La herencia de los Papas
Desde la consolidación del cristianismo triunfante (pongamos unos tres siglos después de Constantino) se erigió como ideología dominante que el poder humano proviene de Dios; de tal forma, toda autoridad terrenal sólo era legítima en tanto cristiana. Este asunto de las relaciones entre el poder terrenal y Dios fue una fuente caudalosísima de elucubraciones intelectuales; las mejores cabezas de la cristiandad (tanto en Oriente como en Occidente) se enzarzaban en prolijas argumentaciones, llenas de sutiles matices teológicos, que hoy nos parecen rebuscadas e inútiles naderías. Sin embargo, por más que hubiera algún ingenuo y bienintencionado pensador, en la mayoría de los casos, como siempre ha ocurrido, estos doctores de la Iglesia sabían bien lo que estaba en juego en cada momento; la teología, al fin y al cabo, resultaba ser la más eficaz justificación de la política y, en concreto, la única justificación válida del Poder.
Probablemente, el primer antecedente de la infinidad de ejemplos que surgirían durante la Edad Media puede ser el documento conocido como la Donación de Constantino (Donatio Constantini) presentado por el Papa Esteban II al rey franco Pipino en los años cincuenta del siglo VIII. Por aquellas fechas, la situación del Papado era bastante poco prometedora. De un lado, las relaciones con el Imperio (no se olvide que el emperador estaba en Constantinopla) iban cada vez peor; los basileos bizantinos se oponían violentamente a la veneración de las imágenes que, en cambio, gustaba mucho a los pontífices romanos. Desde luego, ésta no era sino una excusa para enmascarar ansias de poder, pero a León III Isáurico (715-741) le bastaron para quitarle a Roma el dominio del sur de Italia (Sicilia y Calabria) así como de los Balcanes. Por otra parte, los reyes lombardos, cuya capital estaba en Pavía (en la actual Lombardía, que por eso se llama como se llama) tenían ganas de ampliar sus dominios hacia el sur de la península italiana. De hecho, se aprovecharon de la hostilidad de los bizantinos para proclamarse defensores del Papa y, con ese pretexto, además de conquistar el Exarcado de Rávena (del imperio de Oriente), tomar bastantes ciudades que estaban bajo jurisdicción romana. Al Papado, entre dos fuegos, se le presentaban perspectivas poco halagüeñas.
En esa situación, Gregorio III (731-741) se dedicó a ganar tiempo y, finalmente, tomo una decisión que sería fundamental para la historia de Europa: da la espalda al Imperio de Oriente (que era el legítimo heredero del romano) y busca apoyo en los francos, acudiendo a Carlos Martel, el que sería creador de la dinastía carolingia. De momento no es sino el inicio de una nueva línea política, pero sin que ocurra nada concreto. Mueren Gregorio (el Papa), Carlos (el franco), León (el bizantino) y Luitprando (el lombardo). En el reino franco el poder recae en Pipino el Breve, pero no es el rey, ya que este título le corresponde, por "derecho divino" a los herederos legítimos de la dinastía merovingia. El rey es Childerico III, mero monigote controlado por Pipino, que necesita una legitimación sacra para sustituirlo en el trono. Es curioso enterarse de que al pobre Childerico no le apoyaba nadie, ni los nobles ni los eclesiásticos; sin embargo, era impensable deponerlo (lo que apenas habría tenido obstáculos objetivos), tanta era la fuerza de la legitimidad cristiana. Dos emisarios de Pipino, ambos clérigos naturalmente, fueron pues a Roma a preguntarle al Papa Zacarías (sucesor de Gregorio) si estaba bien que fuese rey quien no tenía poder real; el Papa, cuco él, dice que eso está muy mal porque el rey debe ser quien ejerce el poder. Con la autorización, más o menos tácita, de Zacarías, Pipino no tarda más que unos meses en deponer a Childerico III, al cual rapan (la melena era signo de poder entre los francos) y lo envían a un monasterio. Luego, con el apoyo de todos los grandes del reino, es coronado por el delegado Papal, el arzobispo Bonifacio (llamado el apóstol de Alemania).
