domingo, 25 de septiembre de 2011

Marx y la dictadura del proletariado


Cuando Marx y Engels publicaron, en febrero de 1848, El Manifiesto Comunista tenían veintinueve y veintisiete años respectivamente; unos críos, si los miramos desde las referencias actuales. Sin embargo, sobre todo el primero, acumulaba ya abundantes experiencias y lecturas además de agudo razonamiento dialéctico, admirable capacidad de trabajo, radicalismo intelectual (traducido en la tendencia a desnudar de matices las cuestiones y apresurarse hacia conclusiones demasiado rotundas) y, desde luego, una voluntad de acción irrenunciable que guiaba su actividad teórica. Con poco más de veinte años ya se había desesperado leyendo los ladrillazos de Hegel (por más que su filosofía le sea absolutamente deudora) y estaba convencido de que el estudio y análisis de la realidad sólo se justificaban para transformarla. Desde sus primeras obras se aprecia la intención crítica; despojar de artificios los conceptos y tópicos burgueses a fin de aportar armas racionales para su desmantelamiento. Esa actitud tocapelotas y valiente caracteriza el ejercicio periodístico de sus primeros años, nada más egresar de la universidad de Berlín, primero en Colonia, luego en París, después en Bruselas y finalmente en Londres. De las tres ciudades continentales le fueron expulsando tras cerrar las autoridades las publicaciones en las que escribía. Obviamente, no se cortaba un pelo atacando con dureza las políticas de los gobiernos de toda Europa y, cada vez con la puntería más afinada, focalizaba sus críticas en el sistema económico capitalista y las relaciones (intrínsecamente conflictivas) entre las clases sociales. Durante la década de sus tiernos veinte años, este muchacho, casado desde los veinticinco, no sólo vivió a salto de mata entre lecturas y escrituras, sino que comenzó a involucrarse en agrupaciones sociales que querían cambiar las cosas. Cuando estaba en París trabó contacto con la llamada Liga de los Justos, una sociedad con ciertos tintes de secreta (al estilo de los carbonarios italianos), mayoritariamente formada por alemanes exiliados y que buscaba la fraternidad del ser humano, desde postulados heredados del pensamiento socialista utópico (Owens, Fourier). Tal buenismo seguro que irritaba a Karl y, secundado en todo por su fiel Fiedrich (se habían conocido pocos años antes en la capital francesa), se empeñó, con éxito, en derivar esa ideología algo blandengue hacia sus tesis, bastante más aceradas, y reorganizarla hasta incluso cambiar el nombre por el de Liga Comunista, en junio de 1847, recién llegado a Londres. Justamente el Manifiesto se escribió para constituirse en el catecismo doctrinal de la Liga, estableciendo sus principios fundamentales y con la muy específica intención de distinguirse de los diversos grupos que se denominaban socialistas.

El Manifiesto es pues un obra panfletaria, necesariamente simplificadora, con los inconvenientes y ventajas que ello implica, pero por lo mismo suficientemente expresiva de las ideas fundamentales de Marx y Engels que no variarían. Lo primero que debe destacarse es que para esos años ambos socios (y más Karl que Friedrich, creo yo) se podían calificar con toda propiedad de revolucionarios radicales. Negaban, salvo por motivos tácticos coyunturales, cualquier opción de transformación socioeconómica reformista, de ahí sus enfrentamiento con los varios grupos socialistas y su opción por distinguirse incluso nominalmente de ellos. Sin embargo, de la lectura de esta obra, no puede todavía deducirse cómo pensaban sus autores que había de llegarse, en la práctica, a la sociedad sin clases comunista. En el párrafo más elocuente se nos dice que “que el primer paso de la revolución obrera será la exaltación del proletariado al Poder, la conquista de la democracia”, frase que permitiría admitir que no descartaban un acceso “legal” a las posiciones de poder del Estado previo. Una vez en el Poder el proletariado irá “ despojando paulatinamente a la burguesía de todo el capital, de todos los instrumentos de la producción, centralizándolos en manos del Estado, es decir, del proletariado organizado como clase gobernante, y procurando fomentar por todos los medios y con la mayor rapidez posible las energías productivas”. Los autores se apresuran a aclarar que este “despojo” sólo puede llevarse a cabo mediante acciones despóticas, medidas que han de aplicarse con absoluta dureza y constancia, y a modo de listado no exhaustivo, citan hasta diez de ellas, la gran mayoría encaminadas a socavar la propiedad, pero sin llegar a su completa extinción. Con un gobierno proletario poniendo en práctica medidas como las que se esbozan se iría demoliendo el régimen capitalista de producción y, por el mero transcurso del tiempo, desaparecerían las condiciones que determinan el antagonismo de clases y, por tanto, las clases mismas. En ese momento hasta el Estado habría de extinguirse o, al menos, perdería todo carácter político y seríamos una sociedad de seres humanos libres y, añado yo, felices.

