Peleas de gallos
Parece que entre las “tradiciones” de la cultura canaria se cuentan las peleas o riñas de gallos. En la actualidad hay veintisiete galleras federadas en el archipiélago (sólo La Gomera carece de ellas); cada gallera, inscrita como una asociación o sociedad deportiva, viene a ser el “club” que participa en los torneos y campeonatos que se organizan en las islas. La riña de gallos, como todo el mundo sabrá, consiste en enfrentar a dos de estos animales para que se agredan mutuamente en un pequeño ruedo cerrado. En Canarias, donde esta actividad es legal (de eso ya hablaré luego), no se llegan a alcanzar los excesos de la ilegales; la razón principal, imagino, es que se ha limitado el tiempo de cada riña (diez minutos). En todo caso, se trata sin duda de un espectáculo “fuerte” por la tremenda agresividad de estos animales. En palabras de sus criadores, los gallos de peleas son agresivos por instinto, atacan no para defenderse sino para matar al adversario; si no existieran las peleas esta “raza” desaparecería.
Conscientes del rechazo que genera su actividad, los aficionados la defienden con argumentos muy parecidos a los que esgrimen los taurinos. En primer lugar, por supuesto, los relativos al arraigo con una “sacrosanta” tradición; las riñas de gallos son cultura y, además, “cultura popular”, de esa que tanto juego da a las proclamas identitarias colectivas. Esta “muestra cultural” se inició en Canarias en el XVIII y sólo empezó a popularizarse en la segunda mitad del XIX; vamos, que los guanches no la practicaban. En todo caso, a mi juicio, el que algo sea tradicional es irrelevante a efectos de juzgar sobre su bondad o maldad; sólo si algo no es malo, tiene para mí sentido defender su preservación por razones de tradición. Y lo mismo diría sobre actividades que, tradicionales o no, cuenten con muchos aficionados. Pero, claro, mi criterio no es compartido por los legisladores, quienes suelen salvar aquellas prácticas que, aunque sean análogas a otras prohibidas, gozan de suficiente apoyo.
Los otros argumentos a favor de los gallos (y de los toros) se presentan bajo la etiqueta de “proteccionistas”. Los gallos de pelea reciben un trato exquisito en el criadero, son mimados y queridos, viven como reyes, en suma. Además, sólo sirven para eso (bueno, y para engendrar futuros luchadores), tanto es así que, ya desde polluelos, han de separarse de las demás aves del corral para evitar que las ataquen. Y la conclusión tan conocida: si no hubiera gallos de pelea, la raza desaparecería (una putada para la biodiversidad). Parece que es verdad que la agresividad de estos gallos es innata, más allá de la habitual de los machos dominantes de muchas especies, que suele resolverse en amenazas sin necesidad de “aniquilar” al rival sexual. Pero también es verdad que no todos los gallos muestran esa extrema agresividad y que, justamente los que la presentan son seleccionados por el hombre para desarrollarla mediante el entrenamiento y transmitirla genéticamente como sementales. Desde mi ignorancia, permítaseme que imagine que alguien se dedicara a seleccionar niños con comportamientos agresivos extraordinarios, entrenarlos para desarrollarlos, emplearlos en acciones sanguinarias y luego, a los que sobrevivan, aparearlos para que nazcan nuevos niños con los que repetir el proceso. Al cabo de unas cuantas generaciones cabe suponer que tendríamos una nueva “raza” de psicópatas crueles y asesinos.
Canarias cuenta con una Ley autonómica de protección de los animales desde 1991. He hecho una búsqueda rápida en internet y me sale que esta Comunidad Autónoma ha sido de las primeras en legislar sobre esta materia (la única Ley anterior que encuentro es la catalana de 1988, sustituida por la nueva de 2003). La mayoría de las Leyes autonómicas (que son las competentes), así como la reciente estatal (32/2007) de carácter básico, son de este siglo, debido a que ha sido en los últimos años cuando más se han intensificado las campañas contra el maltrato animal (en un país con tan entrañables tradiciones de esa laya). Casi todas la leyes autonómicas que he leído (por encima) son muy similares; la técnica de producción legislativa (para quien no lo sepa) consiste en copiar lo ya existente y retocar aquí o allá, para reflejar las “peculiaridades locales” (tan importantes en la salvaguarda de las señas de identidad, oiga). La nota diferencial más significativa de la canaria es la no prohibición de las peleas de gallo; si bien en el artículo 5 “se prohíbe la utilización de animales en peleas, fiestas, espectáculos y otras actividades que conlleven maltrato, crueldad o sufrimiento”, su apartado segundo exceptúa expresamente las peleas de gallos “en aquellas localidades en que tradicionalmente se hayan venido celebrando, siempre que ... “ no se permita la entrada a menores de 16 años, que las galleras e instalaciones donde se celebren peleas tuvieran en 1991 un año de antigüedad (o se hubieran construido en sustitución de aquéllas) y que sean lugares cerrados.