Muerto Zacarías, el nuevo rey lombardo decide romper la inestable calma y ocupa la pentápolis italiana (territorio adriático) y llega a sitiar Roma. El nuevo Papa, Esteban II, abandona desesperadamente Italia y se llega hasta la residencia real franca de Ponthion, en el corazón de la Borgoña, para pedir ayuda a Pipino. En esa reunión (a la que asistió el futuro Carlomagno, por entonces un niño de siete años), Pipino se compromete a devolver al Papa los territorios que le ha arrebatado el lombardo. Ciertamente, el rey franco está en deuda con el Papado, pero eso no basta para explicar su compromiso (que habría de cumplir con eficacia). Esteban convence a Pipino de que esos territorios son "jurídicamente" propiedad de la Iglesia romana. Estamos ante el acto de legitimación fundacional de los Estados Pontificios y es aquí donde entra en juego el documento al que antes me referí, la Donatio Constantini.
En el citado documento Constantino hace profesión de su fe cristiana y, tras una serie de agradecimientos y elogios al Papado, le concede su propio poder como emperador, así como la posesión de extensos territorios. Está más que demostrado que es una falsificación, hecha por los colaboradores de Esteban a partir de tradiciones más o menos difusas (lo que hoy llamaríamos leyendas urbanas) que provenían de la época del Papa Silvestre (314-335). Pero no hay por qué sorprenderse, ya que la Edad Media fue profusa en falsificaciones (no sólo documentales, piénsese en las reliquias), con distintos grados de descaro, desde la pequeñas “correcciones” hasta las invenciones más imaginativas. Hay que decir (para poner coto a los malpensados) que los falsificadores eclesiásticos actuaban de “buena fe”; se trataba de mentir en la forma para mostrar la verdad de fondo; ya se sabe que Dios escribe recto en reglones torcidos. Además, en aquellos tiempos nadie se ponía muy pejiguero con exigencias de rigor metodológico (en realidad, la Iglesia no ha sido nunca muy pejiguera a este respecto). Lo que parece cierto es que el Papa y sus muchachos estaban honestamente convencidos de ser los verdaderos herederos de la legitimidad imperial romana, máxime cuando el emperador se había radicado en Oriente, abandonando Roma. Si tal era la Verdad (fortalecida además por una visión que se ha dado en llamar “monismo hierocrático”), ¿qué importancia tiene que se prepare un documento que Constantino “debió haber elaborado” cuatrocientos y pico años antes?
Creyera del todo o no en la autenticidad de ese texto, a Pipino le interesaba avalar sus consecuencias, porque de tal forma su coronación por el Papa adquiría la más alta legitimación, la que proviene de un soberano terrenal que, a su vez, es vicario en la Tierra del Creador, fuente de todo poder. A la Iglesia, en cambio, no le convenía demasiado descansar sus derechos de soberanía (directa sobre lo que serían a partir de entonces los Estados Pontificios e indirecta sobre todo Occidente) en un acto tan propio del Derecho humano como una donación; habrían preferido, sin duda, que bastara con las argumentaciones de tipo hierocrático (a partir de la famosa metáfora de Cristo entregando las llaves a Pedro). Pero las sutilezas teológicas eran demasiado cultas para convencer a los poco sofisticados reyes germanos quienes, en cambio, entendían mucho mejor explicaciones basadas en las herencias patrimoniales. En cada momento hay que escoger los argumentos más adecuados a los fines y, desde luego, no tener ningún reparo en posteriormente reinterpretarlos (donde dije digo, digo Diego) o relegarlos al rincón oscuro, sustituyéndolos por otros más pertinentes, incluso aunque contradigan a los anteriores; además, nunca se sabe cuando puede convenir resucitar tesis “obsoletas”. En todo ello es la Iglesia Católica, sin ninguna duda, la más experimentada maestra.
A corto plazo, en todo caso, la Donatio Constantini cumplió su función. Esteban “consagra” a Pipino y legitima definitivamente la nueva línea dinástica carolingia, de la cual derivaría el Imperio que duraría (con enormes variaciones en cuanto a su ámbito territorial) hasta la I Guerra Mundial. Y Pipino reconquista para el Papa las Marcas y la Romaña que, junto al Ducado de Roma, se conforman como los Estado Pontificios. A medio plazo, el Papado empezará a sentirse coaccionado por la dependencia excesiva en lo temporal hacia el Emperador. Para ir consolidando su autonomía (y acrecentando su poder material), además de las ineludibles estrategias de realpolitik (básicamente jugar con todas las monarquías europeas sin comprometerse con ninguna), los doctores de la Iglesia al servicio de Roma irían desarrollando la teoría del poder único (monismo) con subordinación del temporal al espiritual (hierocrático), que llegaría a su máxima expresión con la Bula Unam Sanctam de Bonifacio VIII a principios del XIV. Para entonces la Donación de Constantino ya se había relegado a los archivos pontificios (oficialmente nunca se ha declarado falsa) y ni se mencionaba por innecesaria.
