Un buen día, colgado de las ramas de un árbol, alguno de los nativos descubre un transistor, uno de esos pequeños receptores de radio a pilas. ¿Cómo ha llegado a nuestra isla? Imaginemos la solución que más nos apetezca, por ejemplo, que ha caído desde un avión que sobrevoló la isla –por supuesto, lo suficientemente alto para que ni los de abajo ni los de arriba se percataran unos de otros– y milagrosamente no se destrozó contra el suelo porque la correa se encajó en la rama. Insisto: no tiene importancia, estoy contando una parábola.
La cosa es que nuestro nativo, extrañado ante la apariencia del aparatito, comienza a manipularlo y en muy poco tiempo lo enciende y, moviendo el dial, consigue sintonizar alguna emisora lejana. Imaginemos el asombro del buen hombre: de pronto unas voces humanas ininteligibles salen del pequeño altavoz. Supongo que del susto se caería de culo y soltaría asustado la radio. Por suerte, el terreno estaba tapizado de alta y mullida hierba y desde allí, sin haber sufrido ningún desperfecto, siguió emitiendo la voz de un locutor ignoto.
Poco a poco el isleño se iría tranquilizando. En ese lapso, durante el cual acabó el boletín de noticias y empezó un programa de canciones pop que lo alucinó aún más, el tipo pensaría qué hacer. Probablemente ensayaría algunas pruebas para asegurarse de que el extraño objeto era inofensivo. De hecho, en los primeros momentos de sorpresa y miedo había cogido una pesada piedra con la intención de machacarlo pero finalmente, movido por la curiosidad, prefirió no hacerlo. Con prudencia volvió a sujetar en sus manos el receptor y a manipular los botones. Enseguida aprendió las pocas prestaciones: subir el volumen, cambiar de frecuencia, apagarlo y encenderlo.
Lo que está claro, se diría, es que he descubierto algo extraordinario, si sé jugar adecuadamente mis bazas este azar puede traerme fortuna y honores. Estoy reproduciendo una manera de razonar que es típica de nuestra civilización pero que también podría extrapolarse a esta cultura primitiva y remota si es que los móviles psicológicos que están en la base de nuestras instituciones básicas –la propiedad privada, por ejemplo– fueran, como algunos sostienen, intrínsecos a nuestra especie. Sin embargo, como soy yo quien recrea esta parábola, decido que no; que la comunidad de esa isla vivía en una especie de comunismo primitivo, ignorantes de que los individuos pudieran apropiarse de nada.
Por tanto, este hombre en taparrabos pensó lo que cualquiera no maleado pensaría: tengo que llevar esta caja mágica al poblado, para que la vean los demás y entre todos decidir qué hacer, cómo va a afectar este descubrimiento a nuestras vidas. Y así lo hizo, olvidó junto al árbol los frutales que había recolectado (más tarde le echarían la bronca por eso) y raudo e impaciente corrió hacia el caserío. Llegó a la carrera y dando voces, así que enseguida se congregaron todos en el espacio abierto central que hacía de plaza principal en donde tenían lugar casi todos los actos comunitarios. ¿Qué pasa? ¿Qué te ha ocurrido? Pero el nativo, jadeante no respondía a nadie, quería contarlo en presencia del jefe.
Sí, claro que había jefe porque la comunidad tenía una somera organización jerárquica e incluso atisbos de especialización del trabajo. Por ejemplo, había un grupito de indígenas, los más listos y estudiosos, que formaban el
swzysklar que, en español, viene a significar algo así como "comité científico asesor". Los del
swzysklar tenían fama de escépticos y andaban siempre a la greña con los sacerdotes (los
fannshej), ironizando sobre las ceremonias religiosas de la aldea. Digamos a este respecto que nuestros nativos eran politeístas, aunque sin tomarse demasiado en serio la religión; la consideraban parte de sus tradiciones que estaba bien seguir practicando pero poco más. Desde luego, no había fundamentalismos de ningún tipo, un ambiente en este sentido mucho más cercano a la antigüedad grecolatina que al cristianismo medieval.
El caso es que ante toda la aldea y con la presencia del jefe, nuestro hombre se dio el lujo de montar un pequeño show con el receptor de radio, despertando el más descomunal de los asombros en su auditorio. Finalmente, después de un buen rato de subir y bajar el volumen y sintonizar varias emisoras, henchido de vanidad ante su éxito (porque la vanidad sí es un sentimiento innato a nuestra especie), entregó solemnemente el aparato al jefe quien, sobreponiéndose a sus reparos supersticiosos por eso de la dignidad del cargo, se puso de pie muy despacio y lo alzó en alto ante toda la tribu. Con ese acto simbólico dejaba claro que el extraño objeto pasaba a formar parte de la vida de la comunidad. Ahora había que dilucidar qué hacer con él.
