Como en estos tiempos impíos la ignorancia es grande, he de empezar aclarando que el diablo gusta de tener relaciones sexuales con los humanos y, para ello, adopta nuestra forma, sea de hombre o de mujer. Sépase que el diablo masculino se llama
íncubo que significa "yacer sobre", mientras que el femenino es un
súcubo que alude a "estar debajo". Quienes escogieron estas denominaciones (frailes pajilleros y/o teólogos reprimidos) pensarían que el diablo se atenía en sus prácticas sexuales a los poco imaginativos cánones que ellos mismos observaban. Nada más falso; copular con un demonio es, sin duda, la más excelsa de las experiencias sexuales.

Hoy la mayoría de las personas piensa que las brujas no existen; la verdad es que poco se oye hablar del asunto y ni a la misma Iglesia parece interesar que se remueva mucho, sin duda para no airear los excesos cometidos en el pasado. Sin embargo, ya quedó sentado, al menos desde la bula
Summis desiderantes affectibus de
Inocencio VIII, que la existencia de las brujas era un hecho cierto, tanto que, en algunas épocas, llegó a sostenerse que negarlo era incurrir en herejía y ser merecedor de excomunión. Pero, ¿se sabe actualmente qué es la brujería? Porque me temo que la verdadera naturaleza de esta actividad ha quedado enmascarada por la imaginería almibarada de los cuentos infantiles y, peor aún, de sus versiones en dibujos animados.
La brujería requiere, necesariamente, un pacto con el diablo, una petición a los espíritus malignos de su intercesión para lograr efectos que están más allá de los poderes naturales del hombre. Los brujos y brujas prestan adoración al Maligno y, consecuentemente, reniegan de los sacramentos así como de las doctrinas y símbolos de nuestra Santa Iglesia. Por supuesto, la actividad brujeril tiene por finalidad obtener beneficios para el que la practica, las más de las veces de índole pecaminosa y/o dañinos para otros. Follar con el demonio es, como ya he dicho, ejercicio muy placentero y eso ya bastaría para justificar la afición al mismo; pero es que, además, implica otras consecuencias importantes en cuanto a la relación diabólica.
Hay que aclarar enseguida que el diablo, como cualquier otro espíritu, no hace nada por sí sólo sino a través de un agente material. Así pues, no es estrictamente cierto que que el íncubo o súcubo con quien se fornica sea el demonio, sino un hombre o una mujer poseídos por él. Pero en esa cópula, todos los movimientos y acciones del poseído están guiados por la voluntad del espíritu maligno y es esa voluntad, esa sabiduría diabólica, la que procura un acto sexual extraordinario, la que provoca placeres que ni siquiera podrían ser sospechados en las alcobas de los matrimonios burgueses.
No ocultaré que más de un Padre de la Iglesia (
San Agustín, por ejemplo) ha defendido que el diablo puede por sí mismo hacer cualquier mal material y que, si usa a un brujo, lo hace no por necesitarlo sino para empujarlo a la perdición. Quizá sea verdad esta tesis pero de ahí no deriva que, aun pudiendo, tal sea el comportamiento habitual del demonio. No olvidemos que también él está bajo el dominio de Dios y nunca Nuestro Señor permitiría que el hombre se convirtiese en mero instrumento del mal, perdiendo su más alta potencia que es la del libre albedrío. Por el contrario, pienso yo que tratar con el diablo, no digamos ya llegar a follar con él, no es nada fácil, que requiere esfuerzo y constancia. En absoluto se piense que el demonio ronda por ahí tentando a cualquiera, y menos en estos tiempos de mediocridad tan generalizada.

