martes, 18 de agosto de 2015

La gran apuesta (2)

Dos días después, el miércoles, tuve mi partido de segunda ronda. El oponente era el lituano Ricardas Berankis (83 de la ATP), a quien había entrenado fugazmente en Florida una década atrás, cuando todavía no había entrado al circuito pero prometía mucho (creo recordar que incluso llegó a alcanzar el número uno en el ranking junior). Afortunadamente, no me reconoció; había pasado mucho tiempo y, además, mi aspecto era bastante distinto del de entonces. La verdad es que el chico había mejorado tremendamente y disfruté jugando contra él. Un primer set muy igualado –le concedí varios deuces– en el que cada uno iba ganando su servicio hasta llegar al octavo, donde le hice el break después de unas cuantas ventajas alternas, para luego acabar el set con mi servicio (6-3). Para compensarle –me sentía algo conmovido– quise que se llevara el segundo set, así que mantuve la misma estrategia de juegos muy igualados hasta el décimo, en el que servía yo con un 5-4 en contra. Y de nuevo la misma historia con ocho deuces antes de que que tomara ventaja y a continuación yo cometiera una tonta doble falta: el chaval la celebró como si hubiese atizado el mejor de los winners. He de reconocer que en el tercer set me despisté; supongo que me noté muy seguro, demasiado convencido de que controlaba sin fisuras el tenis de Berankis. Así que, bastante relajado, me dedique a repetir el mismo esquema con la intención de romperle el saque en el último juego, devolviéndole en perfecta simetría el final del set anterior. Ricardas se puso 40-30 y me sorprendió con un majestuoso ace, forzando el tie-break. Por un momento me quedé paralizado: ¡no había sido capaz de devolver el servicio!

Me dirigí a mi silla cabizbajo, visiblemente afectado. Para disimular y ganar tiempo pedí los servicios del fisio, alegando una ligera molestia en el muslo derecho. Era la pista 3 y esta vez había bastante más gente, aunque lejos de estar llena; del público me llegaba un rumor de inquietud, pero apenas presté atención. Una idea me machacaba dolorosamente la cabeza: ¿y si éste hubiera sido el punto definitivo contra Djokovic? No, me decía, en ese caso no habría estado tan laxo; con todos mis sentidos en máxima alerta ni siquiera el serbio es capaz de colarme un ace. Sin embargo, el comezón insidioso no terminaba de írseme de la cabeza hasta que ahí mismo, mientras me masajeaban la pierna, tomé la decisión consecuente: tensaría la cuerda hasta el límite en el partido con Djokovic, sí, pero el juego clave sería con mi servicio. Con mi servicio, repetí en voz alta, y el sonido de mi propia voz actuó como analgésico instantáneo. Me levanté de un salto y corrí hacia la pista, dispuesto a ganar el tie-break. Y así lo hice: con algo de rabia por el susto que me había dado, empecé con saque directo, le devolví sus dos primeros servicios con sendos restos ganadores y volví a meterle dos aces: 5-0 a la velocidad del rayo, ya me sentía mejor. Sus dos siguientes servicios se los concedí, uno con algo de pelea y el otro admitiéndole otro ace, pero esta vez sabiendo que podría haberlo devuelto. Me tocaba sacar de nuevo y gané mis dos servicios, pero sin abusar, haciendo que fuera el muchacho quien fallara.

No voy a enrollarme con los dos siguientes sets. Mucho más tranquilo, quería que el partido pareciera peleado y lo logré. El cuarto set iba siendo un calco del segundo, por lo que, para meterle algo de variación y evitar que los maniáticos de las estadísticas se percataran de la identidad en la secuencia del puntaje, dejé que me ganara en blanco los dos juegos finales, incluyendo en el break en el último que forcé con nada menos que tres dobles faltas. Seguro que los periodistas deportivos que se estarían empezando a fijar en el tenista sin antecedentes repetirían que "irregular" era el adjetivo que mejor me calificaba: capaz de hacer aces fulminantes e inmediatamente ensartar una deplorable sucesión de errores en el servicio. Pero eso era lo que me convenía para mantener mi coeficiente lo más bajo posible. Llevábamos ya casi tres horas de juego y, la verdad, empezaba a notar el cansancio. Pero bastaba ver al chico –¡15 años menor que yo!– sudando la gota gorda para enorgullecerme de la excelencia de mi preparación física y mental. Resistí pues la tentación de acabar por la vía rápida y, disciplinadamente, decidí ser fiel a mi plan: había que mantener las apariencias, no podía exhibir ninguna superioridad. Así que hice que el set durara doce juegos y sólo en el último, y después de concederle tres ventajas, le rompí el servicio. Partido acabado con más de tres horas y media de tenis; el público, entusiasmado, nos premió a ambos con una cerrada ovación. Mientras recogía mi bolsa, dispuesto a desaparecer rápidamente del All England Lawn Tennis and Croquet Club, comprendí que no me iba a ser tan fácil como hasta entonces. El tenista desconocido ya empezaba a despertar la curiosidad de unos cuantos.

