sábado, 26 de septiembre de 2009

Mi finca es mía y en ella hago lo que quiero

Decía en mi aburrido post anterior (éste lo va a seguir siendo, advierto) que en España predomina una concepción privatista de la propiedad inmueble. O sea que hay mucha gente, yo diría que la mayoría, que piensa que todos los incrementos de valor económico de su finca, independientemente de los factores que los produzcan, le pertenecen legítimamente y que quienes sostienen lo contrario son rojos diabólicos que quieren demoler los pilares básicos de nuestra sacrosanta civilización. Esta manera de entender el derecho de propiedad viene avalada por muchos siglos de historia, tantos que es comprensible que casi la tengamos inscrita entre nuestros "dogmas" inconscientes. Al fin y al cabo, la institución de la propiedad privada es, ciertamente, uno de los pilares básicos de nuestras sociedades y ha condicionado fortísimamente (para bien y para mal) el desarrollo de la historia occidental. Los tres modelos clásicos de civilización de acuerdo al clásico análisis marxista (esclavista, feudal y capitalista) no son sino estadios evolutivos que se engarzan sobre el alcance real de la propiedad privada, y también ésta es el meollo en el que se sintetizan y resuelven las relaciones de clase y las consiguientes luchas por el poder. Los defensores de la primacía de la propiedad privada sostienen que sin ella no habríamos evolucionado (culturalmente) para llegar a ser lo que somos y tienen razón; de lo cual, sin embargo, no se desprende cómo habría sido nuestra sociedad sin esta institución jurídica.

Pero no nos elevemos a los planos más abstractos y centremos la discusión teórica (o ideológica, si se prefiere) en relación a la propiedad del suelo y su valor derivado del mercado inmobiliario. Como no puede negarse lo evidente, todos admitimos que el precio de los terrenos (de la propiedad inmueble) depende de lo que se pueda hacer (construir y luego vender) en ellos. Los fieles de la diosa Propiedad defenderían el derecho sacrosanto de que en mi finca yo puedo hacer lo que quiera (por ejemplo, construir un rascacielos con cien viviendas) y, por supuesto, venderlas a quien me dé la gana y al precio que los compradores estén dispuestos a pagarme. Como esa potestad (la de hacer con y en mi finca lo que desee) es intrínseca a mi derecho, el valor económico de mi propiedad depende del grado de mi ambición e iniciativa. Como el precio de mi finca será el resultado de restar de los ingresos de las ventas de las viviendas los costes de construirlas (incluyendo en éstos los beneficios de promoción y demás), está claro que cuantas más viviendas construya más valen mis terrenos. De otra parte, los límites a las avaricias pecaminosas vienen impuestos por otro de los dioses ideológicos, el Mercado. El Mercado, con su mano invisible en la metáfora de Adam Smith, garantiza que en mi finca haga el número justo de viviendas y no más, porque en caso contrario me penaliza obligándome a bajar el precio de éstas o impidiendo que se vendan; en cualquier caso, el límite económico de mi propiedad (cuánto vale) lo fija el Mercado. Por eso, partiendo del principio de que mi potestad como propietario es absoluta, el ejercicio del derecho se desenvuelve en unas condiciones específicas de mercado; dado que el mercado es un "orden natural", ajeno como cualquier dios a las miserias humanas, la riqueza que obtenga de mi patrimonio depende únicamente de mi ambición y de mis aptitudes para desenvolverme en el marcado (saber cuánto puedo construir, cuándo debo vender, etc).

De más está aclarar que ni el mercado es un Dios ajeno e independiente de los intereses humanos (sino, quizá como todos los dioses, un constructo de éstos que algunos saben manipular en su provecho) ni que, incluso los más creyentes en los presupuestos de la economía liberal reconocen que el suelo (especialmente el suelo destinado al mercado inmobiliario) admiten que tiene un comportamiento que no responde a sus sacrosantas leyes de oferta y demanda (se denomina rigidez). Pero no nos desviemos hacia esas argumentaciones y bástenos establecer que, con mayor o menor rigor conceptual, existe una concepción mayoritaria del derecho de propiedad que entiende que la potestad del propietario es absoluta y su ejercicio (pasar de la potencia al acto) y consiguiente realización económica (el cuánto vale la propiedad) se resuelve en las condiciones concretas del mercado en cada momento.

Desde su concepción, los privatistas liberales entienden que el planeamiento urbanístico, cuya función esencial es decir si en unos terrenos se puede edificar y cuánto, es una interferencia dañina en el "libre" ejercicio de su potestad absoluta, hasta el punto de que los más radicales (de esos quedan pocos) llegan a afirmar que debería dejarse a cada uno que pudiera edificar cuando, como y cuanto quisiera en sus terrenos porque ya se ocupa el mercado de regular y ordenar las eventuales distorsiones. Claro que no todos los terrenos son igualmente edificables, pues nos hemos acostumbrado a que las viviendas (y los demás productos inmobiliarios) dispongan de unos servicios mínimos que, por su propia naturaleza, son de carácter comunitario. Mi finca tiene que tener un viario que le de acceso y por el que se canalicen una serie de infraestructuras que abastezcan a los futuros edificios de tales servicios (agua, saneamiento, electricidad, etc); además, no estaría mal que en el entorno haya algún que otro parque, colegios, un centro de salud y otras dotaciones similares. Pues que las haga el Estado (el ayuntamiento, para ser más precisos), piensan muchos, que para eso pagamos impuestos. Pero los impuestos los pagamos todos lo que equivale a que somos todos los que estamos dando a los terrenos privados la potencialidad de ser edificables que se traduce en un mayor valor económico de éstos que se pertenece, por principio, a sus propietarios. Ante la evidencia de este hecho, y aunque sea a regañadientes, los privatistas liberales en la actualidad admiten, si bien con algunas reservas, que estas "externalidades" deben imputarse como cargas a su derecho. Esta concesión (los tiempos cambian y ya no estamos en el feudalismo) no menoscaba un ápice su convencimiento sobre el carácter absoluto de su derecho sino que más bien lo refuerza. Por supuesto que puedo hacer en mi finca lo que quiera, máxime cuando estoy dispuesto a gastar dinero para dotarla de los servicios que legalmente se exigen. Salvado el principio, se dedican luego a discutir la cuantía de esos servicios (siempre a la baja) y a distinguir situaciones en las que deben quedar libres de tales cargas. Por ejemplo, bien está que urbanice mis terrenos rústicos, pero no tengo por qué pagar nada por edificar en mi solar que está en una ciudad con todos los servicios que, como son de todos, también son míos.

