lunes, 12 de octubre de 2009

Apendicitis

Tenía doce años cuando mis padres, exasperados por mi incorregible rebeldía, me exiliaron a un internado de Baeza. El colegio pertenecía a alguna orden religiosa; no me acuerdo a cuál pero sí guardo en la memoria las imágenes de unos curas largos y escuálidos, negros palos secos, duros y ásperos como todas las muestras de su comportamiento. Las jornadas se sucedían con la monotonía disciplinaria de un régimen militar o penitenciario. A las cinco y media una de esas sombras maléficas pasaba por cada uno de los tres grandes dormitorios quebrando a campanillazos estridentes nuestros sueños. Venía enseguida (todo se hacía deprisa; la ansiedad de aquella premura es el recuerdo más intenso de aquellas semanas) el tiempo de la ducha. Todos en fila, cada uno con nuestra esponja, desfilábamos entre las pocas cabinas del único y enorme gran baño-vestuario del edificio. Así, en orden estricto, nos colocábamos bajo el chorro lacerante de agua fría (pero no helada, como conocí en ocasiones punitivas o cuando el renqueante calentador central se declaraba en huelga) y nos frotábamos rápida pero escrupulosamente, empapada la esponja de un líquido jabonoso de olor acre, bajo la inexpresiva mirada de uno de los "padres" apoyado en el lavabo central de esa sala embaldosada de losetas blancas. Luego, una vez embutidos en el uniforme gris, el desayuno (la colación, se llamaba) en el comedor de mesas alargadas flanqueadas por bancos corridos, simples tablones de madera basta. Nos ponían a cada uno un inmenso tazón de leche con chocolate (nunca supe la marca de esos polvos oscuros cuyos grumos pastosos se resistían a disolverse) y, distribuidos por el centro de la mesa, unos cuantos platos con rebanadas mal tostadas de pan con mantequilla. Mientras comíamos, uno de los curas paseaba a grandes zancadas leyéndonos en voz atronadora y monocorde algún pasaje del Nuevo Testamento; nosotros, por supuesto, debíamos guardar el más absoluto silencio. Hacia las seis y media nos daban la suelta para que fuéramos a nuestros dormitorios y entonces, por primera vez en el día, teníamos permiso para hablar e incluso alborotar sin demasiados excesos, libres de la presencia vigilante de las figuras negras. Después, cuando todavía apenas había luz, salíamos al desolado patio a formar en tres o cuatro largas filas, cada uno en su sitio fijo, ordenados por el apellido, el brazo derecho estirado horizontalmente hasta tocar el hombro del niño que nos precedía y sentir la mano del que estaba detrás. Formadas las filas, todas perfectamente paralelas, cada peón firme a la misma distancia de sus adyacentes, entonábamos dos cánticos consecutivos. El primero, variable según el día, era algún himno falangista de caras al sol, montañas nevadas o camisas azules, pero el segundo siempre era la Salve, en latín, por supuesto. La versión que destrozábamos bajo la impertérrita batuta del padre director, quien aparentaba estar ante el más afinado de los coros gregorianos, era la tradicional castellana, aunque esto lo he sabido mucho después, cuando conocí las versiones de Tomás Luís de Victoria, Pergolesi, Haydn o Schubert. La ininteligibilidad de sus estrofas permitía a los más audaces sustituir los versos latinos por frases ligeramente obscenas, un juego arriesgado ya que si los curas advertían el sacrilegio las funestas consecuencias recaían implacables sobre todo el grupo. Por fin, cumplidos los fervores patrióticos y marianos, teníamos la hora de "educación física" que, para nuestro contento, consistía en partidos de fútbol sobre el cemento, sometidos a un caótico sistema de rotaciones (unos jugaban y otros esperaban su turno). El juego se practicaba con los uniformes, incluidos los pesados zapatos negros "gorila", de modo que al silbato final entrábamos a las aulas bastante sudados y sucios. Nunca he podido entender por qué las duchas eran a primera hora y no después de la educación física.