Como es natural, lo primero que quiere el desconcertado jefe es saber qué es ese extraño aparato. El sacerdote principal se apresura a declarar que se trata de un objeto sagrado, enviado por los dioses a la isla para revelarles algunos mensajes trascendentales para la redención de la comunidad. Porque –eso lo aceptan todos los nativos– del cacharro salen voces, muchas voces distintas, algunas incluso cantando (probablemente, añade, todos los dioses hablan). Lo que pasa es que no las entendemos, así que lo que hay que hacer es, con la debida concentración y ceremonia, encerrarse a escuchar hasta que logremos descifrar los mensajes. Aclaro de pasada que con lo de la "debida ceremonia" el
fannshej se refería a la ingestión ritual de un hongo alucinógeno que crecía en los bosques de la isla.
Si, ya, los dioses, exclamó burlón el más joven –e irrespetuoso– del
swzysklar; toda la vida callados y de pronto les da por hablar sin pausa. Y para colmo en idiomas desconocidos; si quisieran contarnos algo ¿por qué no lo hacen en nuestra lengua? ¿Acaso no dices siempre que son omnisapientes? Ya iba a contestar airado el sacerdote, pero el jefe, con gesto huraño, levantó un brazo amenazador. Basta, dijo, quiero que el
swzysklar estudie el objeto en profundidad a ver si sois capaces de descubrir su naturaleza. Custodiadlo con el máximo cuidado durante tres lunas. Pasado ese plazo quiero un dictamen riguroso. Como puede verse, en nuestra sociedad isleña el espíritu científico prevalecía sobre el religioso.
Pasaron los tres meses con insoportable lentitud para los isleños, ansiosos por conocer el misterio del aparato. Durante ese periodo, los miembros del
swzysklar no perdieron el tiempo. Desmontaron con sumo cuidado el aparato y lo estudiaron, volviéndolo a montar sin que dejara de funcionar. Entendieron los materiales y mecanismos que hacían que sonara. Y lo más increíble de todo: como la isla disponía de todos los minerales necesarios y ellos eran unos artesanos extraordinarios y contaban con herramientas adecuadas (y si no, se las construían), fueron capaces de fabricar otro receptor, un segundo aparatito que funcionó exactamente igual que el original. Ya sé que parece imposible, pero repito que estos hombres, por muy primitivos que fueran, tenían altas dotes intelectuales. Y, en todo caso, insisto en que se trata de una parábola.
Pues nada, orgullosísimos –con razón– y portando la radio original y la réplica se presentan ante el jefe. La audiencia, para desconsuelo de los habitantes del poblado, es a puerta cerrada: sólo el jefe, los del
swzysklar y los
fannshej. El líder máximo es prudente: quiere conocer el informe de los científicos y valorar lo que se debe comunicar a los aldeanos; podría no convenir revelar la verdad completa al pueblo. Como vemos, en nuestros isleños no había calado aún la idea de democracia, pero no nos escandalicemos porque tampoco estamos mucho más avanzados que ellos, más allá de declaraciones retóricas.
Habla el presidente del comité científico asesor: sabemos lo que es este objeto, conocemos los materiales de que consta y la forma en que están ensamblados entre sí. Estos materiales, organizados en tan particular combinación, producen unas reacciones singulares consistentes en sonidos análogos a las voces humanas. Igual que el crepitar de la leña ardiendo produce unos sonidos característicos, así ocurre en este aparato, aunque ciertamente con mucha mayor variedad y complejidad. Las que nos parecen voces humanas son propiedades de los materiales en unas determinadas condiciones, fenómenos físico-químicos (por supuesto no usarían este término) sin duda sorprendentes, pero en absoluto dotados de una intencionalidad comunicativa; no hay ningún mensaje.
Los sacerdotes se escandalizan pero, antes de que empiecen a protestar, el jefe los calla y expresa sus propias reflexiones. No me termináis de convencer, les dice. Durante estos días también yo he reflexionado mucho y he llegado a otras conclusiones. No os niego que son los materiales concretos y la forma en que están dispuestos y conectados entre sí lo que permite que el aparato emita esas voces que vosotros llamáis aparentes. Pero coincidiréis conmigo en que esos materiales están elaborados y dispuestos en tan específica organización por alguien inteligente, alguien que ha construido este aparato y, por lo tanto, lo ha hecho con alguna finalidad. Pienso que lo hicieron para transmitir a otros las voces y canciones que algunos emisores están hablando o cantando. Es decir, lo que escuchamos a través de este objeto son voces de alguien que está vivo y que habla desde algún lugar, aunque no entendamos su idioma. Creo que, más allá de los límites de nuestra isla, podría haber otras personas que han sido capaces de crear alguna misteriosa red de comunicación a través de la cuales transmitir sus palabras, y que este aparato es uno de los muchos receptores que deben existir.