La Ley Canaria, en su exposición de motivos, explica detalladamente el por qué de esta regulación: “También pretende esta Ley aumentar la sensibilidad colectiva de Canarias hacia comportamientos mas humanitarios y propios de una sociedad moderna en el trato a los animales sentando las bases para una educación que propicie estos objetivos. Especialmente indeseable es la posibilidad legal de hacer negocio lucrativo de espectáculos basados fundamentalmente en el maltrato, sufrimiento y muerte de animales. Por ello, algunas tradiciones arraigadas en zonas de las islas que involucran tales espectáculos, como son las peleas de gallos, si bien pueden argüirse en su defensa los aspectos tradicionales y aun culturales, es evidente que son tradiciones cruentas e impropias de una sociedad moderna y evolucionada. Por ello, esta Ley propicia su desaparición natural, mediante mecanismos normativos que impiden su expansión, prohibiendo el fomento de estos espectáculos por las administraciones públicas, no autorizando nuevas instalaciones, y, especialmente, no favoreciendo la transmisión de estas aficiones a las nuevas generaciones mediante la exigencia de que se desarrolle en locales cerrados y prohibiendo su acceso a los menores de 16 años”.
Se puede opinar lo que se quiera sobre la aparente timidez del legislador canario hace diecisiete años. Hay quien dice que mejor es que se regulen, limitando los excesos más crueles de su práctica, que prohibirlas, porque ello incentiva que sigan existiendo sin control; tal tesis me recuerda mucho el debate sobre la legalización de las drogas, pero creo que hay demasiadas diferencias para que sean comparables (o sea, que no me convence). Pero lo cierto es que, en su relativamente reducido y discreto ámbito, las peleas de gallos siguen perviviendo en Canarias, donde aparece una Federación que asocia las galleras y organiza campeonatos y cuyos fines, por más que no se atrevan a declararlo expresamente en sus estatutos, incluyen la defensa y fomento de esta actividad. De hecho, reclaman (y consiguen) apoyos de las administraciones públicas, así como cobertura entusiasta en prensa sobre sus torneos, nada de lo cual parece muy coherente con los objetivos de la Ley. De todas formas, más curiosa es la regulación que hace de este asunto la ley andaluza (11/2003), que prohíbe expresamente las peleas de gallos, “salvo aquellas de selección de cría para la mejora de la raza y su exportación realizadas en criaderos y locales debidamente autorizados con la sola y única asistencia de sus socios”. ¿Para qué hay que mejorar la raza? Pues para exportar los gallos a donde se permitan las peleas (América Latina, fundamentalmente). Me parece una muestra patética de cinismo, pero en fin ...
Lo curioso es que en noviembre del año pasado el Parlamento español promulgó la correspondiente Ley estatal (de carácter básico, porque las competencias son autonómicas), la cual, sin establecer prohibiciones expresas de actividades concretas, califica como infracción muy grave utilizar los animales en peleas. Esto supone, salvo que los sesudos juristas busquen una interpretación que concilie esta norma con la permisividad de la nuestra, que la Comunidad Autónoma de Canarias debería imponer al responsable de cada riña de gallos una multa que varía entre 6.000 y 100.000 euros; que yo sepa, no ha habido ninguna reacción al respecto de las autoridades competentes del archipiélago, pero tampoco de los señores de la Federación, que ni se dan por aludidos (les preocupa, en cambio, la actitud de la Unión Europea en contra de sus intereses y aficiones).
