jueves, 14 de abril de 2011

Circunvalación insular con mi padre

Salimos los dos de Los Gigantes, hacia media mañana. Conducía yo; un Corsa 1000, el coche que la empresa me dejaría durante los siguientes diez meses. Nos dirigimos hacia el norte, subiendo por la carretera llena de curvas que llega a Tamaimo y luego a Santiago del Teide y así hasta Erjos, donde se cambia de vertiente, aunque entonces yo aún no lo sabía, y sólo me daba cuenta de que la carretera ahora bajaba y seguía siendo bastante mala y hasta peligrosa. Más de una hora llevábamos cuando se nos apareció a la vista Icod de los Vinos, el primer sitio donde nos habían recomendado detenernos. En realidad, apenas echamos un vistazo al famoso drago y poco más, que el objetivo era dar la vuelta a la Isla. Otra carretera, algo mejor, que ya ésta, la TF-5, discurría (y sigue discurriendo) relativamente a nivel. Y cruzamos los términos de La Guancha, de San Juan de la Rambla, de Los Realejos, nombres que no me decían nada, hasta llegar a la Villa de La Orotava, de cuyo magnífico centro histórico me habían hablado. Pero nos liamos a la entrada y no dimos con la parte vieja, sino con el espantoso ensanche de la zona baja, que nos quitó las ganas de buscar más. Así que volvimos a la carretera que enseguida pasó a ser autopista y cruzamos sin parar la comarca de Acentejo, nombre que me evocaba viejas lecturas sobre la conquista de Canarias, y ni siquiera nos metimos en La Laguna por culpa, probablemente, de la decepción de La Orotava. Enfilamos la recta cuesta abajo que lleva hasta la capital, me sorprendí por primera vez con la curva de Taco, demasiado cerrada para una autopista de esas dimensiones, y llegamos hasta la misma avenida de Anaga, que para esas fechas todavía no se había reconvertido en la actual Tres de Mayo. Aparqué casi enfrente del Cabildo (elección ignorantemente premonitoria) y nos sentamos en la terraza de Los Paragüitas a despacharnos unas cañas y unas tapas. Luego, tras ese breve almuerzo, dimos un paseo desde la plaza de la Candelaria hasta la Concepción, y guardo el vago recuerdo de abundantes ruinas y casas cerradas (la reforma de ese barrio y el auge de la calle de La Noria vino unos cuantos años después). Serían las cuatro de la tarde cuando volvimos al coche y ahora tomar la autopista del Sur para cruzar un paisaje árido de toponimias desconocidas y ajenas; nada me decían nombres como Arafo, Güímar, Fasnia, Arico ... La autopista acababa en el aeropuerto al que dos días antes habíamos llegado; desde ahí de nuevo una carretera mala, llena de baches, que sin embargo era la ruta de multitud de turistas (aunque muchísimos menos que los que ahora llegan) hacia Las Américas. Y pasado este núcleo, amalgama de urbanizaciones mal cosidas (que hoy es cuando menos el doble de lo que era) venía el vacío urbanístico, salvo los pequeños pueblos –Armeñime, Playa de San Juan, Alcalá– enclavados en un paisaje de plataneras. Serían pasadas las seis cuando entramos de nuevo en Los Gigantes, cuando llegamos a la casa de Leonardo.

Estoy hablando de hace casi veinticinco años, de julio de 1986. Había viajado con mi padre a Tenerife invitados por un amigo suyo del bachillerato, Leonardo, que me ofrecía trabajar para la empresa que, con dinero ajeno, había montado en esa pequeña urbanización turística situada en el ángulo más remoto de la isla. En esa visita de "reconocimiento del terreno" mi padre había querido acompañarme, quizá para apoyarme, quizá para recomponer una relación que, si no rota, se sostenía en unos tácitos acuerdos de no agresión y el cumplimiento de unos ritos mínimos reducidos a poco más que ir casi todos los domingos a comer con mi familia. Tampoco es que entonces yo fuera muy receptivo a las intenciones de mi padre; de hecho, apenas guardo "recuerdos emocionales" de esos cuatro o cinco días que pasamos juntos en la Isla. Luego volveríamos a Madrid y yo dejaría el piso que compartía con un compañero en Augusto Figueroa y a Esther, mi novieta de entonces; liquidaría la relación laboral de nuestra incipiente oficina de urbanismo (lo que se tradujo en un ordenador y poco más), juntaría todo mi capital (unas doscientas cincuenta mil pesetas) y haría el equipaje para desplazarme a vivir "por una temporada" a tan lejano lugar. Y aquí sigo.