Tampoco es cuestión ahora de detallar cómo seguía el horario de todos los días, con su monotonía asfixiante, la opresión de sentirse casi siempre vigilado y la dureza de lo cotidiano, incluyendo en este rubro los diversos castigos de tan frecuentes e indiscriminados que eran. Yo era consciente, desde luego, que mi estancia en ese colegio era la justa consecuencia de mi desobediencia continuada y chulesca. Porque era la soberbia la que principalmente me impulsaba a transgredir las normas de mi infancia; bastaba que algo estuviese prohibido para que quisiera hacerlo y los consiguientes castigos, en vez de enmendarme, reforzaban la decisión de perseverar en mi rebeldías. Me veo boca abajo sobre las rodillas de mi padre, las nalgas al aire recibiendo uno tras otro sus zapatillazos y antes de cada uno la orden conminatoria: di que no lo vas a hacer más; y yo gritaba un no orgulloso o, como mucho, callaba apretando los dientes hasta que mi padre, cansado o asustado por la rojez del culo, cesaba el castigo. Así que sabía bien que me había ganado a pulso ese internado pero ni siquiera cuando se dictó la sentencia (fui convocado al despacho del psicólogo de mi antiguo colegio, allí estaban mis padres, todas eran caras serias) dejé asomar la mínima muestra de debilidad. Pues vale, dije, si creéis que me importa. Sí me importaba, claro, pero pensaba que saldría victorioso, que lo soportaría, que impondría como siempre mi real gana. Sin embargo, no había necesitado ni dos semanas en Baeza para descubrir que no era tan duro, que no era capaz de aguantar ese régimen, que tenía que salir de allí. La cuestión era cómo.

La idea se me ocurrió una mañana dominical de aburrimiento infinito. Más de las tres cuartas partes de los alumnos salían del colegio los fines de semana, sus familias los liberaban por dos días y dos noches. Únicamente unos pocos permanecíamos recluidos, seguramente quienes éramos culpables de peores crímenes o acaso quienes habíamos colmado las paciencias de nuestros padres. Seguía habiendo disciplina carcelaria esos dos días pero algo más relajada (los viernes y sábados podíamos ver un par de horas de televisión y levantarnos a las ocho los días siguientes). Esa mañana vagaba solo por la terraza que quedaba en la parte alta de la escuela, alzada sobre un terraplén de hormigón. Miraba el paisaje, campos de olivos que se extendían hasta agotar la vista y al fondo, cerrando la vega, unas montañas azuladas que mordían las nubes. Entonces me acordé de los dolores de tripa del pequeño Agustín, un compañero pelirrojo del año anterior. Ocurrió dos o tres veces, siempre en medio de la clase de latín, el chaval lanzaba un grito y se encogía apretándose la barriga. El profesor pensaba que fingía (también nosotros) y le obligaba a permanecer en su sitio, mientras él palidecía, aguantando el dolor. Una semana después nos enteramos de que había tenido que ser operado de urgencia de apendicitis aguda. Por lo visto, si hubieran esperado más, el pequeño Agustín la habría palmado. El profe de latín fue reprendido y, una vez Agustín se reincorporó, entonó sus disculpas ante toda la clase. Prometió que nunca volvería a repetirse y nos rogó que cualquiera que se sintiese indispuesto no tuviera el menor reparo en advertírselo. Fue, claro está, su condena, perdió toda autoridad y yo estaba seguro, mientras miraba el panorama de La Loma, de que habría abandonado mi antiguo colegio. Pero lo importante es que todos los adultos, incluyendo mis propios padres, habían coincidido en la gravedad del caso; una apendicitis no es algo para tomarse a broma, menos mal que al chico lo cogieron a tiempo, dijo mi padre.

Se trataba pues de fingir una apendicitis y que, asustados, mis padres me sacaran de esa cárcel. No dudaba de que podría hacerlo; imitar los pinchazos estomacales de Agustín y sus posteriores molestias se me antojaba fácil. Así que empecé esa misma noche, mientras cenábamos. Lo hice bien, tanto que el cura de turno me vio pálido y pese a su escepticismo crónico, acostumbrado a tantas mentiras adolescentes, llegó a dudar. La escena sirvió para que me excusaran del asqueroso guiso de carne (tendones, más bien) y me prepararan una infusión antes de mandarme a la cama. Al día siguiente, cuando el mismo cura me preguntó cómo me sentía, no quise forzar la suerte y le dije que mejor, que ya no me dolía pero seguía con una sensación vaga de incomodidad. Quizá haya que ponerte a régimen, me contestó, pero sin darle demasiada importancia. Fue pasando así el día y en la meditación de media tarde (el sermón diario que nos soltaban en la capilla) decidí escenificar el segundo acto. El oficiante nos hablaba sobre la castidad, me acuerdo perfectamente, y aproveché la mención de la Virgen para desgarrar un grito que casi parecía de parto y en perfecta sincronía doblarme sobre mí mismo tan violentamente que di un sonoro cabezazo al respaldo del banco delantero abriéndome una pequeña brecha en la frente. El efecto satisfizo plenamente mis anhelos histriónicos; todos los ojos se volvieron hacia mí, el cura detuvo su perorata y otro de los "padres" se acercó y me levantó despacio la cara ensangrentada, provocando un murmullo inquieto en la iglesia. ¿Qué te pasa? Me duele mucho la tripa, dije mientras las lágrimas me corrían (y me dolía el golpe, lo que hizo mucho más fácil el teatro). Entonces el cura me levantó en brazos y me llevó acurrucado hasta el dormitorio; al poco rato entró otro con la consabida manzanilla y me dijo que me desvistiera y me quedara quieto en la cama, mejor boca abajo para que te duela menos. Esa tarde no volví a clases, la pasé dormitando, preguntándome qué estarían maquinando mis carceleros, si llamarían o no a mis padres, cómo y cuándo habría de representar el siguiente acto. Poco antes de la hora habitual de acostarse regresó el cura del día anterior acompañado por el que se ocupaba de la enfermería, uno bajito y obeso. ¿Cómo sigues? Mejor, contesté, ya casi no me duele. Será una indigestión, dijo el gordo. Pero si casi no ha comido desde ayer, le contestó el otro. El gordo empezó a palparme el abdomen y pensé "toquetea para ver si el apéndice está inflamado"; así que cuando presionó por debajo del ombligo hacia la derecha (sabía bien dónde estaba el apéndice) solté un quejido no demasiado exagerado pero lo suficiente para que retirase la mano y ambos se cruzaran una significativa mirada para retirarse recomendándome que procurara dormir y ya veríamos mañana cómo estaba.