Casi inmediatamente después de la publicación del Manifiesto, se sucedieron en muchos de los países europeos las variadas revoluciones del convulso 1848. Marx vio en ellas que por primera vez en la historia era la clase proletaria la que iniciaba el levantamiento, si bien mal organizada, lo que permitió la traición final de sus intereses a favor de la burguesía, la verdadera triunfante de todos los movimientos. Pero gracias a estas revueltas, en las que se involucraron activamente (especialmente en la francesa) miembros de la Liga de los Comunistas, las proclamas ideológicas del Manifiesto (y en menor medida otros aspectos más elaborados de la teoría marxista todavía en fase embrionaria) empezaron a divulgarse entre los obreros y estudiantes europeos. En marzo de 1850, Marx redacta una circular del Comité Central advirtiendo del peligro que suponía el creciente robustecimiento de los socialdemócratas que redundaba en la pérdida de cohesión de los comunistas y su progresiva asimilación hacia la ideología pequeño-burguesa de éstos. Marx rechaza tajantemente cualquier contemporización con los socialistas burgueses (y mucho menos la unión que éstos reclaman). En particular se opone a las tácticas de lucha “moderadas”, para evitar que la excitación revolucionaria desaparezca después de la victoria. Está sin duda escarmentado de cómo fueron traicionadas las aspiraciones revolucionarias proletarias dos años antes y esa lección le lleva a avanzar un paso más en su convencimiento de la necesidad de la violencia para alcanzar el poder proletario. Así escribe: “Lejos de oponerse a los llamados excesos, deben emprenderse actos de odio ejemplar contra edificios individuales o públicos a los cuales acompaña odiosa memoria, sacrificándolos a la venganza popular; tales actos, no sólo deben ser tolerados, sino que ha de tomarse su dirección. Durante la lucha y después de ella, los trabajadores necesitan utilizar todas las oportunidades para presentar sus propias demandas separadas de las de los demócratas burgueses”. Y también: “El armamento de todo el proletariado con fusiles, cañones y municiones debe ser realizado en el acto; necesitamos prevenir el resurgimiento de la vieja milicia burguesa, cosa que ha sido siempre hecha contra los trabajadores”. Y acaba pronunciando uno de tantos de sus afortunados eslóganes: “Su grito de guerra (el de los proletarios) debe ser: ¡La Revolución permanente!” Karl tiene 32 años recién cumplidos. Está convencido de que, en las circunstancias políticas de los países europeos, al proletariado no le cabe otra salida que el conflicto violento e independiente.

Sin embargo, repasando la actividad de Marx durante los siguientes veinte años y sus escritos, me quedo con la sensación de que dos eran sus motivaciones fundamentales. De un lado la de profundizar en el análisis detallado de los distintos factores económicos de la vida social (muy en especial desmenuzando y contradiciendo las tesis de Ricardo), lo que le permitiría publicar el primer tomo de su obra magna, El Capital, a punto de cumplir los cincuenta. De otra parte, una activa labor organizativa y didáctica hacia el proletariado, cuya culminación sería la fundación en 1864 de la Asociación Internacional de los Trabajadores, también conocida como la Primera Internacional. De su correspondencia con Engels, saco la impresión de que ambos amigos no veían viable la revolución proletaria que había de conducir a la sociedad sin clases. Previamente, pensaban, tenía que triunfar la revolución pequeño-burguesa, representada por los partidos socialdemócratas; entendían que hasta que no se cubriera esa etapa que consideraban históricamente necesaria (erraban, claro) no tocaba el último y definitivo enfrentamiento que llevaría al proletariado al poder. Por eso sus machaconas insistencias para evitar que sus acólitos fueran seducidos por los cantos de sirena de las izquierdas burguesas, a las que consideraba los verdaderos enemigos (Lenin hizo suya esta apreciación del maestro y no le tembló el pulso para deshacerse de los socialdemócratas y mencheviques). Quiero decir que, pese a que Marx fuera un revolucionario radical y luchara por llevar a la sociedad hacia su modelo de comunismo, dudo mucho que creyera que su revolución, y menos aún su sociedad, comunistas eran viables a corto o medio plazo y probablemente por ello no se preocupara demasiado de teorizar sobre el régimen futuro deseado, sobre cómo había de ser esa sociedad sin clases, por el momento poco menos que utópica.