Pero, al margen de las consideraciones legales e incluso también prescindiendo del debate sobre la protección de los animales (y el más metafísico sobre si pueden o no ser sujetos de derechos), lo que me genera interés (y desconcierto) son los mecanismos cerebrales que hacen que tantos individuos encuentren tan atractivo, les produzca tanto goce, este tipo de espectáculos. Leo un reportaje en el que el autor nos presenta a personas que describen con entusiasmo su pasión por las peleas de gallos, lo enganchados que están. “He visto miles de combates y sólo cuando es así se alcanza a comprender toda la belleza de una lucha”. Supongo que la contemplación de esas luchas violentísimas excita la descarga de estimuladores cerebrales, a lo mejor de forma análoga, bioquímicamente, a lo que ocurre en un orgasmo. He de confesar que, si así fuera, tengo algún receptor desconectado, porque ni los gallos ni otros espectáculos de similares características consiguen producirme otra cosa que emociones negativas, de rechazo. Pero, ciertamente, hay que constatar que la violencia, en sus múltiples formas, ha sido siempre, y sigue siendo, un ingrediente importantísimo para que los espectáculos sean atractivos. Aunque, ya puestos a mejorar la especie (la nuestra, no los gallos), sugeriría inhibir esas pulsiones de espectadores sádicos.
PS: No he encontrado ningún vídeo de una pelea de gallos en Canarias (sí muchos en América); de todas formas, no me apetecía demasiado ilustrar el post con ese espectáculo. A cambio esta antropocentrización irónica.
Conscientes del rechazo que genera su actividad, los aficionados la defienden con argumentos muy parecidos a los que esgrimen los taurinos. En primer lugar, por supuesto, los relativos al arraigo con una “sacrosanta” tradición; las riñas de gallos son cultura y, además, “cultura popular”, de esa que tanto juego da a las proclamas identitarias colectivas. Esta “muestra cultural” se inició en Canarias en el XVIII y sólo empezó a popularizarse en la segunda mitad del XIX; vamos, que los guanches no la practicaban. En todo caso, a mi juicio, el que algo sea tradicional es irrelevante a efectos de juzgar sobre su bondad o maldad; sólo si algo no es malo, tiene para mí sentido defender su preservación por razones de tradición. Y lo mismo diría sobre actividades que, tradicionales o no, cuenten con muchos aficionados. Pero, claro, mi criterio no es compartido por los legisladores, quienes suelen salvar aquellas prácticas que, aunque sean análogas a otras prohibidas, gozan de suficiente apoyo.
Los otros argumentos a favor de los gallos (y de los toros) se presentan bajo la etiqueta de “proteccionistas”. Los gallos de pelea reciben un trato exquisito en el criadero, son mimados y queridos, viven como reyes, en suma. Además, sólo sirven para eso (bueno, y para engendrar futuros luchadores), tanto es así que, ya desde polluelos, han de separarse de las demás aves del corral para evitar que las ataquen. Y la conclusión tan conocida: si no hubiera gallos de pelea, la raza desaparecería (una putada para la biodiversidad). Parece que es verdad que la agresividad de estos gallos es innata, más allá de la habitual de los machos dominantes de muchas especies, que suele resolverse en amenazas sin necesidad de “aniquilar” al rival sexual. Pero también es verdad que no todos los gallos muestran esa extrema agresividad y que, justamente los que la presentan son seleccionados por el hombre para desarrollarla mediante el entrenamiento y transmitirla genéticamente como sementales. Desde mi ignorancia, permítaseme que imagine que alguien se dedicara a seleccionar niños con comportamientos agresivos extraordinarios, entrenarlos para desarrollarlos, emplearlos en acciones sanguinarias y luego, a los que sobrevivan, aparearlos para que nazcan nuevos niños con los que repetir el proceso. Al cabo de unas cuantas generaciones cabe suponer que tendríamos una nueva “raza” de psicópatas crueles y asesinos.
Canarias cuenta con una Ley autonómica de protección de los animales desde 1991. He hecho una búsqueda rápida en internet y me sale que esta Comunidad Autónoma ha sido de las primeras en legislar sobre esta materia (la única Ley anterior que encuentro es la catalana de 1988, sustituida por la nueva de 2003). La mayoría de las Leyes autonómicas (que son las competentes), así como la reciente estatal (32/2007) de carácter básico, son de este siglo, debido a que ha sido en los últimos años cuando más se han intensificado las campañas contra el maltrato animal (en un país con tan entrañables tradiciones de esa laya). Casi todas la leyes autonómicas que he leído (por encima) son muy similares; la técnica de producción legislativa (para quien no lo sepa) consiste en copiar lo ya existente y retocar aquí o allá, para reflejar las “peculiaridades locales” (tan importantes en la salvaguarda de las señas de identidad, oiga). La nota diferencial más significativa de la canaria es la no prohibición de las peleas de gallo; si bien en el artículo 5 “se prohíbe la utilización de animales en peleas, fiestas, espectáculos y otras actividades que conlleven maltrato, crueldad o sufrimiento”, su apartado segundo exceptúa expresamente las peleas de gallos “en aquellas localidades en que tradicionalmente se hayan venido celebrando, siempre que ... “ no se permita la entrada a menores de 16 años, que las galleras e instalaciones donde se celebren peleas tuvieran en 1991 un año de antigüedad (o se hubieran construido en sustitución de aquéllas) y que sean lugares cerrados.