Como digo, no fui nada consciente de los sentimientos de mi padre, de los que le motivaron a viajar conmigo. Culpa mía, claro, pues hacía muchos años, al menos desde los catorce, que les había cerrado mi corazón. Y, a mi actitud personal, súmese la egoísta frialdad emocional de los jóvenes. Pero también es verdad que no supo mi padre transmitirme lo que sentía, lo que me quería, y lo que ansiaba que entre nosotros (conmigo, su hijo primogénito) pudiese recuperarse algo que es probable que nunca hubiese existido de verdad, más allá de sus deseos (suyos y de mi madre, claro). Por las fechas que rememoro mi padre tenía cincuenta y ocho años y estaba ya prejubilado. Empezaba un proceso de "enternecimiento emotivo" que se iría agudizando, para sorpresa y rechazo mío, durante los siguientes años. Él que siempre había sido tan duro, tan "cabrón", de pronto mostraba una emotividad que yo al menos (me pregunto cómo la recibirían mis hermanos) era incapaz de asumir (me violentaba) y mucho menos responder. Ese viaje fue la última vez que pasé unos días con él, los dos juntos, solos, y no pasó nada; no pasó nada de lo que él probablemente hubiera deseado que pasara (un par de años después, en un viaje a Menorca, viví una experiencia simétrica con mi madre, de muy parecidos tristes resultados). Los escasos quince años que me quedaban entonces para estar con él, en visitas necesariamente espaciadas, no dieron de sí más que encuentro neutros, o en los que me esforzaba por mantener la neutralidad, eludir cualquier implicación emocional. Así hasta que murió a fines de 2000.

Ayer en mitad de la noche me desperté de golpe, algo que es más habitual de lo que me gustaría. Recordaba perfectamente lo que estaba soñando, que era esa primera circunvalación tinerfeña con mi padre que he narrado en el primer párrafo. Pero lo curioso no era el recuerdo narrativo, sino la percepción emocional, tan vívida y cálida. Me desperté sintiendo (y entiéndase "sentir" en su acepción más "sensorial", más física) el amor de mi padre durante ese recorrido en coche, una sensación/sentimiento que me llega retrasada casi un cuarto de siglo. Pero quizá lo más sorprendente es que yo me sentía recibiendo ese amor con agrado, absorbiéndolo también amorosamente, permitiéndole que me embargara. En fin ...


Other Side of this Life - Lovin' Spoonful (Do you Believe in Magic, 1965)

11 comentarios:

  1. Que triste y a la vez que bello...

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  2. Es dificil que me guste una historia de amor. Esta sí.

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  3. No será que tú estás dejando fluir más que nunca tu lado emocional.

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  4. Puede ser, Amaranta, o que me hago viejo (que suele tener esos efectos)

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  5. Te persigue el anhelo del amor de tus padres.¡ Qué despilfarro ! tener hijos y ser incapaz de regalarles dos palabras cortitas, pero de inmensurable peso : "te quiero".

    No te haces viejo, puesto que sigues teniendo 51 años. ¡ Enhorabuena ! ¿ Cómo lo haces ?

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  6. C.C: Tengo 51 años hasta agosto. El día de mi cumpleaños cambio la edad del blog.

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  7. Es curioso Miros porque a mi el paso del tiempo me produce el efecto contrario, soy cada vez menos afectiva.

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  8. Entré por primera vez en tu blog un 16 de mayo 2.010 (Ajetreo y Gatillazo - muy gracioso ), y ya, según tu perfil, tenías 51 años.En otro post, dices que en el 88 tenías 29 años.

    Tu blog es del 2006, lo que me llevó a pensar que es la edad que tenías cuando lo abriste. Yo, de ti, no la cambiaría.A tu edad, los cumpleaños todavía se alcanzan al trote. A la mía, al galope. Ves qué afortunado eres !

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  9. CC: Me temo que te equivocas. El 16 de mayo de 2010 tenía 50 años y si entraste esa fecha en el blog no podía poner 51 años, sino 50. Como te dije, cambio la edad pasado mi cumpleaños. De hecho, cuando abrí el blog y pensé qué poner en el perfil y opté sólo por el sexo y la edad, recuerdo que puse 46 años. En el 88, en efecto, tenía 29 años, siempre que fuera a partir de agosto.

    No cambiar la edad me parecería una forma de mentira. A lo mejor, lo que hago es quitarla.

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  10. Tremendamente emotivo. Pienso en tu padre, por lo que has contado hombre tremendamente inteligente, y lo que sufriría al darse cuenta de que, en su vejez, no conectaba con ninguno de sus hijos. Seguro que se preguntaba que es lo que había hecho mal.

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  11. Algunos anhelos nos acompañan siempre en nuestro subconsciente y el sueño es un buen aliado para hacerlos realidad,,,,

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