Ahora bien, en 1870 estalla la guerra franco-prusiana que acaba con la entrada triunfal de Guillermo I en París para proclamarse emperador nada menos que en Versalles (restregándoles a los franceses la derrota). El vacío de poder subsiguiente fue ocupado en la capital por un gobierno popular sostenido por la Guardia Nacional y muy influido por las doctrinas de la Primera Internacional. La Comuna de París duró apenas dos meses, pero pleno de sorprendentes innovaciones en la forma de gestionar la vida colectiva, durante el cual se pusieron en práctica varias de las medidas propias del programa comunista. Marx quedó impresionado y admirado con el arrojo de los parisinos y con la implicación de tantos de sus correligionarios, aunque, cuando ya se podía prever que las cosas iban a acabar mal (y muy mal acabaron para los insurrectos contra el orden burgués: más de cincuenta mil ejecutados, ley marcial durante los siguientes cinco años), se quejó de los “excesos” democráticos de los comunistas, que debieran haber centralizado el poder para acabar por la fuerza con el ejército de Versalles. En dos cartas a Ludwig Kugelman (un amigo socialista de Hannover) de abril de 1871 escribe textos muy expresivos de su opinión sobre lo que estaba sucediendo en la capital francesa. De la primera: “¡Qué flexibilidad, qué iniciativa histórica y qué capacidad de sacrificio tienen estos parisienses! Después de seis meses de hambre y de ruina, originadas más bien por la traición interior que por el enemigo exterior, se rebelan bajo las bayonetas prusianas, ¡como si no hubiera guerra entre Francia y Alemania, como si el enemigo no se hallara a las puertas de París! ¡La historia no conocía hasta ahora semejante ejemplo de heroísmo! Si son vencidos, la culpa será, exclusivamente, de su «buen corazón» … El segundo error consiste en que el Comité Central renunció demasiado pronto a sus poderes, para ceder su puesto a la Comuna. De nuevo ese escrupuloso «pundonor» llevado al colmo. De cualquier manera, la insurrección de París, incluso en el caso de ser aplastada por los lobos, los cerdos y los viles perros de la vieja sociedad, constituye la proeza más heroica de nuestro partido desde la época de la insurrección de junio”. Y de la segunda: “ Gracias a la Comuna de París, la lucha de la clase obrera contra la clase de los capitalistas y contra el Estado que representa los intereses de ésta ha entrado en una nueva fase. Sea cual fuere el desenlace inmediato esta vez, se ha conquistado un nuevo punto de partida que tiene importancia para la historia de todo el mundo”. No creo que sea muy descabellado pensar que, a los cincuenta años y gracias a la experiencia de la Comuna, Karl Marx se planteara por primera vez en serio la posibilidad real (y no demasiado lejana) de la revolución proletaria victoriosa.