El monismo hierocrático, en tanto “ideología oficial”, correría una suerte similar, incluso con menor duración temporal. Pero prefiero referirme a esos planteamientos en un próximo post; adelanto, no obstante, que las argumentaciones contaron con mucha mayor enjundia teológica porque también el Papado se jugaba mucho por esas fechas. Nuevamente logró salir airoso (el Cisma de Occidente, culminación del larguísimo enfrentamiento entre güelfos y gibelinos) y los pontífices iniciarían el Renacimiento con una orgullosa confianza en su poder, lo que les posibilitaría exhibir los comportamientos más corruptos de toda la historia de la Iglesia. En esos años, a caballo entre los siglos XV y XVI, volverían a desempolvarse las tesis hierocráticas para resolver un tema que nos toca muy de cerca: el reparto de América entre castellanos y portugueses. Quien las sacó a colación fue, ni más ni menos, que Bernardino de Carvajal, el obispo de Sigüenza que cité en mi anterior post por su influencia en el estilo renacentista italianizado de la maravillosa plaza de esa ciudad. Pues de esa historia quería hablar, pero es que uno se retrotrae y no llega. Pero me apetece hacerlo (será en un tercer post de esta serie).
Probablemente, el primer antecedente de la infinidad de ejemplos que surgirían durante la Edad Media puede ser el documento conocido como la Donación de Constantino (Donatio Constantini) presentado por el Papa Esteban II al rey franco Pipino en los años cincuenta del siglo VIII. Por aquellas fechas, la situación del Papado era bastante poco prometedora. De un lado, las relaciones con el Imperio (no se olvide que el emperador estaba en Constantinopla) iban cada vez peor; los basileos bizantinos se oponían violentamente a la veneración de las imágenes que, en cambio, gustaba mucho a los pontífices romanos. Desde luego, ésta no era sino una excusa para enmascarar ansias de poder, pero a León III Isáurico (715-741) le bastaron para quitarle a Roma el dominio del sur de Italia (Sicilia y Calabria) así como de los Balcanes. Por otra parte, los reyes lombardos, cuya capital estaba en Pavía (en la actual Lombardía, que por eso se llama como se llama) tenían ganas de ampliar sus dominios hacia el sur de la península italiana. De hecho, se aprovecharon de la hostilidad de los bizantinos para proclamarse defensores del Papa y, con ese pretexto, además de conquistar el Exarcado de Rávena (del imperio de Oriente), tomar bastantes ciudades que estaban bajo jurisdicción romana. Al Papado, entre dos fuegos, se le presentaban perspectivas poco halagüeñas.
En esa situación, Gregorio III (731-741) se dedicó a ganar tiempo y, finalmente, tomo una decisión que sería fundamental para la historia de Europa: da la espalda al Imperio de Oriente (que era el legítimo heredero del romano) y busca apoyo en los francos, acudiendo a Carlos Martel, el que sería creador de la dinastía carolingia. De momento no es sino el inicio de una nueva línea política, pero sin que ocurra nada concreto. Mueren Gregorio (el Papa), Carlos (el franco), León (el bizantino) y Luitprando (el lombardo). En el reino franco el poder recae en Pipino el Breve, pero no es el rey, ya que este título le corresponde, por "derecho divino" a los herederos legítimos de la dinastía merovingia. El rey es Childerico III, mero monigote controlado por Pipino, que necesita una legitimación sacra para sustituirlo en el trono. Es curioso enterarse de que al pobre Childerico no le apoyaba nadie, ni los nobles ni los eclesiásticos; sin embargo, era impensable deponerlo (lo que apenas habría tenido obstáculos objetivos), tanta era la fuerza de la legitimidad cristiana. Dos emisarios de Pipino, ambos clérigos naturalmente, fueron pues a Roma a preguntarle al Papa Zacarías (sucesor de Gregorio) si estaba bien que fuese rey quien no tenía poder real; el Papa, cuco él, dice que eso está muy mal porque el rey debe ser quien ejerce el poder. Con la autorización, más o menos tácita, de Zacarías, Pipino no tarda más que unos meses en deponer a Childerico III, al cual rapan (la melena era signo de poder entre los francos) y lo envían a un monasterio. Luego, con el apoyo de todos los grandes del reino, es coronado por el delegado Papal, el arzobispo Bonifacio (llamado el apóstol de Alemania).