No tuve que esperar para comprobar lo acertado de mi pálpito. En el pasillo hacia los vestuarios me abordó un tipo de la organización y en un inglés extremadamente afectado me pidió que me dirigiera al control antidopaje. Luego, añadió, si tuviera la bondad, los caballeros de la prensa lo aguardan. La prueba de orina es por sorteo, pero sospeché que en mi caso podría deberse, más que al azar, a los recelos de algún directivo de la ATP. Supongo que para entonces ya estarían tratando de identificarme pero ciertamente no iban a pillarme con el nombre con el que me había inscrito, avalado por una documentación excelentemente falsificada. Otro gallo habría cantado, claro, si conocieran mi verdadera identidad; no en vano, hacia mediados de los noventa estaba en el circuito profesional y, con apenas veinte añitos era una de las más prometedoras figuras de la ATP (de hecho, llegué al duodécimo puesto del ranking). Pero ese tenista había dejado de existir hace ya mucho, desaparecido sin pena ni gloria y, sobre todo, sin que a nadie le hubiera importado –lo que en su momento me causó algo de rabia pero a la larga me sirvió de mucho–. Yo ya no era ese chaval y no tenía ninguna intención de permitir que me relacionaran con él. Pasaría pues el antidoping y procuraría soltar lo menos posible ante los periodistas. Supuse que me podría negar al acoso mediático, pero eso no haría sino dificultar más mis ansias de despertar la mínima atención. Además, ya había previsto que la aparición de un no profesional en el torneo había necesariamente de ser noticia; se trataba de hincharla lo menos posible.

Tras el chorrito y el paso por el vestuario me presenté en la sala de prensa. Ya había anochecido y los siete tipos que me esperaban aparentaban cansancio; mejor, pensé. A la mesa se sentó el que debía ser uno de los responsables del torneo para la relación con los medios y él mismo decidió abrir la sesión explicándome que todos estaban sorprendidos conmigo y deseosos de saber de dónde había salido. Con mi peor acento inglés, respondí que me tendrían que disculpar porque casi no hablaba el idioma y también me costaba mucho entenderlo; les agradecería si pudieran llamar a un traductor de montenegrino. Se hizo un silencio incómodo; no habían imaginado que un tenista en segunda ronda no dominara el inglés. Para colmo, a esas horas era obvio que no podían recurrir a nadie (por un momento me temí que Djokovic siguiera en el complejo y lo llamaran, pues el montenegrino no es más que un dialecto del serbocroata; pero por supuesto era una idea absurda). El petimetre que se las daba de maestro de ceremonias, visiblemente azorado, se excusó en un breve discurso silabeado; casi suelto la carcajada ante tan enfática y ridícula pronunciación. En fin, que me vino a decir que me emplazaba para después del próximo partido y que para entonces contarían con el necesario intérprete. Yo, mientras tanto, ponía cara de bobo, sonriendo mucho y bajando humildemente la cabeza, como si entendiera sólo a medias pero estuviese encantado de estar allí, en el sumo santuario del tenis, rodeado de personas tan agradables. Prueba superada.

 
Anyone for tennis - Cream - (Wheels of Fire, 1968)

8 comentarios:

  1. Fascinante, qué intriga. ¿Quién eres, cabrón?

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    1. ¿Qué quién soy? Un tipo que juega muy bien al tenis –superlativamente bien– y que pretende forrarse gracias a ello. Pero, claro, entre los planes y su ejecución la azarosa realidad puede empeñarse en meter complicaciones. Confío en que salgan bien.

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  2. Me acabo de dar cuenta que no tengo ni idea de la jerga tenística...qué nervios, qué va a pasar...

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    1. Tampoco es tan complicada esa jerga, pero basta que te veas unos pocos partidos en la tele para que la domines. Y en cuanto a qué va a pasar ... siga atenta a su ordenador :)

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