La Ley Canaria, en su exposición de motivos, explica detalladamente el por qué de esta regulación: “También pretende esta Ley aumentar la sensibilidad colectiva de Canarias hacia comportamientos mas humanitarios y propios de una sociedad moderna en el trato a los animales sentando las bases para una educación que propicie estos objetivos. Especialmente indeseable es la posibilidad legal de hacer negocio lucrativo de espectáculos basados fundamentalmente en el maltrato, sufrimiento y muerte de animales. Por ello, algunas tradiciones arraigadas en zonas de las islas que involucran tales espectáculos, como son las peleas de gallos, si bien pueden argüirse en su defensa los aspectos tradicionales y aun culturales, es evidente que son tradiciones cruentas e impropias de una sociedad moderna y evolucionada. Por ello, esta Ley propicia su desaparición natural, mediante mecanismos normativos que impiden su expansión, prohibiendo el fomento de estos espectáculos por las administraciones públicas, no autorizando nuevas instalaciones, y, especialmente, no favoreciendo la transmisión de estas aficiones a las nuevas generaciones mediante la exigencia de que se desarrolle en locales cerrados y prohibiendo su acceso a los menores de 16 años”.
Se puede opinar lo que se quiera sobre la aparente timidez del legislador canario hace diecisiete años. Hay quien dice que mejor es que se regulen, limitando los excesos más crueles de su práctica, que prohibirlas, porque ello incentiva que sigan existiendo sin control; tal tesis me recuerda mucho el debate sobre la legalización de las drogas, pero creo que hay demasiadas diferencias para que sean comparables (o sea, que no me convence). Pero lo cierto es que, en su relativamente reducido y discreto ámbito, las peleas de gallos siguen perviviendo en Canarias, donde aparece una Federación que asocia las galleras y organiza campeonatos y cuyos fines, por más que no se atrevan a declararlo expresamente en sus estatutos, incluyen la defensa y fomento de esta actividad. De hecho, reclaman (y consiguen) apoyos de las administraciones públicas, así como cobertura entusiasta en prensa sobre sus torneos, nada de lo cual parece muy coherente con los objetivos de la Ley. De todas formas, más curiosa es la regulación que hace de este asunto la ley andaluza (11/2003), que prohíbe expresamente las peleas de gallos, “salvo aquellas de selección de cría para la mejora de la raza y su exportación realizadas en criaderos y locales debidamente autorizados con la sola y única asistencia de sus socios”. ¿Para qué hay que mejorar la raza? Pues para exportar los gallos a donde se permitan las peleas (América Latina, fundamentalmente). Me parece una muestra patética de cinismo, pero en fin ...
Lo curioso es que en noviembre del año pasado el Parlamento español promulgó la correspondiente Ley estatal (de carácter básico, porque las competencias son autonómicas), la cual, sin establecer prohibiciones expresas de actividades concretas, califica como infracción muy grave utilizar los animales en peleas. Esto supone, salvo que los sesudos juristas busquen una interpretación que concilie esta norma con la permisividad de la nuestra, que la Comunidad Autónoma de Canarias debería imponer al responsable de cada riña de gallos una multa que varía entre 6.000 y 100.000 euros; que yo sepa, no ha habido ninguna reacción al respecto de las autoridades competentes del archipiélago, pero tampoco de los señores de la Federación, que ni se dan por aludidos (les preocupa, en cambio, la actitud de la Unión Europea en contra de sus intereses y aficiones).