Muerto Zacarías, el nuevo rey lombardo decide romper la inestable calma y ocupa la pentápolis italiana (territorio adriático) y llega a sitiar Roma. El nuevo Papa, Esteban II, abandona desesperadamente Italia y se llega hasta la residencia real franca de Ponthion, en el corazón de la Borgoña, para pedir ayuda a Pipino. En esa reunión (a la que asistió el futuro Carlomagno, por entonces un niño de siete años), Pipino se compromete a devolver al Papa los territorios que le ha arrebatado el lombardo. Ciertamente, el rey franco está en deuda con el Papado, pero eso no basta para explicar su compromiso (que habría de cumplir con eficacia). Esteban convence a Pipino de que esos territorios son "jurídicamente" propiedad de la Iglesia romana. Estamos ante el acto de legitimación fundacional de los Estados Pontificios y es aquí donde entra en juego el documento al que antes me referí, la Donatio Constantini.
En el citado documento Constantino hace profesión de su fe cristiana y, tras una serie de agradecimientos y elogios al Papado, le concede su propio poder como emperador, así como la posesión de extensos territorios. Está más que demostrado que es una falsificación, hecha por los colaboradores de Esteban a partir de tradiciones más o menos difusas (lo que hoy llamaríamos leyendas urbanas) que provenían de la época del Papa Silvestre (314-335). Pero no hay por qué sorprenderse, ya que la Edad Media fue profusa en falsificaciones (no sólo documentales, piénsese en las reliquias), con distintos grados de descaro, desde la pequeñas “correcciones” hasta las invenciones más imaginativas. Hay que decir (para poner coto a los malpensados) que los falsificadores eclesiásticos actuaban de “buena fe”; se trataba de mentir en la forma para mostrar la verdad de fondo; ya se sabe que Dios escribe recto en reglones torcidos. Además, en aquellos tiempos nadie se ponía muy pejiguero con exigencias de rigor metodológico (en realidad, la Iglesia no ha sido nunca muy pejiguera a este respecto). Lo que parece cierto es que el Papa y sus muchachos estaban honestamente convencidos de ser los verdaderos herederos de la legitimidad imperial romana, máxime cuando el emperador se había radicado en Oriente, abandonando Roma. Si tal era la Verdad (fortalecida además por una visión que se ha dado en llamar “monismo hierocrático”), ¿qué importancia tiene que se prepare un documento que Constantino “debió haber elaborado” cuatrocientos y pico años antes?
Creyera del todo o no en la autenticidad de ese texto, a Pipino le interesaba avalar sus consecuencias, porque de tal forma su coronación por el Papa adquiría la más alta legitimación, la que proviene de un soberano terrenal que, a su vez, es vicario en la Tierra del Creador, fuente de todo poder. A la Iglesia, en cambio, no le convenía demasiado descansar sus derechos de soberanía (directa sobre lo que serían a partir de entonces los Estados Pontificios e indirecta sobre todo Occidente) en un acto tan propio del Derecho humano como una donación; habrían preferido, sin duda, que bastara con las argumentaciones de tipo hierocrático (a partir de la famosa metáfora de Cristo entregando las llaves a Pedro). Pero las sutilezas teológicas eran demasiado cultas para convencer a los poco sofisticados reyes germanos quienes, en cambio, entendían mucho mejor explicaciones basadas en las herencias patrimoniales. En cada momento hay que escoger los argumentos más adecuados a los fines y, desde luego, no tener ningún reparo en posteriormente reinterpretarlos (donde dije digo, digo Diego) o relegarlos al rincón oscuro, sustituyéndolos por otros más pertinentes, incluso aunque contradigan a los anteriores; además, nunca se sabe cuando puede convenir resucitar tesis “obsoletas”. En todo ello es la Iglesia Católica, sin ninguna duda, la más experimentada maestra.