Por tanto, sentemos taxativamente que los brujos o brujas lo son por voluntad propia y, las más de las veces, han tenido que convencer arduamente al diablo para que pacte con ellos. ¿Y por qué habría un humano de querer acogerse a los poderes del Maligno? Si consultamos los tratados eclesiales e inquisitoriales (entre ellos el más famoso: el
Malleus Maleficarum de finales del siglo XV) no nos quedaremos del todo satisfechos con ninguna de las dos "versiones oficiales". La primera afirma que hay personas que llevan en su naturaleza la inclinación al Mal, que desde su concepción son "servidores del demonio". La segunda, compatible con la anterior, explica el interés de los brujos por el diablo en meros motivo pragmáticos, como si sólo trataran de obtener beneficios materiales, con frecuencia bastante cutres. Pero lo cierto, por más que a la Iglesia no le guste reconocerlo, es que lo que más mueve a quienes pactan con el diablo es el ansia de conocimiento. Así ha sido desde siempre, desde el origen mítico de la serpiente ofreciendo la fruta del conocimiento y –también- de la libertad. Porque ("simpática" paradoja) Dios nos regala el libre albedrío para que libremente decidamos no usarlo.
No sigamos por ese hilo que nos lleva a entretenidísimas pero distantes disquisiciones. Aunque, antes de volver a las cópulas demoníacas, permítaseme relatar una historieta tangencial que he recordado al mencionar hace un momento a los que son, por su naturaleza, "servidores del demonio". Dice
Vicent de Beauvais, en su
Speculum Historiales, que el primer brujo fue
Zoroastro y éste no era otro que Cam, el hijo de Noé. Recordemos que Cam, una vez finalizado el Diluvio, aprovechando una borrachera de su padre, mantuvo relaciones sexuales con su madre y luego invitó a sus dos hermanos, Sem y Jafet, a que hicieran lo mismo, pero éstos, según las palabras del Génesis, "no vieron la desnudez de su padre" (es decir, no quisieron yacer con la esposa de Noé). Es sabido que, enterado de esta escena, Noé maldijo a Canaán, el hijo de Cam que había de nacer fruto de ese incesto y lo condenó a ser esclavo de Sem. Es más que evidente que con este pasaje el autor bíblico quería legitimar el derecho de los israelitas para sojuzgar a los cananeos que vivían en Palestina antes de su llegada. Para ello necesitaron establecer que eran un pueblo maldito desde su mismo origen y no había peor oprobio que ser fruto del incesto.

Al margen de la fértil utilidad política que ha demostrado este pasaje bíblico (y la subsiguiente relación de los descendientes de Noé) en especial para justificar ideologías racistas o nacionalistas (que tanto montan), lo que enseguida resaltaron los estudiosos cristianos de los primeros tiempos fue la maldad congénita de Cam, manifiesta, según dicen que cuenta San Agustín, cuando nada más nacer estalló en sonoras carcajadas, inconfundible signo de ser un servidor del diablo. Si San Agustín dijo tal cosa, que no lo sé de fuente primaria, más que probable que se lo inventara, pero es significativa esa asociación entre la risa y el mal; asociación que efectivamente se mantuvo (¿todavía sigue?) durante largos siglos como una especie de dogma implícito en la Iglesia: la risa, la alegría, el júbilo, todos son signos sospechosos de merodeos diabólicos. Me acuerdo ahora del personaje del
Nombre de la Rosa (el best seller de Eco que desarrollaba una intriga policíaca en un monasterio medieval), el ciego Jorge de Burgos (trasunto de Jorge Luís Borges), que quiere impedir a toda costa que se conozca la opinión elogiosa de
Aristóteles, el sumo filósofo, sobre la risa.
Tenemos pues a Cam, un hombre impelido hacia el mal desde su nacimiento, aunque ese impulso se tradujera, sobre todo, en una alegre y despreocupada búsqueda del conocimiento, sin importarle, más bien al contrario, llevar a cabo cualesquiera transgresiones. Con tales atributos, es obligado que él sea el inventor de la brujería, como sostuvo Vicent de Beauvais. Los medievales, en todo caso, imputaban el título de primer mago (o brujo) al mítico Zoroastro, quien a la vez les fascinaba y repelía. La identificación entre Cam y Zoroastro, sin importar las incoherencias cronológicas, resultaba pues de lo más conveniente. Aun así, manteniendo siempre el parentesco camita, las leyendas difieren. Una, por ejemplo, cuenta que fue
Misraim, uno de los hijos de Cam, quien en Babilonia y Persia decidió hacerse adorar como un Dios e hizo varios prodigios invocando al Diablo, además de enseñar a los hombres a leer e interpretar las estrellas. Lo importante, en todo caso, es que con estas filiaciones fantasiosas, los autores cristianos trataron de mostrar la estrecha relación de la brujería con el pecado, la idolatría, el orgullo y el conocimiento pagano.
Pongo fin a esta digresión "camita" para continuar con mi caótica disertación sobre el sexo con demonios. Pero será en un próximo post que, si sigo, me echan la bronca por alargarme demasiado.