Pero, al margen de las consideraciones legales e incluso también prescindiendo del debate sobre la protección de los animales (y el más metafísico sobre si pueden o no ser sujetos de derechos), lo que me genera interés (y desconcierto) son los mecanismos cerebrales que hacen que tantos individuos encuentren tan atractivo, les produzca tanto goce, este tipo de espectáculos. Leo un reportaje en el que el autor nos presenta a personas que describen con entusiasmo su pasión por las peleas de gallos, lo enganchados que están. “He visto miles de combates y sólo cuando es así se alcanza a comprender toda la belleza de una lucha”. Supongo que la contemplación de esas luchas violentísimas excita la descarga de estimuladores cerebrales, a lo mejor de forma análoga, bioquímicamente, a lo que ocurre en un orgasmo. He de confesar que, si así fuera, tengo algún receptor desconectado, porque ni los gallos ni otros espectáculos de similares características consiguen producirme otra cosa que emociones negativas, de rechazo. Pero, ciertamente, hay que constatar que la violencia, en sus múltiples formas, ha sido siempre, y sigue siendo, un ingrediente importantísimo para que los espectáculos sean atractivos. Aunque, ya puestos a mejorar la especie (la nuestra, no los gallos), sugeriría inhibir esas pulsiones de espectadores sádicos.
PS: No he encontrado ningún vídeo de una pelea de gallos en Canarias (sí muchos en América); de todas formas, no me apetecía demasiado ilustrar el post con ese espectáculo. A cambio esta antropocentrización irónica.
CATEGORÍA: Todavía no la he decidido
El argumento de la tradición y la cultura popular es totalmente falaz, al margen de que muchas de estas bonitas tradiciones, como la de tirar cabras de un campanario, datan de hace escasas décadas (unos "quintos" borrachos"), pero se desmonta bien por reducción al absurdo:por qué, si no, ¿no se mantienen las peleas a muerte de gladiadores, o la quema de reos en plaza pública?, etc., etc.
ResponderEliminarLas razas...son protoespecies, en muchos casos, que no han logrado aún separarse y siguen cruzándose entre ellas, pero no es lo mismo una raza de melones o de garbanzos (que se están perdiendo, por cierto) que una raza de gallos de pelea o de toros de lidia. El perro, que es tan polimórfico como el hombre, si lo dejas cruzarse a su gusto deviene en un agriotipo parecido a un lobo grácil, con el que conserva el 100% de su genoma, en realidad es la misma especie. Esos asombrosos y belicosos gallitos, dejados en paz sin dirigir sus cruces, se parecerían al típico bankiva, gallete de toda la vida.
O sea, que la coartada cultural es eso, una coartada, hay que decirles que no, que lo que ocurre es que les "ponen" esos espectáculos brutales e indignos.
Olvidamos un ingrediente muy importante de estos espectáculos, apostar grandes cantidades de dinero. No estaría yo tan segura de si la adrenalina la produce la violencia en sí del espectáculo o las grandes cantidades de dinero que mueven estos sectores, toros, gallos, gladiadores, peleas de leones y cristianos (cachis me parece que esto no corresponde a nuestra época).
ResponderEliminarporqué no se encierran ellos, los promotores, rodeados de histéricos que chillan, a darse de hostias y mordiscones o a aclavarse hierros puntiagudos entre las costillas, desangrándose hasta morir.
ResponderEliminar¡Ninguna piedad, ningún respeto, ningún perdón para estos torturadores. Ellos no tienen nada de esto para con sus víctimas.
El vídeo, sublime. Ya estaba yo ciertamente apostando por el de la camiseta verde.
ResponderEliminarSi la raza en cuestión se extingue, no supone ninguna pérdida irreparable, al fin y al cabo es lo mismo que decir que se extinguen los bóxer o los gatos de angora o cualquier otro (por cierto, razas que son inventadas y que provienen de la cría selectiva, donde en ocasiones surgen abominaciones debido a "accidentes" genéticos). En ese sentido, me da más penita que se extinga el lobo europeo, por un poner, razas verdaderas en su origen y cuya existencia en este planeta equilibra un ecosistema.
Las razas de animales provenientes de cruces hechos por nosotros sólo fomentan el desequilibrio. En ocasiones, incluso el mental de quien lo defiende. Permítame incluir en esta última frase a los legisladores que no tienen gónadas para legislar (lo que hacen no es legislar, es hacer demagogia).
"...Mentiras que ganan juicios
tan sumarios que envilecen
el cristal de los acuarios
de los peces de ciudad,
que perdieron las agallas
en un banco de morralla,
que nadan por no llorar".
Besazos.
En serio que estoy por decidir qué ha hecho (y hace) más daño, si la religión o la tradición; aunque, la verdad, a veces me cuesta distinguir la una de la otra.
ResponderEliminarBesos
Pero que le pasa ar nota?
ResponderEliminarEs qu ya no podremos divertirnos con argo tan nuestro como las peleas de gallos.
Ay qu desahogarse o no señor tar y cuar marichar?