A corto plazo, en todo caso, la Donatio Constantini cumplió su función. Esteban “consagra” a Pipino y legitima definitivamente la nueva línea dinástica carolingia, de la cual derivaría el Imperio que duraría (con enormes variaciones en cuanto a su ámbito territorial) hasta la I Guerra Mundial. Y Pipino reconquista para el Papa las Marcas y la Romaña que, junto al Ducado de Roma, se conforman como los Estado Pontificios. A medio plazo, el Papado empezará a sentirse coaccionado por la dependencia excesiva en lo temporal hacia el Emperador. Para ir consolidando su autonomía (y acrecentando su poder material), además de las ineludibles estrategias de realpolitik (básicamente jugar con todas las monarquías europeas sin comprometerse con ninguna), los doctores de la Iglesia al servicio de Roma irían desarrollando la teoría del poder único (monismo) con subordinación del temporal al espiritual (hierocrático), que llegaría a su máxima expresión con la Bula Unam Sanctam de Bonifacio VIII a principios del XIV. Para entonces la Donación de Constantino ya se había relegado a los archivos pontificios (oficialmente nunca se ha declarado falsa) y ni se mencionaba por innecesaria.
El monismo hierocrático, en tanto “ideología oficial”, correría una suerte similar, incluso con menor duración temporal. Pero prefiero referirme a esos planteamientos en un próximo post; adelanto, no obstante, que las argumentaciones contaron con mucha mayor enjundia teológica porque también el Papado se jugaba mucho por esas fechas. Nuevamente logró salir airoso (el Cisma de Occidente, culminación del larguísimo enfrentamiento entre güelfos y gibelinos) y los pontífices iniciarían el Renacimiento con una orgullosa confianza en su poder, lo que les posibilitaría exhibir los comportamientos más corruptos de toda la historia de la Iglesia. En esos años, a caballo entre los siglos XV y XVI, volverían a desempolvarse las tesis hierocráticas para resolver un tema que nos toca muy de cerca: el reparto de América entre castellanos y portugueses. Quien las sacó a colación fue, ni más ni menos, que Bernardino de Carvajal, el obispo de Sigüenza que cité en mi anterior post por su influencia en el estilo renacentista italianizado de la maravillosa plaza de esa ciudad. Pues de esa historia quería hablar, pero es que uno se retrotrae y no llega. Pero me apetece hacerlo (será en un tercer post de esta serie).
CATEGORÍA: Todavía no la he decidido
Yo es que con estos post lo único que puedo decir es: ¡Jo,lo que aprendo con tu blog! :)
ResponderEliminarBesos
Me pasa como a nanny, me encanta que te vayas por las ramas, porque las ramas no veas lo que nos hace aprender.
ResponderEliminarBien contado, miroslav. Un par de cosas. El papado imitó en sus símbolos y títulos (por ejemplo, "pontífice", que es magistrado sacerdotal que presidia las ceremonias del Imperio romano) a la Roma Imperial, fue su modelo y Pablo lo tenía claro. Dos, es muy interesante constatar como la monarquía de los Austrias se erige en defensora del papado, no siempre a favor de sus intereses más inmediatos (pero era una forma de joder a Inglaterra, entre otras cosas, su gran rival con Francia)
ResponderEliminarLansky: Ciertamente que la Iglesia, en tanto organización terrenal, se inspiró y adoptó la mayoría de las formas del Imperio. Algún día pondré ejemplos concretos referidos a esos primeros siglos (entre el III y el V, básicamente). En todo caso, esa imitación formal, además de sus indudables ventajas prácticas (similares a las que supuso la cristianización de fiestas, ritos e incluso dioses paganos) deja ver una búsqueda de legitimación del poder eclesiástico, que es el tema que me interesaba resaltar en este post.
ResponderEliminarEn cuanto a la monarquía de los Austrias, te me adelantas demasiado, que todavía estamos en los tiempos de Neustria y Austrasia.
Nany y Amy: Me alegra que os guste este tipo de posts, porque soy consciente de que son bastante coñazos. El caso es que son temas que me divierten y me permiten entretenerme; si también a vosotras, mucho mejor.
Hay más gente que seguimos con interés, atención y gusto este tipo de post
ResponderEliminarCon razón en los colegios, por muy de monjas o frailes que fueran, no nos contaban apenas nada de Historia de la Iglesia. Nos hubiéramos pasado con armas y bagajes al budismo, y muy justificadamente.
ResponderEliminarTu manera de contarlo, sencillamente formidable. La cantidad de información y la claridad con que lo expones, inmejorables. Sigue, que es un asunto y unas épocas fascinantes. Tómate todo el tiempo que quieras hasta llegar al Obispo de Sigüenza, y continua saltando de rama en rama de la historia.