Como era de esperar, tras el aplastamiento del experimento revolucionario, vino una durísima reacción represiva que obligó a la Primera Internacional a volcarse en la asistencia a perseguidos y exiliados así como a reorganizarse internamente a la defensiva. Pero también se produjeron las disensiones, la más importante la encabezada por Bakunin y Blanqui, derivadas justamente de las formas de llevar la actividad revolucionaria. La última década de su vida la pasaría Marx combatiendo los que para él eran desviaciones peligrosas, no tanto respecto de las bases teóricas de su interpretación económica del devenir histórico (unánimente aceptadas), sino sobre cómo había de comportarse el proletariado. La discusión (y posterior ruptura) con Bakunin se centró en si la dirección del movimiento revolucionario debía ser centralizada y autoritaria (Marx) o atomizada y coordinada (Bakunin). Luego vendrían los enfrentamientos dialécticos con Lassalle, muy en especial cuando sus tesis, parcialmente asumidas por los dirigentes de la sección alemana de la Primera Internacional, llevaron en el Congreso de Gotha de 1875 a la fundación del Partido Socialista de los Trabajadores Alemanes (SAPD). Me imagino la rabieta del viejo Marx (57 años) que quizá, en algún momento de lucidez autocrítica, le llevara a darse cuenta de que la parte más débil de su impresionante edificio intelectual era justamente lo que él mismo definía como el único objetivo legítimo de la filosofía: la definición de esa paradisíaca sociedad futura. En uno de sus últimos escritos, Crítica del Programa de Gotha, se dedica a desmontar casi todos los principios programáticos del nuevo partido y hacia el final aborda, brevísimamente, cuestiones sobre el el futuro comunista. Es en este escrito, que yo sepa, donde Marx acuña por primera vez el término dictadura (revolucionaria) del proletariado, que aparece en el siguiente contexto: “Entre la sociedad capitalista y la sociedad comunista media el período de la transformación revolucionaria de la primera en la segunda. A este período corresponde también un período político de transición, cuyo Estado no puede ser otro que la dictadura revolucionaria del proletariado”. Nada más, pero lo suficiente para que haya que atribuir a don Carlos la autoría del término que tantos rechazos teóricos suscitaría y tantas perversiones criminales justificaría. En mi opinión, Marx lo único que hacía era poner nombre a la etapa durante la cual el proletariado accede al poder y pone en marcha, decidida y hasta despóticamente, las medidas necesarias para la abolición de las clases, algo escrito treinta años antes.

Pero, como demostrarían los acontecimientos, la elección de la palabreja fue muy desafortunada. De hecho, la Crítica del Programa de Gotha se publicó póstumamente y no tuvo demasiada repercusión ya que se refería a unos acontecimientos con quince años de antigüedad. Como bien dice Lansky en un comentario a mi anterior post, sería Lenin quien desarrollaría ad nauseam el neologismo marxiano y le daría el contenido que más le convenía para sus intereses específicos de conquista del poder. La teoría leninista al respecto se puede encontrar en El Estado y la Revolución, escrito en 1917, justo antes de que Vladimir llegara a Rusia para tomar las riendas del poder. Pero hablar de ello sería objeto de otro post.


Fe de errata (12 de septiembre de 2012): Como puede comprobarse en los Comentarios, hace dos días un anónimo lector me hace saber que el término Dictadura del Proletariado fue empleado por Marx en textos muy anteriores a la Crítica del Programa de Gotha. Lamento mi falta de rigor y hago propósito de enmienda: intentaré ser más cuidadoso en el futuro.

4 comentarios:

  1. error de tecleo '1947', obviamente querías decir 1847, al final del priemr larguísimo párrafo, cuando fundan los dos amigos la Liga Comunista.

    Sigo leyendo y te comento cosas más interesates después, que el post es largo como casi todos los tuyos

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  2. Vale.

    Lo cierto es que hay muchos Marx, tanto sucesivos como simultáneos, como no podía ser menos en personalidad tan apabullante.

    A mí -insisto: a mí- me interesa hoy mucho menos el revolucionario profesional (¿radical? sí, también) del Manifiesto que el agudo estudioso -aún hoy válido y valioso- y teórico de la economía política y de la teoría de la pluisvalia. El primero, insisto: a mi jucio, casi está hoy completamente obsoleto: no hay proletariado como entonces ni es viable la revolución que propugnaba, y las que tuvieron éxito lo fueron en la campesina Rusia y no en las industriales y proletarizadas Alemania o Inglaterra como él pronosticaba: se coló punto por punto. En cambio, sus reflexiones sobre la plusvalía ( y hasta sus tesis sobre Epicuro: casi un trabajo escolar) siguen teniendo una vigencia impresionante y son utílisimas para entender el mundo actual siglo y medio después.

    Por cierto, cada vez me interesa más Engels, en absoluto un mero comparsa o mecenas.

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  3. Sí, Lansky, es largo como todos los míos. Los empiezo con una idea y me voy dispersando por las ramas, porque pienso, probablemente de forma errónea, que hay otros asuntos pertinentes que merece la pena reseñar. Ya he corregido mi salto de 100 años, gracias.

    Radical no es, para mí, ninguna descalificación pues, como sabes´, significa ir a la raíz de las cosas. Sí lo es, en cambio, simplificador, que también creo que se lo endilgo al viejo Marx. Sin embargo, la simplificación conceptual es necesaria cuando se trata de dirigir la acción, y eso era lo que a Marx más le interesaba. Aún así, lo cierto es que gran parte de su obra de sus últimos años tuvo por finalidad combatir las que él pensaba que eran simplificaciones euqivocadas de su propio pensamiento.

