jueves, 8 de mayo de 2008

¿Querrías conocer la fecha de tu muerte? (II)

Alberto, Alberto, ¿qué te ha pasado? Él me mira, rayos son sus miradas, atraviesan mis ojos e incendian mi cráneo. Habla despacio, como si las palabras le arañasen la garganta: Clara, puede saberse. Está escrito, ¿recuerdas? Y si yo sé leerlo ... Entonces calla y veo el miedo, velo gris que asemeja el sueño. Le pesan los párpados, mas sus puños me atenazan las manos. Sigue ahora un susurro asustado: No es exactamente información genética; al menos no en la forma en que vamos descodificándola. Sería algo así como un metacódigo, un complejo sistema criptográfico de referencias cruzadas que relaciona adeenes de individuos distintos, sin que siquiera las especies sean barrera. Estoy simplificando, Clara, recurriendo a las metáforas que tanto sabes que odio. ¿Cómo decírtelo, si no? Imagina que no fuéramos más que piezas de un inmenso organismo vivo y que la vida de ese ente que es todo nuestro universo fuera representar una historia ya escrita, un guión minucioso y totalitario. No puedo asegurar que esa vida, esa infinita combinación de acciones, sea necesariamente única, que haya de serlo desde el inicio. Porque, si así fuera, no habría tiempo ni vida. Puede pues que cada uno de nosotros, cada una de nuestras células, cada átomo del todo disponga de cierto margen de libertad; puede que se trate de un guión abierto. Mas sé a ciencia cierta que todas las agrupaciones celulares que nos llamamos individuos llevamos inscrita la fecha de caducidad. La muerte tiene apuntada su cita desde el principio y es siempre puntual.

Rüdiger había estado contándome de las investigaciones de mi ex marido. Dormí unas tres horas a golpe de pesadillas y despertares, pero bastaron para calmar la angustia dolorosa. Aleteos de sol me cosquilleaban y abrí los ojos; el alemán, a contraluz, parecía observarme sonriendo. Buenos días, Clara, acabo de hablar con el Hospital; Alberto está mucho mejor; creen que en unas horas despertará. Un café con leche y cruasanes crujientes en la cocina. Ni rastro de los dos hombres; les pedí que se fueran, me dijo. Fue como si se diera permiso para hablar y empezó con voz queda, en un inglés átono y espaciado, revisando cada palabra antes de pronunciarla.

Ya sabes que tu marido es una de las mayores autoridades en la investigación genética de las apóptosis, la muerte programada de las células. De hecho, nuestros laboratorios le contrataron para que se centrara en ciertos procesos degenerativos celulares que están asociados a determinados códigos genéticos; aparecen, la mayoría, a partir de edades avanzadas. Los primeros meses, Alberto hizo progresos extraordinarios, tantos que los directivos estaban entusiasmados y le concedieron aumentos de presupuesto nunca vistos. Empezamos a ensayar algunas manipulaciones genéticas en plantas y animales de laboratorio, con resultados sorprendentes, enormemente esperanzadores. Yo mismo, que desde el principio me volqué en su trabajo, estaba exultante; pensaba que en pocos años revolucionaríamos los tratamientos de la vejez. Si no la inmortalidad, parecía que podríamos ser capaces de facilitar prórrogas cada vez más amplias a nuestros organismos.

Tras los desbordantes éxitos empezaron a llegar reveses inexplicables. Era como si la muerte deshiciese nuestros arreglos. Los nuevos genes provocaban alteraciones no previstas en otros de modo que, con precisiones casi matemáticas, devenían los mismos efectos en los individuos manipulados. Pensamos en la denostada hipótesis de aquel viejo profesor de tu marido, García Carrasco, ¿te acuerdas? Sostenía que todas las instrucciones genéticas estaban rígidamente vinculadas entre sí, de modo que cambiar alguna producía irremisiblemente un "error de sistema". Por supuesto, casi nadie le hizo caso; las pruebas de que estaba equivocado se acumulaban a medida que progresaban las terapias génicas. Pero Alberto empezó a preguntarse si no habría relaciones más complejas, más ocultas, si quieres. Una vez, sin apenas mayores explicaciones, me comentó que dudaba de la autonomía funcional de cada programa genético; el individuo no es el límite, fueron sus palabras finales.