Lo que pasa es que hasta quienes así piensan se ven obligados a admitir que, por más que la propiedad privada deba entenderse intrínsecamente plena, hay que limitar su ejercicio, aunque sólo sea porque somos muchos, los recursos escasos y hace falta un poquillo de orden. O sea que, de nuevo a regañadientes, han de aceptar el planeamiento como mal necesario. Pero, fieles a su postura "filosófica" plantean un órdago a los principios sobre los que hasta entonces se basaba el régimen de derechos y deberes de la propiedad inmueble y en 1998 aprueban una Ley que declara que todo terreno rústico sobre el que no concurran razones "objetivas" para su preservación ha de considerarse urbanizable. No se les puede negar coherencia y hasta un cierto grado de audacia (por fin hemos tenido cojones para imponernos a los rojos en el terreno de las ideas urbanísticas). Fieles a su concepción, trataron de que todo propietario de fincas rústicas pudiera obtener todo el valor que le pertenece que sólo le podría ser denegado en el planeamiento si éste demostraba (harto difícil) que esos suelos debían ser protegidos de la urbanización. Que yo sepa, pocos municipios aplicaron este precepto con todas sus consecuencias y supongo que el daño que haya producido sobre el sufrido territorio español no habrá sido demasiado. Sin embargo, aunque los ayuntamientos no lo pusieran en práctica, de no haberse derogado esa Ley, sus efectos dañinos habrían podido manifestarse acumulativamente por la vía jurisdiccional. Apunto sólo dos posibles líneas contenciosas: cualquier propietario que quedara en rústico podría obtener de un Tribunal la reclasificación de sus terrenos argumentando la más que probable identidad de éstos con algunos otros que hubieran sido clasificados en el Plan. Pero la segunda posibilidad es más peligrosa, si el derecho de propiedad lleva intrínseco el poder edificar (y patrimonializar las plusvalías derivadas de la clasificación de suelo urbanizable), un propietario cuya finca hubiera sido mantenida en suelo rústico tendría el derecho de exigir la indemnización por esa "expropiación parcial", en la medida en que el plan le ha "desposeído" de parte del valor intrínseco de su propiedad.

Hay que decir que los urbanistas peperos que parieron esa Ley, entusiasmados supongo con la esplendorosa dinámica inmobiliaria española, argumentaron que gracias a ellos se aumentaría la oferta de suelo edificable con lo cual, por la idolatrada y mal entendida Ley de la oferta y la demanda, bajarían los precios de los terrenos y, consiguientemente, la vivienda sería más barata. Pese a lo rudimentario de esta tesis, cuya falsedad está más que sentada tanto en la teoría como en la práctica, durante aquellos años yo alucinaba oyendo a tamaños zopencos encorbatados defendiendo esos peregrinos argumentos y dudaba si se trataba de subnormales o de cínicos.

La Ley, como ya he dicho, ha sido derogada pero ni mucho menos la concepción privatista de la propiedad que subyacía en ella y que persiste en la mentalidad de una gran mayoría de los españoles. Esa concepción (para que luego digan que las ideas son inofensivas) es la que justifica y explica la voracidad de nuestro urbanismo, el destrozo de nuestro territorio, la cutrez miserable y fea de nuestras ciudades. Y también, claro está, la corrupción y los pelotazos.

CATEGORÍA: Política y Sociedad

2 comentarios:

  1. Los límites a la propiedad privada, no su abolición, son un síntoma infalible de la cultura de una nación; por ejemplo, el derecho de paso de los países nórdicos que establece la prioridad de atravesar una finca, aunque sea tu jardín privado, si no queda otra opción o esa es un desvío excesivo. Poseer el territorio no es lo mismo que poseer un automóvil o una biblioteca, porque si esa propiedad implica hacer con ella lo que desees eso afecta al resto de nosotros, propietarios o no, en forma de “huella ecológica” e impactos distantes. Por eso, en Estados Unidos, donde el derecho de propiedad del suelo es aún más sacrosanto y exagerado, los Espacios Naturales Protegidos, como los Parques Nacionales, son de propia estatal o federal, si no, no habría forma de protegerlos. Es bien sencillo: es dudoso para mí la legitimidad (ya sé que no la legalidad) de poseer ciertas obras de arte, digamos que patrimonio de la humanidad o la historia común o como queramos definirla, pero en ningún caso eso me da derecho a destruirla (como es mío este Van Gogh lo mando enterrar conmigo cuando me muera). Pues el territorio (me niego a llamarlo ‘suelo’ porque eso ya implica una visión demasiado utilitarista y restrictiva) con más razón aún.

    Y una anotación personal: en este país del latifundio, de un lado, y la parcelita y el adosadito en la urbanizacioncita por otro, es dificilísimo caminara a gusto y sin restricciones.

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  2. No sabes la razón que teneis, tanto tu como Lansky....

    Y no sabeis cómo cambia la gente cuando se sabe propietaria, independientemente de su ideología.

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