    De otra parte, coincido contigo en que parte más teórica de los escritos de Marx siguen teniendo hoy absoluta validez, sobre todo para entender los mecanismos básicos de funcionamiento del capitalismo (el suicida y absurdo motor de la acumulación y la consiguiente plusvalía) que, en la actualidad, ha llegado a unos niveles que, estoy seguro, don Carlos no habría ni imaginado.

    En todo caso, en este post, más que su teoría analítico-descriptiva, me interesaba rastrear un concepto (el de la dictadura del proletariado) más propio de la filosofía como fundamento de la transformación de la realidad. Todo ello a partir de la interesante discusión del pasado post sobre la relación entre las ideologías (teóricas) y los regímenes que dicen llevarlas a la práctica.

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  4. Rigor, por favor, rigor. El término "Dictadura del proletariado" no se utiliza por vez primera en la crítica al programa de Gotha, sino mucho, mucho antes. Tanto pronto como 1847, es decir, incluso antes del Manifiesto Comunista. En "La crítica moralizante o la moral crítica" Marx afirma lo siguiente: "Del mismo modo que en Inglaterra los obreros constituyen un partido político con el nombre de cartismo, los obreros norteamericanos forman un partido político con el nombre de reformistas nacionales; y su grito de guerra no es absolutamente: monarquía o república, sino dictadura de la clase obrera o dictadura de la clase burguesa". Por otra parte, en el escrito "Las luchas de clases en Francia", texto de cabecera de todo revolucionario durante el S.XIX, el renano dice lo siguiente: "El proletariado de París fue obligado por la burguesía a hacer la insurrección de Junio. Ya en esto iba implícita su condena al fracaso. Ni su necesidad directa y confesada le impulsaba a querer conseguir por la fuerza el derrocamiento de la burguesía, ni tenía aún fuerzas bastantes para imponerse esta misión. El "Moniteur" hubo de hacerle saber oficialmente que habían pasado los tiempos en que la república tenía que rendir honores a sus ilusiones, y fue su derrota la que le convenció de esta verdad: que hasta el más mínimo mejoramiento de su situación es, dentro de la república burguesa, una utopía; y una utopía que se convierte en crimen tan pronto como quiere transformarse en realidad. Y sus reivindicaciones, desmesurados en cuanto a la forma, pero minúsculas e incluso todavía burguesas por su contenido, cuya satisfacción quería arrancar a la república de Febrero, cedieron el puesto a la consigua audaz y revolucionaria: ¡Derrocamiento de la burguesía! ¡Dictadura de la clase obrera!".
    Obviamente, NO es la única referencia: también menta al "demonio" en una carta a Weydemeyer de 1852 (http://www.marxists.org/espanol/m-e/cartas/m5-3-52.htm).
    Por otra parte, su colega Engels también utiliza el término sin ningún tipo de problema. Lo hace, por ejemplo, en "Contribución al problema de la vivienda", donde señala que “los llamados blanquistas, en cuanto intentaron transformarse de simples revolucionarios políticos en una fracción obrera socialista con un programa determinado —como ocurrió con los blanquistas emigrados en Londres en su manifiesto "Internationale et Révolution"— no proclamaron los «principios» del plan proudhoniano para la salvación de la sociedad, sino —casi palabra por palabra— las concepciones del socialismo científico alemán sobre la necesidad de la acción política del proletariado y de su dictadura, como paso hacia la supresión de las clases y, con ellas, del Estado, tal como aparece indicado ya en el "Manifiesto Comunista"[****] y como, desde entonces, ha sido repetido un número infinito de veces”. Hay más, pero para no alargar demasiado mi intervención, me limitaré a mencionar el ejemplo más conocido, el cual tiene lugar en la introducción a “La guerra civil en Francia”: “Ultimamente las palabras "dictadura del proletariado" han vuelto a sumir en santo terror al filisteo socialdemócrata. Pues bien, caballeros, ¿queréis saber qué faz presenta esta dictadura? Mirad a la Comuna de París: ¡he ahí la dictadura del proletariado!”. De nuevo: rigor, siempre rigor. No puede ser que alguien quiera interesarse por el término "Dictadura del proletariado" y una de las primeras cosas que se encuentren sea esto.

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