lunes, 30 de marzo de 2015

La primera iglesia americana

En un comentario a un post reciente de Lansky sobre una desaparecida ermita mexicana que consideraba probable que fuera el primer templo cristiano en América, le señalé que, teniendo en cuenta que para las fechas de la conquista de Tenochtitlan los españoles ya llevaban casi tres décadas en el Continente y habían fundado varias ciudades, habían de existir iglesias anteriores; no olvidemos que desde sus inicios los viajes colonizadores, junto a su más importante motivación de conquista y enriquecimiento, se justificaban con la propagación de la verdadera fe. De hecho, para cuando los castellanos llegan a las Indias ya había una cierta tradición de fundaciones urbanas y siempre que se creaba una ciudad se disponía la erección del templo en posición prevalente, con frente a la inevitable plaza a la que también se asomaban los otros edificios públicos imprescindibles. Así que la primera iglesia americana tenía que haberse construido en la primera ciudad del Continente, que no fue otra que La Isabela –hoy sólo ruinas– en la costa Norte de La Española (isla de Santo Domingo).

En realidad, el primer asentamiento español en América fue Fuerte Navidad, más al occidente (en el actual Haití), consistente en unas cuantas cabañas y una torre fortificada que se construyeron a toda prisa con las maderas de la Santa María (encallada en los bajíos costeros el 24 de diciembre de 1492) sobre un terreno desforestado y rodeado por un foso. Allí dejó Colón a treinta y nueve hombres el 4 de enero de 1493, cuando con La Pinta y La Niña zarpó de regreso a España. Casi once meses después –el 28 de noviembre de ese año–, el almirante regresa con una flota de diecisiete naves y encuentra la fortaleza incendiada y todos los españoles muertos. Es más que probable que a raíz de ello, Colón cambiara sus iniciales intenciones pacíficas hacia los indígeneas; lo que parece seguro es que decidió buscar otro emplazamiento para la que sería la primera ciudad en el Nuevo Mundo –más alejada del feroz cacique Caonabo– y, para ello, costeó hacia el Oriente intentando llegar hasta Puerto Plata, pero unas tormentas, tras pasar el puerto de Montecristi, le obligaron a refugiarse en una pequeña bahía, algo abierta al noroeste, una llanura repleta de vegetación abundante, fértiles tierras, temperatura suave y templada y una peña muy bien posicionada donde poder construir una fortaleza. Además, en esa porción de costa desembocaban dos ríos cercanos, uno caudaloso y otro más pequeño, cuyas aguas podían desviarse fácilmente para abastecer a la futura ciudad. Así que ordenó desembarcar y, tras replantear un sencillo trazado urbano y repartir solares entre su gente, puso a todos a construir. Eran los últimos días de 1493 y la villa fue inaugurada el seis de enero del 94; probablemente no estarían todas las casas, pero sí los edificios principales de mampostería, de cuyos cimientos quedan los vestigios: el destinado para bastimentos y municiones de la armada (polvorín), una casa fuerte para su propia morada, la alhóndiga almacén, el hospital y la iglesia con cementerio anejo. La construcción del templo fue probablemente la que se llevó a cabo con mayor premura, no sólo por la religiosidad de Colón y muchos de sus hombres, sino urgida por el iracundo fraile Bernardo Boyl –el que sería nombrado primer vicario apostólico de las Indias Occidentales por el Papa Borgia–, quien logró celebrar en ella la misa inaugural el día de Reyes.


La iglesia se situaba junto a la costa en la parte meridional del perímetro urbano (aunque más al norte de la Casa de Colón), orientada Este-Oeste como mandaban los cánones religiosos anteriores al Concilio de Trento. Era muy pequeña (no llegaba a noventa metros cuadrados de espacio interior), de una sola nave rectangular, con el altar en el extremo Este y la entrada principal en el Oeste. El suelo era de mortero de cal salvo en la zona del altar y de la sacristía que, de acuerdo a la tradición litúrgica, estaría probablemente pavimentada con otro material (ladrillo, madera o piedra) del que no han quedado trazas. Fue techada con cubierta a dos aguas de madera, paja o yeso, siendo el único edificio principal que no llevaba teja, probablemente porque se acabó antes de que funcionara el horno del que luego dispusieron los colonos. Las dos fachadas cortas eran de bloques de piedra enfoscados con mortero de cal, pero las laterales serían probablemente de adobe.  En esta iglesia, a diferencia de lo acostumbrado en las españolas, no se hicieron enterramientos en el interior (probablemente por la insuficiente profundidad del terreno), sino en el cementerio que se dispuso adyacente al Sur y al Este. Hacia el centro del muro septentrional se levantaba el campanario en el que, según la tradición, se instaló una campana que le había regalado al Almirante la propia reina Isabel. Cuenta la leyenda que, abandonada La Isabela, la campana fue llevada a la torre de la catedral de Concepción de La Vega (la segunda fundación de Colón) que fue derruida por un terremoto en 1562. La campana estaba perdida entre las ruinas hasta que en el siglo XIX creció un un árbol que, milagrosamente, la sujetaba en una rama. 

