martes, 26 de enero de 2010

El taxista y la cartera

Este jueves, como todos los de enero, volé a Madrid a para pasar el viernes y el sábado encerrado todo el día con las personas que, en esa ciudad, están colaborando durante el sprint de locos en el que andamos metido. Hacia las ocho y media de la tarde cogí un taxi en la T4 para que me llevara a casa de mi hermana. El taxista era un tipo mayor que yo, callado, lo que prefiero porque a mí tampoco me gusta demasiado el cotorreo de algunos de sus colegas. Algo conversamos, sin embargo, sobre la lentitud del tráfico por la avenida de América debida, parece ser, a la salida de los asistentes a FITUR. En ese breve diálogo me quedé con la impresión que era un hombre cabal. Al llegar, le pedí que me hiciera una factura, nos despedimos y cada uno se fue por su lado.

El viernes por la mañana, cuando ya estaba a punto de salir hacia la oficina, con uno de mis gestos maquinales previos a cerrar la puerta, me palpé el bolsillo interior del abrigo y comprobé que ahí no estaba la cartera. Sentí un bajón instantáneo. Miré inmediata y algo frenéticamente en todos lados pero no la encontré. Recordaba perfectamente haberla sacado para pagar la carrera con un billete de cincuenta euros; los dos billetes de diez y uno de cinco de la vuelta estaban en el bolsillo de mi camisa. Obviamente, la única explicación es que me la había dejado sobre el asiento del taxi. Llevaba en ella, claro, el carné de identidad y el de conducir, todas las tarjetas y algo de dinero. Para colmo, sin DNI no se puede volar.

Mi hermana me dio el teléfono del servicio municipal que centraliza los objetos perdidos (901810811). Por lo visto, los taxistas tienen la obligación, en el plazo de dos días, de entregar ahí lo que olvidan sus clientes. Si el taxista es honrado la habrá devuelto, me comentó; aunque siempre que no haya cogido a otro cliente que al verla se la haya apropiado. Empiezo a llamar y sólo consigo que tras cinco tonos salte un contestador automático para informarme de que vuelva a intentarlo en unos minutos porque en ese momento todos los operadores están ocupados. Así durante media hora. Llamo al 010 donde me dicen que, efectivamente, ése es el teléfono correcto pero que, si sé el número de la licencia del taxista, puedo llamar al servicio central de éstos (912728638). En la factura consta el número de licencia (menos mal que la pedí) así que lo intento con este segundo número. Aquí no hay contestador, simplemente comunica permanentemente. Otra media hora llamando alternativamente a ambos números. Por fin, serían ya casi las diez de la mañana, me contestan en el del Ayuntamiento y me dicen que no han recibido nada pero es que es demasiado pronto, he de esperar un par de días. Vuelvo a insistir un rato más en el otro teléfono con idénticos nulos resultados, por lo que me decido a llamar a los bancos para bloquear mis tarjetas.

Como siempre se aprende algo, me entero de que bloquear tarjetas de crédito es lo mismo que anularlas. Ninguna de las cuatro entidades con las que hablé posibilitaba la inutilización transitoria de su tarjeta, de modo que, si aparecía, pudiera volver a activarla. En consecuencia, me quedé sin tarjetas y sin dinero, a la espera de que en una semana me hagan llegar las nuevas. Ya de paso, un banco me coló la contratación de un seguro por si me volvía a ocurrir: veinticinco euros anuales. También compruebo que, afortunadamente, no ha habido ningún movimiento con cargo a mis tarjetas desde que la cartera dejó de estar en mi poder. Ese dato me anima ligeramente; no parece que la haya cogido ningún mangante. Y hechas las imprescindibles gestiones, como ya hace mucho que debía estar en la oficina madrileña, decido marcharme hacia allí, pero antes, sin ninguna esperanza, vuelvo a llamar al teléfono de los taxistas.

Esta vez sí responden. Le cuento lo que me ha ocurrido a un tipo bastante campechano, me pide el número de licencia y me dice que va a hablar con el taxista y que enseguida me llama. En unos diez minutos, en efecto, lo hace. Ha habido suerte, me dice, el taxista tiene su cartera; y me da el número de su móvil. Lo llamo y con sorprendente amabilidad me dice que llevaba desde el día anterior tratando de localizarme. Había llamado a mi casa de Tenerife pero, claro, nadie había contestado. Quería evitar que anulara mis tarjetas y ahorrarme las consiguientes molestias, lo que se habría logrado si el teléfono de los taxistas no hubiera estado ocupado durante la media hora larga que estuve llamando. Pero ya qué más daba; yo me sentía feliz, como cuando te quitas de golpe un peso de encima, encantado de no tener que ir a una comisaría para que me hicieran algún tipo de salvoconducto que me permitiese volar sin DNI. El taxista vive en Móstoles y además es su día libre. Le comento que no conozco Móstoles pero que me indique cómo llegar a donde él quiera y entonces me ofrece acercármela a donde yo esté, pagándole la carrera. Me parece fantástico y así quedamos. Dos horas después aparece por el portal de la oficina y me devuelve la cartera intacta. Ganas me dieron de darle un abrazo, pero me limité a un buen estrechón de manos.

Cuando ocurren cosas así, con menor frecuencia de la que debería, uno se siente a gusto, reconciliado con el género humano. Valga este post como agradecimiento a ese taxista y a todos (taxistas o no) que se comportan así.

CATEGORÍA: Irrelevantes peripecias cotidianas

4 comentarios:

  1. Enhorabuena, parece que eres un tipo con suerte.

    (¡Qué absurdo parece esto de felicitarte a ti por un comportamiento ajeno que debería ser el habitual!).

    Un beso.

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  2. Es un oficio duro, todo el día abriéndole la puerta de un espacio casi tan privado como tu casa: el coche, a todo tipo de gentes. No es de extrañar que sea un gremio con mala fama, pero, como demuestra tu anécdota, en todas partes hay buena gente, aunque...¿la habrá entre los controladores aéreos? Buen viaje, Miros.

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  3. No uso muchos taxis, pero aún así he encontrado ejemplares de taxista que, al menos por el poco trato que tuve con ellos, me parecieron gente estupenda. Lo que conduciendo por Madrid diez o doce horas diarias tiene especial mérito.

    Claro que también tengo un par de amigos controladores aéreos que son gente estupenda.

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  4. Esos pequeños gestos de amabilidad y honestidad son, sin duda, los que devuelven la fe en el ser humano :)

    Besos

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