Convencido del éxito de mi engaño, decidí descartar más dilaciones y rematar la faena lo antes posible. Con esa idea me dormí, antes incluso de que se llenara la habitación, pero afortunadamente me desperté en mitad de la noche y sin dudarlo rompí el silencio con dos aullidos agónicos que despertaron a mis compañeros. Encogido en la cama y simulando calambres sucesivos, pedí a uno de ellos que avisara a los curas, que les dijera que me dolía mucho. Enseguida aparecieron cuatro sotanas negras cuyos rostros mostraban una mezcla de irritación y sospecha. Me llevaron en vilo hasta la enfermería y me dieron dos pastillas con la obligada infusión. No tardé mucho en caer dormido, sumergiéndome en sueños angustiosos de torturas quirúrgicas que me infligían entre risas sardónicas los propios curas; me veía con las tripas abiertas en las que éstos clavaban pinchos diciéndome "así que nos querías hacer creer que tenías apendicitis, eh mentiroso, pues toma apendicitis, toma, toma ..." Las pesadillas, sin embargo, no impidieron que durmiera muchas horas, porque cuando desperté era ya mediodía. A mi lado, el enfermero gordo me preguntó cómo me sentía. Opté por no tentar la suerte y le dije que mejor, que casi no me molestaba el estómago. Me pareció notarle un gesto de suspicacia irónica pero enseguida recobró la expresión impávida que les distinguía a todos ellos. Puede que tengas apendicitis y haya que operarte, me dijo. Ayer avisamos a tus padres, llegarán a primera hora de la tarde. Hasta entonces permanecerás aquí solo, en la enfermería, para que medites. No entendí sobre qué esperaban los curas que meditase; en todo caso, pensé que mi plan estaba funcionando perfectamente.

Mis padres, efectivamente, llegaron esa tarde. La puerta de la enfermería se abrió y entró sólo él (luego pensaría que mi madre no se habría sentido capaz de mantener la compostura). Estaba serio y me miró sin dejar asomar ningún sentimiento reconfortante. No te creo, hijo, ya no puedo creerte. No obstante, vas a volver a Madrid, quizá no haya sido la mejor idea encerrarte en este internado. En cuanto a tu apendicitis (silabeó marcadamente la palabra), tú decidirás si hay que operarte. Seguro que te acuerdas de Agustín y sabes que los ataques agudos, si no se extirpa a tiempo el apéndice, son mortales. Así que, repito, tú decides. Te doy hasta mañana por la mañana. Tu madre y yo pasearemos esta tarde por esta preciosa ciudad, dormiremos en un hotel estupendo que ya hemos reservado y mañana vendremos a recogerte. Entonces me dirás si te ingresamos en La Paz o vamos directamente a casa. Intenté contestarle algo, cualquier cosa, protestar ante esa actitud suya tan fría y escéptica, pero un gesto impaciente de su mano me detuvo. No añadió nada más y salió de la sala, dejándome en un estado de confusión que nunca había sentido hasta entonces. Al fin y al cabo, pensé, he ganado, mi artimaña ha logrado su objetivo, me van a sacar de este colegio. Había un precio, claro: reconocer mi mentira o pasar por el quirófano. No me hacía ninguna gracia que me rajaran y me extirparan el apéndice; hasta he de reconocer que me asustaba. Pero más podía el orgullo; ni siquiera podía concebir reconocer ante mis padres y los curas que todo había sido una patraña. Por eso, aunque hasta la mañana siguiente pasé todo el tiempo zarandeado por sentimientos confusos y siempre poco agradables, no tenía en realidad opciones; lo que había de decir se me imponía con la seguridad de lo necesario.