En este segundo viaje Colón habría traído una buena cantidad de ladrillos y cal y, además, según cuenta De las Casas, “había allí muy buena piedra de cantería, y para hacer cal, y tierra buena para ladrillo y teja, y todos buenos materiales, y es tierra fertilísima y graciosísima y bienaventurada”. Creo recordar (pero no lo he comprobado) que también viajaron con el almirante algunos oficiales de la construcción, pero, aún así, no se trataría de profesionales renombrados, como los que serían llamados un par de décadas después para las obras de la Catedral de Santo Domingo. Así que la primera iglesia americana, erigida en pocos días, sería una edificación sencilla, con poco ornamento, pero suficiente para cubrir lo que, entre los castellanos, era requisito imprescindible de su empresa: albergar la práctica del culto y, sobre todo, tener a su lado la casa del Dios verdadero, en cuyo nombre (y en el de los reyes) sustentaban ideológicamente la conquista y colonización.

La Isabela se fundó a imitación de las factorías portuguesas de la costa africana, con la idea dominante en ese tiempo de asegurar la presencia estable de población que permitiese intercambios comerciales ventajosos y la explotación de lavaderos de oro. Por más que Colón pretendió crear una capital colonizadora –y nombró alcalde y constituyó Cabildo–, La Isabela desde muy pronto se reveló como un lugar poco adecuado para los españoles. Nada más asentarse, y después del agotador esfuerzo de erigir la ciudad, tuvieron que aclimatarse a un medio tropical al que no estaban acostumbrados, sin ser capaces de acondicionar tierras de cultivo suficientes para alimentarse, además de carecer de los productos habituales en su dieta. Tampoco es que los recién llegados pusieran mucho empeño en acomodar el entorno a sus necesidades, ya que principalmente estaban preocupados por buscar oro; el descuido de las tareas imprescindibles para organizar la subsistencia trajo hambre y enfermedades (la sífilis hizo estragos), tensiones entre españoles y conflictos con los taínos que habitaban en el entorno y que, poco a poco, pasaron de considerarse amigables a hostiles. De otra parte, a medida que exploraban la Isla fueron dándose cuenta de que la costa meridional, más fértil y poblada así como más cercana a los recursos mineros del interior, ofrecía mucho mejores posibilidades. Por fin, en 1496, Bartolomé Colón fundó, en la desembocadura del Ozama, la Nueva Isabela o Santo Domingo, y a allí se mudaron todos los pobladores de la primera ciudad americana, abandonándola sin ninguna pena. Un par de años después, a la llegada del almirante en su tercer viaje, sólo los cerdos traídos de España paseaban por las que ya empezaban a ser ruinas de una villa que llegó a contar con más de doscientas casas en un área de unos nueve mil metros cuadrados. Cuenta De las Casas que por entonces nadie se atrevía a pasar por La Isabela despoblada “porque se publicaba ver i oír de noche y de día los que por allí pasaban o tenían que hacer ... muchas voces temerosas de horrible espanto, por los cuales no osaban tornar por allí”. La Isabela representa, en suma, el fracaso de los planes utópicos de Colón, pero también de la convivencia de un grupo humano que no supo adecuarse al medio. El frustrado modelo colombino sería sustituido por el de Nicolás de Ovando –quien llegó a Santo Domingo en 1502–, mucho más acorde con la tradición castellana de colonización y el proceso urbanizador vivido en la Península durante la Reconquista.

Como ya he dicho, nada salvo los cimientos queda de La Isabela ni de esa primera iglesia cristiana en América. Habrá que esperar a la primera década del XVI para que, bajo el gobierno de Ovando, se empezaran las obras del templo que posteriormente se convertiría en la Catedral de Santo Domingo, primada de América. En principio, a expensas de que subsista en esa isla o en las de Cuba, Puerto Rico o Jamaica, alguna ermita de mucha menor importancia, sería la seo dominicana la iglesia cristiana todavía en pie de mayor antigüedad del Continente. En la actualidad, al otro lado de la carretera 29 que pasa muy cerca del Parque Arqueológico de la Isabela histórica, se erige una iglesia que conmemora la original y que fue construida con motivo del V Centenario con el rimbombante nombre de Templo de Las Américas. Poco que ver con la colombina, pero en fin.


PS: Aunque el sitio de La Isabela ya había sido estudiado por otros, la más extensa y precisa investigación fue llevada a cabo por el arqueólogo catalán nacionalizado venezolano José María Cruxent –quien gustaba llamarse el andariego– formando equipo con la profesora de la Universidad de Florida Kathleen Deagan, entre 1987 y 1993. En 2002, Yale University publica dos libros que se complementan: Columbus’s Outpost among the Taínos y Archaeology at La Isabela: America's First European Town. En el primero –que es del que dispongo– los autores presentan la historia de Colón y de La Isabela, a fin de comprender el nacimiento de la sociedad hispano-americana; para ello se basan en las pruebas materiales de sus excavaciones, cuyos aspectos técnicos son narrados en el otro libro.

6 comentarios:

  1. La fiebre del oro produjo, en efecto, terribles estragos como pocos. Todavía en Cándido, escrita 150 años después, se hacía burla de la supuesta riqueza aurífera de las Américas.

    Excelente exposición, por otro lado.

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    1. El oro, casi como metáfora o símbolo de una vida desahogada, tuvo que ser un poderosísimo impulso para aquellos hombres, tanto como para superar el miedo a morir en esas cascaritas de nuez en medio del desconocido y tenebroso océano.

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    1. OK es más breve (espero que no te hayas mosqueado; como te dije, me picaste la curiosidad).

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  3. nada que ver con su post, pero creo que este articulo habla de dos cosas que le interesan: Piketty y el uso del suelo.
    http://politikon.es/2015/03/31/piketty-terratenientes-y-concentracion-de-capital/

    Chofer fantasma

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    1. Acertaste, Chófer, me ha interesado el artículo. La clave está en la rentas del capital inmobiliario, vaya, vaya.

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