda ideológica. En cambio, desde los años treinta y gracias a la llamada Corriente de los Annales francesa, se desarrolló una historia centrada, más que en los acontecimientos y los individuos relevantes, en los procesos y las estructuras sociales, posibilitando una visión mucho más lúcida del pasado (y del presente) mediante la integración de los enfoques de muchas disciplinas sociales, entre ellas, claro está, la economía. No es casual que el desplome del comunismo y el triunfo ideológico de la llamada revolución conservadora a lo largo de la década de los ochenta, trajera aparejado el abandono arrogante de las premisas de aquel enfoque de investigación, desde la estúpida y banal pretensión del “fin de la historia”. En ese marco ideológico nos han venido colando esa especie de inevitabilidad de la sucesión de acontecimientos en razón de unas pretendidas leyes inmutables de la economía (casi como si fueran leyes físicas). Piketty declara sin ambages que concibe la economía como una subdisciplina más de las ciencias sociales, reivindicando el estudiar con rigor los factores económicos en la historia.

La principal innovación metodológica de Piketty es haber acumulado y procesado una importantísima cantidad de datos sobre las evoluciones de la riqueza y los ingresos y su distribución en varios países y durante un amplio periodo temporal (desde 1700 hasta 2012, aunque con más precisión desde 1870). Parece que nadie hasta la fecha había dispuesto de tan amplios ámbitos temporales y geográficos; lo normal, desde Marx, era contar con estadísticas muy limitadas y, a partir de éstas, elaborar teorías con pretensión de generalidad más basadas en las intuiciones personales (y argumentaciones lógicas) que en conclusiones empíricas. La investigación de Piketty y su equipo permite tener una visión de la evolución de las variables económicas en el largo plazo y, en base a ello, plantear y discutir modelizaciones (con sencillas expresiones matemáticas) que explican esos procesos. Naturalmente, que se haya podido realizar este exhaustivo trabajo de recopilación y análisis de datos debe mucho al estado actual de la tecnología y de los medios disponibles, pero eso no desmerece la voluntad de unos investigadores por derivar de los hechos (y basarlas en ellos) las teorías económicas. Algo que, con la mediocridad intelectual tan habitual en nuestros gurús económicos oficiales, suele brillar por su ausencia. La fuerza de los dogmas impuestos por el neoliberalismo es tanta que la investigación rigurosa a partir de los datos se desprecia con olímpica arrogancia, cuando no se manipulan y hasta falsean. De hecho, como señala el propio Piketty, uno de los más graves obstáculos para avanzar en el conocimiento de la economía y sus efectos en la vida de los humanos, es la notable insuficiencia de datos. Nos falta información sobre muchísimas variables económicas actuales (no hablo ya de los déficits sobre tiempos pasados), y estas carencias no son precisamente inocentes: quienes controlan el capital no son nada proclives a que se conozcan las cifras reales. Es explicable; ya no tanto que tampoco las instituciones públicas se preocupen por conseguir esa información, máxime cuando desconociéndola difícilmente pueden llevarse a cabo políticas económicas eficaces (pero sí se puede, y de hecho es lo que se hace, actuar sobre los que son “gente corriente”, de quienes sí se sabe lo que ganan y lo que tienen).