Hacia las siete de la mañana dos curas aparecieron en la enfermería. Ni siquiera me preguntaron cómo me sentía, aunque yo amagué algunos gestos tímidos de dolor. Vamos, me dijeron, has de ir a la habitación, recoger tus cosas y vestirte. Un par de horas después se presentaron mis padres, esta vez juntos. ¿Y bien? –inquirió él– ¿han sido reales esos dolores de apendicitis? Sí, papá, contesté, pero en un tono que distaba mucho del soberbio de los "viejos tiempos", como si le mendigara una salida honrosa, una rebaja en el precio. Pero no la hubo: Pues en ese caso, no hay más que hablar. Debemos darnos prisa para que te operen lo antes posible; no hay que correr riesgos. Salimos del internado sin ninguna despedida e hicimos todo el viaje hasta Madrid casi en silencio, ellos dos delante y yo en el asiento trasero maquinando lo que podía pasar, tranquilizándome pensando que mi padre estaba simplemente sosteniendo el farol, que en todo caso, antes de operar me harían pruebas que descartarían la intervención y dejarían a salvo mi orgullo. Y llegamos a la capital y, para mi sorpresa y mi miedo, seguimos toda la avenida del Generalísimo, pasamos la plaza de Castilla y nos metimos en el complejo de La Paz, con su pomposo nombre de ciudad sanitaria. Entramos por urgencias y mi padre pidió que avisaran a un doctor concreto (ya me he olvidado el nombre). Mientras esperábamos entre camillas y gente fumando, comencé a convencerme de que la cosa iba en serio, de que mi padre ya lo tenía preparado de antemano. Justo entonces me miró y, apretándome la mano, me sonrió: bueno, pues ya no falta casi nada, ¿no tendrás miedo? No, bueno un poquito, y mis ojos le hicieron la misma petición muda del internado. Pero ni se inmutó: no te preocupes, todo irá bien; hombre, ahí está quien te va a operar. Un tipo alto, con bata verde, caminaba hacia nosotros. Así que éste es el joven paciente, ¿verdad? Y me di cuenta de que ya no había marcha atrás.

Poco puedo contar de lo que sucedió a continuación, salvo que me subieron a una habitación, me dijeron que me desnudara y me metiera en una cama, y empezaron a ponerme tubitos por todas partes. Me debieron dormir enseguida porque mi siguiente recuerdo es ya después de la intervención, despertándome en la misma habitación con mis padres al lado. Aunque me notaba atontado por la anestesia, sentía una tirantez extrañamente dolorosa en el abdomen; mi mano palpó una cicatriz punteada de la que todavía hoy queda una ligera huella. Todo ha ido bien, cariño, fueron las primeras palabras de mi madre. Menos mal que te han operado, añadió mi padre, la inflamación era ya muy grande, unos días más y habrías tenido una peritonitis. Aunque su mirada era seria, me pareció detectar, muy al fondo de sus pupilas, un sutil destello irónico. La cosa es que, pasados casi cuarenta años, sigo sin saber si tengo o no apéndice. Pero lo que se fue a partir de ahí fue esa rebeldía absurda adolescente y también, aunque más lentamente, mi ridícula soberbia de entonces.

Notas: Este relato es ficticio. La historia de la apendicitis fingida (¿o no?) está inspirada, casi plagiada, de "Flores en la Nieve", novela autobiográfica de Gregor Von Rezzori. La ubicación del internado en Baeza, en la época de mis propios doce años, obedece a que un compañero de colegio fue efectivamente allí desterrado en castigo de sus "crímenes" adolescentes (algún día habré de narrarlos). En cuanto a las fotos, la del valle del Guadalquivir desde las murallas de Baeza, ha sido tomada de la colección de MaDuGa en Flickr; la panorámica de la plaza de Santa María de la misma ciudad procede de Panoramio y ha sido subida por Francisco Criado Alonso.

CATEGORÍA: Ficciones

4 comentarios:

  1. Ficción o no, es excelente. No pude parar hasta el final.

    Besos

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  2. Qué relato tan bueno. Durante toda le lectura creí que era verídico y antes de leer el último párrafo pensé: "bueno, al menos cuando Miros tenga dolores en el abdomen descartará una apendicitis". Pero me encantó el detalle de que el narrador no esté seguro de si se lo quitaron o no.
    Un beso

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  3. Romanos 10. Si confiesas con tu boca que Jesucristo es tu Señor y crees en tu corazón que Dios lo levantó de los muertos, serás salv@.

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  4. Yo jugaba de pequeña en esa fuente de Baeza. Qué gratos recuerdos me trajo verla de nuevo, a pesar del relato.

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