Pero eso fue ya en este último año, cuando había cambiado. Cambió el carácter: se volvió hosco, solitario, malhumorado; pasaba demasiado tiempo en el laboratorio, se saltaba los protocolos, no dejaba constancia de sus notas y no quería comentar sus investigaciones con nadie. Cambió a la vez el objeto de sus trabajos, aunque ninguno habríamos podido concretar cuál era. En todo caso, lo que es incuestionablemente cierto es que dejó de dar resultados y, naturalmente, la empresa se preocupó. No obstante, su gran prestigio hizo que le concedieran un periodo de gracia más que amplio antes de llamarle al orden. Hará un mes le citaron los jefazos y sólo sé que esa reunión no satisfizo a nadie. Tu marido sabía que se la estaba jugando, Clara, que no le quedaba mucho tiempo antes de ser expulsado, incluso desprestigiado profesionalmente. Aun así, nada cambió ni en su comportamiento ni en su actitud. No le importaba, así que no está ahí la razón de su intento de suicidio. Sin embargo, sí pienso que esa razón se encuentre en lo que haya podido descubrir; o quizá en lo que él crea que ha descubierto que, para el caso, viene a ser lo mismo. Pero eso sólo Alberto lo sabe.

Alberto lloraba en silencio, las lágrimas resbalaban mientras sus manos apretaban más y más las mías, tanto que el dolor se empezaba a hacer insoportable. Me acosté a su lado, casi sobre su cuerpo tembloroso. Nos abrazamos y sentí que también yo lloraba sin sonidos, y ambos nos bebíamos las lágrimas del otro. No tendría que ser así, dijo, y era la voz de un niño asustado. Le acaricié la cara, el pelo, le besé en los ojos y en los labios: no tengas miedo. Pero he dejado demasiadas pistas, balbució, ¿cómo no tenerlo?

Poco a poco, los sollozos cesaron y volvió el letargo a su cuerpo cansado. Después, tras un rato largo, quise hacerle la pregunta que me quemaba. Me contestó sin necesidad de que la enunciara: Sí, Clara, sé la fecha de mi muerte; faltan aún varios años. ¿Y el suicidio? ¿Fue para rebelarte, para ejercer tu libertad soberbia? Era un experimento llevado al límite, quizá también un grito desesperado. Siempre tenemos la duda y, sin embargo, mientras me dormía soñé que habría de despertar y también que tú estarías aquí, a mi lado.

Estoy ahora en Nerviano. Dentro de poco ha de llegar el de la inmobiliaria que se ocupará de vender el apartamento. Esta mañana firmé el finiquito. Las maletas están hechas, el billete de avión comprado. No sé dónde está Alberto, pero sí el lugar en que he de esperarlo. ¿Cómo podrás vivir los años que sabes que te quedan? Exprimiéndolos, me dijo, y me gustaría tanto que fueran contigo. ¿Y yo? ¿Conoces la fecha de mi muerte? No, mi amor, podría saberla, pero no quiero, ni quiero que tú la sepas. Esta noche me iré de aquí, antes de que me obliguen a hablar. Ellos ya lo sospechan; ansían los secretos del destino, pero esa ansiedad forma también parte del guión escrito.

El cadáver de Rüdiger apareció una semana después en el Rhin (pobre Rüdiger, había dicho Alberto). Él ya había desaparecido, yo también me había marchado de Basilea. No hablé con los ejecutivos de los laboratorios suizos, casi tampoco le dije nada a Rüdiger. Por supuesto, no creo en lo que me contó mi marido, no creo en un destino escrito ni en una muerte que acude en fechas prefijadas. Pero si creo que Alberto lo cree, y eso me basta. Pero, aunque me niegue a aceptar su teoría, intuyo que está en la base de un juego siniestro de poder y ambición. Quiero alejarme de esa partida en la cual soy un peón frágil y prescindible. Esté o no escrita mi fecha, deseo que no sea pronto, que no llegue antes de reunirme con Alberto. Pero un coche ha aparcado frente a mi casa y, desde la ventana, veo que bajan dos hombres con trajes grises que no parecen de ninguna inmobiliaria.

CATEGORÍA: Ficciones

5 comentarios:

  1. Uiuiui!! Qué miedo!! dos hombres de gris... Quienes son? Continuará...

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  2. Me sigue dando la sensación de que esto ya lo he leído antes ¿lo tenías publicado ya no?

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  3. Júlia No, no continuará.

    Amy Pues no, no lo había publicado antes. ¿Será que me lees el pensamiento? ¿O será que alguien había escrito ya algo parecido?

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  4. Pobre Alberto, teniendo que esperar solo la fecha de su muerte...

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  5. Ya sé: son confederados, por eso van de gris en lugar de azul...

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