La evolución temporal de los datos que presenta Piketty permite una visión esclarecedora de la historia de la humanidad, apreciando las grandes tendencias globales así como las diferencias regionales y por países. A grandes rasgos, hasta el siglo XVIII (más o menos), el crecimiento de la economía mundial iba parejo con el incremento de la población; es decir, no hubo prácticamente aumento de la productividad (producción por habitante). Como además, la evolución demográfica, con sus tremendos altibajos, se situó desde la Antigüedad en muy bajas tasas, el índice de crecimiento económico medio de esos dos milenios resultó en torno a un mínimo 0,1%. Las cosas empiezan a cambiar a partir de la Ilustración y, sobre todo, la Revolución Industrial, primero por la notable aceleración del crecimiento demográfico (tasas medias del 0,4% en el XVIII y del 0,6% en el XIX) y segundo por un continuado incremento de la productividad sobre todo a partir de mediados del XIX. De esta manera, en la sociedad de la Belle Epoque, justo antes de la Primera Guerra Mundial, el poder adquisitivo promedio de los europeos se había duplicado desde los tiempos de Napoleón; también para entonces la riqueza privada (el capital acumulado) había alcanzado proporciones muy altas respecto de los ingresos nacionales y, como es bien sabido, distribuido mucho más desigualmente que en la actualidad. Las dos guerras mundiales señalan un periodo (1913-1950) de caída de la productividad y de profunda destrucción de la riqueza acumulada (descapitalización). El tremendo shock psicológico de ese periodo se tradujo, entre otras cosas, en el derrumbamiento de los viejos esquemas sociales, la desaparición del modelo estamental basado en rentistas y proletarios y el progresivo ascenso de una clase media propietaria. Para ello fueron necesarios treinta años (“los treinta gloriosos”) en los que el crecimiento económico se mantuvo a altas tasas (media del 4%) que permitió –en el marco de un profundo cambio ideológico– la construcción (al menos en Europa) de lo que ahora llamamos Estado Social, uno de los factores fundamentales de sociedades más justas y menos desiguales. La última etapa –en la que estamos– se caracteriza por una progresiva disminución de la tasa de crecimiento económico que, según Piketty, es lo que hay que esperar a largo plazo; ciertamente, confiar (como siguen empeñados en querer hacernos creer desde el Gobierno) en que tasas interanuales del 2, 3 o 4% son sostenibles a medio-largo plazo va contra toda lógica y también contra la experiencia histórica. Lo que ocurrió en la larga posguerra fue un paréntesis excepcional, no la norma, y desde luego no es deseable propiciar desastres de esa magnitud para volver a impulsar la economía (aunque probablemente estará en los cálculos de quienes dirigen el cotarro). En este contexto de bajo crecimiento, con el importantísimo soporte ideológico del neoliberalismo, lo que Piketty constata que se ha ido produciendo un intenso proceso de aceleración de las desigualdades (tanto en ingresos como, sobre todo, en capital) que, sin llegar todavía a los extremos de las sociedades noveladas por Balzac o Austen –a cuyas obras se refiere en varias ocasiones– va en esa dirección. La diferencia entre nosotros y los personajes de las novelas novecentistas es que ellos no habían conocido los servicios que puede ofrecer un Estado Social; obviamente, una vez que se nos va desvelando la magnitud de lo que la inmensa mayoría podemos perder, la indignación social alcanza niveles que no tienen antecedentes en el pasado.

Desde la consideración de las series de datos, particularizándolos por países y distintas variables, Piketty va exponiendo la lógica de los procesos económicos, con especial atención a la medición de las desigualdades. Como es lógico, dados determinados valores de distintas variables (la tasa de rendimiento del capital y el crecimiento de la producción, principalmente), es posible plantear expresiones matemáticas con las que explicar y prever evoluciones futuras. Ahora bien, esas fórmulas no son leyes inmutables de sacrosantos dogmas del capitalismo, entre otras cosas porque las letritas que aparecen en sus ecuaciones no son constantes físicas sino variables que dependen fundamentalmente de factores humanos, en especial de los vinculados a la organización sociopolítica. Dicho de otra forma: las medidas políticas que adoptan los Estados y las organizaciones supranacionales influyen mucho más decisivamente en la marcha de la economía que unas supuestas fuerzas invisibles del mercado. La sacralización de éste desde la ideología neoliberal no es sino una forma de disfrazar los intereses de quienes dominan y controlan el tinglado. El análisis riguroso de las series históricas de las distintas variables macroeconómicas que lleva a cabo Piketty pone de manifiesto la fragilidad de las simplificaciones neoliberales. Ponerlas en cuestión y, a la vez, dar al lector un enfoque para profundizar y entender por sí mismo (por ejemplo, en relación a España, de la que sólo se habla tangencialmente) es, a mi juicio, un gran mérito de este libro, cuya lectura recomiendo encarecidamente. No creo exagerar si digo que es lo mejor que he leído sobre economía (y hasta cierto punto, sobre historia) y el que probablemente más me haya ayudado en mis esfuerzos de ya unos añitos de tratar de entender esta disciplina que nos presentan tan misteriosa y difícil (otra de las técnicas para que nos dejemos guiar por los que “saben”).

Como no podía ser de otro modo, el libro ha despertado no pocas críticas airadas, pero de momento no he encontrado descalificaciones que alcancen ni de lejos el grado de argumentación de Piketty. Por ejemplo, un tal Juan Ramón Rallo señala en su blog los “tres errores clave” del francés, pero ni las afirmaciones que imputa a éste son exactamente como él las dice ni tampoco sus contradicciones las apoya en datos. En todo caso, está claro que las propuestas de política económica de Piketty para reducir la desigualdad compatibilizándolo con el desarrollo capitalista de una economía globalizada, en la medida en que suponen la imposición progresiva al capital, no pueden gustar a los amos del mundo y, por tanto, no es de extrañar que abunden las descalificaciones. Pero más importante que la exactitud de los análisis y recetas del libro es, como ya he dicho, el enfoque metodológico que plantea y que espero que sea seguido por más trabajos. Solo así empezaremos a tener datos y a poder discutir con un mínimo de conocimiento de causa, condición indispensable para que la ciudadanía pueda participar en la construcción del futuro común, para que empiece a haber verdadera democracia. En lo que a mí respecta, y pese a mi escaso bagaje, la lectura me ha dejado con inquietudes suficientes para querer dedicar unos ratos a hacer ejercicios sobre riqueza, ingresos y desigualdades económicas en nuestro país. Ya iré comentando mis “investigaciones” en este blog, aunque me salgan posts tan aburridos como éste.