La hipótesis del jefe deja por un rato sin palabras tanto a los científicos como a los sacerdotes. Estos últimos, no obstante, la rechazan enseguida indignados. ¿Sabéis lo que decís? Está escrito en los libros sagrados que esta isla es el único mundo habitado, que nosotros somos los únicos seres humanos del universo. Vuestras palabras son heréticas, impropias del honor de vuestra jefatura. El jefe, inusitadamente humilde, baja la vista y en voz suave responde: lo sé, amigo mío, y sin embargo creo que mi idea merece ser explorada, que ni siquiera nuestras más hondas y sagradas creencias deben impedirnos investigar, aún a riesgo de que hayamos de cambiar nuestras convicciones sobre el mundo.
Toma entonces la palabra de nuevo el presidente del
swzysklar: También nosotros consideramos la posibilidad que planteáis. Es verdad que la complejidad de este aparato parece revelar un artífice inteligente, pero ello no es una condición necesaria. Sabéis que la naturaleza es caprichosa, que está en incesante dinámica, generando de continuo múltiples combinaciones de formas y materiales. Sólo es cuestión de tiempo que en alguno de esos múltiples ejercicios de azar resulten objetos tan sorprendentes como éste, y tiempo es lo que sobra. Reconocemos que cuesta creer que fuerzas carentes de intencionalidad hayan creado este aparato, pero admitid que no menos sorprendente es que nosotros mismos, seres de muy superior complejidad, seamos también resultado de las mismas fuerzas (en este punto el sumo sacerdote carraspeó disgustado).
Nuestros antecesores, siguió hablando el científico, descubrieron el fuego y, gracias a su inteligencia, fueron capaces de reproducir a voluntad el fenómeno. Hoy ya no nos sorprende, sabemos sobradamente que la combustibilidad es una propiedad de algunas materias en determinadas condiciones. Ahora, con más conocimientos y capacidades que aquellos lejanos abuelos, hemos descubierto este objeto e, igual que entonces, hemos sido capaces de reproducirlo y así demostrar que las extrañas voces son, en efecto, reacciones naturales de estos materiales organizados en esa específica forma. Y tras decir esto enseñó la réplica que habían fabricado, encendió ambas y, manipulándolas adecuadamente, hizo que emitieran a la vez exactamente los mismos sonidos.
Quedaron todos impresionados por la rotundidad de los argumentos científicos y, sobre todo, por la pericia de los miembros del
swzysklar, capaces de aplicar las enseñanzas de la naturaleza al bienestar de la comunidad. De nuevo se demostraba que bastaba la razón para afrontar y entender la realidad, sin necesidad de recurrir a explicaciones teístas (fue un duro golpe al prestigio ya bastante debilitado de los
fannshej) ni tampoco a otras por muy sugerentes que resultaran. El jefe quedó convencido, aunque en el fondo de su corazón subsistiría una tozuda duda, que algunas noches le traía en sueños imágenes de hombres de otras tierras, idea que se esforzaba en desterrar de su cerebro por ser tan contraria a toda evidencia racional.
Esa tarde, en asamblea multitudinaria, el jefe arropado por el
swzysklar informó a su pueblo del notable descubrimiento científico. Además, prometió que se fabricarían nuevos aparatos mágicos para que todos pudieran disfrutar de sus maravillosas propiedades. Así se hizo y de tal modo escuchar la radio se convirtió en una de las actividades predilectas de los isleños. Lo que ocurrió como consecuencia de ello daría para otra parábola sobre ciencia y religión.
Radio, radio - Elvis Costello & The Attractions (This Year's Model, 1978)
Nota: Antony Flew (1923–2010) fue un filósofo inglés, considerado el máximo exponente del ateísmo filosófico anglosajón de la segunda mitad del pasado siglo. Sin embargo, al final de su vida, a raíz de su interpretación de los últimos descubrimientos científicos –especialmente de la física y de la biología– llegó a la conclusión de la existencia de Dios, protagonizando un cambio de postura que generó un notable alboroto (y mucha indignación entre los que habían sido sus compañeros escépticos). En su último libro –Dios existe, 2007– propone la parábola que presento en este post. Él elige un teléfono móvil (me ha parecido más sugerente que fuera una radio) y desde luego la cuenta en bastantes menos palabras. Como no comparto la célebre frase de Gracián, he preferido recrear el cuentito a mi estilo, enrollándome más de lo estrictamente necesario.