6 comentarios:

  1. Yo diría que el mayor acierto de Piketty está en darse cuenta de que el crecimiento económico ha ido parejo al desarrollo de la tecnología, en especial de la mecanización. Por supuesto, darse cuenta de que el siguiente tope es el ecológico.

    ¿Un tal Juan Ramón Rallo? ¡¡Pero si Rallo es uno de los más destacados representantes hispanos de la escuela económica austríaca!! La misma escuela que rechaza el método científico y te sale con que la economía "tiene su propio método". Esos que, sí, hacen de la economía algo con la misma respetabilidad que la astrología. Baste decir que para mí "neoliberal" equivale a "no lo suficientemente loco para ser austríaco".

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    1. Ciertamente, el desarrollo tecnológico es uno de los factores, probablemente el de mayor peso, en el incremento de la productividad y, por ende, en el crecimiento económico. Pero no es el único y tampoco parece que haya una directa proporcionalidad a partir de ciertos umbrales.

      No, no conocía a Rallo, pero con lo que me dices su crítica encaja mejor. Desde luego, su post me pareció bastante endeble (incluyendo una alusión maliciosa a que Piketty truca los datos) sin aportar datos, sino tan sólo afirmaciones, que aún no contradiciendo directamente las tesis del francés, resultan bastante sospechosas. Pero, en fin, los adoradores de Hayek nunca me han convencido.

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  2. Disiento de Ozanu, el magnífico aunque excesivamente académico y proceloso (salvo el estupendo prólogo-resumen histórico o introducción) libro de Piketty tiene muchos aciertos -está llamado a ser un hito de la bibliografía económica-, pero el mayor es que ha desmontado el argumentario neoliberal, poco más que una ideología disfrazada de ciencia matemática ineludible, no con ideología de signo contrario, como es lo habitual, sino con manejo irreprochable de datos y más datos, que es donde han intentado atacarle sus adversarios sin lograrlo.

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    1. El argumentario neoliberal sostiene que a menor regulación pública del capital mayor crecimiento económico (aunque, que yo sepa, no se refiere para nada a la desigualdad y a sus efectos nocivos incluso en términos de eficiencia económica); y, en efecto, el análisis empírico (series de datos históricos) y teórico de Piketty parace demostrar la falsedad de esa tesis. Es cierto también que sus argumentaciones las hace en el marco del funcionamiento del capitalismo (no se le puede tildar de pretender la abolición de la propiedad de los medios de producción).

      A mí, en cambio, no me ha parecido el libro excesivamente académico, casi te diría que al contrario. Y en cuanto a lo de proceloso, supongo que te refieres a prolijo; lo es, sí, pero es que justamente es necesario aportar datos suficientes (fíjate que he echado en falta que contuviera más, aunque fuera en la web a la que remite).

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    2. A ti creo que te gusta el dato más que a mí (salvo que se refieran, y no siempre, a organismos biológicos) y a mí, creo, más las preguntas y en segundo lugar las respuestas que conducen a nuevas preguntas. El texto me aparecido en ocasiones excesivamente prolijo, como bien dices, reiterativo, académico por ello, como una buena tésis doctoral, precisamente porque tenía que demostrar con datos la falsedad de las conclusiones neoliberales sobre el funcionamiento del capitalismo. Yo habría dejado este libro en una tercera parte de sus páginas y habría colocado más datos en su web, pero él lo ha hecho así y es contundente.

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    3. Pues no sé a cuál de los dos les gusta más qué cosa. Los datos sí me gustan, pero no en sí mismos, sino para entender cómo ocurren los hechos, más allá de las simplificaciones. Ahora las preguntas y también las respuestas que abren nuevas preguntas también me gustan, hasta más diría yo.

      Quizá, en efecto, el libro podría haber remitido la tablas a un anexo e ir simplemente encadenando las conclusiones que obtiene de su análisis. habría resultado más fácil, pero más débil argumentativamente.

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